Carta
sobre la Intangilibilidad de la Vida Humana
Del Sumo Pontífice a todos los Obispos de
la Iglesia
Querido
hermano en el episcopado:
El reciente Consistorio extraordinario de
los cardenales, que ha tenido lugar del 4 al 7 de abril en la Ciudad del
Vaticano, ha desarrollado una discusión amplia y profunda sobre las amenazas a
la vida humana, y se ha concluido con un voto unánime: los cardenales se han
dirigido al Papa pidiendo que «reafirme solemnemente en un documento (la mayoría
de los cardenales ha propuesto una encíclica) el valor de la vida humana y su
intangibilidad, con relación a las actuales circunstancias y a los atentados que
la amenazan».
Como usted podrá comprobar en la síntesis
que le enviará el excelentísimo pro secretario de Estado, de las ponencias y de
los trabajos del Consistorio ha surgido un panorama impresionante: en el
contexto de la multiforme agresividad de los actuales ataques a la vida humana
-sobre todo cuando ésta es más débil e indefensa-, los datos estadísticos
presentan una verdadera y auténtica «matanza de los inocentes», a nivel mundial,
pero sobre todo es preocupante el hecho de que la conciencia moral parece
ofuscarse terriblemente y encontrar cada vez mayor dificultad para darse cuenta
de la distinción clara y precisa entre el bien y el mal en lo que se refiere al
valor fundamental de la vida humana.
En realidad, si es muy grave e
inquietante el fenómeno tan extendido de la eliminación de muchas vidas humanas
nacientes o cercanas a su final, no menos grave e inquietante es el apagarse de
la sensibilidad moral en las conciencias. Las leyes y las normativas civiles no
sólo ponen de manifiesto este oscurecimiento, sino que contribuyen a reforzarlo.
En efecto, cuando unos parlamentos votan leyes que autorizan el matar a
inocentes y unos Estados ponen sus recursos y estructuras al servicio de estos
crímenes, las conciencias individuales con frecuencia poco formadas
son inducidas más fácilmente a error. Para romper este círculo vicioso, parece
más urgente que nunca el reafirmar con fuerza nuestro común magisterio,
fundamentado en la Sagrada Escritura y en la Tradición, sobre la intangibilidad
de la vida humana inocente.
El centenario de la encíclica Rerum
novarum, que la Iglesia celebra este año, me sugiere una analogía sobre la que
quisiera llamar la atención de todos. Así como hace un siglo la clase obrera
estaba oprimida en sus derechos fundamentales, y la Iglesia tomó su defensa con
gran valentía, proclamando los derechos sacrosantos de la persona del
trabajador, así ahora, cuando otra categoría de personas está oprimida en su
derecho fundamental a la vida, la Iglesia siente el deber de dar voz, con la
misma valentía, a quien no tiene voz. El suyo es el clamor evangélico en defensa
de los pobres del mundo y de quienes son amenazados, despreciados y oprimidos en
sus derechos humanos.
La Iglesia no sólo quiere reafirmar el
derecho a la vida, cuya violación ofende al mismo tiempo a la persona humana y a Dios Creador, fuente
amorosa de toda vida, sino que quiere ponerse cada vez con mayor entrega al
servicio concreto de la defensa y promoción de tal
derecho.
A esto la Iglesia se siente llamada por
su Señor. Ella recibe de Cristo el «Evangelio de la vida» y se siente
responsable de su anuncio a toda criatura. Lo debe anunciar valientemente y sin
ningún miedo -incluso con el riesgo de ir contra corriente con las palabras
y con las obras, a cada persona, a los pueblos y los Estados.
Precisamente esta fidelidad a nuestro
Señor Jesucristo es la ley y la fuerza de la Iglesia incluso en este campo. La
nueva evangelización, que es una exigencia pastoral fundamental en el mundo
actual, no puede prescindir del anuncio del derecho inviolable a la vida cuyo
titular es cada hombre desde su concepción hasta su término
natural.
Al mismo tiempo la Iglesia, con este
anuncio y con este testimonio de las obras, quiere expresar su estima y su amor
al hombre. Ella se dirige al corazón de cada persona, creyente y también no
creyente, porque es consciente de que el don de la vida es un bien tan
fundamental que puede ser comprendido y apreciado en su significado por
cualquiera, incluso a la luz de la sola razón.
En la reciente encíclica Centesimus annus
he recordado el aprecio de la Iglesia por el sistema democrático, que permite la
participación de todos los ciudadanos en la vida política, pero también he
recordado que una verdadera democracia sólo puede fundamentarse sobre el
reconocimiento coherente de los derechos de cada uno (cf. núms.
46-47).
Después de haber meditado y rezado ante
el Señor, he decidido escribirle de manera personal, querido hermano en el
episcopado, para compartir con usted la preocupación que surge de un problema
tan fundamental y, sobre todo, para solicitar su ayuda y su colaboración, en el
espíritu de la colegialidad episcopal, ante el grave desafío planteado por las
actuales amenazas y atentados contra la vida humana.
En realidad, es una grave responsabilidad
para cada uno de nosotros, pastores de la grey del Señor, promover en nuestras
diócesis el respeto por la vida humana. Después de haber aprovechado todas las
ocasiones para manifestar públicamente el magisterio de la Iglesia, deberemos
ejercer una particular vigilancia sobre la enseñanza que se imparte al respecto
en nuestros seminarios, escuelas y universidades católicas.
Debemos ser
pastores vigilantes, a fin de que las intervenciones en los hospitales y
clínicas católicas sean conformes a su propia condición. En la medida de
nuestras posibilidades deberemos apoyar también las iniciativas de ayuda
concreta a las mujeres y a las familias en dificultad, así como las iniciativas
de cercanía a quienes sufren y sobre todo a los moribundos, etc. Además
deberemos fomentar las reflexiones científicas, las iniciativas legislativas y
políticas, que van contra corriente en lo que se refiere a la «mentalidad de
muerte».
Con la acción conjunta de todos los
obispos y con el renovado esfuerzo pastoral sucesivo, la Iglesia desea
contribuir mediante la civilización de la verdad y del amor, a la instauración
cada vez más amplia y radical de aquella «cultura de la vida» que constituye el
presupuesto esencial para la humanización de nuestra sociedad.
Que el Espíritu Santo, «Señor y dador de
vida», nos colme con sus dones, y que en esta responsabilidad nuestra sintamos
también muy cercana a María, la Virgen Madre que engendró al Autor de la
vida.
Vaticano, 19 de mayo, solemnidad de
Pentecostés, de 1991.
Joannes
Paulus pp. II