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UNA PENA

(reflexiones acerca del delito de aborto)

por Javier Anzoátegui

“Llegará el día en que haya que desenvainar la espada para defender que la hierba es verde en verano”.

G.K.Chesterton

 

Introducción

            No es casual la cita. Hablaré aquí de una clase de hierba -aunque tal vez con más propiedad debería llamarse brizna o retoño- que en muchos casos no tiene la posibilidad de brotar. Por esa razón escribo: para que la brizna llegue a ser hierba alguna vez.

            En tiempos en los cuales el mundo ha inclinado sus preferencias casi definitivamente por las teorías que pretenden –y han logrado- la abolición del delito de aborto, estas consideraciones podrán ser calificadas sin esfuerzo de retrógradas u oscurantistas. No obstante, intentaré mostrar que la cuestión no pasa por la flexibilización de las leyes que reprimen ese hecho delictivo sino, tal vez, por lo contrario.

            Como ven, me opongo a la liberalización del aborto; sin embargo, no voy a tratar de rebatir los argumentos de quienes están a favor de esa desincriminación. Sin meterme en tanto brete, consideraré el tema partiendo del status que la ley vigente le reconoce al feto[1].

            Quizás algunos se preguntarán si, dado el actual estado de la cuestión en todo el mundo, estas reflexiones tienen sentido. Por mi parte, creo que el asunto hoy en día no es tanto saber si hay que hablar, cuanto si hay que seguir callando.

 

La persona por nacer, nuestras leyes y una singular diferencia

            El artículo 70 del Código Civil reconoce que las personas físicas comienzan a existir desde la concepción en el seno materno.

            El art. 75 de la Constitución Nacional, entre las atribuciones conferidas al Congreso, establece la de “dictar un régimen de seguridad social especial e integral en protección del niño en situación de desamparo, desde el embarazo hasta la finalización del período de enseñanza elemental” (inc. 23).

            Mediante el inciso 22 de ese mismo artículo se dio rango constitucional, entre otras, a la Convención sobre los Derechos del Niño -ley 23.949-[2] y a la Convención Americana sobre Derechos Humanos -ley 23.054-.

            En su artículo 1° aquélla dice que ... se entiende por niño todo ser humano menor de dieciocho años ...”. Al firmar el tratado nuestro país declaró respecto de este artículo que debía entenderse por niño “... todo ser humano desde el momento de su concepción y hasta los dieciocho años de edad...”. Asimismo, el artículo 6°, inc. 1°, de esta convención establece que “... los estados parte reconocen que todo niño tiene el derecho intrínseco a la vida”. El llamado “Pacto de San José de Costa Rica” dispone en su artículo 4º, inciso 1º,: “... Toda persona tiene derecho a que se respete su vida. Este derecho estará protegido por la ley y, en general, a partir del momento de la concepción....

            El homicidio doloso consiste en dar muerte injustamente a una persona después del nacimiento, y está castigado con penas que llegan hasta la reclusión perpetua.

            El aborto doloso supone dar muerte injustamente a una persona antes del nacimiento, y la pena máxima prevista para el consentido por la madre es de cuatro años de prisión.

            Es una diferencia que, lo confieso, siempre me llamó la atención. Decía para mis adentros “si el por nacer es persona y tiene derecho a la vida ¿por qué no se protege ese derecho con la misma intensidad que el de los nacidos?. Y si no se lo hace ¿por qué no se explican los motivos?” [3].

            Como los artículos 85 a 88 del Código Penal son verdaderamente lacónicos empecé a buscar una respuesta en los antecedentes legislativos[4], los proyectos del mismo código y los tratados de los especialistas. Si bien no encontré mucho, aquí van los dos argumentos que me parecieron más sólidos. Tal vez haya otros, pero no los he hallado ni se me han ocurrido[5].

            Este es el primero: al niño por nacer no se lo ve ni se lo siente; el autor debe vencer “menos repugnancia” para llevar a cabo el aborto; por eso es menos culpable y, consecuentemente, la pena debe atenuarse.

            La idea es de Carlos Tejedor y la expresa en una nota relativa al artículo por el cual se castigaba con un año de prisión a la mujer que “de propósito causase su propio aborto o consintiere que otro se lo cause”, y diminuía la pena a la mitad “si la mujer fuese de buena fama y cometiese el delito poseída por el temor de que se descubra su fragilidad[6]. Y también de Pacheco: “entre el feto, que aún no nació y el niño que ha respirado y abierto los ojos, encontrará siempre el buen sentido un abismo de diferencia”[7].

            El segundo argumento es este: el aborto siempre es cometido por alguien que está emocionalmente afectado (desesperado, podría decirse)[8]. Esta situación condiciona o limita su ámbito de actuación libre, razón por la cual es menos culpable y debe recibir menos pena.

            Son buenas explicaciones, por lo menos en principio. Propongo echarles una mirada más atenta.

 

El velamiento del niño y la menor repugnancia        

            Parece razonable sostener que el hecho de no ver a la víctima[9] y la consecuente “menor repugnancia a vencer” sean el fundamento de la atenuación de la culpabilidad del autor.

            Esto tendría su correlato en el ámbito de la existencia cotidiana: para sus padres no es lo mismo un hijo no nacido que uno nacido y, por lo general, la muerte del último se siente con mayor intensidad que la “pérdida” de un embarazo. Seguramente eso sea así pues al hijo no nacido no se lo ve ni se lo conoce.

            A mi juicio, sin embargo, la razonabilidad de este criterio va desdibujándose a poco que uno comienza a profundizar el análisis de la cuestión.

            Indudablemente, al principio del embarazo la madre no ve al hijo por nacer como ve a uno ya nacido. Y sin duda, también, debe sentir por ese hijo menos cariño que por el que corretea a su lado.

            Pero ... (siempre hay un pero) me parece que, a pesar de no verlo y de no quererlo tanto como a otros, toda mujer embarazada –y particularmente toda madre en trance de abortar- sabe algo muy importante. Sería bueno que ella misma nos lo dijera; preguntémoselo entonces:

            -¡Señora!. Sí, Ud., la de la panza, díganos ¿por qué anda pensando en hacerse un aborto?

            -¡Y por qué va a ser! No puedo ni quiero tener otro hijo.

            Los defensores de la desincriminación casi no admitirían otra respuesta. Y me viene muy bien que así sea, pues me permite corroborar la siguiente sospecha: si hay algo en este mundo que la mujer que va a abortar sabe y comprende es que dentro suyo hay un hijo, y que ese hijo al cual hoy no ve es un ser humano. Precisamente por saber eso acepta someterse a todos los riesgos, gastos e inconvenientes inherentes a tal intervención. Si lo eliminado no fuera una persona ¿por qué siquiera pensar en un aborto?. Hasta la más sencilla o la menos avisada sabe que embarazo significa hijo.

            Y aunque vivamos en los arrabales del mundo globalizado, este conocimiento casi connatural de la mujer evidentemente ha sido enriquecido con el avance de las ciencias médicas y la popularización de los métodos de diagnóstico por imágenes. Tanto que, según dicen, hasta los menos evolucionados profesionales del aborto suelen practicar ecografías a sus clientas (no, ciertamente, por la salud del niño, sino para saber cuán avanzado está el embarazo y así calcular el precio a cobrar por sus servicios[10]).

            Finalmente, tengo la presunción (¿o quizás sea la esperanza?) que por su condición de madre una mujer embarazada siempre sabe y siempre siente (“comprende”, en el sentido pleno del término utilizado en al art. 34, inc. 1º, del Código Penal[11]) que dentro suyo hay un hijo-persona.

            Como consecuencia de estas consideraciones, a la tesis “en tanto no lo ve, ninguna mujer sabe a ciencia cierta qué es lo que elimina cuando se practica un aborto”, yo opondría la siguiente: “aunque no lo vean, las mujeres pueden saber con facilidad que lo que llevan en el vientre es su hijo”.

            Pero la cuestión principal era la siguiente: aún sabiendo que tiene un niño en la panza, el hecho de no verlo haría que a la mujer no le “costase” tanto cometer el delito.

            Si me apuran un poco yo diría que esa afirmación es correcta; que la circunstancia de no ver al embrión facilita las cosas al autor. Por de pronto, ahorra incómodas resistencias, gritos (al menos de aquéllos que podamos nosotros oír), la observación de un cuerpo retorciéndose de dolor, los gastos del sepelio y los saludos de pesar.

            Sin embargo, el asunto pasa, me parece, por determinar si ese “velamiento” de la víctima y la “menor repugnancia a vencer” son patrimonio exclusivo del aborto. Y si así no fuera, por establecer cuál es el criterio de la ley penal respecto de los hechos que comparten esa característica.

            No hace falta andar mucho camino para darse cuenta de que gran cantidad de delitos pueden cometerse sin contacto personal entre autor y víctima o, directamente, sin que estos siquiera se conozcan. De ese modo se puede robar, estafar, lesionar, etc. Pero tal vez por tratarse de un crimen particularmente grave y, además, por su relativa vinculación con el aborto, sea ilustrativo hablar del homicidio por precio o promesa remuneratoria.

            Hay una característica singular de este delito: al momento del hecho uno de sus autores, el que lo encarga, suele no ver a la víctima o no conectarse físicamente con ella. Justamente, muchas veces recurre a esa modalidad pues matar, lo que se dice matar -esto es, hundir el puñal en el corazón de otro hombre o volarle la tapa de los sesos de un escopetazo- le provoca repugnancia. Lo cierto es que a la víctima no la ve. Y hasta puede pasar que ni siquiera la conozca personalmente, jamás la haya visto o, en el colmo de los colmos, no sea su enemigo ni le tenga desprecio.

            Los ejemplos pueden sonar extravagantes, pero todos sabemos cómo se llevan a cabo los crímenes mafiosos, los atentados terroristas o los ataques con misiles a ciudades desprotegidas, y también que los principales responsables de esas acciones –así pienso debe suceder- pueden estar sentados cómodamente en su casa tomando un whisky mientras otros matan a su encargo o por su designio[12].

            ¿Cuál es la respuesta de la ley penal a esta acción de alguien que ha debido sortear muchos menos obstáculos internos que el autor de un homicidio simple para llevar a cabo el delito?. Prisión o reclusión perpetuas, conforme se establece en el art. 80, inc. 3°, del Código Penal. De tal manera, en estos casos la culpabilidad propia de un homicidio no resulta atenuada por la “menor repugnancia a vencer”. Más bien todo lo contrario.

            En otros delitos la repugnancia no es criterio distintivo. ¿Qué causa más rechazo interior, tener sin autorización un revolver calibre 38 o uno calibre 32? Para mí, y quizás para ustedes también, es exactamente lo mismo. Sin embargo, lo primero es delito, castigado hasta con seis años de prisión. Y la tenencia de un 32 es una infracción menor, reprimida con multa o arresto[13].

            Puede decirse, entonces, que para graduar la sanción aplicable a un hecho delictivo a veces las normas penales tienen en consideración las dificultades a vencerse para cometerlo. Y que otras muchas esa menor repugnancia no cuenta.

            Con el aborto ocurre algo singular. Como vimos, la mujer sabe que dentro suyo, en su panza, hay un niño, su hijo. Tanto es así que el móvil principal de su actuación es, precisamente, eliminar a ese chico. Ella comprende perfectamente los alcances de su acción. Ella quiere quitarse un problema de encima. O de adentro.

            Y me parece que es en este contexto en el cual debiéramos situarnos para juzgar si, verdaderamente, aquella menor repugnancia considerada para atenuar la pena en algunos delitos puede aquí ser tomada en cuenta. Si es justo admitir como paliativo de este crimen el hecho de que a su autor no le cuesta tanto cometerlo pues no ve a la víctima.

            Vayamos a un ejemplo de nuestra ley. Es más fácil matar a alguien suministrándole pequeñas dosis de veneno que, por ejemplo, hacerlo golpeándole la cabeza con una piedra. Para aquéllo debe vencerse menos repugnancia. Ésto da más asco. Mancha las manos y la ropa. Supone resistencia. Y el riesgo de ser atrapado in fraganti. Sin embargo, el homicidio por envenenamiento es un homicidio agravado[14] -y merece prisión o reclusión perpetua- mientras el otro, el de la piedra (tanto más repugnante) es un homicidio simple.

            La enseñanza de tal distinción puede ser esta: cuando el autor sabe qué está haciendo, cuando comprende la gravedad de su acción, y saca partido -se aprovecha- de que llevarla adelante, consumarla, no cuesta tanto, esa atenuación -consecuencia necesaria de la menor repugnancia a vencer- no debe existir. No es justo que exista. Y es así, lo remarco, pues el autor comete el delito con completa conciencia y aprovechándose de circunstanciales facilidades, traducidas (tanto en el caso del aborto como en el del veneno) en una ausencia total de resistencia, en una mayor posibilidad de impunidad, en una falta de cabal compromiso interno con la acción. En esos supuestos la menor repugnancia no convierte al autor en menos culpable. Todo lo contrario.

            Si el asunto del aborto nos causa cierto escozor, por todas las implicancias ideológicas, morales y personales que puede traer aparejadas, reflexionemos respecto de otro delito cualquiera. Pensemos en uno que provoque la indignación popular y al cual verdaderamente existe decisión de castigar. Pensemos, por ejemplo, en un homicidio por odio racial. Y supongamos que, como suele ocurrir, al autor no le repugna en absoluto cometer el crimen, sino, por el contrario, lo considera su gozosa obligación. Nadie en sus cabales suscribiría la idea de que esa menor repugnancia, evidente en el asesino, supone una menor culpabilidad y determina una consecuente atenuación de la pena. Aquí, como en el aborto, el autor sabe que su acción es un crimen, pero no siente tanta repugnancia. La única diferencia es que en el caso del homicidio por odio racial existe la decisión política de castigar con severidad, pero en el del aborto esa decisión está ausente.

            Si es verdad que, como dije, por lo general la muerte del feto no se siente tanto pues no se lo conoce ni se lo quiere como al nacido, de igual modo debe ser verdad que la muerte de un desconocido ha de causar menos dolor que la de un amigo. Y –como afirmó un egregio autor- “siguiendo el parecer de esta lógica absoluta”, necesariamente habrá de concluirse que si aquél sentimiento respecto del feto es el fundamento de la ley para atenuar la pena del aborto, el mismo sentimiento debería ser tenido en cuenta para moderar la sanción por el homicidio de un desconocido (o, parejamente, para agravar la pena por el asesinato de un amigo). Pero esto no es así. Para ambos casos -y sin queja de nadie- el art. 79 del Código Penal establece idéntica pena, aunque matar a alguien a quien se quiere –o se quiso- puede costar más que matar a un extraño.       

           

El estado anímico del autor        

            Antes de entrar de lleno en el tema es necesario aclarar algo: parece en principio razonable suponer que uno de los fundamentos de la atenuación de la pena del aborto es el estado anímico de la mujer al momento del hecho. Tanto que lo he propuesto como uno de los argumentos más serios, y enseguida será objeto de mi consideración.

            Sin embargo, un análisis dogmático de las normas vinculadas al tema lleva a otra conclusión: que el Código Penal o, mejor dicho, quienes lo idearon, no pensaron que eso fuera así. Para probarlo vayamos a la ley.

            El art. 85, inc. 2°, prevé penas de uno a cuatro años de prisión para quienes, con el consentimiento de la mujer, cometen materialmente un aborto. La mayoría de estos casos se reduce a lo siguiente: una madre quiere interrumpir su embarazo (otro concepto eufemístico) y recurre a una partera, a un médico o a una curandera cuyo negocio es, precisamente, realizar abortos a cambio de un precio. Si bien es cierto –como más adelante veremos- que en algún supuesto pueda admitirse en la mujer cierto compromiso emocional, ese estado no parece ser el que, en el común de los casos, influya en los aludidos partícipes. No obstante, para la madre que consiente la práctica de un aborto (aún en circunstancias que hayan limitado su capacidad de comprensión o de actuación voluntaria) el art. 88 del Código Penal prevé también un máximo de cuatro años de prisión.

            Pues bien, si en general los profesionales del aborto no están afectados anímicamente al cometer el delito, y si la pena prevista para su acción es idéntica a la establecida para la mujer, no es posible sostener válidamente que el motivo de la aminoración de la sanción sea el estado psico-afectivo del autor al momento del hecho.

            Nótese, además, que la fijación de una misma escala punitiva tampoco puede obedecer a que los autores materiales deban necesariamente recibir el mismo castigo que el instigador, pues si tal estado anímico de la mujer es considerado una circunstancia personal de menor culpabilidad -ya que en principio sólo ella está en esa situación- tal atenuante, como es sabido, no tiene influencia en la responsabilidad de los partícipes del delito[15].

            Pero hay más. Cuando el aborto se comete sin el consentimiento de la madre (razón por la cual su situación emocional nada tiene que ver) la pena se eleva hasta diez años de prisión, muy por debajo de los veinticinco años previstos como máximo para el homicidio simple y de la prisión perpetua de los homicidios calificados (que sería el delito cometido por quien elimina a una persona por nacer sin el consentimiento de la mujer, si se considerara al feto está en igualdad de condiciones que el nacido). Este supuesto de ausencia de consentimiento de la madre echa luz acerca de lo que piensa el Código Penal acerca del no-nato: el motivo por el cual la pena aumenta hasta diez años de prisión es que la mujer no consintió el aborto. Ese plus punitivo protege, entonces, algo así como la libertad de elección de la madre; es decir, la libertad de decidir qué hacer con el feto. La ley está diciendo que la madre es dueña de la vida de su hijo. O, peor aún, que el feto no es persona. Y ninguna de las dos cosas es verdad.

            Finalmente, en el ámbito de los delitos preterintencionales, en el cual la posible “desesperación” del autor obviamente no tiene incidencia -pues por definición éste no quiere llegar al resultado causado- el aborto está reprimido con un máximo de dos años de prisión, mientras que para el homicidio se prevén hasta tres años de prisión o seis de reclusión (arts. 87 y 81, inc. 1º, “b”, del Código Penal, respectivamente).

            En mi opinión el estado anímico de la mujer no es el elemento que el legislador ha tenido en cuenta para atenuar la pena del aborto. Otra cosa ha considerado, y va, según estimo, por el lado de la idea imperante en la época acerca de la naturaleza y dignidad del embrión. Pero ya llegaré a eso.

            Mientras tanto, y más allá de lo dicho, pienso que a modo de hipótesis es válido analizar si verdaderamente al momento del hecho todas las madres suelen encontrarse en un estado de “desesperación” y, en su caso, si eso puede servir hoy en día como explicación de la diferencia de penas entre aborto y homicidio.

            No voy a ser tan necio de ignorar la difícil situación de muchas mujeres embarazadas para las cuales la llegada de un hijo supone toda clase de problemas. Las distintas realidades podrán ser unas más críticas que otras, pero en el interior de “una-madre-que-espera-un-hijo-inesperado” (casi podemos descontarlo) soplan vientos de tormenta. A modo de ejemplo suelen citarse los casos del embarazo producido por una violación, la extrema pobreza de una familia numerosa, la vergüenza o el deshonor de una madre soltera, la comprobación de una enfermedad incurable en el niño, el peligro para su salud, etc. Consideradas en abstracto, estas circunstancias tienen la aptitud para provocar en la mujer desarreglos psico-afectivos que limitan su capacidad de comprensión y/o su voluntad.

            Y digo en abstracto, pues lo concreto de cada caso puede ser distinto. Allí, aunque suene extraño, no es descabellado suponer la existencia de madres que, a pesar de esas desfavorables condiciones externas, no caigan en la desesperación. La secuencia embarazo-situación-comprometida-desesperación-aborto es una posibilidad. Pero no más.

            Por otra parte, existen muchos casos de aborto en los cuales estas circunstancias objetivas (embarazo producto de violación, enfermedad del niño, extrema pobreza, etc.) no se dan. Y en esos supuestos no cabe presumir que nos encontramos con mujeres desesperadas.       

            Podría cuestionarse esto último y decir que si no fuese por ese estado anímico ninguna madre abortaría. Me animo, sin embargo, a disentir con esa idea.

            A la empírica comprobación de que al cometer el delito no todas están desesperadas[16] debe agregarse la experiencia de otros países: las razones por las cuales en casi todo el mundo una mujer puede tomar tan seria decisión son, algunas veces, absolutamente ajenas a las críticas situaciones referidas[17].

            En ese sentido, la ley francesa del 31 de diciembre de 1979 permite el aborto solicitado por cualquier madre que se encuentre en una “situación de miseria”. Mas decidir cuándo esta “situación de miseria” se verifica resulta del absoluto arbitrio de la solicitante, con lo cual -no hace falta aclararlo- ésta se convierte en virtual dueña de la vida de su hijo[18].

            Similar criterio adoptó la ley italiana N° 194, del 22 de mayo de 1978: cuando una mujer alega razones por las cuales la prosecución del embarazo, del parto o de la maternidad comportarán un serio peligro para su salud física o psíquica, y cuando esta situación guarda relación con sus condiciones económicas, sociales o familiares, o con las circunstancias en que ha tenido lugar la concepción, puede practicarse legalmente el aborto. Aquí no sólo es ambigua la generalización de los motivos para abortar, sino que también se advierte -como en casi todo el mundo- la deserción del Estado de su función de controlar la efectiva realidad de la situación denunciada. Así, en Italia una madre puede abortar cuándo, cómo y por la razón que le venga en gana[19].

            Qué decir de los Estados Unidos de América. A partir de “Roe vs. Wade” la carrera hacia el más absoluto permisivismo en materia de aborto no ha tenido descanso. Allí una mujer puede abortar a petición por motivos de salud, pero por “motivos de salud” se entienden, entre otros, que la madre sea soltera, que sea demasiado joven o demasiado vieja, o que el embarazo interfiera en sus estudios o en su carrera[20]. Y en el colmo de la permisividad, allí se admite la práctica de los llamados “abortos a nacimiento parcial”, es decir, el asesinato del niño durante el parto, apenas ha asomado al mundo su cabeza[21].

            España, finalmente, ya no es ejemplo. Autorizado con bastante generosidad el aborto, en los últimos años se ha encarado un Anteproyecto de Ley Orgánica sobre regulación de la interrupción voluntaria del embarazo el cual (confieso mi ignorancia) no sé si se ha convertido en ley del reino, pero sirve como muestra de la situación del aborto en la península ibérica. La novedad del anteproyecto es esta: la mujer puede practicarse un aborto si, a su exclusivo juicio, la continuación del embarazo supone un conflicto personal, familiar o social de gravedad, lo cual en buen romance significa que, cuando tenga ganas de abortar, abortará[22].

            Si en Europa, Estados Unidos o la China las mujeres llegan al aborto por motivos que, para ser educado, podría calificar de “poco sustanciosos” ¿por qué pensar, como lo hace nuestro código, que en estas tierras siempre lo harán con grave fundamento?.

            Para resumir, me parece que la realidad no es tan sencilla como lo pretende la presunción iuris et de iure de los arts. 85 a 88 del Código Penal, pues si bien hay abortos originados en la desesperación de algunas mujeres, otros encuentran su causa en razones menos santas. O más frívolas.

            No obstante, las madres son sólo una parte del asunto. Quizás (dejando de lado al niño) la parte más débil o la más expuesta. Existen otros partícipes del delito acerca de los cuales algo he dicho, pero no todo. Se trata de los que ayudan a la mujer a llevar a cabo el aborto. Pueden ser médicos, parteras, curanderos, etc., mas su característica distintiva es la de ser los autores materiales del delito.

            Como señalé antes, cabe admitir que algunas madres sean arrastradas al aborto por su particular estado anímico, con lo cual su culpabilidad y la pena consecuente deben atenuarse. Mas con respecto a la responsabilidad de estos profesionales ¿cuáles podrán ser las razones que condicionen su actuación libre?, ¿cuál su “desesperación”?, ¿cuál, finalmente, la razón para atenuar su responsabilidad?.

            Los aborteros saben lo que hacen, lo comprenden perfectamente, no actúan con una voluntad limitada o condicionada y, finalmente, prestan sus servicios por dinero. Para colmo, como vimos, suelen hacer ellos mismos las ecografías previas a la intervención, de manera que son también quienes ven con sus propios ojos al niño que en poco tiempo matarán.

            No encuentro razón -y si la hay quisiera oirla- para que con relación a estas personas la ley vigente se muestre tan benévola. En estos supuestos, pienso, la atenuación de la pena del aborto es una verdadera burla. Y una nota verdaderamente discordante en un sistema normativo con pretensiones de coherencia interna. Pues no debe olvidarse que los profesionales del aborto están colaborando con la madre en el asesinato de su hijo, y que las circunstancias personales agravantes de un delito relativas al autor conocidas por los partícipes les son comunicadas a éstos, por más que el autor sea inimputable o, como en muchos de estos casos, su imputabilidad esté disminuida[23].

           

Una tesis políticamente incorrecta

            Vimos que a pesar de no haber nacido, de ser extremadamente débil y de estar indefenso, el embrión no es menos persona y su vida vale lo mismo que la de otro hijo. Al menos para nuestro derecho.

            Señalé también cuáles son las razones aducidas para fundar la atenuación de la pena del aborto, y advertí que no eran razones consistentes.

            Expresé, finalmente, que los artículos 85 a 88 del Código Penal establecen la siguiente presunción: los autores del aborto siempre actúan con una comprensión y/o libertad limitadas. Y que esa premisa legal no admite prueba en contrario

            En mi opinión, sin embargo, se trata de una presunción falsa. Una presunción que, al menos parcialmente, se da de patadas con la realidad.

            ¿Por qué? Porque, como ya lo dije, en algunos supuestos aún las madres, y en todos los casos los profesionales del aborto, tienen la posibilidad de comprender cabalmente la criminalidad del acto y, además, de dirigir sus acciones con libertad.

            Si lo exigido como requisito mínimo para reprochar a alguien una conducta delictiva es que haya tenido aquella posibilidad de comprensión y haya actuado voluntariamente, no veo la razón por la cual en este asunto del aborto deberían hacerse excepciones.

            Pretendo sólo una cosa: que la norma penal distinga estos casos. Para así reflejar con mayor fidelidad lo que pasa en la “calle”. Para ser, de ese modo, un poco más justa. La ley debe decir a los cuatro vientos la verdad: “No todas las que abortan se encuentran en un estado de ‘desesperación’. Y todos los que ayudan a una mujer a abortar son gravemente culpables, pues con cabal conciencia y libertad la están ayudando a matar a su hijo”. ¿Será mucho pedir?.

            La tesis de este breve ensayo podría formularse de la siguiente manera: el aborto doloso es equiparable al homicidio, porque supone la supresión injusta de la vida de una persona. Y siendo un homicidio, lo es calificado, pues importa -en el caso de los arts. 85, inc. 2°, y 88 del Código Penal- la muerte dolosa del hijo provocada por la madre; supone -en los casos antedichos y en el del art. 85, inc. 1°, del Código Penal- la muerte dolosa de una víctima indefensa por parte de un autor que no corre riesgo alguno al cometer el delito, o, finalmente, porque suele cometerse por precio o promesa remuneratoria.

            La autoría, coautoría o instigación de la madre es evidente en los supuestos de los citados arts. 85, inc. 2°, y 88, pues allí se hace referencia al aborto cometido con el consentimiento de ésta. En cuanto a la alevosía[24], surge patente de todos los casos de aborto doloso, porque el feto siempre está indefenso y los autores nunca corren riesgo. La agravación por el pago de un precio o por promesa remuneratoria se da en todos aquellos casos en los cuales la madre encarga a otra persona que lleve a cabo el aborto a cambio de una retribución; el homicidio es calificado tanto para quien entrega o promete la recompensa cuanto para el que la recibe[25].

            Los homicidios calificados están descriptos en el artículo 80 del Código Penal, el cual en su inciso 1° establece que se impondrá reclusión o prisión perpetua a quien mata a su ascendiente, descendiente, o cónyuge; en el inciso 2° dispone la aplicación de la misma pena al que asesina a otro con alevosía; y en el 3º idéntica sanción cuando el crimen se comete por precio o promesa remuneratoria.

            A modo de resumen, en el ámbito de la culpabilidad –o más precisamente en el de la capacidad de culpabilidad- propia del aborto pueden distinguirse estos tres estadios o grados:

            El primero, común a todos los delitos, es aquél en el cual el autor no tuvo ninguna posibilidad de comprender la criminalidad del acto o de dirigir sus acciones, circunstancia que importa su inimputabilidad (art. 34, inc. 1°, del Código Penal).

            El segundo grado es este: la mujer (pues sólo a ella puede pasarle) tiene una limitada posibilidad de comprensión y de actuación libre en razón de su estado de desesperación. No descubro nada al decir que a menor comprensión y libertad, menor reprochabilidad y, consecuentemente, menor punibilidad. En mi opinión, y pese al silencio del código vigente acerca del instituto en su parte general, sería éste un supuesto de imputabilidad disminuida.

            En el tercer estadio el autor ha tenido una completa posibilidad de comprender los alcances de su conducta y ha actuado libremente: pudo saber que mataba a un ser humano y quiso hacerlo en forma voluntaria. Es el caso de algunas mujeres y el de todos los profesionales del aborto: la culpabilidad aquí, según mi tesis, es idéntica a la del homicidio, razón por la cual la pena debe equipararse con la de ese delito[26].

 

La garantía de la igualdad ante la ley

            Según la Corte Suprema de Justicia de la Nación la garantía de la igualdad ante la ley consiste en que no “... se establezcan privilegios o excepciones que excluyan a unos de lo que se concede a otros en iguales circunstancias...”[27], y que ese trato diferente no podía fundarse “... en criterios arbitrarios, de indebido favor o disfavor, privilegio o inferioridad personal o de clase, o de ilegítima persecución...”[28].

            Algunos, con razón, podrán observar que los precedentes citados exigen igualdad de circunstancias, y que un feto no es idéntico a un hombre ya nacido: la dependencia de otros, el tamaño, el despliegue de diversas funciones y aptitudes, el lugar en el cual su vida se desarrolla, etc., son, en algunos casos, diferencias innegables. Pero ¿son diferencias fundamentales para decidir acerca de la naturaleza jurídica del embrión y de la extensión de su derecho a la vida?.

            Opino que no. Se trata de diferencias accidentales, como las existentes entre un hombre negro y otro blanco, o entre uno grande y otro pequeño. En lo escencial el nacido y el por nacer, el blanco y el negro, el grande y el chico, son idénticos: todos son persona humana. Por tal razón, el derecho a la vida de unos y otros debe tener similar peso y extensión. Y la protección penal de ese derecho la misma intensidad.

            La situación del autor del aborto, su culpabilidad, es otro cantar. La regla general debería ser igual protección del derecho a la vida de unos y otros. Y las excepciones, según y conforme (pues ya señalé que son múltiples los supuestos en los cuales nada cabe atenuar).

            Se estableció más arriba que en muchos casos no había razones explícitas para justificar la diferencia punitiva entre aborto y homicidio. Se vio que las razones propuestas no eran consistentes. La ley penal, entonces, otorga a unos lo que no concede a otros en iguales circunstancias; la distinción, además, supone un indebido disfavor de los concebidos no nacidos, y establece para éstos una suerte de “estado de inferioridad personal”.

            Debo concluir, consecuentemente, que los arts. 85 a 88 del Código Penal, en cuanto prevén distinta sanción para el aborto y para el homicidio, contradicen la garantía de la igualdad ante la ley.

            En oposición a este criterio se ha dicho que “el control de constitucionalidad respecto de normas penales consiste en determinar si el Estado puede o no puede castigar una conducta; no si debe hacerlo [29]. Sin embargo, la cuestión planteada es diferente, pues en este caso el Estado ha decidido que una determinada conducta -la muerte dolosa de las personas- debe ser castigada; pero sin razones de peso (o, lisa y llanamente, sin razones) ha establecido también que el asesinato de ciertas personas -las no nacidas- debe ser sancionado con menor rigor. Si la ley dijera que el crimen de un negro, un homosexual o un judío, a diferencia del resto de la gente, sólo será reprimido con prisión hasta cuatro años ¿no tendrían los sectores discriminados el derecho de quejarse basándose en la violación de la garantía de la igualdad ante la ley?. Evidentemente si. Por eso sostengo que esa hipotética distinción -al igual que la que se verifica en el caso de las personas por nacer- importaría el desconocimiento de la citada disposición constitucional.

            Para mí el aborto tiene una sanción muy baja. Pero como la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha considerado inválido el cuestionamiento de la pena prevista para un delito en virtud de compararla con la establecida para otra figura -pues en tal supuesto no podría saberse si la ley ha pecado por defecto o por exceso[30]- me conformo con afirmar que la sanción debería ser equiparada a la del homicidio, sea cual fuere el castigo escogido para ambos por el legislador.

            Obviamente, no pretendo que al declarar en un caso concreto la inconstitucionalidad de los arts. 85 a 88 del Código Penal, trascartón un tribunal decida imponer al autor de un aborto la pena del homicidio: el principio de legalidad no quedaría bien parado en un fallo de tales características. Más allá de los remedios que existan en el ordenamiento legal para subsanar esta anomalía, aquí sólo se trata de ponerla en evidencia: conforme a nuestro sistema normativo y la interpretación de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, el nasciturus se encuentra excluido de la protección brindada por la ley represiva a los nacidos, y esa arbitrariedad importa una violación de la garantía del art. 16 de la Constitución Nacional.

            En la actualidad la sanción máxima prevista para el aborto consentido por la mujer, aún cuando los autores sepan perfectamente a quién están matando, aún cuando los motivos para hacerlo fueran absolutamente frívolos o banales y aún cuando su actuación sea absolutamente libre, es de cuatro años de prisión. Según la ley penal vigente, matar a una persona por nacer sale bastante “barato” (menos, claro está, para la víctima del delito: a ella le cuesta la vida).  

 

La derogación de otro delito arcaico

            Tal vez este capítulo constituya una digresión, pero vale la pena, me parece, detenerse a considerar la cuestión del infanticidio, pues este delito tiene varios puntos de contacto con el aborto y el debate en torno a su derogación deja mucho paño para cortar[31].

            Las coincidencias son éstas:

            De acuerdo a la ley vigente hasta hace pocos años, el aborto terminaba donde el infanticidio comenzaba. La muerte dolosa del niño un minuto antes de nacer era y es considerada un aborto; un minuto después era infanticidio. Ambas figuras delictivas protegían el mismo bien jurídico: la vida de una persona. Ambas, también, preveían una protección singular de ese bien, pues su afectación no estaba sancionada con la misma intensidad que el homicidio simple o los homicidios calificados. Las dos, por último, tenían esta característica común: al menos parcialmente, la razón de la atenuación era el estado de la mujer embarazada o parturienta, sumado al móvil de ocultar la deshonra. Como vimos más arriba, en el supuesto del aborto podrían agregarse otras razones no muy razonables para explicar la atenuación, pero la cuestión es que, más allá de eso, ambos delitos tienen -o tenían- singulares similitudes[32].

            Como dije, el infanticidio ha sido derogado y quien hoy mata a un recién nacido comete homicidio[33]. En cuanto a nuestro tema, lo interesante son los motivos de esa derogación. Veamos un poco.

            El dictamen de las comisiones de Asuntos Penales y Regímenes Carcelarios y de Familia y Minoridad relativo al tema señalaba:

          “... se suprime el apartado segundo del artículo 81 del Código Penal porque entendemos que el bien vida es superior (y en esto no caben dudas) a la protección legal de la honra pública de una mujer. El homicidio de un recién nacido cometido por su madre soltera o adúltera puede ser atenuado por todas las circunstancias que deben ser tenidas en cuenta por quien juzga (artículos 40 y 41 del Código Penal) y aún ser exento de pena según el art. 34, inciso 1°, del mismo. La desaparición de esta figura abolirá el privilegio legal de los padres, hermanos, marido e hijos injustificadamente incluidos en ésta...”[34].

            Tras la exposición del miembro informante, Senador Alasino, y manifestada la oposición a la reforma por el Dr. de la Rúa, pidió la palabra el Senador Molina, quien con coloquial estilo expresó:

          “... Yo, sin ser penalista y sin haber tenido tiempo de dedicarme a este tema, entiendo que cuando se observa que hay que imponer una pena significativa al tráfico de menores, caemos en la cuenta de que este delito arcaico -se refiere al infanticidio- esta figura penal o conducta que se ha tipificado, respondió en aquella época a valorar más la honra que la vida. Pero hoy, felizmente, estamos en los umbrales de una civilización distinta, ya que el pueblo ha avanzado en la concepción de lo que es la vida; porque si estamos hablando de derechos humanos ¿cómo vamos a autorizar al tío con esta pena tan ínfima, a matar al niño que nace con tales características, nada más que para ocultar la deshonra? ¿es que el tío o el padre también tendrán estado puerperal?”[35]

            Y en su intervención, de la Rúa, aunque opuesto al proyecto finalmente aprobado, formuló significativas precisiones en lo referente al aborto. Dijo entonces:

          “... Meternos ahora en el problema del infanticidio sería entrar en una cuestión mucho más compleja que nos obligaría a considerar también el problema del aborto. Ello implicaría realizar una reforma integral del Código Penal y eso requiere, evidentemente, un estudio y un análisis muy pormenorizado”[36].

            ¿Por qué señala que meterse con el infanticidio obligaría a considerar el problema del aborto?. El actual Presidente de la Nación advierte que ambos delitos son parientes cercanos. Por eso siguió explicando:

          “... Otra incoherencia que se presentaría si se derogara la figura comentada es con el delito de aborto causado por la propia mujer o consentido por ésta (artículo 88), que no sólo establece una pena bajísima (1 a 4 años de prisión), sino que además establece que la tentativa de la mujer no es punible. No es razonable ni justo que una mujer que mata a su hijo cuando está a punto de parir merezca una pena de 1 a 4 años de prisión y que cuando el hecho ocurra en el mismo momento del comienzo de la vida extrauterina la pena deba ser de prisión perpetua”[37].

            No pretendo sacar de contexto las palabras del entonces Senador, claramente opuestas a la derogación del infanticidio (aunque no, como veremos, a su modificación). Sólo quisiera subrayar algunas ideas de su exposición que me parecen importantes y con las que concuerdo.

            En primer lugar lo ya dicho respecto de la innegable vinculación de los delitos de aborto e infanticidio, y la necesidad de considerar en forma conjunta las eventuales modificaciones a dichas figuras penales.

            En segundo término, la admisión de que el delito de aborto cometido o consentido por la mujer está reprimido con una pena bajísima.

            En tercer lugar, lo relativo a la injusticia que comporta la diferencia de penas previstas para el asesinato del niño antes o después del parto. No pretendo disimular que al Senador le parece excesiva la prisión o reclusión perpetua de la madre, sino hacer notar que en la actualidad el infanticidio no existe y el aborto sigue reprimido por aquella bajísima pena.

            Finalmente, también estoy de acuerdo con nuestro Presidente en punto a la injusticia de que los parientes autores del infanticidio -y los partícipes del aborto, agrego- sean favorecidos con la atenuación antes prevista para la madre. Como el Senador Molina, no creo que el tío del niño pueda verse influido por el estado puerperal o los partícipes del aborto –agrego de mi cosecha- atraviesen la misma situación emocional que la madre. Estas son las palabras de de la Rúa:

          “... Estamos de acuerdo, en cambio, con que se derogue la referencia a los parientes que cometiesen el infanticidio en estado de emoción violenta y para ocultar la deshonra de su hija, hermana, esposa o madre, porque no es razonable que aquéllos merezcan una escala penal privilegiada (reclusión hasta tres años o prisión de seis meses a dos años) frente al parricidio emocional del artículo 82 (diez a veinticinco años)...”[38].

 

            Supuse que tal vez iba a ser una pérdida de tiempo hablar del infanticidio. Pero estimo que, mutatis mutandi, algunas de las consideraciones realizadas al tratarse en el Senado de la Nación la derogación de este delito resultan sugestivas respecto del aborto. Pues admitida la calidad de persona del nasciturus, no resulta desdeñable el reconocimiento por parte de los representantes de las provincias de que en la actualidad la sociedad tiene más aprecio por la vida de un hijo inocente que por la supuesta honra de una madre soltera. O que piensen –como yo lo hago- que los partícipes del delito distintos de la mujer no suelen encontrarse afectados por su mismo estado de desesperación.

            Por eso, la cuestión del infanticidio y las razones de su derogación vienen muy a cuento.

 

Recapitulación

            Según la ley argentina, el concebido no nacido es persona (art. 70 del Código Civil, 75, incs. 22 y 23, de la Constitución Nacional, y leyes 23.054 y 23.949).

            El homicidio está castigado hasta con reclusión perpetua. Pero el aborto sólo con cuatro años de prisión.

            ¿Cuál es la razón de esa diferencia? ¿Por qué por matar a un hombre grande al delincuente se le aplica la pena más grave del código, pero por matar a un hombre pequeño merece una sensiblemente más leve (más grave puede ser robarse un chupetín o romper de un hondazo el vidrio de un colectivo)[39]?.

            No porque no sepa que la víctima es una persona, pues eso parece ser casi lo único que sabe al momento de cometer el aborto.

            No porque no vea a dicha víctima, puesto que en otros delitos en los cuales no se la ve la pena no se atenúa.          

            No porque el autor haya estado desesperado, ya que no siempre lo está y no todos lo están.

            Somos todos iguales ante la ley, dice la Constitución Nacional: ya no hay distinción por fuero, raza, religión, cultura ni ... tamaño (supongo yo). Somos todos hombres, desde la persona por nacer hasta el anciano moribundo.

            La Corte Suprema de Justicia de la Nación supo interpretar este asunto y estableció que la igualdad de trato consagrada en la Constitución exige igualdad de circunstancias o situación. Estoy de acuerdo con la Corte. Para mí nada hay más idéntico, ontológicamente hablando, que un hombre a otro hombre, tamaños aparte.

            Los embriones merecen, según considero, por lo menos el mismo trato que los hombres nacidos. Y digo por lo menos, pues aún dentro de la meneada igualdad, la situación del nasciturus es más delicada.

            Pues un hombre grande puede ser asesinado de muchas maneras. En algunos casos tendrá posibilidades de hacer frente al ataque, en otros no. La persona por nacer siempre está indefensa, jamás puede hacer algo por superar el trance: su agresor, en cambio, nunca corre peligro. Asimismo, un hombre grande puede haber provocado o desencadenado la actuación del homicida. La persona por nacer, en cambio, es perfectamente inocente.

            Pero hay más. A un hombre lo puede matar un vecino, un amigo, un familiar o un desconocido. Al embrión también. Sin embargo, en el común de los casos, el autor, instigador, coautor, partícipe necesario, autor mediato -o como quieran llamarlo- del asesinato de un no nacido es alguno de sus padres (sino ambos) y éstos, generalmente, encargan el crimen a un tercero, que lo lleva a cabo a cambio de una retribución.

            La alevosía -siempre presente- y la participación de los padres y el pago de un precio -que casi nunca faltan- convierten el asesinato del embrión en un homicidio calificado.

Final de veras

            El aborto supone el conflicto de una mujer con su hijo: sólo de ella con él. Conflicto, pues ella no quiere tenerlo y él, naturalmente, quiere nacer. Pero a pesar de la creencia común, no es la madre la que padece el problema más grave. El problema más serio es el del hijo. Tan serio como su propia vida. O su propia muerte.

            Como posmodernos Alejandros, filosa espada en mano (¡oh triste coincidencia!), los abortistas dicen tener una manera aparentemente sencilla de solucionar este conflicto: cortar de un golpe el nudo gordiano. Eliminar al hijo.

            Pero la solución parece sencilla. Porque a poco de andar demuestra ser fuente inagotable de problemas más graves que los que pretendía resolver. El primero y más urgente es lograr justificar que la solución de tan particular conflicto sea matar a un niño inocente.

            Y allí empiezan sus patinadas, sus furcios y sus ficciones: “no es una persona”; “lo es recién a las dos semanas”; “no, a los tres meses”; “o después de nacer”; “no hay allí vida autónoma”; “es una víscera de la madre”; “no puede saberse qué cosa hay dentro de esa panza”, etc., etc., etc. De tal modo, aquéllo que era un problema para la mujer embarazada precisamente porque se trataba de un ser humano, ahora resulta que no lo es. (Por mi parte, si la cuestión pasa por la magia, el equilibrismo y las payasadas, prefiero el circo). Aquí, como se ve, una vez más el facilismo. Una vez más –al igual que el lobo del cuento- el atajo. Mientras, nuestro problema siguen siendo las Caperucitas.

            Supongamos, no obstante, que la madre se traga el sapo de que su hijo no es humano, sino un animalito informe, y lo mata. Ahora sí, problema solucionado: ya no tendrá que cargar con el hijo fruto de la violación; con el hijo enfermo; con el hijo al cual no iba a poder alimentar. No.

            Sólo deberá cargar con el hijo no nacido por su exclusivo designio.

            Y ese sí es un peso difícil de llevar. Estrictamente, un peso muerto.

            Nuestra solución –la mía, al menos- no es sencilla. Requiere sacrificios. Requiere esfuerzos. Y es muy criticada: “Quieren resolver todo con la represión penal”; “No les importa que las mujeres pobres mueran por abortos mal hechos”, etc., etc., etc.

            Sin embargo, y a pesar de todo, es una solución realista. Porque parte de admitir una verdad incontrastable: que el aborto es el asesinato de un hombre. Sobre la base del reconocimiento de esa situación puede empezar a hablarse de una solución al problema del aborto.

            ¿Pienso qué esto va a resolver todo el entuerto?. Ni todo ni mucho. Un poco. Casi nada. La principal misión que en mi opinión tiene la normativa penal en este asunto es la de marcar los límites: “No matarás. Y si lo haces...”. Nada más. Nada menos. Porque si la ley no habla claro, si sigue –como hasta ahora- balbuceando, todos nos vamos a ver tentados a creer que el aborto no es cosa tan fea. Y los niños, las verdaderas víctimas, seguirán muriendo.

            Podrá sostenerse que el derecho penal debe tener en cuenta la situación de la sociedad a la cual pretende regir, y que culturalmente el aborto no está considerado un crimen tan grave como el homicidio. Si bien ésta no me parece una afirmación universalmente válida[40], creo que no es posible soslayar el valor y la función educativa de la misma ley, pues es esa ley la que, en cierta medida, colabora en la configuración cultural de una sociedad determinada y, por tanto, mediante ella deben ser transmitidos estos tradicionales valores redescubiertos a fines del siglo veinte gracias a la ciencia. Es hoy cuando la necesidad se convierte en urgencia, toda vez que en esta misma época el aborto ha sido promovido con particular empeño desde el ámbito público y privado y, en virtud de tal situación, mueren anualmente en el mundo alrededor de cincuenta y cinco millones de niños.

            Si alguno de estos inocentes nos preguntara acerca de la protección penal de su vida ¿podríamos decirle sin ponernos colorados que, a pesar de reconocer su condición de persona humana, como muchos están acostumbrados a no inquietarse por ello, la sanción por su asesinato es notoriamente menos grave que la prevista para el homicidio?. En resumen, la cuestión es la siguiente: advertidos como estamos de que el feto es hombre ¿a cuento de qué retacearemos su derecho a la vida?[41]

            Pero junto con la ley firme, la ayuda. La imprescindible y urgente ayuda para esas madres embarazadas (en el pleno sentido del término). A ellas, todo lo necesario. Para que no tengan que recurrir al aborto. Y para que no mueran en el intento. Pues es mentira que a quienes no estamos de acuerdo con la liberalización del aborto no nos importan las mujeres, pobres o no, que mueren. Nos preocupan desde antes de su propio nacimiento. Y nos preocupan hoy, que están embarazadas. Y por eso no queremos mentirles. No queremos hacerles creer en la solución mágica del aborto. Queremos recordarles esa verdad que casi ninguna habrá olvidado: No puedes matar a tu hijo.      

            En contra de una de las habituales objeciones, considero que la insuficiencia de la amenaza penal para solucionar las cosas no es patrimonio exclusivo del aborto. ¿Cuántos hijos decididos a matar a su padre sujetarán tal deseo en virtud del temor de ir a la cárcel? Y cualquiera sea la respuesta ¿por qué no decir lo mismo de las mujeres que piensan en abortar?. Si las normas represivas no sirven en estos casos ¿por qué habrían de servir en los de parricidio, en la evasión impositiva, en la rebelión, en la estafa, etc.? Si la cosa fuese así como algunos sostienen, fundados en la ineficacia de la ley penal y en que -por ejemplo- muchos parricidios son cometidos por hijos afectados anímicamente, podría postularse la derogación del art. 80, inc. 1°, del Código Penal, disponerse asistencia social para esos jóvenes y, en el supuesto de persistir en su decisión, proveerlos de las armas necesarias para quitarse de encima la pesada carga de sus padres sin correr riesgos. Aunque no parece solución muy edificante.

            Finalmente, en el supuesto del aborto, y en el de los demás delitos también, es difícil saber en qué medida la amenaza punitiva resulta disuasiva, sencillamente porque las estadísticas no pueden reflejar los datos relativos a los hechos ilícitos deseados o pensados pero no ejecutados.

            Creo que la atenuación de la pena del aborto es hija de una época en la cual no se tenía cabal conciencia -por ignorancia o por frivolidad- de la verdadera naturaleza del nasciturus. E hija, también, de una sociedad que prefería la muerte silenciosa de un concebido o un recién nacido, a la presunta deshonra de una madre. Es hora de que la norma penal deje de lado la hipocresía y siga sin demora la senda que hace más de cien años trazó la ley civil y a la cual desde hace un tiempo también se sumó expresamente la Constitución Nacional.

            Estas disquisiciones pueden parecer meramente especulativas. Pero no lo son. El asunto tiene graves consecuencias en el plano concreto: negar esa distinción que propongo se haga en los artículos vinculados al aborto virtualmente supone desconocer -o, en el mejor de los casos, subestimar- el derecho a la vida de las personas, justamente en la etapa de su existencia en la que están más indefensas y, consecuentemente, más expuestas a la agresión exterior.

            Para no seguir importunando quisiera terminar estas reflexiones con un caso ciertamente fantástico pero que, como toda reducción al absurdo, presumo servirá para desnudar las incoherencias a las que el sistema del código vigente nos ha llevado por no mirar las cosas con realismo.

            Todos sabemos que el concebido no nacido puede recibir, a través de sus representantes legales, una donación o una herencia (arts. 64 y 3.290 de Código Civil). Supongamos que en tales circunstancias le regalan o hereda un automóvil, el cual es cuidadosamente guardado por sus padres en una cochera. A pesar de las precauciones, un hombre logra robar el auto. Este ladrón tienen una esposa de profesión partera, la que en sus ratos libres practica abortos a mujeres desesperadas. La madre del nasciturus dueño del auto robado está en una pésima situación anímica y decide “sacarse” el niño. Por tal motivo, y en forma casual, concurre a lo de la esposa del ladrón que robó el auto de su hijo, donde se consuma el aborto, pero con tanta mala suerte que, apenas concluidas las maniobras de eliminación del feto, la policía -que andaba tras los pasos del ladrón del auto- llega al lugar y sorprende a la partera con el niño muerto en sus manos y a su esposo con las manos en el volante del coche. Después de los correspondientes pasos legales, partera y ladrón son llevados a juicio y el tribunal decide, en virtud de diversas circunstancias, que ambos merecen el máximo de la pena prevista para los delitos cometidos. Al que robó al feto su auto, pues, le impusieron seis años de prisión[42]. A la que le robó su vida, cuatro[43].

Publicado en El Derecho, enero del 2000


1 Tanto este término –“feto”- cuanto otros tales como aborto, feticidio, embrión, etc., además de su innegable contenido científico, en algunas oportunidades son -según mi opinión- usados como máscaras de realidades mucho más densas. Feticidio o aborto -y hablo del aborto doloso- no son otra cosa que homicidios; embrión o feto son una persona humana. Para una mujer es mucho más fácil decir "interrumpiré mi embarazo" que “voy a matar a mi hijo”; duele menos eliminar un "feto" que asesinar a un niño. Se trata de un lenguaje escondedor el cual, ciertamente, obstaculiza el debate sincero, pues no llama a las cosas por su nombre.

 

[2] Más allá de lo que señalan los artículos de esta convención respecto del comienzo de existencia de las personas -asunto acerca del cual versa la reserva hecha por nuestro país- cabe hacer notar que en su preámbulo expresamente se refiere, entre otras cosas, lo siguiente: “el niño, por su falta de madurez física y mental, necesita protección y cuidados especiales, incluso la debida protección legal, tanto antes como después del nacimiento...”, con lo cual parece evidente que los países firmantes del acuerdo consideraron que aún antes del nacimiento el fruto de la concepción debía ser considerado niño y, por tanto, persona.

 

[3] Que el bien jurídico protegido en ambos casos es exactamente el mismo parece también admitirlo Rivarola cuando expone los motivos del proyecto de 1890 relativo a los delitos contra las personas. Allí dice: “Comprende el primer capítulo de este título todos los delitos en que el derecho lesionado es el de la existencia. Poca trascendencia tiene, en realidad, que se consigne en capítulos distintos, o reunidas en uno sólo, las disposiciones relativas al homicidio, al infanticidio y al aborto; pero desde que la lesión de derecho es la misma, sea que la víctima fuere una persona mayor o menor de tres días, nacida o por nacer, hemos considerado más ajustado a una buena clasificación la agrupación de todos los atentados contra la vida en un solo capítulo, aceptando como razonable el ejemplo que a este respecto hemos encontrado en los mejores códigos...”. “Exposición de motivos del proyecto de 1890”, Ed. 1891, pág. 111.

 

[4] Flaco favor han hecho a los partidarios de la liberalización del aborto los integrantes de la Comisión de Códigos del Senado al fundamentar la inclusión del aborto eugenésico del art. 86, inc. 2°, del Código Penal. Dicen allí estos humanitarios legisladores “... Es la primera vez que una legislación va a atreverse a legitimar el aborto para evitar que de una mujer idiota o enajenada, o de un incesto, nazca un ser anormal o degenerado... ¿Qué puede resultar de bueno de una mujer demente o cretina? ... es indiscutible que la ley debe consentir el aborto cuando es practicado, con intervención facultativa, a los fines del perfeccionamiento de la raza...” (cfr. Gómez, Eusebio “Tratado de derecho penal”, T° II, págs. 147/148). Sólo resta decir que el art. 86, inc. 2°, del Código Penal sigue vigente.

 

[5] Sé que Carrara no consideraba al aborto tan grave como el homicidio. Sin embargo, las razones indicadas para fundar ese aserto se refieren exclusivamente al diferente “estado” que atribuye a feto y hombre, y como yo parto del supuesto de que concebido y nacido tienen la misma dignidad personal, eludiré controvertir con tan grande maestro, mas sin dar el brazo a torcer (cfr. “Programa”, parte especial, volumen 1, págs. 334 y ss., Nºs 1250 y 1251).

 

[6] “El aborto, cuando se comete voluntariamente, es un crimen grave ...privar de la vida a un ser humano denota muchas veces en su autor una horrible inmoralidad, y supone necesariamente la premeditación. Algunos autores, después de notar que el crimen tiene su origen en los mismos motivos que el infanticidio, han parecido dispuestos a confundir los atentados. Pero esta aproximación no sería justa. En el estado de relajación en que se hallan las costumbres, decía con razón Cambaceres, es posible que una madre, seducida por una falsa vergüenza, crea prevenir más bien que extinguir la existencia de la criatura que lleva en su seno, mientras que dar la muerte al hijo después de nacido es un acto de barbarie cuyo horror no puede paliarse con ninguna ilusión. Esta distinción es evidente. La mujer embarazada no es todavía madre. No está retenida por el amor de una criatura que no conoce, y es más excusable cuando se deja arrastrar por el sólo temor del deshonor. Su acción es menos atroz, porque tiene menos repugnancia que vencer. ¿Qué seguridad hay, por otra parte, de que este ser que destruye hubiese continuado viable?. La criminalidad es menos grave, y los resultados menos funestos. Estos dos motivos colocan necesariamente al aborto debajo del infanticidio”. Tejedor, Carlos “Proyecto de Código Penal. parte II”, edición del año 1867, págs. 263/264.

 

[7] “El Código Penal enmendado y comentado”, Tº 3, pág. 41.

 

[8] Si bien no, en el caso de la madre que aborta, por el solo hecho de estar embarazada, como con razón parece admitirlo Zaffaroni cuando se refiere a la imputabilidad disminuida y señala que ésta “...puede nutrirse con ... emociones y shocks que no provoquen trastornos mentales transitorios, depresiones durante la menstruación, el climaterio y el embarazo ... Por supuesto que esto no significa que todos estos casos den lugar siempre a una imputabilidad atenuada, sino que deben valorarse conforme a los principios generales, es decir, caso por caso ...” (Tratado, T. IV, págs. 181/182).

 

[9] Este asunto del “velamiento” de la víctima en el aborto es significativamente llamado por Julián Marías “el síndrome de Polonio”, en alusión a la tragedia de Shakespeare, en la que Hamlet da muerte a tal personaje –a la sazón escondido detrás de una cortina- creyendo que se trata de su tío, el asesino de su padre.

 

[10] “La vida o la pena”, artículo de Marta Dillon, publicado en “Página 12” del 4 de noviembre de 1998, y citado por Bianchi, Alberto B. “En contra del aborto”, pág. 113.

 

[11] “Comprender no se reduce sólo a una operación intelectual, sino que emana de la esfera afectiva, desde que captamos y sentimos el mundo de los valores. En psicología penal, comprender es valorar; se comprende lo que se siente, el no sentirlo es índice de falta de comprensión” (Cabello, Vicente P. “Psiquiatría forense”, I, 138, citado por Zaffaroni, Tratado, T. IV, pág. 95).

 

[12] Viene a mi memoria una bella pieza teatral de Casona. Ricardo Jordán, un joven empresario acosado por la caída de sus negocios, recibe la visita de Satanás, quien le promete la prosperidad a cambio de la muerte de un hombre. A la negativa de Jordán sigue este diálogo:

CABALLERO: -Calma. Un hombre de empresa como tú no rechaza un negocio sin escuchar las condiciones.

RICARDO: -Por buenas que sean. Una cosa es encogerse de hombros ante la vida de los demás, y otra muy distinta matar con las propias manos.

CABALLERO: -¿Y si no hicieran falta las manos?.

RICARDO: -¿Qué quieres decir?.

CABALLERO: -Que el hecho material no me importa. Basta con la intención moral. Pon tú la voluntad de matar, y yo me encargo de lo demás.

RICARDO: -No me fío. Un negocio con tantas facilidades siempre es sospechoso.

CABALLERO: -Ah ¿ya empieza a parecerte fácil?.

RICARDO: -¿Y a quién no?. Si la víctima cae lejos, sin que yo tenga que verla ¿qué puede importarme?.

CABALLERO: -Lo esperaba. Para sufrir con el dolor ajeno lo primero que hace falta es imaginación: y tú no la tienes. Por ese lado puedes estar tranquilo. Es un negocio limpio.

RICARDO: -¿Sin sangre?.

CABALLERO: -Sin sangre. ¿Aceptado?.

RICARDO: -La proposición es tentadora. Pero ¿quién me responde de ti?.

CABALLERO: -Nunca he faltado a mis pactos. Yo te prometo que nadie lo sabrá, ni habrá ley humana que pueda castigarte. ¿Dudas aún?.

RICARDO: -Dicen que los criminales sueñan con sus víctimas.

CABALLERO: -Tú no. Ni siquiera necesitarás conocerla. Puedes elegir un hombre en cualquier lugar de la tierra. Cuanto más lejos mejor ...

(...)

RICARDO: -¿Qué tengo que hacer?.

CABALLERO: -(Poniendo el contrato sobre la mesa) Con una firma es bastante ...

(Cfr. Casona, Alejandro “La barca sin pescador”, Biblioteca Clásica y Contemporánea, Ed. Losada, 1999, págs. 106/108).

 

[13] Art. 189 bis del Código Penal; ley 25.086; y art. 5°, inc. “b”, del decreto 395/75.

 

[14] No desconozco que originariamente el motivo fundamental de la agravación era la naturaleza del medio empleado. Hoy en día, sin embargo, la razón principal finca en la alevosía y en la premeditación que el hecho supone (Soler, Tratado, T.III, págs. 33 y 34).

 

[15] Soler, Tratado, T. II, págs. 277/278; Zaffaroni, Tratado, T. IV, pág. 387.

 

[16] ¿Quién no ha oído casos en los que mujeres públicas, en el sentido de “publicitadas” -y a veces en el otro también- se ufanan de haber abortado, no por cuestiones graves ni por desesperación, sino por otros motivos, y toman el hecho como una conquista del sexo débil?

 

[17] Ya en tiempos de Carrara la frivolidad y la estupidez eran moneda corriente: “A destruir anticipadamente en sus propias entrañas el Don de la Providencia fueron impulsadas las mujeres en todas las épocas por distintas causas, la más frecuente de las cuales consiste en el anhelo de esconder una falta, y ésta es la más excusable, pero no la única, pues la historia nos enseña muy a menudo que indiferentemente son llevadas a estos excesos o por la molestia de la crianza de los hijos, o por contrariar a un marido a quien no se ama, o por evitar los dolores y peligros del parto, y hasta (y parece increíble) con el fin de no afear el vientre hermoso con arrugas precoces”. (Ob. y vol. cit., pág. 333, N° 1249).

 

[18] Feulliard, Christian “La interrupción voluntaria del embarazo en el derecho penal francés”, publicado en Doctrina Penal, N° 25, págs. 15 y ss.

 

[19] Grosso, Carlo Federico “La interrupción voluntaria del embarazo”, publicado en Doctrina Penal, N° 25, págs. 23 y ss.

 

[20] Resultan ilustrativas las estadísticas recogidas en la citada obra de Bianchi –págs. 71/72- y realizadas en una clínica dedicada a los abortos en Estados Unidos: de 370 mujeres consultadas, sólo 68 adujeron como razón para abortar la imposibilidad de mantener económicamente al bebé; 13 lo justificaron por problemas de salud del feto; 7 por sus propios problemas de salud y 1 por embarazo producido por violación. Las demás expresaron motivos que la ley argentina vigente jamás podría admitir para justificar el hecho: 51 dijeron que abortaban por problemas de relación o para evitar ser madres solteras, 31 pues no se sentían preparadas para ser madres, 31 para ocultar que habían tenido relaciones sexuales o que estaban embarazadas, 30 por ser demasiado jóvenes, 26 por tener suficientes hijos y estar todos ya crecidos, 23 porque el marido deseaba el aborto, 7 pues sus padres deseaban el aborto y 6 por otras razones (fuente: Torres, Aída y Darroch Foster, Jacqueline; “Why do women have abortions?”, Family Planning Perspectives, July-August 1988, págs. 169/170).

 

[21] Cfr. carta del 16 de abril de 1996 enviada por los Cardenales norteamericanos al Presidente Clinton con motivo de su veto a la ley que prohibía los abortos a nacimiento parcial, publicada en el Boletín Eclesiástico de la Diócesis de San Miguel, Mayo de 1996.

 

[22] Cfr. Leiva Fernández, Luis F.P., “El Anteproyecto de ley española sobre interrupción voluntaria del embarazo”, publicado en El Derecho, T° 161, pág. 975.

 

[23] Art. 47 del Código Penal; Soler, Tratado, T. II, págs. 277/278; Zaffaroni, Tratado, T. IV, pág. 387.

 

[24] ¿Por qué digo alevosía? . Veamos:

-"Cautela para asegurar la comisión de un delito contra las personas, sin riesgo del delincuente" (Diccionario de la Real Academia Española).

-"...la alevosía se da cuando la víctima se encuentra desprevenida y ese estado ha sido buscado, procurado o aprovechado"; y en otro párrafo: "...el que mata al que está durmiendo o a un recién nacido aprovecha una situación que constituye el extremo de ocultamiento moral..." (Soler; Tratado, tomo III, págs. 28 y 29).

Acerca de los métodos para llevar a cabo abortos y su carácter alevoso puede consultarse: Ravaioli, Luis Aldo "Aborto, nunca más", págs. 10 y 11.

 

[25] Soler, Tratado, tomo III, pág. 37. Allí agrega que el fundamento de la agravante reside en que “...el ejecutor realiza el hecho sin motivo personal alguno y por tan bajo impulso como es una recompensa, mientras que el otro procura su seguridad y aún su impunidad, apelando a ese medio premeditado y artero...”.

 

[26] ¿Qué ocurriría si en un juicio penal la madre abortante adujera en su descargo que cometió el delito pues ya tenía muchos hijos y estaba cansada, o temía que el nuevo embarazo afectara su estabilidad emocional? ¿Y si admitiera que, en realidad, abortó pues los vecinos hubieran hablado mal de ella? ¿O si, en el colmo de la superficialidad, se excusara por la preocupación de perder, aun temporalmente, su esbelta silueta?. Si cualquiera de los antedichos supuestos se verifica en nuestro país, ningún tribunal podría imponer a estas mujeres más de cuatro años de prisión por el asesinato de sus hijos. Y todo porque -conforme a una de mis hipótesis de trabajo- el legislador presumió que el delito de aborto siempre es cometido por una madre desesperada.

 

[27] Fallos 312:826

 

[28] Fallos 315:1779 y sus numerosas citas.

 

[29] Gullco, Hernán Víctor: “¿Es inconstitucional el art. 86, inc. 2° del Código Penal?”, publicado en Doctrina Penal, N° 41 a 44, págs. 497 y sigs.

 

[30] C.S.J.N., causa “Pupelis, María C. y otros”, resuelta el 14-5-91.

 

[31] El texto derogado decía: “Se impondrá reclusión hasta tres años o prisión de seis meses a dos años a la madre que, para ocultar su deshonra, matare a su hijo durante el nacimiento o mientras se encontrara bajo la influencia del estado puerperal, y a los padres, hermanos, marido e hijos que, para ocultar la deshonra de su hija, hermana, esposa o madre, cometiesen el mismo delito en las circunstancias indicadas en la letra “a” del inciso 1° de este artículo”.

 

[32] Así también lo pensaba Rodolfo Moreno: “Generalmente el aborto se produce por motivos análogos a los que determinan el infanticidio. El concepto del honor y la preocupación social de la deshonra que gravita sobre las madres solteras, determinan el acto criminal que tiende a ocultar la maternidad y el nacimiento...”. “El Código Penal y sus antecedentes”, pág. 426.

 

[33] Ley 24.410, del 2 de enero de 1995.

 

[34] Cámara de Senadores de la Nación, Diario de Sesiones del 30 de junio de 1993, pág. 1591.

 

[35] Cámara de Senadores de la Nación, Diario de Sesiones del 1º de julio de 1993, pág. 1617.

 

[36] Cámara de Senadores de la Nación, Diario de Sesiones, día citado, pág. 1613.

 

[37] Cámara de Senadores de la Nación, Diario de Sesiones, día y pág. cit.

[38] Cámara de Senadores de la Nación, Diario de Sesiones, día y pág. cit.

 

[39] En tal sentido, comparar las penas de los arts. 85 y 88 con las de los arts. 164 y 184, inc. 5º, todos del Código Penal.

 

[40] Más allá de las convicciones religiosas de cada uno, no hace falta demostrar la participación protagónica de la Iglesia en la formación de la cultura occidental. Pues bien, esa misma Iglesia es la que considera –en enseñanza obligatoria para los fieles- que el aborto es un crimen más grave que el homicidio.

 

[41] Supongamos que en un planeta perdido las mujeres son consideradas seres inferiores y, consecuentemente, el asesinato de una de ellas no está castigado con la misma intensidad que el de un hombre. Supongamos, también, que los habitantes varones de ese mundo están completamente acostumbrados a ese estado de cosas. Pues bien, a ese planeta llega un Sabio venido de otra galaxia y logra convencer al Rey del lugar respecto de la iniquidad de esa degradación del sexo débil, razón por la cual el monarca decide equiparar la situación jurídica de los hombres y de las mujeres ¿sería admisible en tal situación que los varones pidieran ser eximidos del severo castigo previsto para quien mata a una mujer, pues su costumbre era hacerlo sin sufrir mayores consecuencias?. Pareciera que no. La razón de ello es sencilla: ni las mujeres de ese planeta ni los fetos de éste han comenzado a tener la dignidad de las personas humanas en una época histórica determinada. La han tenido siempre, más allá del reconocimiento jurídico de tal circunstancia. De otra manera ¿hasta cuándo deberían esperar mujeres y nasciturus para que su derecho a la vida sea protegido integralmente? ¿Cuándo considerar que la sociedad ha asimilado esa realidad?. Y hasta ese entonces ¿deben soportar mujeres y fetos seguir siendo asesinados impunemente?.

 

[42] Art. 164 del Código Penal.

 

[43] Art. 85, inc. 2º, del Código Penal.