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El desnudo artístico

Por el P. Miguel Ángel Fuentes, I.V.E.

1. LA DESNUDEZ EN SÍ MISMA

La desnudez no es en sí una cosa inmoral: Dios, después de haber formado el cuerpo humano, lo juzgó muy bueno (Gn 1,31). ¿De dónde viene el posible desorden? Lo tenemos expresado en las dos actitudes sucesivas que leemos en el Génesis:

«Ambos estaban desnudos... sin avergonzarse de ello» (Gn 2,25).

«Abriéronse los ojos de ambos, y viendo que estaban desnudos, cosieron una hojas de higuera y se hicieron unos ceñidores» (Gn 3,7). «Te he oído –dice Adán a Dios– en el jardín, y temeroso porque estaba desnudo, me escondí. ¿Y quién te ha hecho saber que estabas desnudo?» (Gn 3,10–11).

La aparición de la vergüenza muestra un cambio de estado en el hombre y la mujer. Ese cambio viene por el pecado original que introduce un desorden en la actividad humana. Ese desorden que queda como secuela del pecado se denomina “concupiscencia”. La concupiscencia desordenada altera el orden y naturaleza de las cosas; en el plano de la sensualidad y sexualidad ordena el cuerpo al placer venéreo egoísta, alterando el fin de la sexualidad que es la mutua complementariedad esponsal (realizando la doble dimensión de la sexualidad: unitiva y procreativa). La concupiscencia, pues, hace que la tendencia sexual pase de ser “donación plena de amor” (sólo posible en el contexto conyugal) a «posesión egoísta», convirtiendo al otro (al cuerpo del otro) en objeto de uso en lugar de ser término de donación.

El problema del desnudo en el estado actual de la naturaleza humana (herida por el pecado) es que puede convertirse en ocasión de lo que se denomina «mirada concupiscente»: la mirada que se posa en el cuerpo como objeto de deseo, integrándolo en la concupiscencia desordenada del corazón. El doble mal que se sigue es, por un lado, el pecado de la persona que mira rebajando el cuerpo a objeto de placer; y la pérdida de la dignidad en la persona que se expone a ser mirada como objeto.

Dentro del matrimonio, en cambio, guarda su dimensión original. Allí el cuerpo desnudo, al manifestarse como es, es decir, mostrar visiblemente la complementariedad sexual, se convierte en palabra (todo gesto es una palabra). Mostrándose se dicen que se dan, que se complementan, que los dos no son más que uno, como sus cuerpos (dos mitades de un solo ser) lo muestran. En esta esfera, al haber sido sellada por el pacto matrimonial, esta dimensión guarda toda su verdad.

De aquí que el velar el cuerpo (la función del vestido) constituya un callar el tema de la sexualidad ante quien no se debe hablar u ofrecer la sexualidad.

2. LA MANIFESTACIÓN ARTÍSTICA DEL DESNUDO

Ha dicho Juan Pablo II en su Catequesis del 6 de mayo de 1981: «En el decurso de las distintas épocas, desde la antigüedad –y sobre todo, en la gran época del arte clásico griego– existen obras de arte cuyo tema es el cuerpo humano en su desnudez; su contemplación nos permite centrarnos, en cierto modo, en la verdad total del hombre, en la dignidad y belleza –incluso aquella ‘supresensual’– de la masculinidad y feminidad. Estas obras tienen en sí, como escondido, un elemento de sublimación, que conduce al espectador, a través del cuerpo, a todo el misterio personal del hombre. En contacto con estas obras –que por su contenido no inducen al ‘mirar para desear’ tratado en el Sermón de la Montaña–, de alguna forma captamos el significado esponsal del cuerpo, que corresponde y es la medida de la ‘pureza del corazón’. Pero hay también producciones artísticas –y quizás más aún reproducciones– que repugnan a la sensibilidad personal del hombre, no por causa de su objeto –pues el cuerpo humano, en sí mismo, tiene siempre su dignidad inalienable– sino por causa de la cualidad o modo en que artísticamente se reproduce, se plasma, o se representa. Sobre ese modo y cualidad pueden decidir los diversos coeficientes de la obra o de la reproducción artística, como otras múltiples circunstancias, más de naturaleza técnica que artística. Es bien sabido que a través de estos elementos, en cierto sentido, se hace accesible al espectador, al oyente, o al lector, la misma intencionalidad fundamental de la obra de arte o del producto audiovisual. Si nuestra sensibilidad personal reacciona con repugnancia y desaprobación, es porque estamos ante una obra o reproducción que, junto con la objetivación del hombre y de su cuerpo, la intencionalidad fundamental supone una reducción a rango de objeto, de objeto de ‘goce’, destinado a la satisfacción de la concupiscencia misma. Esto colisiona con la dignidad del hombre, incluso en el orden intencional del arte y la reproducción».

Como puede verse, el problema no es en primera instancia el «objeto material» representado porque el cuerpo en sí es algo bueno. Se trata de un problema que va al nivel del «objeto moral». Ese objeto (el cuerpo desnudo o semidesnudo) está plasmado, o representado o reproducido (este término «reproducir» es usado por Juan Pablo II para expresar el arte de la fotografía en contraposición con la pintura y la escultura que más bien representa, interpreta; como puede verse en la Catequesis del 15 de abril de 1981) con una intencionalidad que le infunde el «artista» a través de las cualidades o modos en que la reproduce (posturas, enfoques, gestos, realismo, viveza, etcétera). «Al espectador, invitado por el artista a ver su obra, se le comunica no sólo la objetivación, y por tanto, la nueva 'materialización' del modelo o de la materia, sino que, al mismo tiempo, se le comunica la verdad del objeto que el autor, en su 'creación' artística, ha logrado expresar con sus propios medios» (Catequesis del 6 de mayo de 1981).

De aquí que:

Cuando esa intencionalidad supone una reducción del cuerpo a rango de objeto de goce, destinado a la satisfacción de la concupiscencia, la imagen atenta contra la dignidad de la persona (de la que es representada y de la que mira) y se inserta en la «mirada concupiscente», en la «pornovisión» (Catequesis del 29 de abril de 1981) que Jesucristo equipara con el adulterio del corazón: «Yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5,28).

Cuando la obra tiene ese elemento de «sublimación» que incluye la cualidad de no inducir al «mirar para desear», no parece ofrecer objeciones morales.

Ciertamente que hay una gran diferencia entre las artes que «representan» (pintura, escultura) y las que «reproducen» (fotografía, cine). Las primeras tienen la cualidad de poder «sublimar», «transfigurar» el cuerpo. De alguna manera pueden espiritualizarlo y hacer prevalecer en la representación (y por tanto, en la mirada del espectador) el aspecto estético, la belleza, la verdad del cuerpo humano. Las segundas «reproducen» el cuerpo vivo y por tanto, están más inmediatamente ligadas a la experiencia del hombre (experiencia herida por la concupiscencia).

Recordemos también, que los problemas no radican sólo en la mayor desnudez de la obra sino en la capacidad de insinuar un mensaje sobre la imaginación.

Recuerdo, por último que la encíclica Humanae vitae (Nº 22) de Pablo VI, subraya la necesidad de «crear un clima favorable a la educación de la castidad».

3. ARTE Y MORAL

En estos límites que la moral pone a la representación artística, algunos ven una indebida invasión de la moral en el terreno propio del arte. Respecto de esto debo recordar que «lo bello y lo artístico, como obra humana y destinada al uso humano, entran de lleno en la órbita de las leyes morales. Estas no regulan tanto el arte en sí, como su uso; en otros términos alcanzan directa e inmediatamente al artista, y sólo indirecta o mediatamente, pero no menos urgentemente, también al arte. La independencia del arte no es, por tanto, autonomía absoluta de expresión externa y de divulgación. El arte es independiente en sí mismo, en sus principios y en sus normas o reglas artísticas y formales, pero no lo es en cuanto al uso del mismo»[1].

De aquí los principios morales para nuestro tema[2]:

«Es ilícito hacer o exponer una imagen objetivamente obscena».

«Las imágenes no objetivamente obscenas no son por esto mismo siempre accesibles a todo el público; muchas personas, especialmente las más jóvenes, no tienen todavía el sentimiento artístico necesario para poder apreciar en su justo valor ideal las grandes obras de arte y serán arrastrados fácilmente por el desnudo hacia sentimientos más bajos».

«En cuanto a las imágenes torpes: 'el concepto de imagen torpe es un concepto objetivo, es decir, que no se ha de juzgar según las disposiciones subjetivas de los espectadores, sino según el contenido de la imagen misma... En la especie de imagen torpe se encuadran todas las imágenes (pinturas, esculturas, fotografías, etc.) que:

se ponen deliberadamente (ex fine operantis, por fin del que hace la obra) al servicio de la impureza, esto es, que han sido hechas por el autor con el fin objetivamente visible de provocar sentimientos deshonestos;

que visto su objeto y el modo de representarlo, causan ordinariamente sentimientos o sensaciones torpes en la generalidad de las personas normales. No son por lo tanto norma ni el autor ni otras personas excepcionalmente habituadas a esta materia, ni por otra parte tampoco personas jóvenes o inexpertas. A esta segunda categoría pertenecen:

las imágenes que representan desnudos de modo provocativo, cuando por su ambiente, arte, color, estilo, etc., no consiguen alejar del pensamiento y del sentimiento las impresiones malas;

imágenes que representan acciones obscenas'.

«Componer una imagen torpe, por ser objetivamente mala, es siempre pecado. En cambio, mirar una imagen torpe no es malo en sí, y es pecado solamente para aquellos que lo hacen con mala intención o que corren el peligro de sufrir sus consecuencias desordenadas».

Fuente: El Teólogo Responde

Notas

[1] Salvador Canals, El pecado en el cine, en: AA.VV., «Realidad del pecado», Rialp, Madrid 1962, p.205.

[2] Cf. Cardenal Francesco Roberti, «Diccionario de Teología Moral», Ed. Litúrgica Española, Barcelona 1960, voces: 'desnudez', 'imagen torpe'.