La dignidad de la persona
y de la vida debe ser reconocida y protegida
DISCURSO DEL SS BENEDICTO
XVI
AL SEÑOR ALFONSO RIVERO
MONSALVE,
EMBAJADOR DE PERÚ ANTE
LA SANTA
SEDE
16 de marzo de
2007
Señor
Embajador:
1. Al
recibir las Cartas que lo acreditan como Embajador Extraordinario y
Plenipotenciario de la República del Perú ante la Santa Sede, me complace darle la
más cordial bienvenida, deseándole una fecunda labor para mantener las buenas
relaciones que existen entre su noble País y esta Sede Apostólica. Al
agradecerle las amables y sentidas palabras que me ha dirigido, le ruego que
tenga a bien transmitir mi deferente saludo al Excelentísimo Dr. Alan García
Pérez, Presidente de la República, a su Gobierno y al querido pueblo
peruano.
2. Este
encuentro nos trae a la memoria los profundos lazos que su Nación ha tenido y
tiene con la Iglesia.
Desde el primer momento, la fe católica —llevada allí por
evangelizadores como santo Toribio de Mogrovejo, cuyo IV centenario de su muerte
se ha conmemorado el año pasado— fue acogida y llegó a penetrar poco a poco en
los entresijos culturales y sociales de ese pueblo bendito, en el que
florecieron muy pronto los primeros santos y santas en suelo latinoamericano. Y
como usted ha mencionado, además del santo Obispo, deseo recordar a los santos
Rosa de Lima, Martín de Porres, Francisco Solano, Juan Macías y a
la beata Ana
de los Ángeles Monteagudo, beatificada por el Papa Juan Pablo II en su primera
visita al Perú en 1985. También yo tuve ocasión de visitar su Patria en 1986
cuando era Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Conservo un
gratísimo recuerdo de aquellos días, sobre todo de mis encuentros con personas
sencillas de barrios populares, tanto en Lima como en el
Cuzco.
3. En este
mundo de rápidas transformaciones sociales, políticas y económicas, su País no
es una excepción al experimentar también profundos cambios. Son procesos que
inciden directamente en las personas y en sus valores. A este respecto, son
notables los esfuerzos realizados por la Iglesia y el Estado en materia de
educación y en el uso de las nuevas tecnologías, con el fin de generar una mayor
inclusión de los sectores menos favorecidos en los nuevos espacios culturales de
nuestro tiempo. Por otra parte, subsisten problemas morales y religiosos que
tanto la Iglesia como el Estado deben afrontar, cada uno en el marco de su
propia competencia y precisamente para el bien de los
peruanos.
Se sabe que
el Perú quiere hacer frente adecuadamente al fenómeno de la globalización
aprovechando las oportunidades ofrecidas por el crecimiento económico, de modo
que la riqueza producida y otros bienes sociales lleguen a todos de modo
equitativo. Los peruanos, como todos los seres humanos, esperan también que los
servicios de salud atiendan debidamente a todas las capas sociales; que la
educación sea patrimonio de todos, mejorando su calidad a todos los niveles; que
frente a la corrupción impere la integridad que permita la acción eficaz de las
diversas instituciones públicas, ayudando así a superar tantas situaciones de
hambre y miseria.
Urge, pues,
la unión de intentos para hacer posible una continua acción de los gobernantes
ante los desafíos de un mundo globalizado, los cuales deben ser afrontados con
auténtica solidaridad. Esta virtud, como decía mi predecesor Juan Pablo II, ha
de inspirar la acción de los individuos, de los gobiernos, de los
organismos e instituciones internacionales y de todos los miembros de la
sociedad civil, comprometiéndolos a trabajar para un justo crecimiento de los
pueblos y de las naciones, teniendo como objetivo el bien de todos y de cada uno
(cf. Sollicitudo rei
socialis,
40).
4. La
Iglesia, que reconoce al Estado su competencia en las cuestiones sociales,
políticas y económicas, asume como un propio deber, derivado de su misión
evangelizadora, la salvaguardia y difusión de la verdad sobre el ser humano, el
sentido de su vida y su destino último que es Dios. Ella es fuente de
inspiración a fin de que la dignidad de la persona y de la vida, desde su
concepción hasta su término natural, sea reconocida y protegida, como garantiza
la
Constitución Peruana. Por esto, seguirá colaborando de manera
leal y generosa en la educación, en la atención sanitaria y en la ayuda a los
más pobres y necesitados.
5. Desde
esta Sede Apostólica se continuará apoyando todo el esfuerzo social que ya se
lleva a cabo, para que haya siempre igualdad de oportunidades y cada peruano se
sienta respetado en sus derechos inalienables. Por eso, el Episcopado del Perú
seguirá fomentando, a la luz del Evangelio y de la doctrina social de la
Iglesia, la búsqueda de la verdad en el campo familiar, laboral y sociopolítico.
Por su parte, los católicos peruanos están también llamados a ser fermento del
mensaje cristiano en las instituciones sociales y en la vida pública, para
contribuir así a la construcción de una sociedad más fraterna. La Iglesia,
consciente de su propia “misión religiosa y, por esto mismo, sumamente humana”
(Gaudium et
spes, 11), así como de su
deber de proponer la verdad de todo hombre, que por ser hijo de Dios está dotado
de una dignidad superior y anterior a toda ley positiva, seguirá trabajando para
alcanzar estos objetivos. Ella, “experta en humanidad” (Populorum
progressio, 13), enseña además que
sólo en el respeto de la ley moral, que defiende y protege la dignidad de la
persona humana, se puede construir la paz favoreciendo un progreso social
estable. Por eso es de desear que continúe la mutua colaboración entre el Estado
y la Iglesia en el Perú, que hasta ahora ha dado buenos
frutos.
6. Señor
Embajador, al concluir este grato encuentro renuevo a usted mi más cordial
bienvenida, formulando los mejores votos por el éxito de la misión que ahora
inicia. Al implorar al Señor de los Milagros que derrame abundantes bendiciones
sobre Vuestra Excelencia, su distinguida familia, sus colaboradores y sobre las
Autoridades de su País, pido también a Nuestra Señora de las Mercedes que
proteja al querido pueblo peruano para que siga progresando por los caminos de
la justicia, de la solidaridad y de la paz.
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