NOTIVIDA, Año VII, nº 444, 15 de mayo de 2007

La Plata, Argentina

SEAMOS APÓSTOLES CONVENCIDOS DE LA VERDAD

Como lo hace desde 1899 -cuando Luján pertenecía a la por entonces flamante diócesis de La Plata- la Iglesia platense peregrinó “por el camino del amor” hasta ponerse una vez más a los pies de nuestra Madre de Luján. A ella le imploraron que nos alcance la gracia de “la fraternidad eclesial de la caridad” que se funda en el amor a Cristo y en la adhesión sincera a su Verdad. Pidiendo además que la sobreabundancia de ese amor fraterno “desborde sobre la sociedad argentina, tan necesitada de perdón recíproco, de reconciliación, de amistad social y de paz”. 

Durante la homilía pronunciada en la Basílica de Luján, el Arzobispo de La Plata, Mons. Héctor Aguer, explicó que el odio del mundo se concreta muchas veces como persecución abierta que pone a los creyentes ante la alternativa de la apostasía o el martirio. Pero también en formas más sutiles, “sobre todo presionando para disolver las convicciones que sirven de fundamento a la fe, destruyendo los valores de la cultura cristiana que aún subsisten arraigados en las costumbres del pueblo, atacando incluso las realidades del orden natural que constituyen la base de una sociedad civilizada”.

Analizó luego la gravedad de la situación actual, destacando que “nos amenaza el peligro de que los antivalores se conviertan en ley”. Le recordó de modo particular a quienes ocupan una posición social o política decisiva, que Benedicto XVI –en consonancia con su predecesor- acaba de señalar que existen valores no negociables: “la defensa de la vida humana desde su concepción hasta su fin natural, la familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer, la libertad de educación de los hijos y la promoción del bien común en todas sus formas”.

Se refirió luego a los proyectos de legalización del crimen del aborto, a las campañas del ministro de Salud de la Nación y de su colega de la Provincia de Buenos Aires, al flamante  proyecto de ley que intenta autorizar el matrimonio de personas del mismo sexo, con la facultad de adoptar niños, y a “la reforma del sistema educativo que aspira a producir una transformación de la mentalidad de maestros y alumnos según la filosofía constructivista que niega la verdad objetiva y los valores universales”.

Tras eso nos invitó a lanzarnos a la acción, confiando en la fuerza de Dios y apoyándonos en la oración. Aunque no tengamos influencia ni dinero, ni gocemos de la simpatía de los poderosos, ni ocupemos un puesto relevante en la sociedad: “todos debemos ser testigos de la Verdad”, sin importarnos que nos descalifiquen como fundamentalistas. Prometámosle a María –dijo finalmente- ser “apóstoles de la Verdad; a la salvaguarda de los valores fundamentales de la cultura cristiana que son fuente de humanización; que sea este empeño un gesto de amor a nuestros hermanos, a la Iglesia y a la Patria; y una ofrenda filial a Nuestra Señora”. 

A continuación el texto completo de la homilía pronunciada por Mons. Aguer en la Basílica Nacional de Luján, con ocasión de la 108ª Peregrinación Arquidiocesana:

UNA PROMESA A LA VIRGEN DE LUJÁN

Sábado 12 de mayo de 2007

He elegido y santificado esta casa, para que en ella permanezca mi nombre para siempre; mis ojos y mi corazón estarán siempre en ella. (cf. 1 Re. 9, 3). Estas son palabras de la Sagrada Escritura; según el Primer libro de los Reyes las pronunció el Señor, Dios de Israel, al aparecerse a Salomón en el templo que éste le había edificado. La liturgia de la Iglesia las asume en la solemnidad de Nuestra Señora de Luján y las presenta como dichas por la Virgen Santísima para afirmar que ella ha elegido quedarse aquí, en la pampa bonaerense, en esta casa que sus hijos, su pueblo, le han consagrado. La acomodación del texto bíblico se justifica plenamente; así lo atestigua el “milagro” de Luján, el itinerario seguido por la pequeña imagen hasta llegar a este paraje que su presencia convirtió en ciudad, y la experiencia de generaciones y generaciones de argentinos que ha comprobado que, en efecto, en este lugar sagrado los acaricia la mirada de la Madre y pueden hallar refugio en su corazón. 

El amor a María es un rasgo característico de todo buen cristiano, es como un sello de la autenticidad católica de su fe. Guardamos permanentemente en la memoria y veneramos con devoción muchas de las numerosísimas advocaciones de la Madre de Dios. Pero es lógico que cultivemos una inclinación más favorable, una especial predilección hacia algunos de sus nombres, de sus imágenes, de sus santuarios. Así ocurre también en relación con nuestra madre carnal: de todas las fotos suyas que atesoramos en el álbum familiar, preferimos aquellas, quizá sólo una, en la que nos parece más bella o que la retrata en una ocasión entrañable, imposible de olvidar. Es lógico que nosotros, argentinos, bonaerenses, platenses, nos sintamos ligados con vínculos más fuertes a la advocación mariana de Luján. ¡Nos parece tan linda, y tan nuestra su pequeña imagen!. La liturgia del 8 de mayo toma prestadas, también de la Sagrada Escritura, una lista de comparaciones encomiásticas para cantar su hermosura: ¡qué gloriosa aparece, rodeada de su pueblo! Como lucero del alba en medio de las nubes, como la luna en las noches de plenilunio, como el sol cuando brilla sobre el templo del Altísimo, como el arco iris, que embellece las nubes de gloria, como flor de rosal en primavera, como lirio junto a un manantial, como vaso de oro macizo adornado con piedras preciosas (Eclesiástico 50, 5-10). 

Nosotros, platenses –podemos subrayar este gentilicio particular. Entre 1897 y 1934 Luján integró el territorio de nuestra diócesis. La primera peregrinación oficial de la Iglesia Platense llegó hasta aquí en 1899, y seguimos cumpliendo todos los años, como un gesto natural y necesario, con esta tradición. En esta basílica, en el crucero izquierdo, reposan los restos de Monseñor Juan Nepomuceno Terrero y Escalada, segundo obispo de La Plata, y los de Mons. Anunciado Serafini y el Siervo de Dios Cardenal Eduardo Pironio, que fueron obispos auxiliares de la arquidiócesis. Estamos íntimamente ligados a Luján. 

La peregrinación nos identifica, a los que por la fe hacemos de nuestra vida una marcha hacia Dios, como buscadores suyos; el encuentro en su casa es una asamblea festiva, un anticipo del cielo, que ratifica y hace crecer en nosotros el espíritu de comunión. Nos recibe la Madre, que en toda familia representa el hogar junto al cual se templa el frío y se reúnen los hijos. Peregrinamos a esta casa de Dios que es la casa de María y lo es también nuestra, con el deseo de asimilar más intensamente el don del amor de Cristo y de aprender mejor el mandamiento que nos encargó cumplir como signo de nuestra condición de discípulos. Benedicto XVI nos ha recordado que éste es un proceso que siempre está en camino; el amor nunca se da por “concluido” y completado; se transforma y madura en el curso de la vida, permaneciendo fiel a sí mismo (Deus caritas est, 17). Peregrinamos por el camino del amor. Pidámosle a la Virgen de Luján que nos enseñe a amar a su Hijo y a guardar con fidelidad su Palabra, para que ese amor a Cristo y la adhesión cordial y sincera a su Verdad nos unan en la fraternidad eclesial de la caridad. Pidámosle también que el amor fraterno reine efectivamente con nuestras comunidades y su sobreabundancia desborde sobre la sociedad argentina, tan necesitada de perdón recíproco, de reconciliación, de amistad social y de paz. 

En el Evangelio que hemos escuchado hace un momento, Jesús nos advierte con realismo acerca de la hostilidad del mundo hacia sus discípulos. El término mundo, en ese contexto, no designa a la humanidad como tal, o al conjunto de los seres creados, sino a quienes se niegan a creer en Cristo, a aceptar la revelación del Padre, a recibir el don de la salvación. El mundo es el espíritu contrario al Evangelio, que necesariamente tiene que chocar contra el testimonio de los cristianos y la coherencia de su fe. Jesús ha enunciado una ley de la historia que se cumplirá hasta su retorno al fin de los tiempos: si el mundo los odia, sepan que antes me ha odiado a mí. Si ustedes fueran del mundo, el mundo los amaría como cosa suya, pero como no son del mundo, sino que yo los elegí y los saqué de él, el mundo los odia (Jn. 15, 18 s.). El odio del mundo se concreta muchas veces –la historia es bien elocuente al respecto- como persecución abierta que cercena la libertad de la Iglesia y pone a los creyentes ante la alternativa de la apostasía o el martirio. Pero también se ejerce en formas y con medios más sutiles, sobre todo presionando para disolver las convicciones que sirven de fundamento a la fe, destruyendo los valores de la cultura cristiana que aún subsisten arraigados en las costumbres del pueblo, atacando incluso las realidades del orden natural que constituyen la base de una sociedad civilizada. Los ideólogos enquistados en las estructuras del Estado, los cenáculos intelectuales que dominan áreas de la cultura y ámbitos de la gestión educativa y la mayoría de los medios de comunicación, parecen empeñados en aniquilar lo que resta de la herencia fundacional de la Argentina. Ese daño colectivo alcanza gravemente a nuestros hermanos más pobres, a los que el desajuste social en que vivimos hace víctimas de una exclusión suplementaria: no sólo se les priva de la dignidad que otorga el trabajo, de la equidad en la distribución de la renta nacional, de una educación que les permita el pleno desarrollo personal y familiar, sino que se les escamotea el acceso a la verdad, se los entretiene con periódicas ilusiones y se los entrega a la imitación de modelos degradantes, los que marcan la profundidad de nuestra decadencia. 

El oficio litúrgico de Nuestra Señora de Luján incluye unas palabras del Papa Pío XII que integran su mensaje al Primer Congreso Mariano Nacional, celebrado en 1947. Dirigiéndose a los católicos argentinos decía aquel gran pontífice: Prometed a María dedicaros con todas vuestras fuerzas a conservar y favorecer la dignidad y santidad del matrimonio cristiano, la instrucción religiosa de la juventud en las escuelas, la aplicación de las enseñanzas de la Iglesia en la ordenación de las condiciones económicas y la solución de la cuestión social. Sesenta años después podemos advertir hasta qué grado ha avanzado el proceso de descristianización y de consiguiente deshumanización de la sociedad argentina. La exhortación de Pío XII, pronunciada en una época sensiblemente mejor para nosotros, tendría que formularse actualmente con mayor instancia, con inquietud, con el ahínco correspondiente a la gravedad de la situación, ya que nos amenaza el peligro de que los antivalores se conviertan en ley. Benedicto XVI acaba de recordar a todos los fieles, pero de modo particular a quienes ocupan una posición social o política decisiva, que existen valores no negociables, y enumera prácticamente los mismos que los señalados por su predecesor: el respeto y la defensa de la vida humana desde su concepción hasta su fin natural, la familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer, la libertad de educación de los hijos y la promoción del bien común en todas sus formas (Sacramentum caritatis, 83). 

En los últimos cuatro años han recobrado estado parlamentario proyectos de legalización del crimen del aborto, y son públicas las campañas del ministro de Salud de la Nación y de su colega de la Provincia de Buenos Aires, que promueven lo mismo asumiendo las banderas de los grupos feministas que cuentan con el favor oficial y se movilizan en nombre de la salud reproductiva, de la no discriminación y de los derechos de la mujer. Recientemente, quince diputados pertenecientes a varios partidos han presentado un proyecto de ley para autorizar el matrimonio de personas del mismo sexo, con la facultad de adoptar niños. Es lo que faltaba para consumar la liquidación de la familia. Está en marcha una nueva reforma del sistema educativo que aspira a producir una transformación de la mentalidad de maestros y alumnos según la filosofía constructivista que niega la verdad objetiva y los valores universales. Esperemos que en nuestra provincia la ley que se ha de dictar no se oponga a la letra y al espíritu de la Constitución bonaerense, que establece como objeto de la educación la formación integral de la persona con dimensión trascendente y del carácter de los niños en los principios de la moral cristiana, respetando la libertad de conciencia. Por último, la gimnasia electoral a la que nos sometemos periódicamente oculta vicios de la vida civil y política que parecen incurables, que debilitan la aplicación seria de todas las fuerzas sociales a la consecución del bien común y postergan la solución de llagas dolorosas de injusticia y marginación. 

La enumeración de estos problemas, aquí y ahora, es oportuna para unirnos en la esperanza, en la oración y en el propósito. La esperanza no consiste en sentarnos a aguardar que suceda lo inevitable, o que alguien, otro que nosotros, nos libre de ello; implica lanzarnos a la acción, determinarnos al trabajo con plena confianza en la fuerza de Dios y apoyarnos con humildad y perseverancia en la oración. Podemos pensar que es muy poco lo que está en nuestras manos hacer: no tenemos influencia ni dinero, no gozamos de la simpatía de los poderosos y quizá no ocupamos por nuestra inteligencia y cultura un puesto relevante en la sociedad. Pero todos somos, debemos ser, testigos de la Verdad. Procuremos adherir cada vez con mayor lucidez a esa Verdad, hacernos eco de la enseñanza de la Iglesia, especialmente en aquellos temas que hoy día son negados, burlados y combatidos por los aparatos del mundo. No debe preocuparnos que nos descalifiquen como fundamentalistas, seamos apóstoles convencidos de la Verdad. Prometámosle a María, como lo pedía Pío XII, dedicarnos con todas nuestras fuerzas al apostolado de la Verdad; a la salvaguarda de los valores fundamentales de la cultura cristiana que son fuente de humanización; que sea este empeño un gesto de amor a nuestros hermanos, a la Iglesia y a la Patria, una ofrenda filial a Nuestra Señora. 

La voz del profeta Isaías, que escuchamos en la primera lectura, nos invita a la alegría que es propia de los hombres y mujeres de esperanza, de los que se hacen fuertes con la fuerza del Dios Salvador: fortalezcan los brazos débiles, robustezcan las rodillas vacilantes; digan a los que están desalentados: “¡Sean fuertes, no teman: ahí está su Dios!” (Is. 35, 3-4).

+ Héctor Aguer

Arzobispo de La Plata

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Editores: Pbro. Dr. Juan C. Sanahuja y Lic. Mónica del Río

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