Eutanasia:
el
"suicidio asistido" de Occidente
María
Valent
a
despenalización (y posterior legalización) del aborto, la manipulación o
destrucción de embriones y la eutanasia son a la vez fruto y semilla de la
denominada "cultura de la muerte". Cultura que se ha apoderado de Occidente y
que, a modo de fatal enfermedad, mutila la sociedad, acorta su esperanza de
vida, compromete su fertilidad y, en último término, amenaza su misma
pervivencia.
Introducción
Recientemente Bélgica se ha sumado a la letal iniciativa holandesa y ha
despenalizado la eutanasia (a petición del paciente): las sucesivas
modificaciones de la Ley (cada vez más permisiva respecto al aborto, la
eutanasia y la manipulación o destrucción de embriones) son a la vez
consecuencia y causa del creciente desprecio hacia la vida humana que
experimenta Occidente (y muy especialmente hacia la vida, la dignidad y las
personas humanas débiles, enfermizas, dependientes o discapacitadas).
Por un lado, son consecuencia directa de la progresiva imposición de la
denominada "cultura de la muerte". La Ley se modifica bajo la
apariencia de una mera y deseable ampliación de los derechos y las libertades de
los ciudadanos; pero lo cierto es que estos cambios requieren, no sólo un
profundo cambio de mentalidad por parte de la sociedad en general, sino la
destitución previa de los presupuestos antropológicos sobre los que descansa
Occidente. No hubiera sido posible llegar a despenalizar el aborto sin negar la
condición de "persona humana" del embrión, es decir, sin asumir
que:
·
No
todos los seres humanos son personas
·
No
todas las personas son iguales en dignidad y derechos
·
Es
lícito acabar con la vida de un ser humano en determinadas circunstancias (y, lo
que es más grave, que los propios padres pongan fin a la vida de sus hijos).
·
La
dignidad es relativa: está sujeta a la "calidad de vida" y a la capacidad de
manifestar y desarrollar las potencias propias de los seres humanos sanos
(autoconciencia, libertad, "autonomía", racionalidad,...).
·
La
dignidad es "subjetiva": depende del juicio y la percepción que cada cuál tenga
de sí mismo y de su propia vida.
·
La
"calidad de vida" es el bien absoluto al que deben servir todos lo demás bienes,
de modo que es lícito acabar con la vida de determinadas personas con el fin de
garantizar el bienestar de los supervivientes.
Es
evidente que el levantar la prohibición del aborto o la eutanasia no surge de
una actitud "neutral" por parte del Estado, ya que asume una ideología concreta
e incompatible con aquellas que presuponen que todos los seres humanos son
iguales en dignidad y derechos y que es la misma vida humana (que, dicho sea de
paso, se inicia en el momento de la concepción) la que fundamenta la
dignidad.
La introducción de estos profundos cambios en los fundamentos del Derecho y de
la vida social, nos sitúa en una espiral de pendiente descendente y resbaladiza,
que conduce inevitablemente a la aceptación de la eutanasia (voluntaria o no),
el suicidio y la instrumentalización de personas humanas (manipulación de
embriones).
Pero la despenalización de la eutanasia no es sólo un signo de esta grave crisis
de valores: es también uno de los factores que contribuyen a su difusión y
consolidación. El efecto "educador" de la Ley tiene por consecuencia que los
ciudadanos perciban como bueno y lícito aquello que está amparado, permitido o
no prohibido por ella.
Argumentos a
favor de la eutanasia
Al igual que sucedió con
el aborto, el proceso que conduce a la despenalización (y posterior
legalización) de la eutanasia se inicia con una audaz campaña mediática que
tiene por objeto transformar radicalmente la conciencia social, inclinando la
opinión pública hacia la aceptación de la eutanasia (o el aborto o la
manipulación de embriones en su caso). La experiencia muestra que, para lograr
este generalizado cambio de parecer, es preciso engañar, confundir y manipular
no sólo las ideas sino también los sentimientos de los ciudadanos.
La eutanasia se propone, por un lado, como única alternativa al ensañamiento
terapéutico y, por otro, como única salida al dolor intratable del
enfermo terminal. Es por eso que muchas personas identifican erróneamente el
rechazo al ensañamiento terapéutico con la eutanasia y el rechazo a la eutanasia
con la justificación del ensañamiento terapéutico o la insensibilidad hacia el
sufrimiento del paciente. De este modo llegan a la desviada conclusión de estar
a favor de la eutanasia. Para aclarar estas confusiones veamos, antes de
continuar reflexionando acerca del tema que nos ocupa, qué opciones hay a la
hora de atender (o desatender) un enfermo terminal y qué valoración ética merece
cada una de ellas.
Conceptos
relacionados
EUTANASIA (o eutanasia
occisiva): acción (eutanasia activa) u omisión (eutanasia
pasiva) encaminada a dar la muerte de una manera indolora a los enfermos
incurables con la intención de poner fin a su
sufrimiento.
La eutanasia es
inaceptable desde todos los puntos de vista (ya que vulnera el imperativo
universal de "no matar") pero es especialmente perverso que se pretenda
encargar su práctica a los médicos, ya que el principio fundamental de su código
deontológico es no dañar (y, por supuesto, no matar) a los
pacientes.
DISTANASIA ("ensañamiento
terapéutico" u "obstinación terapéutica"): adopción de medidas
desproporcionadas para mantener las funciones vitales de un paciente moribundo.
Esta actitud
terca y visceral es rechazada por el sentido común y también por el código
deontológico médico: se considera una mala praxis (ya que alarga la agonía del
paciente pero no permite ni salvarle la vida ni mitigar su sufrimiento). La
alternativa a la distanasia no es la eutanasia sino, sencillamente, la no
adopción de estas medidas extraordinarias y fútiles.
ADISTANASIA: omisión o retirada de
medios extraordinarios o desproporcionados para prolongar artificialmente la
vida a un enfermo terminal. Consiste en dejar morir en paz (y como consecuencia
de su enfermedad) al paciente que no tiene esperanzas de sobrevivir de un modo
natural. Se contrapone a la distanasia (es decir: es el no tomar esas medidas
desproporcionadas que alargan sin sentido la vida del
moribundo).
EUTANASIA LENITIVA: es la situación
en que la muerte del paciente sobreviene o se adelanta como consecuencia de las
medidas adoptadas para mitigar sus sufrimientos y
dolores.
ORTOTANASIA: es la muerte a su tiempo (sin acortar la vida ni alargarla
artificialmente mediante medios extraordinarios o desproporcionados).
De
estas cinco opciones, las dos primeras resultan inaceptables. La actitud médica
debe tender a la ortotanasia y proporcionar en todo momento los cuidados
paliativos pertinentes (muy especialmente el tratamiento del dolor) aunque éstos
últimos puedan comprometer razonablemente la vida y la conciencia del enfermo
terminal (eutanasia lenitiva).
Hoy
por hoy, es posible (y obligado) tratar el dolor y evitar el ensañamiento
terapéutico sin recurrir a la eutanasia, de modo que me atrevo a tildar de
malintencionadamente engañosos los argumentos que se utilizan para volver la
opinión pública favorable a la eutanasia. La alternativa a la distanasia es la
adistansia (pero NO la eutanasia); y la alternativa a no tratar adecuadamente el
sufrimiento del enfermo terminal, son los cuidados paliativos (pero NO la
eutanasia).
En general, la cultura de la muerte impone sus mandatos de un modo especialmente
perverso: no es que logre que el aborto o la eutanasia sean "males
tolerados" que aceptamos con resignación; es que consigue que sean vistos
como un bien; más aún, como una exigencia moral: por compasión hacia el que está
pasando un mal momento, cualquier medio es válido con tal de aliviar su
sufrimiento (no importa que el precio sea una vida humana).
Intentos
de fundamentar la legitimidad de la eutanasia
El supuesto derecho a una "vida digna" y los intentos de garantizarla,
pues a menudo se defiende la eutanasia como sinónimo de "muerte digna"
y se plantea ésta última como un derecho que el estado debe garantizar. Este
supuesto "derecho a una muerte digna" arranca del también
"supuesto" derecho a una vida digna. Y digo "supuestos
derechos" de un modo insistente porque no es riguroso afirmar que la vida,
la vida digna, la salud o la muerte digna sean derechos.
Cuando hablamos del "derecho a la vida", en realidad, deberíamos decir
"derecho a que nadie atente contra nuestra vida o nos la arrebate". En
el caso del "derecho a una vida digna" deberíamos hablar del
"derecho a que nadie atente contra nuestra integridad física, psicológica y
moral o nos someta a unas condiciones de vida indignas"; en el caso del
derecho a una "muerte digna" deberíamos hablar más bien del derecho a
ser atendidos y cuidados como personas humanas en el momento de la última
agonía.
Estas matizaciones pueden parecer impertinentes e innecesarias ya que, por un
lado, resulta ofensivo dudar de que la gente pueda tener dificultades para
entender lo que realmente se quiere decir con este modo de hablar (es evidente
que con la expresión "derecho a la salud" se hace referencia al derecho
a ser convenientemente atendidos en caso de enfermedad ya que la salud no puede
plantearse como un derecho por razones obvias); por otro lado, parece que la
rigurosidad en el lenguaje no es algo tan trascendente como para insistir en
ello de un modo tan obsesivo.
Pero lo cierto es que mucha gente no percibe la imposibilidad de adjudicar a la
vida (o a la vida digna) el estatuto de "derecho" y que cuanto más
sutiles son los errores de partida, más graves son las consecuencias que de
ellos se pueden derivar.
La dignidad ontológica de las personas humanas se desprende del mero hecho de
ser lo que somos: seres humanos; esta dignidad es la misma para todos, en todos
los momentos y circunstancias de nuestra vida, no podemos ni perderla ni
ganarla, incrementarla o disminuirla y, por supuesto, no está sujeta a las
condiciones o la calidad de vida.
Entonces...
¿qué se entiende por vida digna? Si partimos de la base de que
todas las personas son iguales en dignidad con independencia de todas las
variables inter o intraindividuales, no tiene sentido el hablar de "vida
digna" sin más (puesto que la persona no puede perder o renunciar a su
dignidad; todas las vidas humanas son igualmente dignas); de lo que sí podríamos
hablar es de las condiciones de vida, que pueden ser más o menos acordes y
respetuosas con la dignidad y los derechos de la persona.
Pero la mentalidad pro-eutanasia (o, en términos más generales, la "cultura
de la muerte") niega que la dignidad de la persona humana resida en el mero
de hecho de "ser": al contrario: equipara la dignidad de la persona
humana a la "calidad de vida", al "bienestar" (es decir: a la
"dignidad" de sus condiciones de vida), de modo que no todas las
personas serían igualmente dignas (ni la dignidad de una misma persona sería
constante a lo largo de su vida). Una persona sería tanto más digna cuanto mayor
fuera su calidad de vida. Bajo este prisma, el hablar de "vida digna"
tiene un significado muy distinto al que esgrimíamos antes: ciertamente, habría
vidas más dignas que otras.
Simultáneamente, establecen un nivel crítico de calidad de vida que permitiría
distinguir entre las vidas satisfactoriamente dignas (seres humanos con dignidad
o, lo que es lo mismo: "personas" dignas) y las insuficientemente
dignas (o vidas indignas, "sin valor": seres humanos sin dignidad). El
error de fondo de este planteamiento es identificar la "dignidad de las
condiciones de vida" con la "dignidad de la persona humana" (una
vez más, se trata de un sutil matiz).
Para
no escandalizar ni asustar a la opinión pública, continúan afirmando que todas
las personas humanas tienen dignidad: pero para llegar a esta conclusión
partiendo de la distinción entre vidas dignas y vidas indignas deben hacer la
siguiente afirmación: sólo son personas aquellos seres humanos cuya vida supera
un mínimo de calidad (es decir, cuya vida es digna); el resto, son seres humanos
pero no personas. En este caso, es la dignidad (es decir, la calidad de vida) lo
que fundamentaría la vida propiamente humana (el ser persona) y no la vida
humana (es decir, el ser persona) el fundamento de la dignidad.
Pero el planteamiento pro-eutanásico va mucho más allá: establece que el
"derecho a una vida digna" es literal: todo el mundo debe poder exigir
una existencia digna (es decir, en condiciones dignas). Pero plantean este
derecho al revés (como el negativo de una fotografía) y afirman que todos
tenemos derecho a no vivir una vida indigna (que no es exactamente lo mismo que
afirmar que todos tenemos derecho a vivir una vida digna).
La diferencia estriba en que, en este último caso, si realmente la vida digna es
un derecho, es responsabilidad de todos el lograr que las personas cuya vida se
encuentra por debajo del nivel crítico de calidad, superen ese límite
establecido. Pero si lo que hay que garantizar es el derecho a no vivir en unas
condiciones de vida indignas, entonces resulta muy eficaz el poner fin a las
vidas consideradas indignas.
En este contexto, la "muerte digna" sería aquella muerte sin dolor que
pone fin a una vida indigna (y que permite hacer valer el derecho de vivir sólo
en condiciones dignas).
Además,
este último acto eutanásico no sería considerado una vulneración del derecho
fundamental a la vida puesto que al tratarse de seres humanos sin dignidad, no
se trata de personas humanas y, por tanto no serían sujeto de derechos que fuera
preciso respetar. En este punto, el planteamiento pro-eutanásico entra en
contradicción, porque si realmente no se vulnera el derecho a la vida debido a
que el ser humano candidato a la eutanasia no es persona y, por tanto, carece de
derechos, no tendría sentido el plantear la eutanasia como un derecho.
El único modo de garantizar a las personas que su vida siempre será digna (es
decir, en condiciones acordes a su dignidad), es privarlas de la vida en cuanto
sus limitaciones humanas les impidan superar el nivel crítico de calidad. Es un
modo muy peculiar de garantizar el derecho a una vida digna: "la vida
humana, o será digna, o no será". No siempre está en nuestras manos el
proporcionar unas condiciones de vida dignas, pero siempre disponemos de la
posibilidad de poner fin a las vidas "indignas".
Consecuencias
de la despenalización y/o la legalización de la
eutanasia
Como ya he dicho al empezar, la despenalización de la eutanasia no es sólo el
fruto de la imposición de la cultura de la muerte, sino que es también semilla
de grandes males:
Por un lado, es indiscutible que adoptar la eutanasia (y el aborto) como una
opción médica legítima para acabar con determinadas enfermedades o con el
sufrimiento que éstas generan, frena la investigación y el avance de la
medicina: lo que impulsa la investigación y el desarrollo de nuevas terapias son
las enfermedades y los síntomas que todavía no sabemos curar o paliar
satisfactoriamente: si optamos por eliminar tranquilamente a los enfermos que
nuestra ignorancia no nos permite curar... ¿para qué intentar buscar medios que
nos ofrezcan alternativas a lo que consideramos una opción lícita y de eficacia
insuperable?
La eutanasia y el aborto inducen la mentalidad eugenésica: es decir, la
legitimación de eliminar a las personas enfermizas, deficientes, discapacitadas
o "inútiles", previa negación de su condición de personas humanas, de
su dignidad y de sus derechos.
La generalización de la eutanasia (así como el hecho de que sea aceptada como un
bien) contribuye a fortalecer la percepción de que una vida con dificultades,
limitaciones y padecimientos no merece la pena ser vivida. Esto se materializa
en un incremento de la eutanasia voluntaria (percepción de que la propia vida no
merece la pena ser vivida) e involuntaria (convicción de que la vida mermada de
determinados pacientes o parientes carece de valor).
El
incremento de la demanda de eutanasia voluntaria se produce como consecuencia de
la percepción de que la propia vida no merece la pena ser vivida y también como
consecuencia de la presión social, que puede llevar a un enfermo crónico
sumamente dependiente a sentirse culpable por no solicitar la eutanasia y
aliviar de este modo a los familiares que deben hacerse cargo de él. Esta
consecuencia de la eutanasia me preocupa y me indigna de un modo especial: los
efectos negativos que la despenalización de la eutanasia tiene sobre los
enfermos crónicos, incurables, dependientes o terminales deberían constituir un
motivo suficiente para no despenalizarla.
El
incremento de la eutanasia involuntaria también es consecuencia de dos efectos:
por un lado, la vida de muchos enfermos terminales o crónicos puede ser juzgada
por los familiares o los médicos como una de esas vidas "sin valor" candidatas a
la eutanasia. En caso de que el enfermo no se encuentre en condiciones de
manifestar su voluntad, pueden ser terceras personas las que lleguen a la
conclusión de que, con toda certeza, si el paciente pudiera comunicarse,
solicitaría la eutanasia. Por otro lado, el médico que ha practicado una sola
eutanasia, tiene dos opciones: o pensar que ha matado a un paciente (cosa que no
suele ser nada fácil de asumir) o que ha obrado con rectitud: convencerse de
esto último resulta mucho más satisfactorio y, además, la presión social lo
favorece en gran medida. Pero un médico convencido de que la eutanasia es una
opción médica legítima, es un peligro, porque cada vez le costará menos
reconocer, en el rostro de los enfermos, a un candidato que puede beneficiarse
de su eficaz y definitiva medicina.
La vinculación de la eutanasia a la profesión médica corrompe la relación
médico-paciente, basada en el respeto y la confianza. Pretender que los médicos
lleven a cabo la eutanasia supone vulnerar el principio más fundamental de la
medicina (primum non nocere) y modifica sus objetivos clásicos (curar,
paliar y consolar al enfermo). La actitud eutanásica es válida en veterinaria
("muerto el perro, muerta la rabia", ya que puede ser prioritario matar
al perro para acabar con la rabia) pero no en medicina: no es legítimo poner fin
a la vida de los enfermos para erradicar la enfermedad y garantizar la salud o
la calidad de vida de los supervivientes.
Conclusión
La cultura de la muerte le ha arrebatado al hombre su excelente y suprema
dignidad. Y lo ha hecho precisamente en la sociedad que más alardea de
garantizar el respeto a los derechos y a la dignidad de las personas. Lo más
impresionante es que nadie parece haberse dado cuenta de ello o, por lo menos,
nadie parece darle demasiada importancia. Parece irrelevante que, a fin de poder
justificar el aborto o la eutanasia, se niegue la igualdad en dignidad y
derechos de todos los seres humanos o que todos ellos sean
personas.
La imposición de la cultura de la muerte, que viene marcada por la sublimación
del éxito, la autonomía, la autoafirmación, la imposición continua de la propia
voluntad y la satisfacción inmediata de todos los deseos conduce, a medio plazo,
a la aceptación del divorcio, el aborto, la manipulación, destrucción e
instrumentalización de embriones, la eutanasia, la eugenesia y el
suicidio.
La cultura de la muerte fundamenta la dignidad de la vida humana en el bienestar
y la calidad de vida, de modo que los seres humanos cuya vida se encuentra por
debajo de un cierto nivel crítico de calidad, no son considerados personas
humanas y, por lo tanto, carecen de dignidad y de derechos.
La
cultura de la muerte no tolera la imperfección, ni el sufrimiento, ni el dolor,
ni la contrariedad, de modo que opta por erradicarlas a toda costa, incluso al
precio de eliminar a las personas que sufren o nos hacen sufrir a causa de sus
incurables limitaciones.
Admitir el aborto conduce a la despenalización de la eutanasia, puesto que es
incomprensible que se permita acabar con la vida del propio hijo y no se permita
poner fin a la propia vida.
A su vez, la eutanasia conduce al suicidio, ya que la justificación filosófica
de la eutanasia es que una vida con poco grado de bienestar, no es una vida
digna, de modo que no se trata de una vida propiamente humana y, por tanto,
puede ser eliminada sin reparos. Otra forma de justificar la eutanasia es
alegando el derecho a la autonomía y la autodeterminación (es decir, el derecho
de hacer con nosotros mismos lo que nos plazca). En ambos casos, no es posible
limitar el "derecho a poner fin a la propia vida" a las situaciones de
grave enfermedad, porque hay muchas circunstancias que comprometen la calidad de
vida y, en último término, el único que podría juzgar el grado de bienestar de
una vida y si merece la pena o no ser vivida, sería uno mismo.
El aborto termina con la vida incipiente; la eutanasia, acaba con los mayores de
la sociedad y con las personas más débiles y dependientes; la fecundación in
vitro y la eugenesia seleccionan a los sanos y eliminan los
"defectuosos" y el suicidio permite poner fin a la propia vida a los
que constatan su imperfección o se sienten fracasados,... ¿quien sobrevivirá la
letal peste que difunde a sus anchas por occidente?
La cultura de la muerte no sólo amenaza Occidente por una cuestión demográfica:
la persistencia de una cultura a lo largo del tiempo, exige tres cosas: por un
lado, que haya alguien a quien transmitir esa cultura; por otro, que haya una
cultura que transmitir y, por último, que haya alguien capaz de
transmitirla.
La
cultura de la muerte compromete los tres requisitos, ya que:
·
Deja
a Occidente sin descendencia a consecuencia del aborto y del rechazo a la vida
(en nombre del bienestar y la comodidad).
·
La
eutanasia y el suicidio eliminan a personas clave a la hora de trasmitir valores
y cultura.
·
Los
valores implícitos en la aceptación del aborto, la eutanasia y demás, son
antagónicos e incompatibles con los principios sobre los que la cultura
occidental ha descansado y fructificado (básicamente, con la atribución de una
elevadísima dignidad a la persona humana y con el presupuesto de que todas las
personas son iguales en dignidad y derechos por el mero hecho de ser seres
humanos).
Estoy convencida de que
la cultura de la muerte causará estragos en Occidente (de hecho, ya los está
causando, aunque los verdugos y sus víctimas son muy silenciosos y los
estremecedores crímenes pasan desapercibidos). Pero también estoy convencida de
que la cultura de la muerte acabará por autodestruirse; es más, no creo que le
dé tiempo a tanto, porque la cultura de la vida surge con fuerza allí donde la
vida misma está más amenazada, mientras que la cultura de la muerte surge allí
donde hay bienestar y calma. Después de muchos años de tranquilidad y aparente
seguridad (en las que nos hemos ido olvidando de la necesidad de velar sin
descanso por las vidas humanas) la vida vuelve a estar gravemente amenazada en
Occidente y, aunque la amenaza es un mal (sobretodo cuando se lleva a cabo)
permite recobrar la conciencia del valor de aquello que puede llegar a
perderse.
Además, a medida que la
sociedad se va percatando de la gravedad de la situación, surgen instituciones,
movimientos, personas y grupos de trabajo dedicados con esmero a trabajar por la
defensa de la vida y la dignidad de la persona humana. Realmente hay mucho que
hacer tanto en el campo de la medicina y la investigación como en el de la
asistencia social, la ayuda a las familias, la difusión de información y la
educación, entre otros muchos.
La seria amenaza que
supone la cultura de la muerte para el conjunto de la sociedad debe
preocuparnos, pero no desesperarnos, puesto que, así como la cultura de la vida
puede persistir eternamente, la cultura de la muerte acaba por destruirse a sí
misma.
En Revista Arbil nº
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