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Embriones en la encrucijada
Por
el padre Fernando Pascual

El Senado de los Estados Unidos aprobó, el pasado martes 18 de julio, el uso de fondos federales en investigaciones sobre células madre embrionarias, lo cual por ahora es posible a través de la destrucción de embriones humanos. Al día siguiente, el Presidente de los Estados Unidos usaba su derecho al veto para prohibir la ley aprobada por el Senado.

Uno puede quedarse en lo anecdótico, en el enfrentamiento de dos instancias de poder. Pero en temas como este la lucha va mucho más a fondo. Se trata de decidir qué valor puede tener la vida de los embriones humanos.

Sí, ante los embriones se enfrentan dos puntos de vista radicalmente opuestos. El primero considera que no merecen ser tratados como seres humanos dignos de respeto. El segundo, en cambio, los ve como a seres humanos en toda regla. En cuanto tales, sin adjetivaciones, merecen siempre respeto.

El primer punto de vista necesita negar la humanidad de los seres humanos, o reconocer que entre los seres humanos hay algunos más valiosos y otros menos. En el primer caso, nos encontraríamos con una paradoja incomprensible: los seres humanos nacerían de seres no humanos, lo cual es un absurdo biológico y una contradicción filosófica.

Es cierto que las células reproductivas son células humanas, pero no son seres humanos: tienen sólo 23 cromosomas. Su constitución, muy particular, se explica por el dinamismo propio de algunas formas reproductivas típicas de muchas especies vivientes.

El gameto masculino y el gameto femenino se necesitan mutuamente. Cada vez que se fusionan, se origina una nueva vida humana. Vivirá poco o mucho, unos días en el útero materno o en el laboratorio. Pero la duración no lo define. Como no define a ningún ser humano el hecho de vivir 2 ańos, 20 ańos o 70 ańos. Lo que lo convierte en un nuevo ser humano, en un hijo, es el haber iniciado el camino de la vida gracias a ese prodigio natural que llamamos fecundación.

Por lo tanto, hemos de reconocer que, tras la fusión de dos gametos humanos, estamos ante nuevas vidas humanas. Negarlo es como querer decir, en un día de sol, que el sol no ilumina la tierra...

Entonces, ¿vale el segundo argumento para permitir que los embriones puedan ser usados en la experimentación? Según ese argumento, entre los seres humanos algunos merecen ser respetados y otros que no lo merecen. ¿Según qué criterios se hace la discriminación?

Los argumentos son tan arbitrarios como lo son los puntos de vista. Para algunos es «valioso» un embrión sólo si resulta amado por sus padres. Los embriones abandonados u olvidados perderían, entonces, toda su dignidad. Para otros, serían valiosos sólo aquellos embriones que tienen un cierto nivel de salud. Como si el enfermarse pudiese quitar la dignidad a los seres humanos... Para otros, la dignidad de un embrión depende del nivel de desarrollo y del tamańo que uno tenga, con todos los absurdos y las arbitrariedades que nacen de esta perspectiva: sería más importante un individuo adulto que tenga más de 3 millones de células que otro que tenga menor número de células...

Hay que tener valor para oponernos a posiciones tan arbitrarias e injustas. Un valor que nos permita decir que todos los seres humanos merecen ser tratados de igual modo ante las leyes. Permitir la experimentación destructora de embriones humanos es volver a formas de totalitarismo y de abuso que han llenado y llenan de sangre las peores páginas de la historia humana, y nadie desea volver a repetirlas.

Frente a quienes defienden que los embriones humanos sean cedidos a la ciencia, no cabe más que una postura clara: defender su dignidad. Porque también nosotros fuimos embriones, porque también ellos tienen un padre y una madre (no podemos olvidarlo), porque los mismos enfermos saben que toda vida merece respeto aunque carezca de salud, porque sería absurdo buscar la curación de algunos a costa de la destrucción de otros.

Los embriones están en una encrucijada histórica. Tomar la dirección justa, defender su dignidad y sus derechos, será un gesto propio de almas grandes, de gobernantes y parlamentos justos, de científicos honestos, de sociedades que aprecian y respetan a todos, sin discriminaciones. Sobre todo, que defienden a los más pequeños con amor, que es la forma más perfecta y más completa de construir un mundo más humano.

Fuente: ZENIT.org, 19 agosto 2006