Ética médica
y píldora del día después (Parte I)
La reciente aprobación por la Agencia Española del
Medicamento de la comercialización del levonorgestrel en la forma farmacéutica
de píldora del día después (pdd) es asunto que plantea problemas ético-médicos y
deontológicos nada triviales y merecedores de comentario.
El mecanismo de acción de la pdd incluye un
componente de significado ético fuerte: impide la anidación y, con ello, el
desarrollo del embrión humano. Sabemos que lo hace, pero ignoramos cuantas veces
los hace. En consecuencia, recetar el médico o tomar la mujer la pdd son
acciones con fuerte carga de responsabilidad, en las que juegan un papel muy
relevante factores de dos órdenes. Uno que podríamos asignar al área de la ética
biológica; el otro, al de la ética profesional. El factor ético-biológico
consiste en saber qué es lo que ocurre en el organismo de la mujer cuando ella
hace uso de la pdd: sólo sabiéndolo, no daremos palos de ciego y será posible
actuar con conocimiento y racionalidad. El factor ético-profesional consiste en
analizar, a la luz de los principios y normas de la deontología médica, qué
requisitos - de información no sesgada, de respeto por las personas y sus
convicciones morales- habrían de exigirse para que un médico pueda prescribir la
pdd.
Mecanismo de acción en la penumbra
¿Qué sabemos de la pdd? Aquí, la pregunta no se
refiere primariamente a su eficacia y seguridad, a sus interacciones: de eso
sabemos suficiente. Se refiere a su mecanismo de acción, del que necesitamos
saber y hablar más.
Es casi rutinario decir que la pdd ejerce un efecto
diverso y multifactorial, que depende de la relación temporal que se dé entre el
momento de la ingestión del producto y el día del ciclo menstrual o el tiempo
transcurrido desde la relación coital. En la versión oficial de los hechos, se
dice que la pdd puede inhibir la ovulación o, a través de sutiles perturbaciones
de la función del eje hipotálamo-hipófisis-ovario, retrasarla; que puede
modificar la textura del moco cervical y volverlo impracticable para los
espermios; que puede enlentecer la motilidad tubárica y con ella el transporte
de los gametos; que puede debilitar la vitalidad de los espermios y del ovocito
y mermar su capacidad de fecundarse; o que, en fin, puede alterar el endometrio
y hacerlo refractario o menos receptivo a la implantación del huevo fecundado.
Es decir, unos cambios son contraceptivos porque inhiben a la fecundación;
otros, en cambio, operan después de ésta y han de ser tenidos como interceptivos
o abortivos muy precoces.
Qué parte juega cada uno de esos factores, y
particularmente ese último y decisivo efecto antinidatorio de la pdd, en el
resultado neto final de que nazcan menos niños, nadie se ha propuesto
dilucidarlo. La cosa, importante como es, permanece envuelta en una tenaz nube
de ignorancia. Sorprende que una cosa así ocurra en el tiempo de la medicina
basada en pruebas, tiempo en que, en farmacología clínica, se hila muy fino y no
están bien vistas ni la ignorancia ni la indeterminación. Disponemos sólo de
estimaciones indirectas, aunque relativamente fiables, que permiten concluir
que, aun dada a tiempo, la pdd no inhibe la ovulación siempre; que, a pesar de
los cambios que induce en el moco cervical, la pdd no impide que los espermios
pasen en cantidad disminuida, pero suficiente, a la trompa; y que el efecto
antinidatorio endometrial juega un papel, decisivo aunque no cuantificado, en la
eficacia del tratamiento.
Claridades y ambages
Una situación así obliga a actuar en la duda, con
menos datos de los necesarios, lo cual crea conflictos. Con razón, quienes
profesan un respeto profundo a todos los seres humanos sin excepción, estiman
que jamás uno de ellos puede ser expuesto al riesgo próximo de ser destruido,
aunque ese riesgo no esté cuantificado. Basta con que la pdd sea de hecho capaz
de privar de la oportunidad de vivir al embrión humano para que la pdd sea
condenable. Quienes no profesan aquel respeto prefieren negar el problema ético
valiéndose de ciertos cambios del lenguaje. Para ellos, mudar el nombre de las
acciones transmuta su moralidad. Afirma un editorial del New England Journal of
Medicine: "…aun cuando la contracepción de emergencia actuara exclusivamente
impidiendo la implantación del zigoto, no sería abortiva". Pero no se nos dice
qué es. Quebrar la vida de un ser humano, por minúscula que sea la víctima, es
algo que merece ser llamado de alguna manera. Impedir la implantación del
embrión humano es un hecho de notable importancia ética que no se puede
volatilizar por el fácil expediente de dejarlo sin nombre. Su sustancia moral no
desaparece aunque se recurra a la redefinición de gestación y concepción que
hace años pactaron la OMS, la ACOG, la FIGO y las multinacionales del control de
la natalidad. Pero la tal redefinición no es de recibo: a ella se vienen
resistiendo año tras año, con una tenacidad sensata, muchos hombres y mujeres de
buena voluntad, las sucesivas ediciones de los diccionarios generales y médicos,
y los libros de embriología humana.
De todas formas, aun en medio del ocultamiento y la
indeterminación, no faltan quienes, superado todo escrúpulo ético ante el aborto
y la contracepción dura, se manifiestan con sincera franqueza. Un par de
muestras: en la versión española, pero curiosamente no en la inglesa, de la
página del Population Council en Internet, se lee: "lo que hacen las píldoras
anticonceptivas de emergencia y las minipíldoras de emergencia es,
principalmente, modificar el endometrio (la capa de mucosa que recubre el
útero), para así inhibir la implantación de un huevo fecundado". Y Émile Etienne
Baulieu acuñó el concepto de contragestivos para agrupar junto a la RU-486, la
píldora abortiva que él había diseñado, los métodos de control de la fertilidad
que son abortivos muy precoces, entre los que incluye los dispositivos
intrauterinos, la contracepción hormonal a base de gestágenos y la contracepción
postcoital. "De hecho –afirmó en su discurso al recibir la Medalla Lasker- la
interrupción posterior a la fecundación, que tendría que ser considerada como
abortiva, es algo que está a la orden del día […] Por esa razón, hemos propuesto
el término "contragestión", una contracción de "contra-gestación", para incluir
en él la mayoría de los métodos de control de la
fertilidad".
Eso es hablar claro y sin tapujos. La evolución
histórica de la contracepción ha seguido una trayectoria bien definida: de la
anovulación a la intercepción, del ovario al endometrio, de antes de la
fecundación a después de ella. El modo, lugar y tiempo de su actuación han ido
cambiando a lo largo de los últimos 45 años. Pero se sigue hablando de
contracepción, como si nada hubiese ocurrido.
El médico que profesa un profundo respeto a la vida y
que no ignora el efecto antinidatorio de la pdd rehusará prescribirla, para lo
que no necesita, a la vista de los términos que constan en la reciente
autorización del levonorgestrel, recurrir a la objeción de conciencia. Pero, si
un día se incluyera la pdd entre las prestaciones de las aseguradoras privadas o
del sistema nacional de salud, el médico podría presentar objeción de conciencia
a su prescripción, al igual que lo hace ante el aborto de embriones y fetos de
mayor edad.
Ética médica
y píldora del día después (Parte II)
Aunque es altamente
cuestionable que la píldora del día después (pdd) pueda considerarse como un
medicamento convencional, de momento en España ha de prescribirse y dispensarse
como si de un medicamento genuino se tratara. El farmacéutico sólo podrá
dispensarla cuando la haya recetado un médico.
Conviene, pues,
preguntarse qué normas deontológicas son especialmente pertinentes al caso. Son
dos los artículos del vigente Código de Etica y Deontología Médica que, a mi
parecer, las contienen.
El artículo 25 del Código
de Etica y Deontología Médica dice que "el médico deberá dar información
pertinente en materia de reproducción humana a fin de que las personas que la
han solicitado puedan decidir con suficiente conocimiento y responsabilidad". El
código declara que la información sobre la reproducción humana es un área
privilegiada, especial. En nuestro caso, impone al médico, en especial al
ginecólogo y al médico general, el deber de informar sobre la pdd no de modo
rutinario, sino cualificadamente, pues la información que dan a quienes le
preguntan ha de servirles a éstos para tomar decisiones con conocimiento
suficiente y con suficiente responsabilidad. Tal información ha de ser objetiva,
inteligible, adecuada.
Información
éticamente significativa
Con datos parciales,
oscuros o sesgados no puede llegarse a decisiones responsables. Es criterio
general que el consentimiento del paciente no sería genuino, esto es, ni libre
ni informado, si el médico le ocultara información que el paciente tuviera por
éticamente significativa. Con respecto a la pdd, quien ha de juzgar es la propia
mujer. El artículo 25 reconoce la especial e intransferible responsabilidad de
cada uno en materia de reproducción humana que, en el pluralismo ético de hoy,
admite diferentes versiones: para unos, se trata de ejercer una maravillosa
cooperación con el poder creador de Dios; para otros, se trata de expresar la
centralidad que la reproducción humana ocupa en su plan de vida personal; para
otros, se trata de ejercer el derecho de transmitir al hijo, a través del
material genético, la imagen de la propia identidad.
El médico ha de reconocer
que quienes creen que la vida del ser humano comienza con la fecundación actúan
con plena racionalidad cuando rechazan un tratamiento que pueda destruir una
vida humana naciente, aun cuando la frecuencia absoluta de tal evento fuera
baja. Es cierto que, en el proceso de consentimiento informado, el médico no
está obligado a referir riesgos muy raros, pero esa norma decae cuando se tengan
indicios razonables de que esa rara posibilidad es tenida por el paciente como
importante, muy importante. Esos indicios se obtienen informando y preguntando.
No hacerlo equivaldría a viciar el consentimiento, que ya no sería informado. Se
sabe que se dan efectos psicológicos negativos, sentimientos de engaño,
culpabilidad o tristeza, reacciones de rabia o depresión en mujeres que creen
que la vida humana comienza con la fecundación y que más tarde se enteran de que
la pdd pudo haber eliminado una de esas vidas, sin que se les hubiera informado
y dado oportunidad de expresar su voluntad. La falta de consentimiento en un
caso así puede exponer al médico a enojosas consecuencias deontológicas y
judiciales.
Manifestar
opiniones, no imponerlas
El artículo 8 del código
dice que "en el ejercicio de su profesión, el médico respetará las convicciones
de sus pacientes y se abstendrá de imponerles las propias". Respetar a las
personas es respetar sus convicciones. Como es lógico, las convicciones que el
médico no puede imponer no son sólo las políticas, ideológicas o religiosas. Son
también las técnicas y científicas. El médico ha de manifestar sus opiniones y
recomendaciones que hagan al caso, pero ha de hacerlo sin abusar de su posición
de poder. Si piensa el médico que el embrión humano es respetable sólo después
de haberse implantado o incluso más tarde, esa es su opinión, pero no puede
imponerla a quien tiene a la fecundación por comienzo de la existencia humana.
No puede olvidar el médico que, para mucha gente, son inaceptables aquellas
formas de regulación de la reproducción que permiten la fecundación y provocan
luego la pérdida del embrión.
En su relación con el
paciente singular, el médico no puede aplicar los criterios asignados por las
encuestas sociológicas a las mayorías. Los sondeos de opinión pueden decir que
la opinión prevalente es que el embarazo indeseado o inesperado tiene su destino
más apropiado en el aborto, o que la pdd es la opción que ha de ofrecerse sin
más averiguación a quien solicita contracepción urgente. Pero ésa bien puede no
ser la opinión de muchos otros. Incluso puede estar en contradicción con otras
estadísticas.
Así, por ejemplo, entre
las adolescentes, que constituyen al respecto el grupo más vulnerable, las
circunstancias (sociales, culturales, religiosas, familiares) que intervienen en
la decisión de abortar o de continuar el embarazo son muy complejas e
impredecibles, y obligan a prestar al asunto una atención individual y libre de
prejuicios. En todo caso, el más justificado sería el prejuicio a favor de la
vida. En efecto, los datos relativos al millón aproximado de adolescentes que
anualmente quedan embarazadas en los Estados Unidos suelen mostar con notable
constancia que deciden abortar sólo un tercio de ellas (35 por ciento), mientras
que los otros dos tercios (65 por ciento) lo continúan, aunque una séptima parte
del total (14 por ciento) termina en un aborto espontáneo.
El médico no puede
prejuzgar que la persona que tiene delante participa de las mismas convicciones
éticas que él. Y menos todavía puede dar por supuesto que esa persona prefiere
ignorar o no dar importancia a las implicaciones morales o religiosas del uso de
la pdd. Y, dado que hay pruebas que sostienen que la pdd ejerce un efecto
antinidatorio y siendo imposible que el médico sepa de antemano si la mujer que
le consulta objetará o no a su empleo, no se puede sostener que sea buena
práctica médica privar a la mujer de la información imprescindible para que ella
preste su autorización. No dar esa información sería a la vez un engaño y un
abuso, que expropiaría a la mujer de su autonomía.
La situación definida
como contracepción de urgencia no exime de ese diálogo singular y libre de
prejuicios entre el médico y la mujer. No pertenece la prescripción de pdd al
pequeño número de situaciones de urgencia extremada en las que puede
prescindirse del consentimiento informado. En el caso de la presunta
prescripción de la pdd no puede prescindirse de entablar con la mujer una
relación inteligente, informativa, éticamente respetuosa, que tenga en cuenta
sus creencias y valores. La autorización para comercializar la pdd trae a primer
plano esos dos aspectos básicos de la ética profesional de la medicina: el
respeto a las convicciones del paciente y la comunicación de la verdad. Queden
los que no han sido tratados aquí para otra ocasión.
Ética médica
y píldora del día después (Parte III)
Hace poco más de un mes
envié a DM un par de Tribunas sobre la píldora del día después (pdd), convencido
de que iban a provocar un debate necesario y, así lo deseaba, clarificador. Pero
ese debate no se ha producido: han ido pasando los días y nadie del campo
profesional ha dicho en las páginas de DM esta boca es mía.
Lo curioso es que se
trata de un silencio selectivo, intraprofesional. En la calle, los medios de
comunicación, con la colaboración de muchos médicos, no han parado de hablar
sobre la pdd con ocasión de los diferentes pasos de su camino hacia las
farmacias. Y DM mismo se ha hecho eco de una nota, breve y clara, de la
Conferencia Episcopal Española.
¿Qué podrá significar ese
silencio dentro de la profesión? Podría, en principio, ser expresión de varias
actitudes: del aburrimiento de unos por un asunto mil veces tratado y del que
decir algo nuevo parece imposible; del desinterés de otros por un problema moral
que juzgan superado; del desdén de muchos ante la naturaleza insoluble de un
conflicto ético más; de la fatiga de los que empiezan a cansarse de pugnar por
unos valores que ya no son compartidos. Pero la cosa no se puede quedar ahí. Es
necesario traerla de nuevo a colación: no es bueno que los médicos respondamos
con el silencio o la indiferencia a una cuestión que tanto interesa a la gente y
que nos implica de lleno.
Jugando con las
palabras
Quiero tratar aquí de un
punto que está en el fondo del problema y que dejé sólo esbozado en una Tribuna
de comienzos de abril: me refiero al cambio léxico que permite a los promotores
de la pdd afirmar que ésta no es abortiva. Porque no se trata sólo de un cambio
léxico: viene a ser la imposición de una ideología.
Refería, en una de las
Tribunas de abril, que se había recurrido a cambiar el significado de algunas
palabras para hacer más convincente la idea de que la pdd no es abortiva. Creo
que es clarificador conocer la historia y la intención de esos cambios.
La transición a una
sociedad dominada por el ethos contraceptivo exigía un cambio de pensamiento y
de actitudes sobre lo que haya de entenderse por concepción: sólo cambiando el
sentido de la palabra podrían cambiar las costumbres sociales. La cosa resultó
bastante sencilla: consistió en disociar concepción de fecundación e identificar
concepción con implantación terminada.
Veámoslo con algo de
detalle. Concepción, en su acepción original, genuina, de uso general no
manipulado, es y ha sido siempre equivalente de fecundación: la concepción es la
unión del espermatozoide y el óvulo, es el comienzo del nuevo ser, marca el
inicio del embarazo. Eso es lo que en mayoría masiva dicen los diccionarios
generales de las diferentes lenguas y lo que repiten en mayoría masiva los
diccionarios médicos. Pero en el nuevo orden de cosas las cosas son distintas.
En el nuevo lenguaje, concepción ya no es ni fecundación ni comienzo del nuevo
ser, sino, como antes, el inicio del embarazo, pero marcado por la culminación
de la implantación del blastocisto en el endometrio.
Un significado
auténtico
El cambio no es un mero
ejercicio de precisión académica: supone una revolución ideológica. Pero el
significado genuino de las palabras -como en Galicia dicen d’os amoriños
primeiros- aguanta impertérrito. Los libros de embriología y los diccionarios se
han resistido al cambio. Es un ejercicio a la vez absorbente y divertido
examinar lo que unos y otros dicen de concepción y fecundación, de embrión y
pre-embrión, de cigoto y mórula, de blastocisto y gástrula, de embarazo y
aborto, de contraceptivo y abortifaciente.
La incorporación de la
nueva ideología ha sido parcial y errática: se adaptan unos conceptos, pero se
dejan sin enmendar otros. Todo parece artificial y fabricado. Baste un botón de
muestra: el autoritativo Dorland’s. En la entrada “concepción” sigue la
redefinición moderna: “concepción, el comienzo del embarazo, marcado por la
implantación del blastocisto en el endometrio”. Pero, curiosamente, los
revisores se olvidaron de modificar la entrada “embarazo”, que sigue anclada en
la vieja tradición: “embarazo, la condición de tener en el cuerpo un embrión o
feto en desarrollo, después de la unión de un ovocito y un espermatozoide”. Unas
veces el comienzo del embarazo es la implantación; otras veces, la fecundación.
Fascinante.
Las cosas no casan ni
pueden casar cuando el lenguaje es torturado y se vuelve loco. Los genetistas
que colaboran con los embriólogos clínicos han desarrollado técnicas de
diagnóstico génético preconcepcional y preimplantatorio, que le dan la espalda a
la nueva nomenclatura. Y se la dan en la práctica profesional también los mismos
ginecólogos: en un estudio hecho en 1998, en Estados Unidos, en que se les
preguntaba en relación con la información que dan a las mujeres en el proceso de
obtener el consentimiento informado, el 73 por ciento respondió que concepción
es sinónimo de fecundación y sólo el 24 por ciento indicó que concepción era
sinónimo de implantación.
Con la nueva definición
de concepción, una cosa queda asegurada: la contracepción no es sólo impedir la
concepción, no abarca sólo el conjunto clásico de procedimientos, dispositivos,
o sustancias que impiden la reunión del espermatozoide y el oocito y su
fertilización. Incluye ahora, y trata de cobijar bajo la calificación ética de
contracepción, los procedimientos, dispositivos o sustancias que impiden el
desarrollo del embrión en el tiempo que va de la fecundación al final de la
implantación. Lo que hasta ahora era abortivo precoz, conforme al nuevo lenguaje
ya no lo es. Sólo merecen el nombre de abortivos o abortifacientes los
procedimientos o sustancias que impiden el desarrollo del embrión ya implantado.
Antes de terminada la implantación no se puede hablar de aborto, es incorrecto
referirse a una interrupción del embarazo, porque, por la magia de la nueva
palabra, el embarazo sólo puede ser interrumpido una vez que ha empezado, y
ahora no empieza el día 1, sino un par de semanas más tarde. En el nuevo
lenguaje, hablar de abortos de embriones de menos de 14 días es un
contrasentido. Eso es lo que nos están diciendo acerca de la pdd algunos
representantes de la industria farmacéutica, ciertos agentes sociales y de la
Administración, y un sector de médicos.
Ocultar una
realidad científica
Pero todos sabemos que no
estamos ante un juego de palabras, sino ante la cuestión, infinitamente más
seria, de nuestras relaciones con los seres humanos más pequeños. Estos, en su
inocencia, son destruidos por la pdd.
La manipulación léxica
nos dice que no hablemos entonces de abortos, pero no nos dice de qué hemos de
hablar. De algún modo habrá que llamar al hecho de privar de la vida a los
embriones a los que se impide implantarse en el útero. Los neologismos técnicos
de contracepción endometrial, de intercepción postcoital, de efecto
antinidatorio sólo describen una parte de la realidad. Ocultan el hecho de que,
en muchas ocasiones, según sea el momento del ciclo en que la mujer haya
realizado el acto sexual, se impide la supervivencia de un número considerable
de embriones humanos.
Eso es lo relevante.
Llamarle o no aborto es, en cierta medida, indiferente para la realidad ética
subyacente, pero con alguna palabra hay que denominar la acción de eliminar
vidas humanas inocentes. Ofuscar a las mujeres diciéndoles que con la pdd nunca
pasa nada, en lo biológico y lo ético, es un condenable paternalismo, es
tenerlas por incapaces de asumir la responsabilidad de sus acciones,
escamotearles la oportunidad de escoger. Deben saber que por efecto de la pdd
una vida humana puede ser cercenada, un destino humano cancelado, la promesa de
una vida personal anulada. Y esa es una tragedia que no es justo trivializar con
juegos de palabras por sugerentes que sean, por inteligentes que parezcan,
aunque hayan recibido las bendiciones del ACOG y la FIGO, la OMS o la
SEC.
Gonzalo
Herranz
Departamento de Humanidades
Biomédicas, Universidad de Navarra
Publicados en Diario Médico, 4/4,
5/4 y 15/5 de 2001