Balance del año
2006
Discurso de SS Benedicto
XVI a la Curia
romana
Señores
cardenales; venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado; queridos
hermanos:
Con gran
alegría me encuentro hoy con vosotros y os dirijo a cada uno mi cordial saludo.
Os agradezco vuestra presencia en esta cita tradicional, que tiene lugar en la
inminencia de la santa Navidad. Doy las
gracias, en particular, al cardenal Angelo Sodano por las palabras con que se ha
hecho intérprete de los sentimientos de todos los presentes, tomando como punto
de partida el tema central de la encíclica Deus caritas est. En esta significativa
circunstancia, deseo renovarle la expresión de mi gratitud por el servicio que
durante tantos años ha prestado al Papa y a la Santa Sede, sobre todo en calidad
de secretario de Estado, y pido al Señor que lo recompense por el bien que ha
realizado con su sabiduría y su celo por la misión de la Iglesia.
Al mismo
tiempo, quiero renovar mis mejores deseos al cardenal Tarcisio Bertone por la
nueva misión que le he encomendado. Extiendo de buen grado estos sentimientos a
todos los que, a lo largo de este año, han entrado al servicio de la Curia
romana o de la Gobernación, a la vez que con afecto y gratitud recordamos a los
que el Señor ha llamado a sí de esta vida.
El año que
se acerca a su fin, como ha dicho usted, eminencia, queda grabado en nuestra
memoria con la profunda huella de los horrores de la guerra que se ha librado
cerca de la Tierra
Santa, así como, en general, del peligro de un enfrentamiento
entre culturas y religiones, un peligro que se cierne aún como una amenaza sobre
nuestro momento histórico.
Así, el
problema de los caminos hacia la paz se ha convertido en un desafío de la máxima
importancia para todos los que se preocupan por el hombre. Esto vale de modo
especial para la Iglesia, para la cual la promesa que acompañó sus inicios
significa a la vez una responsabilidad y una tarea: "Gloria a Dios en las
alturas y paz en la tierra a los hombres que él ama" (Lc 2, 14).
Este saludo
del ángel a los pastores en la noche del nacimiento de Jesús en Belén revela una
conexión inseparable entre la relación de los hombres con Dios y su relación
mutua. La paz en la tierra no puede lograrse sin la reconciliación con Dios, sin
la armonía entre el cielo y la tierra. Esta correlación del
tema de "Dios" con el tema de la "paz" fue el aspecto fundamental de los cuatro
viajes apostólicos de este año, a los que quiero referirme en este momento.
Ante todo
tuvo lugar la Totus tuus", se
reflejaba todo su ser.
Sí,
se entregó sin reservas a Dios, a Cristo, a la Madre de Cristo y a la Iglesia,
al servicio del Redentor y de la redención del hombre. No se reservó nada; se
dejó consumir totalmente por la llama de la fe. Nos mostró cómo, siendo hombre de
nuestro tiempo, se puede creer en Dios, en el Dios vivo que se hizo cercano a
nosotros en Cristo. Nos mostró que es posible una entrega definitiva y radical
de toda la vida y que, precisamente al entregarse, la vida se hace grande,
amplia y fecunda.
En
Polonia, en todos los lugares que visité, encontré la alegría de la fe. Allí se podían
experimentar como una realidad las palabras que el escriba Esdras dirigió al
pueblo de Israel recién vuelto del destierro, en medio de la miseria del nuevo
inicio: "La alegría del Señor es vuestra fuerza" (Ne 8, 10). Me impresionó
profundamente la gran cordialidad con que fui acogido por doquier. La gente veía
en mí al Sucesor de Pedro, a quien está encomendado el ministerio pastoral para
toda la Iglesia.
Veían a aquel a quien, a pesar de toda su debilidad humana, se
dirige hoy como entonces la palabra del Señor resucitado: "Apacienta mis
ovejas" (cf. Jn 21, 15-19); veían al sucesor de aquel a quien Jesús dijo cerca
de Cesarea de Filipo: "Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi
Iglesia" (Mt 16, 18). Pedro, por sí mismo, no era una roca, sino un hombre débil
e inconstante. Sin embargo, el Señor quiso convertirlo precisamente a él en
piedra, para demostrar que, a través de un hombre débil, es él mismo quien
sostiene con firmeza a su Iglesia y la mantiene en la unidad.
Así,
la visita a Polonia fue para mí, en el sentido más profundo, una fiesta de
la catolicidad.
Cristo es nuestra paz, que reúne a los separados: él es
la reconciliación, por encima de todas las diferencias de las épocas históricas
y de las culturas. Mediante el ministerio petrino experimentamos esta fuerza
unificadora de la fe que, partiendo de los numerosos pueblos, construye
continuamente el único pueblo de Dios. Con alegría hemos hecho realmente esta
experiencia: procediendo de numerosos pueblos, formamos el único pueblo de
Dios, su santa Iglesia. Por eso, el ministerio petrino puede ser el signo
visible que garantiza esta unidad y forma una unidad concreta. Por esta
conmovedora experiencia de catolicidad quisiera dar gracias una vez más, de modo
explícito y de todo
corazón, a la Iglesia que está en Polonia.
En
mis desplazamientos en Polonia no podía faltar la visita a Auschwitz-Birkenau,
lugar de la barbarie más cruel, del intento de borrar al pueblo de Israel, de
hacer así vana también la elección realizada por Dios, de expulsar a Dios mismo
de la historia.
Para mí fue motivo de gran consuelo ver aparecer en el cielo en
ese momento el arco iris mientras yo, ante el horror de aquel lugar, con la
actitud de Job, clamaba a Dios, turbado por el temor de su aparente ausencia y
al mismo tiempo sostenido por la certeza de que, incluso en su silencio, no deja
de existir y de permanecer con nosotros. El arco iris era como una
respuesta: Sí, yo existo, y también hoy siguen siendo válidas las palabras
de la promesa, de la Alianza, que pronuncié tras el diluvio (cf. Gn 9, 12-17).
Al
llegar a este punto, no puedo ocultar mi preocupación por las leyes de parejas
de hecho. Muchas de estas parejas han elegido este camino porque, al menos por
el momento, no se sienten capaces de aceptar la convivencia jurídicamente
ordenada y vinculante del matrimonio. De este modo, prefieren quedarse
simplemente en el estado de hecho. Cuando se crean nuevas formas jurídicas que
relativizan el matrimonio, la renuncia a un vínculo definitivo obtiene también,
por decirlo así, un sello jurídico. En este caso, a quien ya tiene dificultad,
le resulta aún más difícil decidirse.
Además,
para la otra forma de parejas, se añade la relativización de la diferencia de
sexos. Así, la unión de un hombre y una mujer resulta igual que la de dos
personas del mismo sexo. De este modo se confirman tácitamente las funestas
teorías que quitan toda importancia a la masculinidad y a la feminidad de
la persona humana, como si se tratara de un hecho
puramente biológico; teorías según las cuales el hombre —es decir, su intelecto
y su voluntad— decidiría autónomamente qué es o no es.
En
esto se produce una depreciación de la corporeidad, de la cual se sigue que el
hombre, al querer emanciparse de su cuerpo —de la "esfera biológica"— acaba por
destruirse a sí mismo. Si nos dicen que la Iglesia no debería entrometerse en
estos asuntos, entonces podemos limitarnos a responder: ¿Es que el hombre no nos
interesa? Los creyentes, en virtud de la gran cultura de su fe, ¿no tienen acaso
el derecho de pronunciarse en todo esto? ¿No tienen —no tenemos— más bien el
deber de alzar la voz para defender al hombre, a la criatura que precisamente en
la unidad inseparable de cuerpo y alma es imagen de Dios?
El
viaje a Valencia se convirtió para mí en un viaje a la búsqueda de lo que
significa ser hombre.
Proseguimos
mentalmente hacia Dominus pars hereditatis meae et calicis mei". Dios mismo es
mi lote de tierra, el fundamento externo e interno de mi existencia.
Esta
visión teocéntrica de la vida sacerdotal es necesaria precisamente en nuestro
mundo totalmente funcionalista, en el que todo se basa en realizaciones
calculables y comprobables. El sacerdote debe conocer realmente a Dios desde su
interior y así llevarlo a los hombres: este es el servicio principal que la
humanidad necesita hoy. Si en una vida sacerdotal se pierde esta centralidad de
Dios, se vacía progresivamente también el celo de la actividad. En el exceso de las
cosas externas, falta el
centro que da sentido a todo y lo conduce a la unidad. Falta allí el
fundamento de la vida, la "tierra" sobre la que todo esto puede estar y
prosperar.
El
celibato, vigente para los obispos en toda la Iglesia oriental y occidental, y,
según una tradición que se remonta a una época cercana a la de los Apóstoles, en
la Iglesia latina para los sacerdotes en general, sólo se puede comprender y
vivir, en definitiva, sobre la base de este planteamiento de fondo. Las razones
puramente pragmáticas, la referencia a la mayor disponibilidad, no bastan. Esa
mayor disponibilidad de tiempo fácilmente podría llegar a ser también una forma
de egoísmo, que se ahorra los sacrificios y las molestias necesarias para
aceptarse y soportarse mutuamente en el matrimonio; de esta forma, podría llevar
a un empobrecimiento espiritual o a una dureza de corazón.
El
verdadero fundamento del celibato sólo puede quedar expresado en la frase:
"Dominus pars", Tú eres el lote de mi heredad. Sólo puede ser teocéntrico. No
puede significar quedar privados de amor; debe significar dejarse arrastrar por
el amor a Dios y luego, a través de una relación más íntima con él, aprender a
servir también a los hombres. El celibato debe ser un testimonio de fe: la
fe en Dios se hace concreta en esa forma de vida, que sólo puede tener sentido a
partir de Dios. Fundar la vida en él, renunciando al matrimonio y a la familia,
significa acoger y experimentar a Dios como realidad, para así poderlo llevar a
los hombres.
Nuestro
mundo, que se ha vuelto totalmente positivista, en el cual Dios sólo encuentra
lugar como hipótesis, pero no como realidad concreta, necesita apoyarse en Dios
del modo más concreto y radical posible. Necesita el testimonio que da de Dios
quien decide acogerlo como tierra en la que se funda su propia vida. Por eso
precisamente hoy, en nuestro mundo actual, el celibato es tan importante, aunque
su cumplimiento en nuestra época se vea continuamente amenazado y puesto en tela
de juicio.
Hace
falta una preparación esmerada durante el camino hacia este objetivo; un
acompañamiento continuo por parte del obispo, de amigos sacerdotes y de laicos,
que sostengan juntos este testimonio sacerdotal. Hace falta la oración que
invoque sin cesar a Dios como el Dios vivo y se apoye en él tanto en los
momentos de confusión como en los de alegría. De este modo, contrariamente a la
tendencia cultural que trata de convencernos de que no somos capaces de tomar
esas decisiones, este testimonio se puede vivir y así puede volver a introducir
a Dios en nuestro mundo como realidad.
El
otro gran tema relacionado con el tema de Dios es el del diálogo. El círculo
interior del complejo diálogo que hoy resulta necesario, el compromiso común de
todos los cristianos en favor de la unidad, se hizo evidente en las Vísperas
ecuménicas de la catedral de Ratisbona donde, además de los hermanos y hermanas
de la Iglesia católica, me encontré con muchos amigos de la Ortodoxia y del
Cristianismo Evangélico. Estábamos todos allí reunidos para rezar los Salmos y
escuchar la palabra de Dios, y no es insignificante el hecho de
que nos haya sido concedida esta unidad.
El
encuentro con la Universidad, como corresponde a ese lugar, estuvo dedicado al
diálogo entre la fe y la
razón. Con ocasión de mi encuentro con el filósofo Jürgen
Habermas, hace algunos años en Munich, él dijo que nos hacían falta pensadores
capaces de traducir las convicciones cifradas de la fe cristiana al lenguaje del
mundo secularizado para hacerlas así eficaces de nuevo. De hecho resulta cada
vez más evidente la gran necesidad que tiene el mundo del diálogo entre la fe y
la razón.
Manuel
Kant, en su tiempo, consideraba que la esencia de la Ilustración se resumía en
la expresión "sapere aude": en la valentía del pensamiento que no permite
que ningún prejuicio lo ponga en aprieto. Pues bien, desde entonces la capacidad
cognoscitiva del hombre, su dominio sobre la materia mediante la fuerza del
pensamiento, ha hecho progresos en aquel tiempo inimaginables. Pero el poder del
hombre, que ha aumentado en sus manos gracias a la ciencia, se transforma cada
vez más en un peligro que se cierne sobre el hombre mismo y sobre el mundo.
La
razón orientada totalmente a enseñorearse del mundo no acepta ya límites. Está a
punto de tratar al hombre mismo como simple materia de su producción y de su
poder. Nuestro conocimiento aumenta, pero al mismo tiempo se produce una
progresiva ceguera de la razón con respecto a sus mismos fundamentos, con
respecto a los criterios que le dan orientación y sentido.
La
fe en el Dios que es en persona la Razón creadora del universo debe ser acogida
por la ciencia de modo nuevo como un desafío y una oportunidad. Recíprocamente,
esta fe debe reconocer nuevamente su intrínseca amplitud y su propia
racionalidad. La razón necesita el Logos que está en el inicio y es nuestra luz; la fe, por
su parte, necesita el coloquio con la razón moderna para darse cuenta de su
propia grandeza y corresponder a sus responsabilidades. Esto es lo que traté de
poner de relieve en mi lección magistral en Ratisbona. No es una cuestión
puramente académica; en ella está en juego el futuro de todos nosotros.
En
Ratisbona el diálogo entre las religiones se tocó marginalmente y desde un doble
punto de vista. La razón secularizada no es capaz de entrar en un verdadero
diálogo con las religiones. Si se cierra ante la cuestión de Dios, esto acabará
por llevar al enfrentamiento de las culturas. El otro punto de vista se refería
a la afirmación según la cual las religiones deben colaborar en la tarea común
de ponerse al servicio de la verdad y, por consiguiente, del hombre.
Nostra
aetate, 3) indicó como la actitud que debemos tomar. En este momento quiero
expresar una vez más mi gratitud a las autoridades de Turquía y al pueblo turco,
que me acogió con una hospitalidad tan grande y me hizo vivir días inolvidables
de encuentro.
En
el diálogo con el islam, que es preciso intensificar, debemos tener presente que
el mundo musulmán se encuentra hoy con gran urgencia ante una tarea muy
semejante a la que se impuso a los cristianos desde los tiempos de la
Ilustración y que el concilio Vaticano II, como fruto de una larga y ardua
búsqueda, llevó a soluciones concretas para la Iglesia católica.
Se
trata de la actitud que la comunidad de los fieles debe adoptar ante las
convicciones y las exigencias que se afirmaron en la Ilustración. Por una parte,
hay que oponerse a una dictadura de la razón positivista que excluye a Dios de
la vida de la comunidad y de los ordenamientos públicos, privando así al hombre
de sus criterios específicos de medida. Por otra, es necesario aceptar las
verdaderas conquistas de la Ilustración, los derechos del hombre, y
especialmente la libertad de la fe y de su ejercicio, reconociendo en ellos
elementos esenciales también para la autenticidad de la religión.
Del
mismo modo que en la comunidad cristiana tuvo lugar una larga búsqueda de la
postura correcta de la fe ante esas convicciones —una búsqueda que desde luego
nunca concluirá definitivamente—, así también el mundo islámico, con su propia
tradición, tiene ante sí la gran tarea de encontrar a este respecto las
soluciones adecuadas. En este momento, el contenido del diálogo entre cristianos
y musulmanes consistirá sobre todo en encontrarse en este compromiso para hallar
las soluciones correctas. Los cristianos nos sentimos solidarios con todos los
que, precisamente por su convicción religiosa de musulmanes, se comprometen
contra la violencia y en favor de la sinergia entre fe y razón, entre religión y
libertad. En este sentido, los dos diálogos de los que he hablado se compenetran
mutuamente.
Por
último, en Estambul viví una vez más momentos felices de cercanía ecuménica en
el encuentro con el Patriarca ecuménico Bartolomé I. Hace algunos días me
escribió una carta cuyas palabras de gratitud, que brotaron de lo más íntimo de
su corazón, me han hecho de nuevo muy presente la experiencia de comunión de
esos días. Experimentamos que somos hermanos no sólo por palabras y
acontecimientos históricos, sino desde lo más íntimo del alma; que estamos
unidos por la fe común de los Apóstoles, desde dentro de nuestro pensamiento y
sentimiento personal.
Experimentamos
una unidad profunda en la fe y pediremos al Señor con más insistencia aún que
nos conceda pronto también la unidad plena en la común fracción del Pan.
Mi
profunda gratitud y mi oración fraterna se dirigen en estos momentos al
Patriarca Bartolomé y a sus fieles, así como a las diversas comunidades
cristianas con las que me encontré en Estambul. Esperamos y oramos para que la
libertad religiosa, que corresponde a la naturaleza íntima de la fe y está
reconocida en los principios de la Constitución turca, encuentre en las formas
jurídicas adecuadas y en la vida diaria del Patriarcado y de las demás
comunidades cristianas una realización práctica cada vez mayor.
"Et
erit iste pax": "Él será la paz", dice el profeta Miqueas (Mi 5, 4)
refiriéndose al futuro dominador de Israel, cuyo nacimiento en Belén anuncia. A
los pastores que apacentaban sus ovejas en los campos cercanos a Belén los
ángeles les dijeron: el Esperado ha llegado. "Paz en la tierra a los
hombres" (Lc 2, 14). Él mismo, Cristo, el Señor, dijo a sus discípulos:
"La paz os dejo, mi paz os doy" (Jn 14, 27). A partir de estas palabras se formó
el saludo litúrgico: "La paz esté con vosotros". Esta paz, que se comunica
en la liturgia, es Cristo mismo. Él se nos da como la paz, como la
reconciliación, superando toda frontera. Donde es acogido, surgen
islas de paz.
Los
hombres hubiéramos querido que Cristo eliminara de una vez para siempre toda las
guerras, destruyera las armas y estableciera la paz universal. Pero debemos
aprender que la paz no puede alcanzarse únicamente desde fuera con estructuras y
que el intento de establecerla con la violencia sólo lleva a una violencia
siempre nueva. Debemos aprender que la paz, como decía el ángel de Belén,
implica eudokia, abrir nuestro corazón a Dios. Debemos aprender que la paz sólo
puede existir si se supera desde dentro el odio y el egoísmo. El hombre debe
renovarse desde su interior; debe renovarse y ser distinto.
Así
la paz en este mundo sigue siendo débil y frágil. Y nosotros sufrimos las
consecuencias. Precisamente por eso estamos llamados, mucho más aún, a dejar que
la paz de Dios penetre en nuestro interior y a llevar su fuerza al mundo. En
nuestra vida debe realizarse lo que en el bautismo aconteció sacramentalmente en
nosotros: la muerte del hombre viejo y el nacimiento del nuevo. Y
seguiremos pidiendo al Señor con gran insistencia: Sacude los corazones.
Haznos hombres nuevos. Ayuda para que la razón de la paz triunfe sobre la
irracionalidad de la
violencia. Haznos portadores de tu paz.
Que
nos obtenga esta gracia la
Virgen María, a la que os encomiendo a vosotros y vuestro
trabajo. A cada uno de vosotros, aquí presentes, y a vuestros seres queridos
renuevo mi más cordial felicitación navideña. Y, como signo de nuestra alegría,
mañana será día de vacación en la Curia, para prepararse bien, material y
espiritualmente, a la
Navidad. A los colaboradores de los diversos dicasterios y
oficinas de la Curia romana y de la Gobernación del Estado de la Ciudad del
Vaticano les imparto con afecto la bendición apostólica.
¡Feliz
Navidad! Os felicito también por el Año nuevo.
[Traducción
del original italiano distribuida por la Santa
Sede
© Copyright
2006 - Libreria Editrice Vaticana]
Fuente:
Zenit.org, ZS07010602