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Discurso de SS Benedicto XVI

A  los participantes de un Congreso Internacional de Farmacéuticos Católicos

 29/10/2007

 

Señor presidente;

queridos amigos:

Me alegra acogeros, miembros del Congreso  internacional de farmacéuticos  católicos, con ocasión de vuestro 25° congreso, que tiene por tema: "Las nuevas fronteras de la farmacia". El desarrollo actual del arsenal de medicinas, y las posibilidades terapéuticas que de él se derivan, exigen que los farmacéuticos reflexionen sobre las funciones cada vez más amplias que están llamados a ejercer, en particular como intermediarios entre el médico y el paciente.

Desempeñan un papel educativo con respecto a los pacientes con vistas al uso correcto de los medicamentos y, sobre todo, para dar a conocer las implicaciones éticas de la utilización de ciertos medicamentos. En este campo no es posible anestesiar las conciencias, por ejemplo, sobre los efectos de moléculas que tienen como finalidad evitar la implantación de un embrión o abreviar la vida de una persona. El farmacéutico debe invitar a cada uno a un impulso de humanidad, para que todo ser humano sea protegido desde su concepción hasta su muerte natural, y para que los medicamentos cumplan verdaderamente su función terapéutica.

Por otra parte, ninguna persona puede ser utilizada, de manera desconsiderada, como un objeto, para realizar experimentos terapéuticos. Estos deben realizarse según protocolos que respeten las normas éticas fundamentales. Todo tratamiento o experimento debe tener como perspectiva una posible mejoría de la persona, y no solamente la búsqueda de avances científicos. No se puede buscar un bien para la humanidad en detrimento del bien de los pacientes.

En el campo moral, vuestra federación está invitada a afrontar la cuestión de la objeción de conciencia, que es un derecho que debe reconocerse a vuestra profesión, permitiéndoos no colaborar, directa o indirectamente, en la suministración de productos que tengan como finalidad opciones claramente inmorales, como por ejemplo el aborto y la eutanasia.

Conviene también que las diferentes estructuras farmacéuticas, desde los laboratorios hasta los centros hospitalarios y las oficinas, así como todos nuestros contemporáneos, se preocupen por ser solidarios en el campo terapéutico, para permitir el acceso a la asistencia y a los medicamentos de primera necesidad a todos los sectores de la población y en todos los países, sobre todo a las personas más pobres.

Ojalá que, en calidad de farmacéuticos católicos, bajo la guía del Espíritu Santo, toméis de la vida de fe y de la enseñanza de la Iglesia los elementos que os guíen en vuestra actividad profesional con los enfermos, que necesitan un apoyo humano y moral para vivir con esperanza y para encontrar la fuerza interior que les ayude cada día.

A vosotros os corresponde también ayudar a los jóvenes que entran en las diferentes profesiones farmacéuticas a reflexionar sobre las implicaciones éticas cada vez más delicadas de sus actividades y de sus decisiones. Con este fin es importante que se movilicen y se unan todos los profesionales católicos del ámbito de la salud y las personas de buena voluntad, para profundizar su formación no sólo en el campo técnico sino también en lo que concierne a las cuestiones de bioética, y para proponer dicha formación a todos los que ejercen esa profesión.

El ser humano, por ser imagen de Dios, debe ocupar siempre el centro de las investigaciones y de las opciones en materia biomédica. Al mismo tiempo, es fundamental el principio natural del deber de proporcionar asistencia al enfermo. Las ciencias biomédicas están al servicio del hombre; si no fuera así, tendrían un carácter frío e inhumano. Todo conocimiento científico en el campo de la salud y toda actividad terapéutica están al servicio del hombre enfermo, considerado en su ser integral, que debe participar activamente en los cuidados que se le suministran y debe ser respetado en su autonomía.

Encomendándoos a vosotros, así como a los enfermos que estáis llamados a asistir, a la intercesión de la santísima Virgen y de san Alberto Magno, os imparto la bendición apostólica a vosotros, a todos los miembros de vuestra federación y a vuestras familias.

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