EXHORTACIÓN APOSTÓLICA FAMILIARIS CONSORTIO
DE
SU SANTIDAD JUAN PABLO II
AL EPISCOPADO, AL CLERO Y A LOS FIELES
DE TODA
LA IGLESIA
SOBRE LA MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA EN EL MUNDO ACTUAL
INTRODUCCIÓN
La Iglesia al servicio de la familia
1. LA FAMILIA, en los tiempos modernos, ha sufrido quizá como
ninguna otra institución, la acometida de las transformaciones amplias,
profundas y rápidas de la sociedad y de la cultura. Muchas familias viven esta
situación permaneciendo fieles a los valores que constituyen el fundamento de la
institución familiar. Otras se sienten inciertas y desanimadas de cara a su
cometido, e incluso en estado de duda o de ignorancia respecto al significado
último y a la verdad de la vida conyugal y familiar. Otras, en fin, a causa de
diferentes situaciones de injusticia se ven impedidas para realizar sus derechos
fundamentales.
La Iglesia, consciente de que el matrimonio y la familia
constituyen uno de los bienes más preciosos de la humanidad, quiere hacer sentir
su voz y ofrecer su ayuda a todo aquel que, conociendo ya el valor del
matrimonio y de la familia, trata de vivirlo fielmente; a todo aquel que, en
medio de la incertidumbre o de la ansiedad, busca la verdad y a todo aquel que
se ve injustamente impedido para vivir con libertad el propio proyecto familiar.
Sosteniendo a los primeros, iluminando a los segundos y ayudando a los demás, la
Iglesia ofrece su servicio a todo hombre preocupado por los destinos del
matrimonio y de la familia.(1)
De manera especial se dirige a los jóvenes que están para
emprender su camino hacia el matrimonio y la familia, con el fin de abrirles
nuevos horizontes, ayudándoles a descubrir la belleza y la grandeza de la
vocación al amor y al servicio de la vida.
El Sínodo de 1980 continuación de los Sínodos
anteriores
2. Una señal de este profundo interés de la Iglesia por la
familia ha sido el último Sínodo de los Obispos, celebrado en Roma del 26 de
septiembre al 25 de octubre de 1980. Fue continuación natural de los
anteriores.(2) En efecto, la familia cristiana es la primera comunidad llamada a
anunciar el Evangelio a la persona humana en desarrollo y a conducirla a la
plena madurez humana y cristiana, mediante una progresiva educación y
catequesis.
Es más, el reciente Sínodo conecta idealmente, en cierto
sentido, con el que abordó el tema del sacerdocio ministerial y de la justicia
en el mundo contemporáneo. Efectivamente, en cuanto comunidad educativa, la
familia debe ayudar al hombre a discernir la propia vocación y a poner todo el
empeño necesario en orden a una mayor justicia, formándolo desde el principio
para unas relaciones interpersonales ricas en justicia y amor.
Los Padres Sinodales, al concluir su Asamblea, me presentaron
una larga lista de propuestas, en las que recogían los frutos de las reflexiones
hechas durante las intensas jornadas de trabajo, a la vez que me pedían, con
voto unánime, que me hiciera intérprete ante la humanidad de la viva solicitud
de la Iglesia en favor de la familia, dando oportunas indicaciones para un
renovado empeño pastoral en este sector fundamental de la vida humana y
eclesial.
Al recoger tal deseo mediante la presente Exhortación, como una
actuación peculiar del ministerio apostólico que se me ha encomendado, quiero
expresar mi gratitud a todos los miembros del Sínodo por la preciosa
contribución en doctrina y experiencia que han ofrecido, sobre todo con sus
«propositiones», cuyo texto he confiado al Pontificio Consejo para la Familia,
disponiendo que haga un estudio profundo de las mismas, a fin de valorizar todos
los aspectos de las riquezas allí contenidas.
El bien precioso del matrimonio y de la familia
3. La Iglesia, iluminada por la fe, que le da a conocer toda la
verdad acerca del bien precioso del matrimonio y de la familia y acerca de sus
significados más profundos, siente una vez más el deber de anunciar el
Evangelio, esto es, la «buena nueva», a todos indistintamente, en particular a
aquellos que son llamados al matrimonio y se preparan para él, a todos los
esposos y padres del mundo.
Está íntimamente convencida de que sólo con la aceptación del
Evangelio se realiza de manera plena toda esperanza puesta legítimamente en el
matrimonio y en la familia.
Queridos por Dios con la misma creación,(3) matrimonio y
familia están internamente ordenados a realizarse en Cristo(4) y tienen
necesidad de su gracia para ser curados de las heridas del pecado(5) y ser
devueltos «a su principio»,(6) es decir, al conocimiento pleno y a la
realización integral del designio de Dios.
En un momento histórico en que la familia es objeto de muchas
fuerzas que tratan de destruirla o deformarla, la Iglesia, consciente de que el
bien de la sociedad y de sí misma está profundamente vinculado al bien de la
familia,(7) siente de manera más viva y acuciante su misión de proclamar a todos
el designio de Dios sobre el matrimonio y la familia, asegurando su plena
vitalidad, así como su promoción humana y cristiana, contribuyendo de este modo
a la renovación de la sociedad y del mismo Pueblo de Dios.
PRIMERA PARTE
LUCES Y SOMBRAS DE LA FAMILIA EN LA ACTUALIDAD
Necesidad de conocer la situación
4. Dado que los designios de Dios sobre el matrimonio y la
familia afectan al hombre y a la mujer en su concreta existencia cotidiana, en
determinadas situaciones sociales y culturales, la Iglesia, para cumplir su
servicio, debe esforzarse por conocer el contexto dentro del cual matrimonio y
familia se realizan hoy.(8)
Este conocimiento constituye consiguientemente una exigencia
imprescindible de la tarea evangelizadora. En efecto, es a las familias de
nuestro tiempo a las que la Iglesia debe llevar el inmutable y siempre nuevo
Evangelio de Jesucristo; y son a su vez las familias, implicadas en las
presentes condiciones del mundo, las que están llamadas a acoger y a vivir el
proyecto de Dios sobre ellas. Es más, las exigencias y llamadas del Espíritu
Santo resuenan también en los acontecimientos mismos de la historia, y por tanto
la Iglesia puede ser guiada a una comprensión más profunda del inagotable
misterio del matrimonio y de la familia, incluso por las situaciones,
interrogantes, ansias y esperanzas de los jóvenes, de los esposos y de los
padres de hoy.(9)
A esto hay que añadir una ulterior reflexión de especial
importancia en los tiempos actuales. No raras veces al hombre y a la mujer de
hoy día, que están en búsqueda sincera y profunda de una respuesta a los
problemas cotidianos y graves de su vida matrimonial y familiar, se les ofrecen
perspectivas y propuestas seductoras, pero que en diversa medida comprometen la
verdad y la dignidad de la persona humana. Se trata de un ofrecimiento sostenido
con frecuencia por una potente y capilar organización de los medios de
comunicación social que ponen sutilmente en peligro la libertad y la capacidad
de juzgar con objetividad.
Muchos son conscientes de este peligro que corre la persona
humana y trabajan en favor de la verdad. La Iglesia, con su discernimiento
evangélico, se une a ellos, poniendo a disposición su propio servicio a la
verdad, libertad y dignidad de todo hombre y mujer.
Discernimiento evangélico
5. El discernimiento hecho por la Iglesia se convierte en el
ofrecimiento de una orientación, a fin de que se salve y realice la verdad y la
dignidad plena del matrimonio y de la familia.
Tal discernimiento se lleva a cabo con el sentido de la fe(10)
que es un don participado por el Espíritu Santo a todos los fieles.(11) Es por
tanto obra de toda la Iglesia, según la diversidad de los diferentes dones y
carismas que junto y según la responsabilidad propia de cada uno, cooperan para
un más hondo conocimiento y actuación de la Palabra de Dios. La Iglesia,
consiguientemente, no lleva a cabo el propio discernimiento evangélico
únicamente por medio de los Pastores, quienes enseñan en nombre y con el poder
de Cristo, sino también por medio de los seglares: Cristo «los constituye sus
testigos y les dota del sentido de la fe y de la gracia de la palabra (cfr.
Act 2, 17-18; Ap 19, 10) para que la virtud del evangelio brille
en la vida diaria familiar y social».(12) Más aún, los seglares por razón de su
vocación particular tienen el cometido específico de interpretar a la luz de
Cristo la historia de este mundo, en cuanto que están llamados a iluminar y
ordenar todas las realidades temporales según el designio de Dios Creador y
Redentor.
El «sentido sobrenatural de la fe»(13) no consiste sin embargo
única o necesariamente en el consentimiento de los fieles. La Iglesia, siguiendo
a Cristo, busca la verdad que no siempre coincide con la opinión de la mayoría.
Escucha a la conciencia y no al poder, en lo cual defiende a los pobres y
despreciados. La Iglesia puede recurrir también a la investigación sociológica y
estadística, cuando se revele útil para captar el contexto histórico dentro del
cual la acción pastoral debe desarrollarse y para conocer mejor la verdad; no
obstante tal investigación por sí sola no debe considerarse, sin más, expresión
del sentido de la fe.
Dado que es cometido del ministerio apostólico asegurar la
permanencia de la Iglesia en la verdad de Cristo e introducirla en ella cada vez
más profundamente, los Pastores deben promover el sentido de la fe en todos los
fieles, valorar y juzgar con autoridad la genuidad de sus expresiones, educar a
los creyentes para un discernimiento evangélico cada vez más maduro.(14)
Para hacer un auténtico discernimiento evangélico en las
diversas situaciones y culturas en que el hombre y la mujer viven su matrimonio
y su vida familiar, los esposos y padres cristianos pueden y deben ofrecer su
propia e insustituible contribución. A este cometido les habilita su carisma y
don propio, el don del sacramento del matrimonio.(15)
Situación de la familia en el mundo de hoy
6. La situación en que se halla la familia presenta aspectos
positivos y aspectos negativos: signo, los unos, de la salvación de Cristo
operante en el mundo; signo, los otros, del rechazo que el hombre opone al amor
de Dios.
En efecto, por una parte existe una conciencia más viva de la
libertad personal y una mayor atención a la calidad de las relaciones
interpersonales en el matrimonio, a la promoción de la dignidad de la mujer, a
la procreación responsable, a la educación de los hijos; se tiene además
conciencia de la necesidad de desarrollar relaciones entre las familias, en
orden a una ayuda recíproca espiritual y material, al conocimiento de la misión
eclesial propia de la familia, a su responsabilidad en la construcción de una
sociedad más justa. Por otra parte no faltan, sin embargo, signos de preocupante
degradación de algunos valores fundamentales: una equivocada concepción teórica
y práctica de la independencia de los cónyuges entre sí; las graves ambigüedades
acerca de la relación de autoridad entre padres e hijos; las dificultades
concretas que con frecuencia experimenta la familia en la transmisión de los
valores; el número cada vez mayor de divorcios, la plaga del aborto, el recurso
cada vez más frecuente a la esterilización, la instauración de una verdadera y
propia mentalidad anticoncepcional.
En la base de estos fenómenos negativos está muchas veces una
corrupción de la idea y de la experiencia de la libertad, concebida no como la
capacidad de realizar la verdad del proyecto de Dios sobre el matrimonio y la
familia, sino como una fuerza autónoma de autoafirmación, no raramente contra
los demás, en orden al propio bienestar egoísta.
Merece también nuestra atención el hecho de que en los países
del llamado Tercer Mundo a las familias les faltan muchas veces bien sea los
medios fundamentales para la supervivencia como son el alimento, el trabajo, la
vivienda, las medicinas, bien sea las libertades más elementales. En cambio, en
los países más ricos, el excesivo bienestar y la mentalidad consumística,
paradójicamente unida a una cierta angustia e incertidumbre ante el futuro,
quitan a los esposos la generosidad y la valentía para suscitar nuevas vidas
humanas; y así la vida en muchas ocasiones no se ve ya como una bendición, sino
como un peligro del que hay que defenderse.
La situación histórica en que vive la familia se presenta pues
como un conjunto de luces y sombras.
Esto revela que la historia no es simplemente un progreso
necesario hacia lo mejor, sino más bien un acontecimiento de libertad, más aún,
un combate entre libertades que se oponen entre sí, es decir, según la conocida
expresión de san Agustín, un conflicto entre dos amores: el amor de Dios llevado
hasta el desprecio de sí, y el amor de sí mismo llevado hasta el desprecio de
Dios.(16)
Se sigue de ahí que solamente la educación en el amor enraizado
en la fe puede conducir a adquirir la capacidad de interpretar los «signos de
los tiempos», que son la expresión histórica de este doble amor.
Influjo de la situación en la conciencia de los
fieles
7. Viviendo en un mundo así, bajo las presiones derivadas sobre
todo de los medios de comunicación social, los fieles no siempre han sabido ni
saben mantenerse inmunes del oscurecerse de los valores fundamentales y
colocarse como conciencia crítica de esta cultura familiar y como sujetos
activos de la construcción de un auténtico humanismo familiar.
Entre los signos más preocupantes de este fenómeno, los Padres
Sinodales han señalado en particular la facilidad del divorcio y del recurso a
una nueva unión por parte de los mismos fieles; la aceptación del matrimonio
puramente civil, en contradicción con la vocación de los bautizados a
«desposarse en el Señor»; la celebración del matrimonio sacramento no movidos
por una fe viva, sino por otros motivos; el rechazo de las normas morales que
guían y promueven el ejercicio humano y cristiano de la sexualidad dentro del
matrimonio.
Nuestra época tiene necesidad de sabiduría
8. Se plantea así a toda la Iglesia el deber de una reflexión y
de un compromiso profundos, para que la nueva cultura que está emergiendo sea
íntimamente evangelizada, se reconozcan los verdaderos valores, se defiendan los
derechos del hombre y de la mujer y se promueva la justicia en las estructuras
mismas de la sociedad. De este modo el «nuevo humanismo» no apartará a los
hombres de su relación con Dios, sino que los conducirá a ella de manera más
plena.
En la construcción de tal humanismo, la ciencia y sus
aplicaciones técnicas ofrecen nuevas e inmensas posibilidades. Sin embargo, la
ciencia, como consecuencia de las opciones politicas que deciden su dirección de
investigación y sus aplicaciones, se usa a menudo contra su significado
original, la promoción de la persona humana. Se hace pues necesario recuperar
por parte de todos la conciencia de la primacía de los valores morales, que son
los valores de la persona humana en cuanto tal. Volver a comprender el sentido
último de la vida y de sus valores fundamentales es el gran e importante
cometido que se impone hoy día para la renovación de la sociedad. Sólo la
conciencia de la primacía de éstos permite un uso de las inmensas posibilidades,
puestas en manos del hombre por la ciencia; un uso verdaderamente orientado como
fin a la promoción de la persona humana en toda su verdad, en su libertad y
dignidad. La ciencia está llamada a ser aliada de la sabiduría.
Por tanto se pueden aplicar también a los problemas de la
familia las palabras del Concilio Vaticano II: «Nuestra época, más que ninguna
otra, tiene necesidad de esta sabiduría para humanizar todos los nuevos
descubrimientos de la humanidad. El destino futuro del mundo corre peligro si no
se forman hombres más instruidos en esta sabiduría».(17)
La educación de la conciencia moral que hace a todo hombre
capaz de juzgar y de discernir los modos adecuados para realizarse según su
verdad original, se convierte así en una exigencia prioritaria e
irrenunciable.
Es la alianza con la Sabiduría divina la que debe ser más
profundamente reconstituida en la cultura actual. De tal Sabiduría todo hombre
ha sido hecho partícipe por el mismo gesto creador de Dios. Y es únicamente en
la fidelidad a esta alianza como las familias de hoy estarán en condiciones de
influir positivamente en la construcción de un mundo más justo y
fraterno.
Gradualidad y conversión
9. A la injusticia originada por el pecado -que ha penetrado
profundamente también en las estructuras del mundo de hoy- y que con frecuencia
pone obstáculos a la familia en la plena realización de sí misma y de sus
derechos fundamentales, debemos oponernos todos con una conversión de la mente y
del corazón, siguiendo a Cristo Crucificado en la renuncia al propio egoísmo:
semejante conversión no podrá dejar de ejercer una influencia beneficiosa y
renovadora incluso en las estructuras de la sociedad.
Se pide una conversión continua, permanente, que, aunque exija
el alejamiento interior de todo mal y la adhesión al bien en su plenitud, se
actúa sin embargo concretamente con pasos que conducen cada vez más lejos. Se
desarrolla así un proceso dinámico, que avanza gradualmente con la progresiva
integración de los dones de Dios y de las exigencias de su amor definitivo y
absoluto en toda la vida personal y social del hombre. Por esto es necesario un
camino pedagógico de crecimiento con el fin de que los fieles, las familias y
los pueblos, es más, la misma civilización, partiendo de lo que han recibido ya
del misterio de Cristo, sean conducidos pacientemente más allá hasta llegar a un
conocimiento más rico y a una integración más plena de este misterio en su
vida.
Inculturación
10. Está en conformidad con la tradición constante de la
Iglesia el aceptar de las culturas de los pueblos, todo aquello que está en
condiciones de expresar mejor las inagotables riquezas de Cristo.(18) Sólo con
el concurso de todas las culturas, tales riquezas podrán manifestarse cada vez
más claramente y la Iglesia podrá caminar hacia un conocimiento cada día más
completo y profundo de la verdad, que le ha sido dada ya enteramente por su
Señor.
Teniendo presente el doble principio de la compatibilidad con
el Evangelio de las varias culturas a asumir y de la comunión con la Iglesia
Universal se deberá proseguir en el estudio, en especial por parte de las
Conferencias Episcopales y de los Dicasterios competentes de la Curia Romana, y
en el empeño pastoral para que esta «inculturación» de la fe cristiana se lleve
a cabo cada vez más ampliamente, también en el ámbito del matrimonio y de la
familia.
Es mediante la «inculturación» como se camina hacia la
reconstitución plena de la alianza con la Sabiduría de Dios que es Cristo mismo.
La Iglesia entera quedará enriquecida también por aquellas culturas que, aun
privadas de tecnología, abundan en sabiduría humana y están vivificadas por
profundos valores morales.
Para que sea clara la meta y, consiguientemente, quede indicado
con seguridad el camino, el Sínodo justamente ha considerado a fondo en primer
lugar el proyecto original de Dios acerca del matrimonio y de la familia: ha
querido «volver al principio», siguiendo las enseñanzas de Cristo.(19)
SEGUNDA PARTE
EL DESIGNIO DE DIOS SOBRE EL MATRIMONIO Y LA FAMILIA
El hombre imagen de Dios Amor
11. Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza:(20)
llamándolo a la existencia por amor, lo ha llamado al mismo tiempo al
amor.
Dios es amor(21) y vive en sí mismo un misterio de comunión
personal de amor. Creándola a su imagen y conservándola continuamente en el ser,
Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación y
consiguientemente la capacidad y la responsabilidad del amor y de la
comunión.(22) El amor es por tanto la vocación fundamental e innata de todo ser
humano.
En cuanto espíritu encarnado, es decir, alma que se expresa en
el cuerpo informado por un espíritu inmortal, el hombre está llamado al amor en
esta su totalidad unificada. El amor abarca también el cuerpo humano y el cuerpo
se hace partícipe del amor espiritual.
La Revelación cristiana conoce dos modos específicos de
realizar integralmente la vocación de la persona humana al amor: el Matrimonio y
la Virginidad. Tanto el uno como la otra, en su forma propia, son una
concretización de la verdad más profunda del hombre, de su «ser imagen de
Dios».
En consecuencia, la sexualidad, mediante la cual el hombre y la
mujer se dan uno a otro con los actos propios y exclusivos de los esposos, no es
algo puramente biológico, sino que afecta al núcleo íntimo de la persona humana
en cuanto tal. Ella se realiza de modo verdaderamente humano, solamente cuando
es parte integral del amor con el que el hombre y la mujer se comprometen
totalmente entre sí hasta la muerte. La donación física total sería un engaño si
no fuese signo y fruto de una donación en la que está presente toda la persona,
incluso en su dimensión temporal; si la persona se reservase algo o la
posibilidad de decidir de otra manera en orden al futuro, ya no se donaría
totalmente.
Esta totalidad, exigida por el amor conyugal, corresponde
también con las exigencias de una fecundidad responsable, la cual, orientada a
engendrar una persona humana, supera por su naturaleza el orden puramente
biológico y toca una serie de valores personales, para cuyo crecimiento
armonioso es necesaria la contribución perdurable y concorde de los padres.
El único «lugar» que hace posible esta donación total es el
matrimonio, es decir, el pacto de amor conyugal o elección consciente y libre,
con la que el hombre y la mujer aceptan la comunidad íntima de vida y amor,
querida por Dios mismo,(23) que sólo bajo esta luz manifiesta su verdadero
significado. La institución matrimonial no es una ingerencia indebida de la
sociedad o de la autoridad ni la imposición intrínseca de una forma, sino
exigencia interior del pacto de amor conyugal que se confirma públicamente como
único y exclusivo, para que sea vivida así la plena fidelidad al designio de
Dios Creador. Esta fidelidad, lejos de rebajar la libertad de la persona, la
defiende contra el subjetivismo y relativismo, y la hace partícipe de la
Sabiduría creadora.
Matrimonio y comunión entre Dios y los hombres
12. La comunión de amor entre Dios y los hombres, contenido
fundamental de la Revelación y de la experiencia de fe de Israel, encuentra una
significativa expresión en la alianza esponsal que se establece entre el hombre
y la mujer.
Por esta razón, la palabra central de la Revelación, «Dios ama
a su pueblo», es pronunciada a través de las palabras vivas y concretas con que
el hombre y la mujer se declaran su amor conyugal.
Su vínculo de amor se convierte en imagen y símbolo de la
Alianza que une a Dios con su pueblo.(24) El mismo pecado que puede atentar
contra el pacto conyugal se convierte en imagen de la infidelidad del pueblo a
su Dios: la idolatría es prostitución,(25) la infidelidad es adulterio, la
desobediencia a la ley es abandono del amor esponsal del Señor. Pero la
infidelidad de Israel no destruye la fidelidad eterna del Señor y por tanto el
amor siempre fiel de Dios se pone como ejemplo de las relaciones de amor fiel
que deben existir entre los esposos.(26)
Jesucristo, esposo de la Iglesia, y el sacramento del
matrimonio
13. La comunión entre Dios y los hombres halla su cumplimiento
definitivo en Cristo Jesús, el Esposo que ama y se da como Salvador de la
humanidad, uniéndola a sí como su cuerpo.
Él revela la verdad original del matrimonio, la verdad del
«principio»(27) y, liberando al hombre de la dureza del corazón, lo hace capaz
de realizarla plenamente.
Esta revelación alcanza su plenitud definitiva en el don de
amor que el Verbo de Dios hace a la humanidad asumiendo la naturaleza humana, y
en el sacrificio que Jesucristo hace de sí mismo en la cruz por su Esposa, la
Iglesia. En este sacrificio se desvela enteramente el designio que Dios ha
impreso en la humanidad del hombre y de la mujer desde su creación;(28) el
matrimonio de los bautizados se convierte así en el símbolo real de la nueva y
eterna Alianza, sancionada con la sangre de Cristo. El Espíritu que infunde el
Señor renueva el corazón y hace al hombre y a la mujer capaces de amarse como
Cristo nos amó. El amor conyugal alcanza de este modo la plenitud a la que está
ordenado interiormente, la caridad conyugal, que es el modo propio y específico
con que los esposos participan y están llamados a vivir la misma caridad de
Cristo que se dona sobre la cruz.
En una página justamente famosa, Tertuliano ha expresado
acertadamente la grandeza y belleza de esta vida conyugal en Cristo: «¿Cómo
lograré exponer la felicidad de ese matrimonio que la Iglesia favorece, que la
ofrenda eucarística refuerza, que la bendición sella, que los ángeles anuncian y
que el Padre ratifica? ... ¡Qué yugo el de los dos fieles unidos en una sola
esperanza, en un solo propósito, en una sola observancia, en una sola
servidumbre! Ambos son hermanos y los dos sirven juntos; no hay división ni en
la carne ni en el espíritu. Al contrario, son verdaderamente dos en una sola
carne y donde la carne es única, único es el espíritu».(29)
La Iglesia, acogiendo y meditando fielmente la Palabra de Dios,
ha enseñado solemnemente y enseña que el matrimonio de los bautizados es uno de
los siete sacramentos de la Nueva Alianza.(30)
En efecto, mediante el bautismo, el hombre y la mujer son
inseridos definitivamente en la Nueva y Eterna Alianza, en la Alianza esponsal
de Cristo con la Iglesia. Y debido a esta inserción indestructible, la comunidad
íntima de vida y de amor conyugal, fundada por el Creador,(31) es elevada y
asumida en la caridad esponsal de Cristo, sostenida y enriquecida por su fuerza
redentora.
En virtud de la sacramentalidad de su matrimonio, los esposos
quedan vinculados uno a otro de la manera más profundamente indisoluble. Su
recíproca pertenencia es representación real, mediante el signo sacramental, de
la misma relación de Cristo con la Iglesia.
Los esposos son por tanto el recuerdo permanente, para la
Iglesia, de lo que acaeció en la cruz; son el uno para el otro y para los hijos,
testigos de la salvación, de la que el sacramento les hace partícipes. De este
acontecimiento de salvación el matrimonio, como todo sacramento, es memorial,
actualización y profecía; «en cuanto memorial, el sacramento les da la gracia y
el deber de recordar las obras grandes de Dios, así como de dar testimonio de
ellas ante los hijos; en cuanto actualización les da la gracia y el deber de
poner por obra en el presente, el uno hacia el otro y hacia los hijos, las
exigencias de un amor que perdona y que redime; en cuanto profecía les da la
gracia y el deber de vivir y de testimoniar la esperanza del futuro encuentro
con Cristo».(32)
Al igual que cada uno de los siete sacramentos, el matrimonio
es también un símbolo real del acontecimiento de la salvación, pero de modo
propio. «Los esposos participan en cuanto esposos, los dos, como pareja, hasta
tal punto que el efecto primario e inmediato del matrimonio (res et
sacramentum) no es la gracia sobrenatural misma, sino el vínculo conyugal
cristiano, una comunión en dos típicamente cristiana, porque representa el
misterio de la Encarnación de Cristo y su misterio de Alianza. El contenido de
la participación en la vida de Cristo es también específico: el amor conyugal
comporta una totalidad en la que entran todos los elementos de la persona
-reclamo del cuerpo y del instinto, fuerza del sentimiento y de la afectividad,
aspiración del espíritu y de la voluntad-; mira a una unidad profundamente
personal que, más allá de la unión en una sola carne, conduce a no hacer más que
un solo corazón y una sola alma; exige la indisolubilidad y fidelidad de la
donación reciproca definitiva y se abre a la fecundidad (cfr. Humanae
vitae, 9). En una palabra, se trata de características normales de todo amor
conyugal natural, pero con un significado nuevo que no sólo las purifica y
consolida, sino que las eleva hasta el punto de hacer de ellas la expresión de
valores propiamente cristianos».(33)
Los hijos, don preciosísimo del matrimonio
14. Según el designio de Dios, el matrimonio es el fundamento
de la comunidad más amplia de la familia, ya que la institución misma del
matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación y educación de la
prole, en la que encuentran su coronación.(34)
En su realidad más profunda, el amor es esencialmente don y el
amor conyugal, a la vez que conduce a los esposos al recíproco «conocimiento»
que les hace «una sola carne»,(35) no se agota dentro de la pareja, ya que los
hace capaces de la máxima donación posible, por la cual se convierten en
cooperadores de Dios en el don de la vida a una nueva persona humana. De este
modo los cónyuges, a la vez que se dan entre sí, dan más allá de sí mismos la
realidad del hijo, reflejo viviente de su amor, signo permanente de la unidad
conyugal y síntesis viva e inseparable del padre y de la madre.
Al hacerse padres, los esposos reciben de Dios el don de una
nueva responsabilidad. Su amor paterno está llamado a ser para los hijos el
signo visible del mismo amor de Dios, «del que proviene toda paternidad en el
cielo y en la tierra».(36)
Sin embargo, no se debe olvidar que incluso cuando la
procreación no es posible, no por esto pierde su valor la vida conyugal. La
esterilidad física, en efecto, puede dar ocasión a los esposos para otros
servicios importantes a la vida de la persona humana, como por ejemplo la
adopción, la diversas formas de obras educativas, la ayuda a otras familias, a
los niños pobres o minusválidos.
La familia, comunión de personas
15. En el matrimonio y en la familia se constituye un conjunto
de relaciones interpersonales -relación conyugal, paternidad-maternidad,
filiación, fraternidad- mediante las cuales toda persona humana queda
introducida en la «familia humana» y en la «familia de Dios», que es la
Iglesia.
El matrimonio y la familia cristiana edifican la Iglesia; en
efecto, dentro de la familia la persona humana no sólo es engendrada y
progresivamente introducida, mediante la educación, en la comunidad humana, sino
que mediante la regeneración por el bautismo y la educación en la fe, es
introducida también en la familia de Dios, que es la Iglesia.
La familia humana, disgregada por el pecado, queda
reconstituida en su unidad por la fuerza redentora de la muerte y resurrección
de Cristo.(37) El matrimonio cristiano, partícipe de la eficacia salvífica de
este acontecimiento, constituye el lugar natural dentro del cual se lleva a cabo
la inserción de la persona humana en la gran familia de la Iglesia.
El mandato de crecer y multiplicarse, dado al principio al
hombre y a la mujer, alcanza de este modo su verdad y realización plenas.
La Iglesia encuentra así en la familia, nacida del sacramento,
su cuna y el lugar donde puede actuar la propia inserción en las generaciones
humanas, y éstas, a su vez, en la Iglesia.
Matrimonio y virginidad
16. La virginidad y el celibato por el Reino de Dios no sólo no
contradicen la dignidad del matrimonio, sino que la presuponen y la confirman.
El matrimonio y la virginidad son dos modos de expresar y de vivir el único
Misterio de la Alianza de Dios con su pueblo. Cuando no se estima el matrimonio,
no puede existir tampoco la virginidad consagrada; cuando la sexualidad humana
no se considera un gran valor donado por el Creador, pierde significado la
renuncia por el Reino de los cielos.
En efecto, dice acertadamente San Juan Crisóstomo: «Quien
condena el matrimonio, priva también la virginidad de su gloria; en cambio,
quien lo alaba, hace la virginidad más admirable y luminosa. Lo que aparece un
bien solamente en comparación con un mal, no es un gran bien; pero lo que es
mejor aún que bienes por todos considerados tales, es ciertamente un bien en
grado superlativo».(38)
En la virginidad el hombre está a la espera, incluso
corporalmente, de las bodas escatológicas de Cristo con la Iglesia, dándose
totalmente a la Iglesia con la esperanza de que Cristo se dé a ésta en la plena
verdad de la vida eterna. La persona virgen anticipa así en su carne el mundo
nuevo de la resurrección futura.(39)
En virtud de este testimonio, la virginidad mantiene viva en la
Iglesia la conciencia del misterio del matrimonio y lo defiende de toda
reducción y empobrecimiento.
Haciendo libre de modo especial el corazón del hombre,(40)
«hasta encenderlo mayormente de caridad hacia Dios y hacia todos los
hombres»,(41) la virginidad testimonia que el Reino de Dios y su justicia son la
perla preciosa que se debe preferir a cualquier otro valor aunque sea grande, es
más, que hay que buscarlo como el único valor definitivo. Por esto, la Iglesia,
durante toda su historia, ha defendido siempre la superioridad de este carisma
frente al del matrimonio, por razón del vínculo singular que tiene con el Reino
de Dios.(42)
Aun habiendo renunciado a la fecundidad física, la persona
virgen se hace espiritualmente fecunda, padre y madre de muchos, cooperando a la
realización de la familia según el designio de Dios.
Los esposos cristianos tienen pues el derecho de esperar de las
personas vírgenes el buen ejemplo y el testimonio de la fidelidad a su vocación
hasta la muerte. Así como para los esposos la fidelidad se hace a veces difícil
y exige sacrificio, mortificación y renuncia de sí, así también puede ocurrir a
las personas vírgenes. La fidelidad de éstas incluso ante eventuales pruebas,
debe edificar la fidelidad de aquéllos.(43)
Estas reflexiones sobre la virginidad pueden iluminar y ayudar
a aquellos que por motivos independientes de su voluntad no han podido casarse y
han aceptado posteriormente su situación en espíritu de servicio.
TERCERA PARTE
MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA
¡Familia, sé lo que eres!
17. En el designio de Dios Creador y Redentor la familia
descubre no sólo su «identidad», lo que «es», sino también su «misión», lo que
puede y debe «hacer». El cometido, que ella por vocación de Dios está llamada a
desempeñar en la historia, brota de su mismo ser y representa su desarrollo
dinámico y existencial. Toda familia descubre y encuentra en sí misma la llamada
imborrable, que define a la vez su dignidad y su responsabilidad: familia, ¡«sé»
lo que «eres»!
Remontarse al «principio» del gesto creador de Dios es una
necesidad para la familia, si quiere conocerse y realizarse según la verdad
interior no sólo de su ser, sino también de su actuación histórica. Y dado que,
según el designio divino, está constituida como «íntima comunidad de vida y de
amor»,(44) la familia tiene la misión de ser cada vez más lo que es, es decir,
comunidad de vida y amor, en una tensión que, al igual que para toda realidad
creada y redimida, hallará su cumplimiento en el Reino de Dios. En una
perspectiva que además llega a las raíces mismas de la realidad, hay que decir
que la esencia y el cometido de la familia son definidos en última instancia por
el amor. Por esto la familia recibe la misión de custodiar, revelar y
comunicar el amor, como reflejo vivo y participación real del amor de Dios
por la humanidad y del amor de Cristo Señor por la Iglesia su esposa.
Todo cometido particular de la familia es la expresión y la
actuación concreta de tal misión fundamental. Es necesario por tanto penetrar
más a fondo en la singular riqueza de la misión de la familia y sondear sus
múltiples y unitarios contenidos.
En este sentido, partiendo del amor y en constante referencia a
él, el reciente Sínodo ha puesto de relieve cuatro cometidos generales de la
familia:
1) formación de una comunidad de personas;
2) servicio a la vida;
3) participación en el desarrollo de la sociedad;
4) participación en la vida y misión de la Iglesia.
I - FORMACIÓN DE UNA COMUNIDAD DE PERSONAS
El amor, principio y fuerza de la comunión
18. La familia, fundada y vivificada por el amor, es una
comunidad de personas: del hombre y de la mujer esposos, de los padres y de los
hijos, de los parientes. Su primer cometido es el de vivir fielmente la realidad
de la comunión con el empeño constante de desarrollar una auténtica comunidad de
personas.
El principio interior, la fuerza permanente y la meta última de
tal cometido es el amor: así como sin el amor la familia no es una comunidad de
personas, así también sin el amor la familia no puede vivir, crecer y
perfeccionarse como comunidad de personas. Cuanto he escrito en la encíclica
Redemptor hominis encuentra su originalidad y aplicación privilegiada
precisamente en la familia en cuanto tal: «El hombre no puede vivir sin amor.
Permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido,
si no le es revelado el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo
experimenta y no lo hace propio, si no participa en él vivamente».(45)
El amor entre el hombre y la mujer en el matrimonio y, de forma
derivada y más amplia, el amor entre los miembros de la misma familia -entre
padres e hijos, entre hermanos y hermanas, entre parientes y familiares- está
animado e impulsado por un dinamismo interior e incesante que conduce la familia
a una comunión cada vez más profunda e intensa, fundamento y alma de la
comunidad conyugal y familiar.
Unidad indivisible de la comunión conyugal
19. La comunión primera es la que se instaura y se desarrolla
entre los cónyuges; en virtud del pacto de amor conyugal, el hombre y la mujer
«no son ya dos, sino una sola carne»(46) y están llamados a crecer continuamente
en su comunión a través de la fidelidad cotidana a la promesa matrimonial de la
recíproca donación total.
Esta comunión conyugal hunde sus raíces en el complemento
natural que existe entre el hombre y la mujer y se alimenta mediante la voluntad
personal de los esposos de compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y
lo que son; por esto tal comunión es el fruto y el signo de una exigencia
profundamente humana. Pero, en Cristo Señor, Dios asume esta exigencia humana,
la confirma, la purifica y la eleva conduciéndola a perfección con el sacramento
del matrimonio: el Espíritu Santo infundido en la celebración sacramental ofrece
a los esposos cristianos el don de una comunión nueva de amor, que es imagen
viva y real de la singularísima unidad que hace de la Iglesia el indivisible
Cuerpo místico del Señor Jesús.
El don del Espíritu Santo es mandamiento de vida para los
esposos cristianos y al mismo tiempo impulso estimulante, a fin de que cada día
progresen hacia una unión cada vez más rica entre ellos, a todos los niveles
-del cuerpo, del carácter, del corazón, de la inteligencia y voluntad, del
alma(47)-, revelando así a la Iglesia y al mundo la nueva comunión de amor,
donada por la gracia de Cristo.
Semejante comunión queda radicalmente contradicha por la
poligamia; ésta, en efecto, niega directamente el designio de Dios tal como es
revelado desde los orígenes, porque es contraria a la igual dignidad personal
del hombre y de la mujer, que en el matrimonio se dan con un amor total y por lo
mismo único y exclusivo. Así lo dice el Concilio Vaticano II: «La unidad
matrimonial confirmada por el Señor aparece de modo claro incluso por la igual
dignidad personal del hombre y de la mujer, que debe ser reconocida en el mutuo
y pleno amor».(48)
Una comunión indisoluble
20. La comunión conyugal se caracteriza no sólo por su unidad,
sino también por su indisolubilidad: «Esta unión íntima, en cuanto donación
mutua de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen la plena
fidelidad de los cónyuges y reclaman su indisoluble unidad».(49)
Es deber fundamental de la Iglesia reafirmar con fuerza -como
han hecho los Padres del Sínodo- la doctrina de la indisolubilidad del
matrimonio; a cuantos, en nuestros días, consideran difícil o incluso imposible
vincularse a una persona por toda la vida y a cuantos son arrastrados por una
cultura que rechaza la indisolubilidad matrimonial y que se mofa abiertamente
del compromiso de los esposos a la fidelidad, es necesario repetir el buen
anuncio de la perennidad del amor conyugal que tiene en Cristo su fundamento y
su fuerza.(50)
Enraizada en la donación personal y total de los cónyuges y
exigida por el bien de los hijos, la indisolubilidad del matrimonio halla su
verdad última en el designio que Dios ha manifestado en su Revelación: Él quiere
y da la indisolubilidad del matrimonio como fruto, signo y exigencia del amor
absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que el Señor Jesús vive hacia su
Iglesia.
Cristo renueva el designio primitivo que el Creador ha inscrito
en el corazón del hombre y de la mujer, y en la celebración del sacramento del
matrimonio ofrece un «corazón nuevo»: de este modo los cónyuges no sólo pueden
superar la «dureza de corazón»,(51) sino que también y principalmente pueden
compartir el amor pleno y definitivo de Cristo, nueva y eterna Alianza hecha
carne. Así como el Señor Jesús es el «testigo fiel»,(52) es el «sí» de las
promesas de Dios(53) y consiguientemente la realización suprema de la fidelidad
incondicional con la que Dios ama a su pueblo, así también los cónyuges
cristianos están llamados a participar realmente en la indisolubilidad
irrevocable, que une a Cristo con la Iglesia su esposa, amada por Él hasta el
fin.(54)
El don del sacramento es al mismo tiempo vocación y mandamiento
para los esposos cristianos, para que permanezcan siempre fieles entre sí, por
encima de toda prueba y dificultad, en generosa obediencia a la santa voluntad
del Señor: «lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre».(55)
Dar testimonio del inestimable valor de la indisolubilidad y
fidelidad matrimonial es uno de los deberes más preciosos y urgentes de las
parejas cristianas de nuestro tiempo. Por esto, junto con todos los Hermanos en
el Episcopado que han tomado parte en el Sínodo de los Obispos, alabo y aliento
a las numerosas parejas que, aun encontrando no leves dificultades, conservan y
desarrollan el bien de la indisolubilidad; cumplen así, de manera útil y
valiente, el cometido a ellas confiado de ser un «signo» en el mundo -un signo
pequeño y precioso, a veces expuesto a tentación, pero siempre renovado- de la
incansable fidelidad con que Dios y Jesucristo aman a todos los hombres y a cada
hombre. Pero es obligado también reconocer el valor del testimonio de aquellos
cónyuges que, aun habiendo sido abandonados por el otro cónyuge, con la fuerza
de la fe y de la esperanza cristiana no han pasado a una nueva unión: también
estos dan un auténtico testimonio de fidelidad, de la que el mundo tiene hoy
gran necesidad. Por ello deben ser animados y ayudados por los pastores y por
los fieles de la Iglesia.
La más amplia comunión de la familia
21. La comunión conyugal constituye el fundamento sobre el cual
se va edificando la más amplia comunión de la familia, de los padres y de los
hijos, de los hermanos y de las hermanas entre sí, de los parientes y demás
familiares.
Esta comunión radica en los vínculos naturales de la carne y de
la sangre y se desarrolla encontrando su perfeccionamiento propiamente humano en
el instaurarse y madurar de vínculos todavía más profundos y ricos del espíritu:
el amor que anima las relaciones interpersonales de los diversos miembros de la
familia, constituye la fuerza interior que plasma y vivifica la comunión y la
comunidad familiar.
La familia cristiana está llamada además a hacer la experiencia
de una nueva y original comunión, que confirma y perfecciona la natural y
humana. En realidad la gracia de Cristo, «el Primogénito entre los
hermanos»,(56) es por su naturaleza y dinamismo interior una «gracia fraterna
como la llama santo Tomás de Aquino.(57) El Espíritu Santo, infundido en la
celebración de los sacramentos, es la raíz viva y el alimento inagotable de la
comunión sobrenatural que acumuna y vincula a los creyentes con Cristo y entre
sí en la unidad de la Iglesia de Dios. Una revelación y actuación específica de
la comunión eclesial está constituida por la familia cristiana que también por
esto puede y debe decirse «Iglesia doméstica».(58)
Todos los miembros de la familia, cada uno según su propio don,
tienen la gracia y la responsabilidad de construir, día a día, la comunión de
las personas, haciendo de la familia una «escuela de humanidad más completa y
más rica»:(59) es lo que sucede con el cuidado y el amor hacia los pequeños, los
enfermos y los ancianos; con el servicio recíproco de todos los días,
compartiendo los bienes, alegrías y sufrimientos.
Un momento fundamental para construir tal comunión está
constituido por el intercambio educativo entre padres e hijos,(60) en que cada
uno da y recibe. Mediante el amor, el respeto, la obediencia a los padres, los
hijos aportan su específica e insustituible contribución a la edificación de una
familia auténticamente humana y cristiana.(61) En esto se verán facilitados si
los padres ejercen su autoridad irrenunciable como un verdadero y propio
«ministerio», esto es, como un servicio ordenado al bien humano y cristiano de
los hijos, y ordenado en particular a hacerles adquirir una libertad
verdaderamente responsable, y también si los padres mantienen viva la conciencia
del «don» que continuamente reciben de los hijos.
La comunión familiar puede ser conservada y perfeccionada sólo
con un gran espíritu de sacrificio. Exige, en efecto, una pronta y generosa
disponibilidad de todos y cada uno a la comprensión, a la tolerancia, al perdón,
a la reconciliación. Ninguna familia ignora que el egoísmo, el desacuerdo, las
tensiones, los conflictos atacan con violencia y a veces hieren mortalmente la
propia comunión: de aquí las múltiples y variadas formas de división en la vida
familiar. Pero al mismo tiempo, cada familia está llamada por el Dios de la paz
a hacer la experiencia gozosa y renovadora de la «reconciliación», esto es, de
la comunión reconstruida, de la unidad nuevamente encontrada. En particular la
participación en el sacramento de la reconciliación y en el banquete del único
Cuerpo de Cristo ofrece a la familia cristiana la gracia y la responsabilidad de
superar toda división y caminar hacia la plena verdad de la comunión querida por
Dios, respondiendo así al vivísimo deseo del Señor: que todos «sean una sola
cosa».(62)
Derechos y obligaciones de la mujer
22. La familia, en cuanto es y debe ser siempre comunión y
comunidad de personas, encuentra en el amor la fuente y el estímulo incesante
para acoger, respetar y promover a cada uno de sus miembros en la altísima
dignidad de personas, esto es, de imágenes vivientes de Dios. Como han afirmado
justamente los Padres Sinodales, el criterio moral de la autenticidad de las
relaciones conyugales y familiares consiste en la promoción de la dignidad y
vocación de cada una de las personas, las cuales logran su plenitud mediante el
don sincero de sí mismas.(63)
En esta perspectiva, el Sínodo ha querido reservar una atención
privilegiada a la mujer, a sus derechos y deberes en la familia y en la
sociedad. En la misma perspectiva deben considerarse también el hombre como
esposo y padre, el niño y los ancianos.
De la mujer hay que resaltar, ante todo, la igual dignidad y
responsabilidad respecto al hombre; tal igualdad encuentra una forma singular de
realización en la donación de uno mismo al otro y de ambos a los hijos, donación
propia del matrimonio y de la familia. Lo que la misma razón humana intuye y
reconoce, es revelado en plenitud por la Palabra de Dios; en efecto, la historia
de la salvación es un testimonio continuo y luminoso de la dignidad de la
mujer.
Creando al hombre «varón y mujer»,(64) Dios da la dignidad
personal de igual modo al hombre y a la mujer, enriqueciéndolos con los derechos
inalienables y con las responsabilidades que son propias de la persona humana.
Dios manifiesta también de la forma más elevada posible la dignidad de la mujer
asumiendo Él mismo la carne humana de María Virgen, que la Iglesia honra como
Madre de Dios, llamándola la nueva Eva y proponiéndola como modelo de la mujer
redimida. El delicado respeto de Jesús hacia las mujeres que llamó a su
seguimiento y amistad, su aparición la mañana de Pascua a una mujer antes que a
los otros discípulos, la misión confiada a las mujeres de llevar la buena nueva
de la Resurrección a los apóstoles, son signos que confirman la estima especial
del Señor Jesús hacia la mujer. Dirá el Apóstol Pablo: «Todos, pues, sois hijos
de Dios por la fe en Cristo Jesús. No hay ya judío o griego, no hay siervo o
libre, no hay varón o hembra, porque todos sois uno en Cristo
Jesús».(65)
Mujer y sociedad
23. Sin entrar ahora a tratar de los diferentes aspectos del
amplio y complejo tema de las relaciones mujer-sociedad, sino limitándonos a
algunos puntos esenciales, no se puede dejar de observar cómo en el campo más
específicamente familiar una amplia y difundida tradición social y cultural ha
querido reservar a la mujer solamente la tarea de esposa y madre, sin abrirla
adecuadamente a las funciones públicas, reservadas en general al hombre.
No hay duda de que la igual dignidad y responsabilidad del
hombre y de la mujer justifican plenamente el acceso de la mujer a las funciones
públicas. Por otra parte, la verdadera promoción de la mujer exige también que
sea claramente reconocido el valor de su función materna y familiar respecto a
las demás funciones públicas y a las otras profesiones. Por otra parte, tales
funciones y profesiones deben integrarse entre sí, si se quiere que la evolución
social y cultural sea verdadera y plenamente humana.
Esto resultará más fácil si, como ha deseado el Sínodo, una
renovada «teología del trabajo» ilumina y profundiza el significado del mismo en
la vida cristiana y determina el vínculo fundamental que existe entre el trabajo
y la familia, y por consiguiente el significado original e insustituible del
trabajo de la casa y la educación de los hijos.(66) Por ello la Iglesia puede y
debe ayudar a la sociedad actual, pidiendo incansablemente que el trabajo de la
mujer en casa sea reconocido por todos y estimado por su valor insustituible.
Esto tiene una importancia especial en la acción educativa; en efecto, se
elimina la raíz misma de la posible discriminación entre los diversos trabajos y
profesiones cuando resulta claramente que todos y en todos los sectores se
empeñan con idéntico derecho e idéntica responsabilidad. Aparecerá así más
espléndida la imagen de Dios en el hombre y en la mujer.
Si se debe reconocer también a las mujeres, como a los hombres,
el derecho de acceder a las diversas funciones públicas, la sociedad debe sin
embargo estructurarse de manera tal que las esposas y madres no sean de hecho
obligadas a trabajar fuera de casa y que sus familias puedan vivir y
prosperar dignamente, aunque ellas se dediquen totalmente a la propia
familia.
Se debe superar además la mentalidad según la cual el honor de
la mujer deriva más del trabajo exterior que de la actividad familiar. Pero esto
exige que los hombres estimen y amen verdaderamente a la mujer con todo el
respeto de su dignidad personal, y que la sociedad cree y desarrolle las
condiciones adecuadas para el trabajo doméstico.
La Iglesia, con el debido respeto por la diversa vocación del
hombre y de la mujer, debe promover en la medida de lo posible en su misma vida
su igualdad de derechos y de dignidad; y esto por el bien de todos, de la
familia, de la sociedad y de la Iglesia.
Es evidente sin embargo que todo esto no significa para la
mujer la renuncia a su feminidad ni la imitación del carácter masculino, sino la
plenitud de la verdadera humanidad femenina tal como debe expresarse en su
comportamiento, tanto en familia como fuera de ella, sin descuidar por otra
parte en este campo la variedad de costumbres y culturas.
Ofensas a la dignidad de la mujer
24. Desgraciadamente el mensaje cristiano sobre la dignidad de
la mujer halla oposición en la persistente mentalidad que considera al ser
humano no como persona, sino como cosa, como objeto de compraventa, al servicio
del interés egoísta y del solo placer; la primera víctima de tal mentalidad es
la mujer.
Esta mentalidad produce frutos muy amargos, como el desprecio
del hombre y de la mujer, la esclavitud, la opresión de los débiles, la
pornografía, la prostitución -tanto más cuando es organizada- y todas las
diferentes discriminaciones que se encuentran en el ámbito de la educación, de
la profesión, de la retribución del trabajo, etc.
Además, todavía hoy, en gran parte de nuestra sociedad
permanecen muchas formas de discriminación humillante que afectan y ofenden
gravemente algunos grupos particulares de mujeres como, por ejemplo, las esposas
que no tienen hijos, las viudas, las separadas, las divorciadas, las madres
solteras.
Estas y otras discriminaciones han sido deploradas con toda la
fuerza posible por los Padres Sinodales. Por lo tanto, pido que por parte de
todos se desarrolle una acción pastoral específica más enérgica e incisiva, a
fin de que estas situaciones sean vencidas definitivamente, de tal modo que se
alcance la plena estima de la imagen de Dios que se refleja en todos los seres
humanos sin excepción alguna.
El hombre esposo y padre
25. Dentro de la comunión-comunidad conyugal y familiar, el
hombre está llamado a vivir su don y su función de esposo y padre.
Él ve en la esposa la realización del designio de Dios: «No es
bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada»,(67) y hace
suya la exclamación de Adán, el primer esposo: «Esta vez sí que es hueso de mis
huesos y carne de mi carne».(68)
El auténtico amor conyugal supone y exige que el hombre tenga
profundo respeto por la igual dignidad de la mujer: «No eres su amo -escribe san
Ambrosio- sino su marido; no te ha sido dada como esclava, sino como mujer...
Devuélvele sus atenciones hacia ti y sé para con ella agradecido por su
amor».(69) El hombre debe vivir con la esposa «un tipo muy especial de amistad
personal».(70) El cristiano además está llamado a desarrollar una actitud de
amor nuevo, manifestando hacia la propia mujer la caridad delicada y fuerte que
Cristo tiene a la Iglesia.(71)
El amor a la esposa madre y el amor a los hijos son para el
hombre el camino natural para la comprensión y la realización de su paternidad.
Sobre todo, donde las condiciones sociales y culturales inducen fácilmente al
padre a un cierto desinterés respecto de la familia o bien a una presencia menor
en la acción educativa, es necesario esforzarse para que se recupere socialmente
la convicción de que el puesto y la función del padre en y por la familia son de
una importancia única e insustituible.(72) Como la experiencia enseña, la
ausencia del padre provoca desequilibrios psicológicos y morales, además de
dificultades notables en las relaciones familiares, como también, en
circunstancias opuestas, la presencia opresiva del padre, especialmente donde
todavía vige el fenómeno del «machismo», o sea, la superioridad abusiva de las
prerrogativas masculinas que humillan a la mujer e inhiben el desarrollo de
sanas relaciones familiares.
Revelando y reviviendo en la tierra la misma paternidad de
Dios,(73) el hombre está llamado a garantizar el desarrollo unitario de todos
los miembros de la familia. Realizará esta tarea mediante una generosa
responsabilidad por la vida concebida junto al corazón de la madre, un
compromiso educativo más solícito y compartido con la propia esposa,(74) un
trabajo que no disgregue nunca la familia, sino que la promueva en su cohesión y
estabilidad, un testimonio de vida cristiana adulta, que introduzca más
eficazmente a los hijos en la experiencia viva de Cristo y de la
Iglesia.
Derechos del niño
26. En la familia, comunidad de personas, debe reservarse una
atención especialísima al niño, desarrollando una profunda estima por su
dignidad personal, así como un gran respeto y un generoso servicio a sus
derechos. Esto vale respecto a todo niño, pero adquiere una urgencia singular
cuando el niño es pequeño y necesita de todo, está enfermo, delicado o es
minusválido.
Procurando y teniendo un cuidado tierno y profundo para cada
niño que viene a este mundo, la Iglesia cumple una misión fundamental. En
efecto, está llamada a revelar y a proponer en la historia el ejemplo y el
mandato de Cristo, que ha querido poner al niño en el centro del Reino de Dios:
«Dejad que los niños vengan a mí, ... que de ellos es el reino de los
cielos».(75)
Repito nuevamente lo que dije en la Asamblea General de las
Naciones Unidas, el 2 de octubre de 1979: «Deseo ... expresar el gozo que para
cada uno de nosotros constituyen los niños, primavera de la vida, anticipo de la
historia futura de cada una de las patrias terrestres actuales. Ningún país del
mundo, ningún sistema político puede pensar en el propio futuro, si no es a
través de la imagen de estas nuevas generaciones que tomarán de sus padres el
múltiple patrimonio de los valores, de los deberes y de las aspiraciones de la
nación a la que pertenecen, junto con el de toda la familia humana. La solicitud
por el niño, incluso antes de su nacimiento, desde el primer momento de su
concepción y, a continuación, en los años de la infancia y de la juventud es la
verificación primaria y fundamental de la relación del hombre con el hombre. Y
por eso, ¿qué más se podría desear a cada nación y a toda la humanidad, a todos
los niños del mundo, sino un futuro mejor en el que el respeto de los Derechos
del Hombre llegue a ser una realidad plena en las dimensiones del 2000 que se
acerca?».(76)
La acogida, el amor, la estima, el servicio múltiple y unitario
-material, afectivo, educativo, espiritual- a cada niño que viene a este mundo,
deberá constituir siempre una nota distintiva e irrenunciable de los cristianos,
especialmente de las familias cristianas; así los niños, a la vez que crecen «en
sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres»,(77) serán una
preciosa ayuda para la edificación de la comunidad familiar y para la misma
santificación de los padres.(78)
Los ancianos en familia
27. Hay culturas que manifiestan una singular veneración y un
gran amor por el anciano; lejos de ser apartado de la familia o de ser soportado
como un peso inútil, el anciano permanece inserido en la vida familiar, sigue
tomando parte activa y responsable -aun debiendo respetar la autonomía de la
nueva familia- y sobre todo desarrolla la preciosa misión de testigo del pasado
e inspirador de sabiduría para los jóvenes y para el futuro.
Otras culturas, en cambio, especialmente como consecuencia de
un desordenado desarrollo industrial y urbanístico, han llevado y siguen
llevando a los ancianos a formas inaceptables de marginación, que son fuente a
la vez de agudos sufrimientos para ellos mismos y de empobrecimiento espiritual
para tantas familias.
Es necesario que la acción pastoral de la Iglesia estimule a
todos a descubrir y a valorar los cometidos de los ancianos en la comunidad
civil y eclesial, y en particular en la familia. En realidad, «la vida de los
ancianos ayuda a clarificar la escala de valores humanos; hace ver la
continuidad de las generaciones y demuestra maravillosamente la interdependencia
del Pueblo de Dios. Los ancianos tienen además el carisma de romper las barreras
entre las generaciones antes de que se consoliden: ¡Cuántos niños han hallado
comprensión y amor en los ojos, palabras y caricias de los ancianos! y ¡cuánta
gente mayor no ha subscrito con agrado las palabras inspiradas "la corona de los
ancianos son los hijos de sus hijos" (Prov 17, 6)!».(79)
II - SERVICIO A LA VIDA
1) La transmisión de la vida.
Cooperadores del amor de Dios Creador
28. Dios, con la creación del hombre y de la mujer a su imagen
y semejanza, corona y lleva a perfección la obra de sus manos; los llama a una
especial participación en su amor y al mismo tiempo en su poder de Creador y
Padre, mediante su cooperación libre y responsable en la transmisión del don de
la vida humana: «Y bendíjolos Dios y les dijo: " Sed fecundos y multiplicaos y
henchid la tierra y sometedla"».(80)
Así el cometido fundamental de la familia es el servicio a la
vida, el realizar a lo largo de la historia la bendición original del Creador,
transmitiendo en la generación la imagen divina de hombre a hombre.(81)
La fecundidad es el fruto y el signo del amor conyugal, el
testimonio vivo de la entrega plena y recíproca de los esposos: «El cultivo
auténtico del amor conyugal y toda la estructura de la vida familiar que de él
deriva, sin dejar de lado los demás fines del matrimonio, tienden a capacitar a
los esposos para cooperar con fortaleza de espíritu con el amor del Creador y
del Salvador, quien por medio de ellos aumenta y enriquece diariamente su propia
familia».(82)
La fecundidad del amor conyugal no se reduce sin embargo a la
sola procreación de los hijos, aunque sea entendida en su dimensión
específicamente humana: se amplía y se enriquece con todos los frutos de vida
moral, espiritual y sobrenatural que el padre y la madre están llamados a dar a
los hijos y, por medio de ellos, a la Iglesia y al mundo.
La doctrina y la norma siempre antigua y siempre nueva de la
Iglesia
29. Precisamente porque el amor de los esposos es una
participación singular en el misterio de la vida y del amor de Dios mismo, la
Iglesia sabe que ha recibido la misión especial de custodiar y proteger la
altísima dignidad del matrimonio y la gravísima responsabilidad de la
transmisión de la vida humana.
De este modo, siguiendo la tradición viva de la comunidad
eclesial a través de la historia, el reciente Concilio Vaticano II y el
magisterio de mi predecesor Pablo VI, expresado sobre todo en la encíclica
Humanae vitae, han transmitido a nuestro tiempo un anuncio verdaderamente
profético, que reafirma y propone de nuevo con claridad la doctrina y la norma
siempre antigua y siempre nueva de la Iglesia sobre el matrimonio y sobre la
transmisión de la vida humana.
Por esto, los Padres Sinodales, en su última asamblea
declararon textualmente: «Este Sagrado Sínodo, reunido en la unidad de la fe con
el sucesor de Pedro, mantiene firmemente lo que ha sido propuesto en el Concilio
Vaticano II (cfr. Gaudium et spes, 50) y después en la encíclica
Humanae vitae, y en concreto, que el amor conyugal debe ser plenamente
humano, exclusivo y abierto a una nueva vida (Humanae vitae, n. 11 y cfr.
9 y 12)».(83)
La Iglesia en favor de la vida
30. La doctrina de la Iglesia se encuentra hoy en una situación
social y cultural que la hace a la vez más difícil de comprender y más urgente e
insustituible para promover el verdadero bien del hombre y de la mujer.
En efecto, el progreso científico-técnico, que el hombre
contemporáneo acrecienta continuamente en su dominio sobre la naturaleza, no
desarrolla solamente la esperanza de crear una humanidad nueva y mejor, sino
también una angustia cada vez más profunda ante el futuro. Algunos se preguntan
si es un bien vivir o si sería mejor no haber nacido; dudan de si es lícito
llamar a otros a la vida, los cuales quizás maldecirán su existencia en un mundo
cruel, cuyos terrores no son ni siquiera previsibles. Otros piensan que son los
únicos destinatarios de las ventajas de la técnica y excluyen a los demás, a los
cuales imponen medios anticonceptivos o métodos aún peores. Otros todavía,
cautivos como son de la mentalidad consumista y con la única preocupación de un
continuo aumento de bienes materiales, acaban por no comprender, y por
consiguiente rechazar la riqueza espiritual de una nueva vida humana. La razón
última de estas mentalidades es la ausencia, en el corazón de los hombres, de
Dios cuyo amor sólo es más fuerte que todos los posibles miedos del mundo y los
puede vencer.
Ha nacido así una mentalidad contra la vida (anti-life
mentality), como se ve en muchas cuestiones actuales: piénsese, por ejemplo,
en un cierto pánico derivado de los estudios de los ecólogos y futurólogos sobre
la demografía, que a veces exageran el peligro que representa el incremento
demográfico para la calidad de la vida.
Pero la Iglesia cree firmemente que la vida humana, aunque
débil y enferma, es siempre un don espléndido del Dios de la bondad. Contra el
pesimismo y el egoísmo, que ofuscan el mundo, la Iglesia está en favor de la
vida: y en cada vida humana sabe descubrir el esplendor de aquel «Sí», de aquel
«Amén» que es Cristo mismo.(84) Al «no» que invade y aflige al mundo, contrapone
este «Sí» viviente, defendiendo de este modo al hombre y al mundo de cuantos
acechan y rebajan la vida.
La Iglesia está llamada a manifestar nuevamente a todos, con un
convencimiento más claro y firme, su voluntad de promover con todo medio y
defender contra toda insidia la vida humana, en cualquier condición o fase de
desarrollo en que se encuentre.
Por esto la Iglesia condena, como ofensa grave a la dignidad
humana y a la justicia, todas aquellas actividades de los gobiernos o de otras
autoridades públicas, que tratan de limitar de cualquier modo la libertad de los
esposos en la decisión sobre los hijos. Por consiguiente, hay que condenar
totalmente y rechazar con energía cualquier violencia ejercida por tales
autoridades en favor del anticoncepcionismo e incluso de la esterilización y del
aborto procurado. Al mismo tiempo, hay que rechazar como gravemente injusto el
hecho de que, en las relaciones internacionales, la ayuda económica concedida
para la promoción de los pueblos esté condicionada a programas de
anticoncepcionismo, esterilización y aborto procurado.(85)
Para que el plan divino sea realizado cada vez más
plenamente
31. La Iglesia es ciertamente consciente también de los
múltiples y complejos problemas que hoy, en muchos países, afectan a los esposos
en su cometido de transmitir responsablemente la vida. Conoce también el grave
problema del incremento demográfico como se plantea en diversas partes de mundo,
con las implicaciones morales que comporta.
Ella cree, sin embargo, que una consideración profunda de todos
los aspectos de tales problemas ofrece una nueva y más fuerte confirmación de la
importancia de la doctrina auténtica acerca de la regulación de la natalidad,
propuesta de nuevo en el Concilio Vaticano II y en la encíclica Humanae
vitae.
Por esto, junto con los Padres del Sínodo, siento el deber de
dirigir una acuciante invitación a los teólogos a fin de que, uniendo sus
fuerzas para colaborar con el magisterio jerárquico, se comprometan a iluminar
cada vez mejor los fundamentos bíblicos, las motivaciones éticas y las razones
personalistas de esta doctrina. Así será posible, en el contexto de una
exposición orgánica, hacer que la doctrina de la Iglesia en este importante
capítulo sea verdaderamente accesible a todos los hombres de buena voluntad,
facilitando su comprensión cada vez más luminosa y profunda; de este modo el
plan divino podrá ser realizado cada vez más plenamente, para la salvación del
hombre y gloria del Creador.
A este respecto, el empeño concorde de los teólogos, inspirado
por la adhesión convencida al Magisterio, que es la única guía auténtica del
Pueblo de Dios, presenta una urgencia especial también a causa de la relación
íntima que existe entre la doctrina católica sobre este punto y la visión del
hombre que propone la Iglesia. Dudas o errores en el ámbito matrimonial o
familiar llevan a una ofuscación grave de la verdad integral sobre el hombre, en
una situación cultural que muy a menudo es confusa y contradictoria. La
aportación de iluminación y profundización, que los teólogos están llamados a
ofrecer en el cumplimiento de su cometido específico, tiene un valor
incomparable y representa un servicio singular, altamente meritorio, a la
familia y a la humanidad.
En la visión integral del hombre y de su vocación
32. En el contexto de una cultura que deforma gravemente o
incluso pierde el verdadero significado de la sexualidad humana, porque la
desarraiga de su referencia a la persona, la Iglesia siente más urgente e
insustituible su misión de presentar la sexualidad como valor y función de toda
la persona creada, varón y mujer, a imagen de Dios.
En esta perspectiva el Concilio Vaticano II afirmó claramente
que «cuando se trata de conjugar el amor conyugal con la responsable transmisión
de la vida, la índole moral de la conducta no depende solamente de la sincera
intención y apreciación de los motivos, sino que debe determinarse con
criterios objetivos, tomados de la naturaleza de la persona y de sus
actos, criterios que mantienen íntegro el sentido de la mutua entrega y de
la humana procreación, entretejidos con el amor verdadero; esto es imposible sin
cultivar sinceramente la virtud de la castidad conyugal».(86)
Es precisamente partiendo de la «visión integral del hombre y
de su vocación, no sólo natural y terrena sino también sobrenatural y
eterna»,(87) por lo que Pablo VI afirmó, que la doctrina de la Iglesia «está
fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no
puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto
conyugal: el significado unitivo y el significado procreador».(88) Y concluyó
recalcando que hay que excluir, como intrínsecamente deshonesta, «toda acción
que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo
de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer
imposible la procreación».(89)
Cuando los esposos, mediante el recurso al anticoncepcionismo,
separan estos dos significados que Dios Creador ha inscrito en el ser del hombre
y de la mujer y en el dinamismo de su comunión sexual, se comportan como
«árbitros» del designio divino y «manipulan» y envilecen la sexualidad humana, y
con ella la propia persona del cónyuge, alterando su valor de donación «total».
Así, al lenguaje natural que expresa la recíproca donación total de los esposos,
el anticoncepcionismo impone un lenguaje objetivamente contradictorio, es decir,
el de no darse al otro totalmente: se produce, no sólo el rechazo positivo de la
apertura a la vida, sino también una falsificación de la verdad interior del
amor conyugal, llamado a entregarse en plenitud personal.
En cambio, cuando los esposos, mediante el recurso a períodos
de infecundidad, respetan la conexión inseparable de los significados unitivo y
procreador de la sexualidad humana, se comportan como «ministros» del designio
de Dios y «se sirven» de la sexualidad según el dinamismo original de la
donación «total», sin manipulaciones ni alteraciones.(90)
A la luz de la misma experiencia de tantas parejas de esposos y
de los datos de las diversas ciencias humanas, la reflexión teológica puede
captar y está llamada a profundizar la diferencia antropológica y al mismo
tiempo moral, que existe entre el anticoncepcionismo y el recurso a los
ritmos temporales. Se trata de una diferencia bastante más amplia y profunda de
lo que habitualmente se cree, y que implica en resumidas cuentas dos
concepciones de la persona y de la sexualidad humana, irreconciliables entre sí.
La elección de los ritmos naturales comporta la aceptación del tiempo de la
persona, es decir de la mujer, y con esto la aceptación también del diálogo, del
respeto recíproco, de la responsabilidad común, del dominio de sí mismo. Aceptar
el tiempo y el diálogo significa reconocer el carácter espiritual y a la vez
corporal de la comunión conyugal, como también vivir el amor personal en su
exigencia de fidelidad. En este contexto la pareja experimenta que la comunión
conyugal es enriquecida por aquellos valores de ternura y afectividad, que
constituyen el alma profunda de la sexualidad humana, incluso en su dimensión
física. De este modo la sexualidad es respetada y promovida en su dimensión
verdadera y plenamente humana, no «usada» en cambio como un «objeto» que,
rompiendo la unidad personal de alma y cuerpo, contradice la misma creación de
Dios en la trama más profunda entre naturaleza y persona.
La Iglesia Maestra y Madre para los esposos en
dificultad
33. También en el campo de la moral conyugal la Iglesia es y
actúa como Maestra y Madre.
Como Maestra, no se cansa de proclamar la norma moral que debe
guiar la transmisión responsable de la vida. De tal norma la Iglesia no es
ciertamente ni la autora ni el árbitro. En obediencia a la verdad que es Cristo,
cuya imagen se refleja en la naturaleza y en la dignidad de la persona humana,
la Iglesia interpreta la norma moral y la propone a todos los hombres de buena
voluntad, sin esconder las exigencias de radicalidad y de perfección.
Como Madre, la Iglesia se hace cercana a muchas parejas de
esposos que se encuentran en dificultad sobre este importante punto de la vida
moral; conoce bien su situación, a menudo muy ardua y a veces verdaderamente
atormentada por dificultades de todo tipo, no sólo individuales sino también
sociales; sabe que muchos esposos encuentran dificultades no sólo para la
realización concreta, sino también para la misma comprensión de los valores
inherentes a la norma moral.
Pero la misma y única Iglesia es a la vez Maestra y Madre. Por
esto, la Iglesia no cesa nunca de invitar y animar, a fin de que las eventuales
dificultades conyugales se resuelvan sin falsificar ni comprometer jamas la
verdad. En efecto, está convencida de que no puede haber verdadera contradicción
entre la ley divina de la transmisión de la vida y la de favorecer el auténtico
amor conyugal.(91) Por esto, la pedagogía concreta de la Iglesia debe estar
siempre unida y nunca separada de su doctrina. Repito, por tanto, con la misma
persuasión de mi predecesor: «No menoscabar en nada la saludable doctrina de
Cristo es una forma de caridad eminente hacia las almas».(92)
Por otra parte, la auténtica pedagogía eclesial revela su
realismo y su sabiduría solamente desarrollando un compromiso tenaz y valiente
en crear y sostener todas aquellas condiciones humanas -psicológicas, morales y
espirituales- que son indispensables para comprender y vivir el valor y la norma
moral.
No hay duda de que entre estas condiciones se deben incluir la
constancia y la paciencia, la humildad y la fortaleza de ánimo, la confianza
filial en Dios y en su gracia, el recurso frecuente a la oración y a los
sacramentos de la Eucaristía y de la reconciliación.(93) Confortados así, los
esposos cristianos podrán mantener viva la conciencia de la influencia singular
que la gracia del sacramento del matrimonio ejerce sobre todas las realidades de
la vida conyugal, y por consiguiente también sobre su sexualidad: el don del
Espíritu, acogido y correspondido por los esposos, les ayuda a vivir la
sexualidad humana según el plan de Dios y como signo del amor unitivo y fecundo
de Cristo por su Iglesia.
Pero entre las condiciones necesarias está también el
conocimiento de la corporeidad y de sus ritmos de fertilidad. En tal sentido
conviene hacer lo posible para que semejante conocimiento se haga accesible a
todos los esposos, y ante todo a las personas jóvenes, mediante una información
y una educación clara, oportuna y seria, por parte de parejas, de médicos y de
expertos. El conocimiento debe desembocar además en la educación al autocontrol;
de ahí la absoluta necesidad de la virtud de la castidad y de la educación
permanente en ella. Según la visión cristiana, la castidad no significa
absolutamente rechazo ni menosprecio de la sexualidad humana: significa más bien
energía espiritual que sabe defender el amor de los peligros del egoísmo y de la
agresividad, y sabe promoverlo hacia su realización plena.
Pablo VI, con intuición profunda de sabiduría y amor, no hizo
más que escuchar la experiencia de tantas parejas de esposos cuando en su
encíclica escribió: «El dominio del instinto, mediante la razón y la voluntad
libre, impone sin ningún género de duda una ascética, para que las
manifestaciones afectivas de la vida conyugal estén en conformidad con el orden
recto y particularmente para observar la continencia periódica. Esta disciplina,
propia de la pureza de los esposos, lejos de perjudicar el amor conyugal, le
confiere un valor humano más sublime. Exige un esfuerzo continuo, pero, en
virtud de su influjo beneficioso, los cónyuges desarrollan integralmente su
personalidad, enriqueciéndose de valores espirituales: aportando a la vida
familiar frutos de serenidad y de paz y facilitando la solución de otros
problemas; favoreciendo la atención hacia el otro cónyuge; ayudando a superar el
egoísmo, enemigo del verdadero amor, y enraizando más su sentido de
responsabilidad. Los padres adquieren así la capacidad de un influjo más
profundo y eficaz para educar a los hijos».(94)
Itinerario moral de los esposos
34. Es siempre muy importante poseer una recta concepción del
orden moral, de sus valores y normas; la importancia aumenta, cuanto más
numerosas y graves se hacen las dificultades para respetarlos.
El orden moral, precisamente porque revela y propone el
designio de Dios Creador, no puede ser algo mortificante para el hombre ni algo
impersonal; al contrario, respondiendo a las exigencias más profundas del hombre
creado por Dios, se pone al servicio de su humanidad plena, con el amor delicado
y vinculante con que Dios mismo inspira, sostiene y guía a cada criatura hacia
su felicidad.
Pero el hombre, llamado a vivir responsablemente el designio
sabio y amoroso de Dios, es un ser histórico, que se construye día a día con sus
opciones numerosas y libres; por esto él conoce, ama y realiza el bien moral
según diversas etapas de crecimiento.
También los esposos, en el ámbito de su vida moral, están
llamados a un continuo camino, sostenidos por el deseo sincero y activo de
conocer cada vez mejor los valores que la ley divina tutela y promueve, y por la
voluntad recta y generosa de encarnarlos en sus opciones concretas.
Ellos, sin embargo, no pueden mirar la ley como un mero ideal
que se puede alcanzar en el futuro, sino que deben considerarla como un mandato
de Cristo Señor a superar con valentía las dificultades. «Por ello la llamada
"ley de gradualidad" o camino gradual no puede identificarse con la "gradualidad
de la ley", como si hubiera varios grados o formas de precepto en la ley divina
para los diversos hombres y situaciones. Todos los esposos, según el plan de
Dios, están llamados a la santidad en el matrimonio, y esta excelsa vocación se
realiza en la medida en que la persona humana se encuentra en condiciones de
responder al mandamiento divino con ánimo sereno, confiando en la gracia divina
y en la propia voluntad».(95) En la misma línea, es propio de la pedagogía de la
Iglesia que los esposos reconozcan ante todo claramente la doctrina de la
Humanae vitae como normativa para el ejercicio de su sexualidad y se
comprometan sinceramente a poner las condiciones necesarias para observar tal
norma.
Esta pedagogía, como ha puesto de relieve el Sínodo, abarca
toda la vida conyugal. Por esto la función de transmitir la vida debe estar
integrada en la misión global de toda la vida cristiana, la cual sin la cruz no
puede llegar a la resurrección. En semejante contexto se comprende cómo no se
puede quitar de la vida familiar el sacrificio, es más, se debe aceptar de
corazón, a fin de que el amor conyugal se haga más profundo y sea fuente de gozo
íntimo.
Este camino exige reflexión, información, educación idónea de
los sacerdotes, religiosos y laicos que están dedicados a la pastoral familiar;
todos ellos podrán ayudar a los esposos en su itinerario humano y espiritual,
que comporta la conciencia del pecado, el compromiso sincero a observar la ley
moral y el ministerio de la reconciliación. Conviene también tener presente que
en la intimidad conyugal están implicadas las voluntades de dos personas,
llamadas sin embargo a una armonía de mentalidad y de comportamiento. Esto exige
no poca paciencia, simpatía y tiempo. Singular importancia tiene en este campo
la unidad de juicios morales y pastorales de los sacerdotes: tal unidad debe ser
buscada y asegurada cuidadosamente, para que los fieles no tengan que sufrir
ansiedades de conciencia.(96)
El camino de los esposos será pues más fácil si, con estima de
la doctrina de la Iglesia y con confianza en la gracia de Cristo, ayudados y
acompañados por los pastores de almas y por la comunidad eclesial entera, saben
descubrir y experimentar el valor de liberación y promoción del amor auténtico,
que el Evangelio ofrece y el mandamiento del Señor propone.
Suscitar convicciones y ofrecer ayudas concretas
35. Ante el problema de una honesta regulación de la natalidad,
la comunidad eclesial, en el tiempo presente, debe preocuparse por suscitar
convicciones y ofrecer ayudas concretas a quienes desean vivir la paternidad y
la maternidad de modo verdaderamente responsable.
En este campo, mientras la Iglesia se alegra de los resultados
alcanzados por las investigaciones científicas para un conocimiento más preciso
de los ritmos de fertilidad femenina y alienta a una más decisiva y amplia
extensión de tales estudios, no puede menos de apelar, con renovado vigor, a la
responsabilidad de cuantos -médicos, expertos, consejeros matrimoniales,
educadores, parejas- pueden ayudar efectivamente a los esposos a vivir su amor,
respetando la estructura y finalidades del acto conyugal que lo expresa. Esto
significa un compromiso más amplio, decisivo y sistemático en hacer conocer,
estimar y aplicar los métodos naturales de regulación de la fertilidad.(97)
Un testimonio precioso puede y debe ser dado por aquellos
esposos que, mediante el compromiso común de la continencia periódica, han
llegado a una responsabilidad personal más madura ante el amor y la vida. Como
escribía Pablo VI, «a ellos ha confiado el Señor la misión de hacer visible ante
los hombres la santidad y la suavidad de la ley que une el amor mutuo de los
esposos con su cooperación al amor de Dios, autor de la vida humana».(98)
2) La educación.
El derecho-deber educativo de los padres
36. La tarea educativa tiene sus raíces en la vocación
primordial de los esposos a participar en la obra creadora de Dios; ellos,
engendrando en el amor y por amor una nueva persona, que tiene en sí la vocación
al crecimiento y al desarrollo, asumen por eso mismo la obligación de ayudarla
eficazmente a vivir una vida plenamente humana. Como ha recordado el Concilio
Vaticano II: «Puesto que los padres han dado la vida a los hijos, tienen la
gravísima obligación de educar a la prole, y por tanto hay que reconocerlos como
los primeros y principales educadores de sus hijos. Este deber de la educación
familiar es de tanta transcendencia que, cuando falta, difícilmente puede
suplirse. Es, pues, deber de los padres crear un ambiente de familia animado por
el amor, por la piedad hacia Dios y hacia los hombres, que favorezca la
educación íntegra personal y social de los hijos. La familia es, por tanto, la
primera escuela de las virtudes sociales, que todas las sociedades
necesitan».(99)
El derecho-deber educativo de los padres se califica como
esencial, relacionado como está con la transmisión de la vida humana;
como original y primario, respecto al deber educativo de los demás, por
la unicidad de la relación de amor que subsiste entre padres e hijos; como
insustituible e inalienable y que, por consiguiente, no puede ser
totalmente delegado o usurpado por otros.
Por encima de estas características, no puede olvidarse que el
elemento más radical, que determina el deber educativo de los padres, es el
amor paterno y materno que encuentra en la acción educativa su realización,
al hacer pleno y perfecto el servicio a la vida. El amor de los padres se
transforma de fuente en alma, y por consiguiente, en norma,
que inspira y guía toda la acción educativa concreta, enriqueciéndola con los
valores de dulzura, constancia, bondad, servicio, desinterés, espíritu de
sacrificio, que son el fruto más precioso del amor.
Educar en los valores esenciales de la vida humana
37. Aun en medio de las dificultades, hoy a menudo agravadas,
de la acción educativa, los padres deben formar a los hijos con confianza y
valentía en los valores esenciales de la vida humana. Los hijos deben crecer en
una justa libertad ante los bienes materiales, adoptando un estilo de vida
sencillo y austero, convencidos de que «el hombre vale más por lo que es que por
lo que tiene».(100)
En una sociedad sacudida y disgregada por tensiones y
conflictos a causa del choque entre los diversos individualismos y egoísmos, los
hijos deben enriquecerse no sólo con el sentido de la verdadera justicia, que
lleva al respeto de la dignidad personal de cada uno, sino también y más aún del
sentido del verdadero amor, como solicitud sincera y servicio desinteresado
hacia los demás, especialmente a los más pobres y necesitados. La familia es la
primera y fundamental escuela de socialidad; como comunidad de amor, encuentra
en el don de sí misma la ley que la rige y hace crecer. El don de sí, que
inspira el amor mutuo de los esposos, se pone como modelo y norma del don de sí
que debe haber en las relaciones entre hermanos y hermanas, y entre las diversas
generaciones que conviven en la familia. La comunión y la participación vivida
cotidianamente en la casa, en los momentos de alegría y de dificultad,
representa la pedagogía más concreta y eficaz para la inserción activa,
responsable y fecunda de los hijos en el horizonte más amplio de la
sociedad.
La educación para el amor como don de sí mismo constituye
también la premisa indispensable para los padres, llamados a ofrecer a los hijos
una educación sexual clara y delicada. Ante una cultura que «banaliza» en
gran parte la sexualidad humana, porque la interpreta y la vive de manera
reductiva y empobrecida, relacionándola únicamente con el cuerpo y el placer
egoísta, el servicio educativo de los padres debe basarse sobre una cultura
sexual que sea verdadera y plenamente personal. En efecto, la sexualidad es una
riqueza de toda la persona -cuerpo, sentimiento y espíritu- y manifiesta su
significado íntimo al llevar la persona hacia el don de sí misma en el amor.
La educación sexual, derecho y deber fundamental de los padres,
debe realizarse siempre bajo su dirección solícita, tanto en casa como en los
centros educativos elegidos y controlados por ellos. En este sentido la Iglesia
reafirma la ley de la subsidiaridad, que la escuela tiene que observar cuando
coopera en la educación sexual, situándose en el espíritu mismo que anima a los
padres.
En este contexto es del todo irrenunciable la educación para
la castidad, como virtud que desarrolla la auténtica madurez de la persona y
la hace capaz de respetar y promover el «significado esponsal» del cuerpo. Más
aún, los padres cristianos reserven una atención y cuidado especial
-discerniendo los signos de la llamada de Dios- a la educación para la
virginidad, como forma suprema del don de uno mismo que constituye el sentido
mismo de la sexualidad humana.
Por los vínculos estrechos que hay entre la dimensión sexual de
la persona y sus valores éticos, esta educación debe llevar a los hijos a
conocer y estimar las normas morales como garantía necesaria y preciosa para un
crecimiento personal y responsable en la sexualidad humana.
Por esto la Iglesia se opone firmemente a un sistema de
información sexual separado de los principios morales y tan frecuentemente
difundido, el cual no sería más que una introducción a la experiencia del placer
y un estímulo que lleva a perder la serenidad, abriendo el camino al vicio desde
los años de la inocencia.
Misión educativa y sacramento del matrimonio
38. Para los padres cristianos la misión educativa, basada como
se ha dicho en su participación en la obra creadora de Dios, tiene una fuente
nueva y específica en el sacramento del matrimonio, que los consagra a la
educación propiamente cristiana de los hijos, es decir, los llama a participar
de la misma autoridad y del mismo amor de Dios Padre y de Cristo Pastor, así
como del amor materno de la Iglesia, y los enriquece en sabiduría, consejo,
fortaleza y en los otros dones del Espíritu Santo, para ayudar a los hijos en su
crecimiento humano y cristiano.
El deber educativo recibe del sacramento del matrimonio la
dignidad y la llamada a ser un verdadero y propio «ministerio» de la Iglesia al
servicio de la edificación de sus miembros. Tal es la grandeza y el esplendor
del ministerio educativo de los padres cristianos, que santo Tomás no duda en
compararlo con el ministerio de los sacerdotes: «Algunos propagan y conservan la
vida espiritual con un ministerio únicamente espiritual: es la tarea del
sacramento del orden; otros hacen esto respecto de la vida a la vez corporal y
espiritual, y esto se realiza con el sacramento del matrimonio, en el que
el hombre y la mujer se unen para engendrar la prole y educarla en el culto a
Dios».(101)
La conciencia viva y vigilante de la misión recibida con el
sacramento del matrimonio ayudará a los padres cristianos a ponerse con gran
serenidad y confianza al servizio educativo de los hijos y, al mismo tiempo, a
sentirse responsables ante Dios que los llama y los envía a edificar la Iglesia
en los hijos. Así la familia de los bautizados, convocada como iglesia doméstica
por la Palabra y por el Sacramento, llega a ser a la vez, como la gran Iglesia,
maestra y madre.
La primera experiencia de Iglesia
39. La misión de la educación exige que los padres cristianos
propongan a los hijos todos los contenidos que son necesarios para la maduración
gradual de su personalidad desde un punto de vista cristiano y eclesial.
Seguirán pues las líneas educativas recordadas anteriormente, procurando mostrar
a los hijos a cuán profundos significados conducen la fe y la caridad de
Jesucristo. Además, la conciencia de que el Señor confía a ellos el crecimiento
de un hijo de Dios, de un hermano de Cristo, de un templo del Espíritu Santo, de
un miembro de la Iglesia, alentará a los padres cristianos en su tarea de
afianzar en el alma de los hijos el don de la gracia divina.
El Concilio Vaticano II precisa así el contenido de la
educación cristiana: «La cual no persigue solamente la madurez propia de la
persona humana... sino que busca, sobre todo, que los bautizados se hagan más
conscientes cada día del don recibido de la fe, mientras se inician gradualmente
en el conocimiento del misterio de la salvación; aprendan a adorar a Dios Padre
en espíritu y en verdad (cf. Jn 4, 23), ante todo en la acción litúrgica,
formándose para vivir según el hombre nuevo en justicia y santidad de verdad
(Ef 4, 22-24), y así lleguen al hombre perfecto, en la edad de la
plenitud de Cristo (cf. Ef 4, 13), y contribuyan al crecimiento del
Cuerpo místico. Conscientes, además, de su vocación, acostúmbrense a dar
testimonio de la esperanza que hay en ellos (cf. 1 Pe 3, 15) y a ayudar a
la configuración cristiana del mundo».(102)
También el Sínodo, siguiendo y desarrollando la línea conciliar
ha presentado la misión educativa de la familia cristiana como un verdadero
ministerio, por medio del cual se transmite e irradia el Evangelio, hasta el
punto de que la misma vida de familia se hace itinerario de fe y, en cierto
modo, iniciación cristiana y escuela de los seguidores de Cristo. En la familia
consciente de tal don, como escribió Pablo VI, «todos los miembros evangelizan y
son evangelizados».(103)
En virtud del ministerio de la educación los padres, mediante
el testimonio de su vida, son los primeros mensajeros del Evangelio ante los
hijos. Es más, rezando con los hijos, dedicándose con ellos a la lectura de la
Palabra de Dios e introduciéndolos en la intimidad del Cuerpo -eucarístico y
eclesial- de Cristo mediante la iniciación cristiana, llegan a ser plenamente
padres, es decir engendradores no sólo de la vida corporal, sino también de
aquella que, mediante la renovación del Espíritu, brota de la Cruz y
Resurrección de Cristo.
A fin de que los padres cristianos puedan cumplir dignamente su
ministerio educativo, los Padres Sinodales han manifestado el deseo de que se
prepare un texto adecuado de catecismo para las familias claro, breve y
que pueda ser fácilmente asimilado por todos. Las conferencias episcopales han
sido invitadas encarecidamente a comprometerse en la realización de este
catecismo.
Relaciones con otras fuerzas educativas
40. La familia es la primera, pero no la única y exclusiva,
comunidad educadora; la misma dimensión comunitaria, civil y eclesial del hombre
exige y conduce a una acción más amplia y articulada, fruto de la colaboración
ordenada de las diversas fuerzas educativas. Estas son necesarias, aunque cada
una puede y debe intervenir con su competencia y con su contribución
propias.(104)
La tarea educativa de la familia cristiana tiene por esto un
puesto muy importante en la pastoral orgánica; esto implica una nueva forma de
colaboración entre los padres y las comunidades cristianas, entre los diversos
grupos educativos y los pastores. En este sentido, la renovación de la escuela
católica debe prestar una atención especial tanto a los padres de los alumnos
como a la formación de una perfecta comunidad educadora.
Debe asegurarse absolutamente el derecho de los padres a la
elección de una educación conforme con su fe religiosa.
El Estado y la Iglesia tienen la obligación de dar a las
familias todas las ayudas posibles, a fin de que puedan ejercer adecuadamente
sus funciones educativas. Por esto tanto la Iglesia como el Estado deben crear y
promover las instituciones y actividades que las familias piden justamente, y la
ayuda deberá ser proporcionada a las insuficiencias de las familias. Por tanto,
todos aquellos que en la sociedad dirigen las escuelas, no deben olvidar nunca
que los padres han sido constituidos por Dios mismo como los primeros y
principales educadores de los hijos, y que su derecho es del todo
inalienable.
Pero como complementario al derecho, se pone el grave deber de
los padres de comprometerse a fondo en una relación cordial y efectiva con los
profesores y directores de las escuelas.
Si en las escuelas se enseñan ideologías contrarias a la fe
cristiana, la familia junto con otras familias, si es posible mediante formas de
asociación familiar, debe con todas las fuerzas y con sabiduria ayudar a los
jóvenes a no alejarse de la fe. En este caso la familia tiene necesidad de
ayudas especiales por parte de los pastores de almas, los cuales no deben
olvidar que los padres tienen el derecho inviolable de confiar sus hijos a la
comunidad eclesial.
Un servicio múltiple a la vida
41. El amor conyugal fecundo se expresa en un servicio a la
vida que tiene muchas formas, de las cuales la generación y la educación son las
más inmediatas, propias e insustituibles. En realidad, cada acto de verdadero
amor al hombre testimonia y perfecciona la fecundidad espiritual de la familia,
porque es obediencia al dinamismo interior y profundo del amor, como donación de
sí mismo a los demás.
En particular los esposos que viven la experiencia de la
esterilidad física, deberán orientarse hacia esta perspectiva, rica para todos
en valor y exigencias.
Las familias cristianas, que en la fe reconocen a todos los
hombres como hijos del Padre común de los cielos, irán generosamente al
encuentro de los hijos de otras familias, sosteniéndoles y amándoles no como
extraños, sino como miembros de la única familia de los hijos de Dios. Los
padres cristianos podrán así ensanchar su amor más allá de los vínculos de la
carne y de la sangre, estrechando esos lazos que se basan en el espíritu y que
se desarrollan en el servicio concreto a los hijos de otras familias, a menudo
necesitados incluso de lo más necesario.
Las familias cristianas se abran con mayor disponibilidad a la
adopción y acogida de aquellos hijos que están privados de sus padres o
abandonados por éstos. Mientras esos niños, encontrando el calor afectivo de una
familia, pueden experimentar la cariñosa y solícita paternidad de Dios,
atestiguada por los padres cristianos, y así crecer con serenidad y confianza en
la vida, la familia entera se enriquecerá con los valores espirituales de una
fraternidad más amplia.
La fecundidad de las familias debe llevar a su incesante
«creatividad», fruto maravilloso del Espíritu de Dios, que abre el corazón para
descubrir las nuevas necesidades y sufrimientos de nuestra sociedad, y que
infunde ánimo para asumirlas y darles respuesta. En este marco se presenta a las
familias un vasto campo de acción; en efecto, todavía más preocupante que el
abandono de los niños es hoy el fenómeno de la marginación social y cultural,
que afecta duramente a los ancianos, a los enfermos, a los minusválidos, a los
drogadictos, a los excarcelados, etc.
De este modo se ensancha enormemente el horizonte de la
paternidad y maternidad de las familias cristianas; un reto para su amor
espiritualmente fecundo viene de estas y tantas otras urgencias de nuestro
tiempo. Con las familias y por medio de ellas, el Señor Jesús sigue teniendo
«compasión» de las multitudes.
III - PARTICIPACIÓN EN EL DESARROLLO DE LA SOCIEDAD
La familia, célula primera y vital de la sociedad
42. «El Creador del mundo estableció la sociedad conyugal como
origen y fundamento de la sociedad humana»; la familia es por ello la «célula
primera y vital de la sociedad».(105)
La familia posee vínculos vitales y orgánicos con la sociedad,
porque constituye su fundamento y alimento continuo mediante su función de
servicio a la vida. En efecto, de la familia nacen los ciudadanos, y éstos
encuentran en ella la primera escuela de esas virtudes sociales, que son el alma
de la vida y del desarrollo de la sociedad misma.
Así la familia, en virtud de su naturaleza y vocación, lejos de
encerrarse en sí misma, se abre a las demás familias y a la sociedad, asumiendo
su función social.
La vida familiar como experiencia de comunión y
participación
43. La misma experiencia de comunión y participación, que debe
caracterizar la vida diaria de la familia, representa su primera y fundamental
aportación a la sociedad.
Las relaciones entre los miembros de la comunidad familiar
están inspiradas y guiadas por la ley de la «gratuidad» que, respetando y
favoreciendo en todos y cada uno la dignidad personal como único título de
valor, se hace acogida cordial, encuentro y diálogo, disponibilidad
desinteresada, servicio generoso y solidaridad profunda.
Así la promoción de una auténtica y madura comunión de personas
en la familia se convierte en la primera e insustituible escuela de socialidad,
ejemplo y estímulo para las relaciones comunitarias más amplias en un clima de
respeto, justicia, diálogo y amor.
De este modo, como han recordado los Padres Sinodales, la
familia constituye el lugar natural y el instrumento más eficaz de humanización
y de personalización de la sociedad: colabora de manera original y profunda en
la construcción del mundo, haciendo posible una vida propiamente humana, en
particular custodiando y transmitiendo las virtudes y los «valores». Como dice
el Concilio Vaticano II, en la familia «las distintas generaciones coinciden y
se ayudan mutuamente a lograr una mayor sabiduría y a armonizar los derechos de
las personas con las demás exigencias de la vida social».(106)
Como consecuencia, de cara a una sociedad que corre el peligro
de ser cada vez más despersonalizada y masificada, y por tanto inhumana y
deshumanizadora, con los resultados negativos de tantas formas de «evasión»
-como son, por ejemplo, el alcoholismo, la droga y el mismo terrorismo-, la
familia posee y comunica todavía hoy energías formidables capaces de sacar al
hombre del anonimato, de mantenerlo consciente de su dignidad personal, de
enriquecerlo con profunda humanidad y de inserirlo activamente con su unicidad e
irrepetibilidad en el tejido de la sociedad.
Función social y política
44. La función social de la familia no puede ciertamente
reducirse a la acción procreadora y educativa, aunque encuentra en ella su
primera e insustituible forma de expresión.
Las familias, tanto solas como asociadas, pueden y deben por
tanto dedicarse a muchas obras de servicio social, especialmente en favor de los
pobres y de todas aquellas personas y situaciones, a las que no logra llegar la
organización de previsión y asistencia de las autoridades públicas.
La aportación social de la familia tiene su originalidad, que
exige se la conozca mejor y se la apoye más decididamente, sobre todo a medida
que los hijos crecen, implicando de hecho lo más posible a todos sus
miembros.(107)
En especial hay que destacar la importancia cada vez mayor que
en nuestra sociedad asume la hospitalidad, en todas sus formas, desde el abrir
la puerta de la propia casa, y más aún la del propio corazón, a las peticiones
de los hermanos, al compromiso concreto de asegurar a cada familia su casa, como
ambiente natural que la conserva y la hace crecer. Sobre todo, la familia
cristiana está llamada a escuchar el consejo del Apóstol: «Sed solícitos en la
hospitalidad»,(108) y por consiguiente en praticar la acogida del hermano
necesitado, imitando el ejemplo y compartiendo la caridad de Cristo: «El que
diere de beber a uno de estos pequeños sólo un vaso de agua fresca porque es mi
discípulo, en verdad os digo que no perderá su recompensa».(109)
La función social de las familias está llamada a manifestarse
también en la forma de intervención política, es decir, las familias deben ser
las primeras en procurar que las leyes y las instituciones del Estado no sólo no
ofendan, sino que sostengan y defiendan positivamente los derechos y los deberes
de la familia. En este sentido las familias deben crecer en la conciencia de ser
«protagonistas» de la llamada «política familiar», y asumirse la responsabilidad
de transformar la sociedad; de otro modo las familias serán las primeras
víctimas de aquellos males que se han limitado a observar con indiferencia. La
llamada del Concilio Vaticano II a superar la ética individualista vale también
para la familia como tal.(110)
La sociedad al servicio de la familia
45. La conexión íntima entre la familia y la sociedad, de la
misma manera que exige la apertura y la participación de la familia en la
sociedad y en su desarrollo, impone también que la sociedad no deje de cumplir
su deber fundamental de respetar y promover la familia misma.
Ciertamente la familia y la sociedad tienen una función
complementaria en la defensa y en la promoción del bien de todos los hombres y
de cada hombre. Pero la sociedad, y más específicamente el Estado, deben
reconocer que la familia es una «sociedad que goza de un derecho propio y
primordial»(111) y por tanto, en sus relaciones con la familia, están gravemente
obligados a atenerse al principio de subsidiaridad.
En virtud de este principio, el Estado no puede ni debe
substraer a las familias aquellas funciones que pueden igualmente realizar bien,
por sí solas o asociadas libremente, sino favorecer positivamente y estimular lo
más posible la iniciativa responsable de las familias. Las autoridades públicas,
convencidas de que el bien de la familia constituye un valor indispensable e
irrenunciable de la comunidad civil, deben hacer cuanto puedan para asegurar a
las familias todas aquellas ayudas -económicas, sociales, educativas, políticas,
culturales- que necesitan para afrontar de modo humano todas sus
responsabilidades.
Carta de los derechos de la familia
46. El ideal de una recíproca acción de apoyo y desarrollo
entre la familia y la sociedad choca a menudo, y en medida bastante grave, con
la realidad de su separación e incluso de su contraposición.
En efecto, como el Sínodo ha denunciado continuamente, la
situación que muchas familias encuentran en diversos países es muy problemática,
si no incluso claramente negativa: instituciones y leyes desconocen injustamente
los derechos inviolables de la familia y de la misma persona humana, y la
sociedad, en vez de ponerse al servicio de la familia, la ataca con violencia en
sus valores y en sus exigencias fundamentales. De este modo la familia, que,
según los planes de Dios, es célula básica de la sociedad, sujeto de derechos y
deberes antes que el Estado y cualquier otra comunidad, es víctima de la
sociedad, de los retrasos y lentitudes de sus intervenciones y más aún de sus
injusticias notorias.
Por esto la Iglesia defiende abierta y vigorosamente los
derechos de la familia contra las usurpaciones intolerables de la sociedad y del
Estado. En concreto, los Padres Sinodales han recordado, entre otros, los
siguientes derechos de la familia:
·
a existir y
progresar como familia, es decir, el derecho de todo hombre, especialmente aun
siendo pobre, a fundar una familia, y a tener los recursos apropiados para
mantenerla;
·
a ejercer su
responsabilidad en el campo de la transmisión de la vida y a educar a los hijos;
·
a la intimidad de
la vida conyugal y familiar;
·
a la estabilidad
del vínculo y de la institución matrimonial;
·
a creer y profesar
su propia fe, y a difundirla;
·
a educar a sus
hijos de acuerdo con las propias tradiciones y valores religiosos y culturales,
con los instrumentos, medios e instituciones necesarias;
·
a obtener la
seguridad física, social, política y económica, especialmente de los pobres y
enfermos;
·
el derecho a una
vivienda adecuada, para una vida familiar digna;
·
el derecho de
expresión y de representación ante las autoridades públicas, económicas,
sociales, culturales y ante las inferiores, tanto por sí misma como por medio de
asociaciones;
·
a crear
asociaciones con otras familias e instituciones, para cumplir adecuada y
esmeradamente su misión;
·
a proteger a los
menores, mediante instituciones y leyes apropiadas, contra los medicamentos
perjudiciales, la pornografía, el alcoholismo, etc.;
·
el derecho a un
justo tiempo libre que favorezca, a la vez, los valores de la familia;
·
el derecho de los
ancianos a una vida y a una muerte dignas;
·
el derecho a
emigrar como familia, para buscar mejores condiciones de vida.(112)
La Santa Sede, acogiendo la petición explícita del Sínodo, se
encargará de estudiar detenidamente estas sugerencias, elaborando una «Carta de
los derechos de la familia», para presentarla a los ambientes y autoridades
interesadas.
Gracia y responsabilidad de la familia cristiana
47. La función social propia de cada familia compete, por un
título nuevo y original, a la familia cristiana, fundada sobre el sacramento del
matrimonio. Este sacramento, asumiendo la realidad humana del amor conyugal en
todas sus implicaciones, capacita y compromete a los esposos y a los padres
cristianos a vivir su vocación de laicos, y por consiguiente a «buscar el reino
de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios».(113)
El cometido social y político forma parte de la misión real o
de servicio, en la que participan los esposos cristianos en virtud del
sacramento del matrimonio, recibiendo a la vez un mandato al que no pueden
sustraerse y una gracia que los sostiene y los anima.
De este modo la familia cristiana está llamada a ofrecer a
todos el testimonio de una entrega generosa y desinteresada a los problemas
sociales, mediante la «opción preferencial» por los pobres y los marginados. Por
eso la familia, avanzando en el seguimiento del Señor mediante un amor especial
hacia todos los pobres, debe preocuparse especialmente de los que padecen
hambre, de los indigentes, de los ancianos, los enfermos, los drogadictos o los
que están sin familia.
Hacia un nuevo orden internacional
48. Ante la dimensión mundial que hoy caracteriza a los
diversos problemas sociales, la familia ve que se dilata de una manera
totalmente nueva su cometido ante el desarrollo de la sociedad; se trata de
cooperar también a establecer un nuevo orden internacional, porque sólo con la
solidaridad mundial se pueden afrontar y resolver los enormes y dramáticos
problemas de la justicia en el mundo, de la libertad de los pueblos y de la paz
de la humanidad.
La comunión espiritual de las familias cristianas, enraizadas
en la fe y esperanza común y vivificadas por la caridad, constituye una energía
interior que origina, difunde y desarrolla justicia, reconciliación, fraternidad
y paz entre los hombres. La familia cristiana, como «pequeña Iglesia», está
llamada, a semejanza de la «gran Iglesia», a ser signo de unidad para el mundo y
a ejercer de ese modo su función profética, dando testimonio del Reino y de la
paz de Cristo, hacia el cual el mundo entero está en camino.
Las familias cristianas podrán realizar esto tanto por medio de
su acción educadora, es decir, ofreciendo a los hijos un modelo de vida fundado
sobre los valores de la verdad, libertad, justicia y amor, bien sea con un
compromiso activo y responsable para el crecimiento auténticamente humano de la
sociedad y de sus instituciones, bien con el apoyo, de diferentes modos, a las
asociaciones dedicadas específicamente a los problemas del orden
internacional.
IV - PARTICIPACIÓN EN LA VIDA Y MISIÓN DE LA IGLESIA
La familia en el misterio de la Iglesia
49. Entre los cometidos fundamentales de la familia cristiana
se halla el eclesial, es decir, que ella está puesta al servicio de la
edificación del Reino de Dios en la historia, mediante la participación en la
vida y misión de la Iglesia.
Para comprender mejor los fundamentos, contenidos y
características de tal participación, hay que examinar a fondo los múltiples y
profundos vínculos que unen entre sí a la Iglesia y a la familia cristiana, y
que hacen de esta última como una «Iglesia en miniatura» (Ecclesia
domestica)(114) de modo que sea, a su manera, una imagen viva y una
representación histórica del misterio mismo de la Iglesia.
Es ante todo la Iglesia Madre la que engendra, educa, edifica
la familia cristiana, poniendo en práctica para con la misma la misión de
salvación que ha recibido de su Señor. Con el anuncio de la Palabra de Dios, la
Iglesia revela a la familia cristiana su verdadera identidad, lo que es y debe
ser según el plan del Señor; con la celebración de los sacramentos, la Iglesia
enriquece y corrobora a la familia cristiana con la gracia de Cristo, en orden a
su santificación para la gloria del Padre; con la renovada proclamación del
mandamiento nuevo de la caridad, la Iglesia anima y guía a la familia cristiana
al servicio del amor, para que imite y reviva el mismo amor de donación y
sacrificio que el Señor Jesús nutre hacia toda la humanidad.
Por su parte la familia cristiana está insertada de tal forma
en el misterio de la Iglesia que participa, a su manera, en la misión de
salvación que es propia de la Iglesia. Los cónyuges y padres cristianos, en
virtud del sacramento, «poseen su propio don, dentro del Pueblo de Dios, en su
estado y forma de vida».(115) Por eso no sólo «reciben» el amor de Cristo,
convirtiéndose en comunidad «salvada», sino que están también llamados a
«transmitir» a los hermanos el mismo amor de Cristo, haciéndose así comunidad
«salvadora». De esta manera, a la vez que es fruto y signo de la fecundidad
sobrenatural de la Iglesia, la familia cristiana se hace símbolo, testimonio y
participación de la maternidad de la Iglesia.(116)
Un cometido eclesial propio y original
50. La familia cristiana está llamada a tomar parte viva y
responsable en la misión de la Iglesia de manera propia y original, es decir,
poniendo a servicio de la Iglesia y de la sociedad su propio ser y obrar, en
cuanto comunidad íntima de vida y de amor.
Si la familia cristiana es comunidad cuyos vínculos son
renovados por Cristo mediante la fe y los sacramentos, su participación en la
misión de la Iglesia debe realizarse según una modalidad comunitaria;
juntos, pues, los cónyuges en cuanto pareja, y los padres e hijos en
cuanto familia, han de vivir su servicio a la Iglesia y al mundo. Deben ser
en la fe «un corazón y un alma sola»,(117) mediante el común espíritu apostólico
que los anima y la colaboración que los empeña en las obras de servicio a la
comunidad eclesial y civil.
La familia cristiana edifica además el Reino de Dios en la
historia mediante esas mismas realidades cotidianas que tocan y distinguen su
condición de vida. Es por ello en el amor conyugal y familiar -vivido en
su extraordinaria riqueza de valores y exigencias de totalidad, unicidad,
fidelidad y fecundidad(118)- donde se expresa y realiza la participación de la
familia cristiana en la misión profética, sacerdotal y real de Jesucristo y de
su Iglesia. El amor y la vida constituyen por lo tanto el núcleo de la misión
salvífica de la familia cristiana en la Iglesia y para la Iglesia.
Lo recuerda el Concilio Vaticano II cuando dice: «La familia
hará partícipes a otras familias, generosamente, de sus riquezas espirituales.
Así es como la familia cristiana, cuyo origen está en el matrimonio, que es
imagen y participación de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia,
manifestará a todos la presencia viva del Salvador en el mundo y la auténtica
naturaleza de la Iglesia, ya por el amor, la generosa fecundidad, la unidad y
fidelidad de los esposos, ya por la cooperación amorosa de todos sus
miembros».(119)
Puesto así el fundamento de la participación de la
familia cristiana en la misión eclesial, hay que poner de manifiesto ahora su
contenido en la triple unitaria referencia a Jesucristo Profeta, Sacerdote y
Rey, presentando por ello la familia cristiana como 1) comunidad creyente y
evangelizadora, 2) comunidad en diálogo con Dios, 3) comunidad al servicio del
hombre.
1) La familia cristiana, comunidad creyente y
evangelizadora
La fe, descubrimiento y admiración del plan de Dios sobre la
familia
51. Dado que participa de la vida y misión de la Iglesia, la
cual escucha religiosamente la Palabra de Dios y la proclama con firme
confianza,(120) la familia cristiana vive su cometido profético acogiendo y
anunciando la Palabra de Dios. Se hace así, cada día más, una comunidad
creyente y evangelizadora.
También a los esposos y padres cristianos se exige la
obediencia a la fe,(121) ya que son llamados a acoger la Palabra del Señor que
les revela la estupenda novedad -la Buena Nueva- de su vida conyugal y familiar,
que Cristo ha hecho santa y santificadora. En efecto, solamente mediante la fe
ellos pueden descubrir y admirar con gozosa gratitud a qué dignidad ha elevado
Dios el matrimonio y la familia, constituyéndolos en signo y lugar de la alianza
de amor entre Dios y los hombres, entre Jesucristo y la Iglesia esposa suya. La
misma preparación al matrimonio cristiano se califica ya como un itinerario de
fe. Es, en efecto, una ocasión privilegiada para que los novios vuelvan a
descubrir y profundicen la fe recibida en el Bautismo y alimentada con la
educación cristiana. De esta manera reconocen y acogen libremente la vocación a
vivir el seguimiento de Cristo y el servicio al Reino de Dios en el estado
matrimonial.
El momento fundamental de la fe de los esposos está en la
celebración del sacramento del matrimonio, que en el fondo de su naturaleza es
la proclamación, dentro de la Iglesia, de la Buena Nueva sobre el amor conyugal.
Es la Palabra de Dios que «revela» y «culmina» el proyecto sabio y amoroso que
Dios tiene sobre los esposos, llamados a la misteriosa y real participación en
el amor mismo de Dios hacia la humanidad. Si la celebración sacramental del
matrimonio es en sí misma una proclamación de la Palabra de Dios en cuanto son
por título diverso protagonistas y celebrantes, debe ser una «profesión de fe»
hecha dentro y con la Iglesia, comunidad de creyentes.
Esta profesión de fe ha de ser continuada en la vida de los
esposos y de la familia. En efecto, Dios que ha llamado a los esposos «al»
matrimonio, continúa a llamarlos «en el» matrimonio.(122) Dentro y a través de
los hechos, los problemas, las dificultades, los acontecimientos de la
existencia de cada día, Dios viene a ellos, revelando y proponiendo las
«exigencias» concretas de su participación en el amor de Cristo por su Iglesia,
de acuerdo con la particular situación -familiar, social y eclesial- en la que
se encuentran. El descubrimiento y la obediencia al plan de Dios deben hacerse
«en conjunto» por parte de la comunidad conyugal y familiar, a través de la
misma experiencia humana del amor vivido en el Espíritu de Cristo entre los
esposos, entre los padres y los hijos.
Para esto, también la pequeña Iglesia doméstica, como la gran
Iglesia, tiene necesidad de ser evangelizada continua e intensamente. De ahí
deriva su deber de educación permanente en la fe.
Ministerio de evangelización de la familia
cristiana
52. En la medida en que la familia cristiana acoge el Evangelio
y madura en la fe, se hace comunidad evangelizadora. Escuchemos de nuevo a Pablo
VI: «La familia, al igual que la Iglesia, debe ser un espacio donde el Evangelio
es transmitido y desde donde éste se irradia.
Dentro pues de una familia consciente de esta misión, todos los
miembros de la misma evangelizan y son evangelizados. Los padres no sólo
comunican a los hijos el Evangelio, sino que pueden a su vez recibir de ellos
este mismo Evangelio profundamente vivido... Una familia así se hace
evangelizadora de otras muchas familias y del ambiente en que ella
vive».(123)
Como ha repetido el Sínodo, recogiendo mi llamada lanzada en
Puebla, la futura evangelización depende en gran parte de la Iglesia
doméstica.(124) Esta misión apostólica de la familia está enraizada en el
Bautismo y recibe con la gracia sacramental del matrimonio una nueva fuerza para
transmitir la fe, para santificar y transformar la sociedad actual según el plan
de Dios.
La familia cristiana, hoy sobre todo, tiene una especial
vocación a ser testigo de la alianza pascual de Cristo, mediante la constante
irradiación de la alegría del amor y de la certeza de la esperanza, de la que
debe dar razón: «La familia cristiana proclama en voz alta tanto las presentes
virtudes del reino de Dios como la esperanza de la vida
bienaventurada».(125)
La absoluta necesidad de la catequesis familiar surge con
singular fuerza en determinadas situaciones, que la Iglesia constata por
desgracia en diversos lugares: «En los lugares donde una legislación
antirreligiosa pretende incluso impedir la educación en la fe, o donde ha
cundido la incredulidad o ha penetrado el secularismo hasta el punto de resultar
prácticamente imposible una verdadera creencia religiosa, la Iglesia doméstica
es el único ámbito donde los niños y los jóvenes pueden recibir una auténtica
catequesis».(126)
Un servicio eclesial
53. El ministerio de evangelización de los padres cristianos es
original e insustituible y asume las características típicas de la vida
familiar, hecha, como debería estar, de amor, sencillez, concreción y testimonio
cotidiano.(127)
La familia debe formar a los hijos para la vida, de manera que
cada uno cumpla en plenitud su cometido, de acuerdo con la vocación recibida de
Dios. Efectivamente, la familia que está abierta a los valores transcendentes,
que sirve a los hermanos en la alegría, que cumple con generosa fidelidad sus
obligaciones y es consciente de su cotidiana participación en el misterio de la
cruz gloriosa de Cristo, se convierte en el primero y mejor seminario de
vocaciones a la vida consagrada al Reino de Dios.
El ministerio de evangelización y catequesis de los padres debe
acompañar la vida de los hijos también durante su adolescencia y juventud,
cuando ellos, como sucede con frecuencia, contestan o incluso rechazan la fe
cristiana recibida en los primeros años de su vida. Y así como en la Iglesia no
se puede separar la obra de evangelización del sufrimiento del apóstol, así
también en la familia cristiana los padres deben afrontar con valentía y gran
serenidad de espíritu las dificultades que halla a veces en los mismos hijos su
ministerio de evangelización.
No hay que olvidar que el servicio llevado a cabo por los
cónyuges y padres cristianos en favor del Evangelio es esencialmente un servicio
eclesial, es decir, que se realiza en el contexto de la Iglesia entera en cuanto
comunidad evangelizada y evangelizadora. En cuanto enraizado y derivado de la
única misión de la Iglesia y en cuanto ordenado a la edificación del único
Cuerpo de Cristo,(128) el ministerio de evangelización y de catequesis de la
Iglesia doméstica ha de quedar en íntima comunión y ha de armonizarse
responsablemente con los otros servicios de evangelización y de catequesis
presentes y operantes en la comunidad eclesial, tanto diocesana como
parroquial.
Predicar el Evangelio a toda criatura
54. La universalidad sin fronteras es el horizonte propio de la
evangelización, animada interiormente por el afán misionero, ya que es de hecho
la respuesta a la explícita e inequívoca consigna de Cristo: «Id por el mundo y
predicad el Evangelio a toda criatura».(129)
También la fe y la misión evangelizadora de la familia
cristiana poseen esta dimensión misionera católica. El sacramento del matrimonio
que plantea con nueva fuerza el deber arraigado en el bautismo y en la
confirmación de defender y difundir la fe,(130) constituye a los cónyuges y
padres cristianos en testigos de Cristo «hasta los últimos confines de la
tierra»,(131) como verdaderos y propios misioneros» del amor y de la vida.
Una cierta forma de actividad misionera puede ser desplegada ya
en el interior de la familia. Esto sucede cuando alguno de los componentes de la
misma no tiene fe o no la practica con coherencia. En este caso, los parientes
deben ofrecerles tal testimonio de vida que los estimule y sostenga en el camino
hacia la plena adhesión a Cristo Salvador.(132)
Animada por el espíritu misionero en su propio interior, la
Iglesia doméstica está llamada a ser un signo luminoso de la presencia de Cristo
y de su amor incluso para los «alejados», para las familias que no creen todavía
y para las familias cristianas que no viven coherentemente la fe recibida. Está
llamada «con su ejemplo y testimonio» a iluminar «a los que buscan la
verdad».(133)
Así como ya al principio del cristianismo Aquila y Priscila se
presentaban como una pareja misionera,(134) así también la Iglesia testimonia
hoy su incesante novedad y vigor con la presencia de cónyuges y familias
cristianas que, al menos durante un cierto período de tiempo, van a tierras de
misión a anunciar el Evangelio, sirviendo al hombre por amor de Jesucristo.
Las familias cristianas dan una contribución particular a la
causa misionera de la Iglesia, cultivando la vocación misionera en sus propios
hijos e hijas(135) y, de manera más general, con una obra educadora que prepare
a sus hijos, desde la juventud «para conocer el amor de Dios hacia todos los
hombres».(136)
2) La familia cristiana, comunidad en diálogo con
Dios
El santuario doméstico de la Iglesia
55. El anuncio del Evangelio y su acogida mediante la fe
encuentran su plenitud en la celebración sacramental. La Iglesia, comunidad
creyente y evangelizadora, es también pueblo sacerdotal, es decir, revestido de
la dignidad y partícipe de la potestad de Cristo, Sumo Sacerdote de la nueva y
eterna Alianza.(137)
También la familia cristiana está inserta en la Iglesia, pueblo
sacerdotal, mediante el sacramento del matrimonio, en el cual está enraizada y
de la que se alimenta, es vivificada continuamente por el Señor y es llamada e
invitada al diálogo con Dios mediante la vida sacramental, el ofrecimiento de la
propia vida y oración.
Este es el cometido sacerdotal que la familia cristiana
puede y debe ejercer en íntima comunión con toda la Iglesia, a través de las
realidades cotidianas de la vida conyugal y familiar. De esta manera la familia
cristiana es llamada a santificarse y a santificar a la comunidad eclesial y
al mundo.
El matrimonio, sacramento de mutua santificación y acto de
culto
56. Fuente y medio original de santificación propia para los
cónyuges y para la familia cristiana es el sacramento del matrimonio, que
presupone y especifica la gracia santificadora del bautismo. En virtud del
misterio de la muerte y resurrección de Cristo, en el que el matrimonio
cristiano se sitúa de nuevo, el amor conyugal es purificado y santificado: «El
Señor se ha dignado sanar este amor, perfeccionarlo y elevarlo con el don
especial de la gracia y la caridad».(138)
El don de Jesucristo no se agota en la celebración del
sacramento del matrimonio, sino que acompaña a los cónyuges a lo largo de toda
su existencia. Lo recuerda explícitamente el Concilio Vaticano II cuando dice
que Jesucristo «permanece con ellos para que los esposos, con su mutua entrega,
se amen con perpetua fidelidad, como Él mismo amó a la Iglesia y se entregó por
ella... Por ello los esposos cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de
estado, están fortificados y como consagrados por un sacramento especial, con
cuya virtud, al cumplir su misión conyugal y familiar, imbuidos del espíritu de
Cristo, que satura toda su vida de fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más
a su propia perfección y a su mutua santificación, y, por tanto, conjuntamente,
a la glorificación de Dios».(139)
La vocación universal a la santidad está dirigida también a los
cónyuges y padres cristianos. Para ellos está especificada por el sacramento
celebrado y traducida concretamente en las realidades propias de la existencia
conyugal y familiar.(140) De ahí nacen la gracia y la exigencia de una auténtica
y profunda espiritualidad conyugal y familiar, que ha de inspirarse en
los motivos de la creación, de la alianza, de la cruz, de la resurrección y del
signo, de los que se ha ocupado en más de una ocasión el Sínodo.
El matrimonio cristiano, como todos los sacramentos que «están
ordenados a la santificación de los hombres, a la edificación del Cuerpo de
Cristo y, en definitiva, a dar culto a Dios»,(141) es en sí mismo un acto
litúrgico de glorificación de Dios en Jesucristo y en la Iglesia. Celebrándolo,
los cónyuges cristianos profesan su gratitud a Dios por el bien sublime que se
les da de poder revivir en su existencia conyugal y familiar el amor mismo de
Dios por los hombres y del Señor Jesús por la Iglesia, su esposa.
Y como del sacramento derivan para los cónyuges el don y el
deber de vivir cotidianamente la santificación recibida, del mismo sacramento
brotan también la gracia y el compromiso moral de transformar toda su vida en un
continuo sacrificio espiritual.(142) También a los esposos y padres cristianos,
de modo especial en esas realidades terrenas y temporales que los caracterizan,
se aplican las palabras del Concilio: «También los laicos, como adoradores que
en todo lugar actúan santamente, consagran el mundo mismo a
Dios».(143)
Matrimonio y Eucaristía
57. El deber de santificación de la familia cristiana tiene su
primera raíz en el bautismo y su expresión máxima en la Eucaristía, a la que
está íntimamente unido el matrimonio cristiano. El Concilio Vaticano II ha
querido poner de relieve la especial relación existente entre la Eucaristía y el
matrimonio, pidiendo que habitualmente éste se celebre «dentro de la Misa».(144)
Volver a encontrar y profundizar tal relación es del todo necesario, si se
quiere comprender y vivir con mayor intensidad la gracia y las responsabilidades
del matrimonio y de la familia cristiana.
La Eucaristía es la fuente misma del matrimonio cristiano. En
efecto, el sacrificio eucarístico representa la alianza de amor de Cristo con la
Iglesia, en cuanto sellada con la sangre de la cruz.(145) Y en este sacrificio
de la Nueva y Eterna Alianza los cónyuges cristianos encuentran la raíz de la
que brota, que configura interiormente y vivifica desde dentro, su alianza
conyugal. En cuanto representación del sacrificio de amor de Cristo por su
Iglesia, la Eucaristía es manantial de caridad. Y en el don eucarístico de la
caridad la familia cristiana halla el fundamento y el alma de su «comunión» y de
su «misión», ya que el Pan eucarístico hace de los diversos miembros de la
comunidad familiar un único cuerpo, revelación y participación de la más amplia
unidad de la Iglesia; además, la participación en el Cuerpo «entregado» y en la
Sangre «derramada» de Cristo se hace fuente inagotable del dinamismo misionero y
apostólico de la familia cristiana.
El sacramento de la conversión y reconciliación
58. Parte esencial y permanente del cometido de santificación
de la familia cristiana es la acogida de la llamada evangélica a la conversión,
dirigida a todos los cristianos que no siempre permanecen fieles a la «novedad»
del bautismo que los ha hecho «santos». Tampoco la familia es siempre coherente
con la ley de la gracia y de la santidad bautismal, proclamada nuevamente en el
sacramento del matrimonio.
El arrepentimiento y perdón mutuo dentro de la familia
cristiana que tanta parte tienen en la vida cotidiana, hallan su momento
sacramental específico en la Penitencia cristiana. Respecto de los cónyuges
cristianos, así escribía Pablo VI en la encíclica Humanae vitae: «Y si el
pecado les sorprendiese todavía, no se desanimen, sino que recurran con humilde
perseverancia a la misericordia de Dios, que se concede en el Sacramento de la
Penitencia».(146)
La celebración de este sacramento adquiere un significado
particular para la vida familiar. En efecto, mientras mediante la fe descubren
cómo el pecado contradice no sólo la alianza con Dios, sino también la alianza
de los cónyuges y la comunión de la familia, los esposos y todos los miembros de
la familia son alentados al encuentro con Dios «rico en misericordia»,(147) el
cual, infundiendo su amor más fuerte que el pecado,(148) reconstruye y
perfecciona la alianza conyugal y la comunión familiar.
La plegaria familiar
59. La Iglesia ora por la familia cristiana y la educa para que
viva en generosa coherencia con el don y el cometido sacerdotal recibidos de
Cristo Sumo Sacerdote. En realidad, el sacerdocio bautismal de los fieles,
vivido en el matrimonio-sacramento, constituye para los cónyuges y para la
familia el fundamento de una vocación y de una misión sacerdotal, mediante la
cual su misma existencia cotidiana se transforma en «sacrificio espiritual
aceptable a Dios por Jesucristo».(149) Esto sucede no sólo con la celebración de
la Eucaristía y de los otros sacramentos o con la ofrenda de sí mismos para
gloria de Dios, sino también con la vida de oración, con el diálogo suplicante
dirigido al Padre por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo.
La plegaria familiar tiene características propias. Es una
oración hecha en común, marido y mujer juntos, padres e hijos juntos. La
comunión en la plegaria es a la vez fruto y exigencia de esa comunión que deriva
de los sacramentos del bautismo y del matrimonio. A los miembros de la familia
cristiana pueden aplicarse de modo particular las palabras con las cuales el
Señor Jesús promete su presencia: «Os digo en verdad que si dos de vosotros
conviniéreis sobre la tierra en pedir cualquier cosa, os lo otorgará mi Padre
que está en los cielos. Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre,
allí estoy yo en medio de ellos».(150)
Esta plegaria tiene como contenido original la misma vida de
familia que en las diversas circunstancias es interpretada como vocación de
Dios y es actuada como respuesta filial a su llamada: alegrías y dolores,
esperanzas y tristezas, nacimientos y cumpleaños, aniversarios de la boda de los
padres, partidas, alejamientos y regresos, elecciones importantes y decisivas,
muerte de personas queridas, etc., señalan la intervención del amor de Dios en
la historia de la familia, como deben también señalar el momento favorable de
acción de gracias, de imploración, de abandono confiado de la familia al Padre
común que está en los cielos. Además, la dignidad y responsabilidades de la
familia cristiana en cuanto Iglesia doméstica solamente pueden ser vividas con
la ayuda incesante de Dios, que será concedida sin falta a cuantos la pidan con
humildad y confianza en la oración.
Maestros de oración
60. En virtud de su dignidad y misión, los padres cristianos
tienen el deber específico de educar a sus hijos en la plegaria, de
introducirlos progresivamente al descubrimiento del misterio de Dios y del
coloquio personal con Él: «Sobre todo en la familia cristiana, enriquecida con
la gracia y los deberes del sacramento del matrimonio, importa que los hijos
aprendan desde los primeros años a conocer y a adorar a Dios y a amar al prójimo
según la fe recibida en el bautismo».(151)
Elemento fundamental e insustituible de la educación a la
oración es el ejemplo concreto, el testimonio vivo de los padres; sólo orando
junto con sus hijos, el padre y la madre, mientras ejercen su propio sacerdocio
real, calan profundamente en el corazón de sus hijos, dejando huellas que los
posteriores acontecimientos de la vida no lograrán borrar. Escuchemos de nuevo
la llamada que Pablo VI ha dirigido a las madres y a los padres: «Madres,
¿enseñáis a vuestros niños las oraciones del cristiano? ¿Preparáis, de acuerdo
con los sacerdotes, a vuestros hijos para los sacramentos de la primera edad:
confesión, comunión, confirmación? ¿Los acostumbráis, si están enfermos, a
pensar en Cristo que sufre? ¿A invocar la ayuda de la Virgen y de los santos?
¿Rezáis el rosario en familia? Y vosotros, padres, ¿sabéis rezar con vuestros
hijos, con toda la comunidad doméstica, al menos alguna vez? Vuestro ejemplo, en
la rectitud del pensamiento y de la acción, apoyado por alguna oración común
vale una lección de vida, vale un acto de culto de un mérito singular; lleváis
de este modo la paz al interior de los muros domésticos: "Pax huic domui".
Recordad: así edificáis la Iglesia».(152)
Plegaria litúrgica y privada
61. Hay una relación profunda y vital entre la oración de la
Iglesia y la de cada uno de los fieles, como ha confirmado claramente el
Concilio Vaticano II.(153) Una finalidad importante de la plegaria de la Iglesia
doméstica es la de constituir para los hijos la introducción natural a la
oración litúrgica propia de toda la Iglesia, en el sentido de preparar a ella y
de extenderla al ámbito de la vida personal, familiar y social. De aquí deriva
la necesidad de una progresiva participación de todos los miembros de la familia
cristiana en la Eucaristía, sobre todo los domingos y días festivos, y en los
otros sacramentos, de modo particular en los de la iniciación cristiana de los
hijos. Las directrices conciliares han abierto una nueva posibilidad a la
familia cristiana, que ha sido colocada entre los grupos a los que se recomienda
la celebración comunitaria del Oficio divino.(154) Pondrán asimismo cuidado las
familias cristianas en celebrar, incluso en casa y de manera adecuada a sus
miembros, los tiempos y festividades del año litúrgico.
Para preparar y prolongar en casa el culto celebrado en la
iglesia, la familia cristiana recurre a la oración privada, que presenta gran
variedad de formas. Esta variedad, mientras testimonia la riqueza extraordinaria
con la que el Espíritu anima la plegaria cristiana, se adapta a las diversas
exigencias y situaciones de vida de quien recurre al Señor. Además de las
oraciones de la mañana y de la noche, hay que recomendar explícitamente
-siguiendo también las indicaciones de los Padres Sinodales- la lectura y
meditación de la Palabra de Dios, la preparación a los sacramentos, la devoción
y consagración al Corazón de Jesús, las varias formas de culto a la Virgen
Santísima, la bendición de la mesa, las expresiones de la religiosidad
popular.
Dentro del respeto debido a la libertad de los hijos de Dios,
la Iglesia ha propuesto y continúa proponiendo a los fieles algunas prácticas de
piedad en las que pone una particular solicitud e insistencia. Entre éstas es de
recordar el rezo del rosario: «Y ahora, en continuidad de intención con nuestros
Predecesores, queremos recomendar vivamente el rezo del santo Rosario en familia
.... no cabe duda de que el Rosario a la Santísima Virgen debe ser considerado
como una de las más excelentes y eficaces oraciones comunes que la familia
cristiana está invitada a rezar. Nos queremos pensar y deseamos vivamente que
cuando un encuentro familiar se convierta en tiempo de oración, el Rosario sea
su expresión frecuente y preferida».(155) Así la auténtica devoción mariana, que
se expresa en la unión sincera y en el generoso seguimiento de las actitudes
espirituales de la Virgen Santísima, constituye un medio privilegiado para
alimentar la comunión de amor de la familia y para desarrollar la espiritualidad
conyugal y familiar. Ella, la Madre de Cristo y de la Iglesia, es en efecto y de
manera especial la Madre de las familias cristianas, de las Iglesias
domésticas.
Plegaria y vida
62. No hay que olvidar nunca que la oración es parte
constitutiva y esencial de la vida cristiana considerada en su integridad y
profundidad. Más aún, pertenece a nuestra misma «humanidad» y es «la primera
expresión de la verdad interior del hombre, la primera condición de la auténtica
libertad del espíritu».(156)
Por ello la plegaria no es una evasión que desvía del
compromiso cotidiano, sino que constituye el empuje más fuerte para que la
familia cristiana asuma y ponga en práctica plenamente sus responsabilidades
como célula primera y fundamental de la sociedad humana. En ese sentido, la
efectiva participación en la vida y misión de la Iglesia en el mundo es
proporcional a la fidelidad e intensidad de la oración con la que la familia
cristiana se una a la Vid fecunda, que es Cristo.(157)
De la unión vital con Cristo, alimentada por la liturgia, de la
ofrenda de sí mismo y de la oración deriva también la fecundidad de la familia
cristiana en su servicio específico de promoción humana, que no puede menos de
llevar a la transformación del mundo.(158)
3 ) La familia cristiana, comunidad al servicio del
hombre
El nuevo mandamiento del amor
63. La Iglesia, pueblo profético, sacerdotal y real, tiene la
misión de llevar a todos los hombres a acoger con fe la Palabra de Dios, a
celebrarla y profesarla en los sacramentos y en la plegaria, y finalmente a
manifestarla en la vida concreta según el don y el nuevo mandamiento del
amor.
La vida cristiana encuentra su ley no en un código escrito,
sino en la acción personal del Espíritu Santo que anima y guía al cristiano, es
decir, en «la ley del espíritu de vida en Cristo Jesús»:(159) «el amor de Dios
se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha
sido dado».(160)
Esto vale también para la pareja y para la familia cristiana:
su guía y norma es el Espíritu de Jesús, difundido en los corazones con la
celebración del sacramento del matrimonio. En continuidad con el bautismo de
agua y del Espíritu, el matrimonio propone de nuevo la ley evangélica del amor,
y con el don del Espíritu la graba más profundamente en el corazón de los
cónyuges cristianos. Su amor, purificado y salvado, es fruto del Espíritu que
actúa en el corazón de los creyentes y se pone a la vez como el mandamiento
fundamental de la vida moral que es una exigencia de su libertad
responsable.
La familia cristiana es así animada y guiada por la ley nueva
del Espíritu y en íntima comunión con la Iglesia, pueblo real, es llamada a
vivir su «servicio» de amor a Dios y a los hermanos. Como Cristo ejerce su
potestad real poniéndose al servicio de los hombres,(161) así también el
cristiano encuentra el auténtico sentido de su participación en la realeza de su
Señor, compartiendo su espíritu y su actitud de servicio al hombre: «Este poder
lo comunicó a sus discípulos, para que también ellos queden constituidos en
soberana libertad, y por su abnegación y santa vida venzan en sí mismos el reino
del pecado (cf. Rom 6, 12). Más aún, para que sirviendo a Cristo también
en los demás, conduzcan con humildad y paciencia a sus hermanos al Rey, cuyo
servicio equivale a reinar. También por medio de los fieles laicos el Señor
desea dilatar su reino: reino de verdad y de vida, reino de santidad y de
gracia, reino de justicia, de amor y de paz. Un reino en el cual la misma
creación será liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la
libertad de la gloria de los hijos de Dios (cf. Rom 8,
21)».(162)
Descubrir en cada hermano la imagen de Dios
64. Animada y sostenida por el mandamiento nuevo del amor, la
familia cristiana vive la acogida, el respeto, el servicio a cada hombre,
considerado siempre en su dignidad de persona y de hijo de Dios.
Esto debe realizarse ante todo en el interior y en beneficio de
la pareja y la familia, mediante el cotidiano empeño en promover una auténtica
comunidad de personas, fundada y alimentada por la comunión interior de amor.
Ello debe desarrollarse luego dentro del círculo más amplio de la comunidad
eclesial en el que la familia cristiana vive. Gracias a la caridad de la
familia, la Iglesia puede y debe asumir una dimensión más doméstica, es decir,
más familiar, adoptando un estilo de relaciones más humano y fraterno.
La caridad va más allá de los propios hermanos en la fe, ya que
«cada hombre es mi hermano»; en cada uno, sobre todo si es pobre, débil, si
sufre o es tratado injustamente, la caridad sabe descubrir el rostro de Cristo y
un hermano a amar y servir.
Para que el servicio al hombre sea vivido en la familia de
acuerdo con el estilo evangélico, hay que poner en práctica con todo cuidado lo
que enseña el Concilio Vaticano II: «Para que este ejercicio de la caridad sea
verdaderamente irreprochable y aparezca como tal, es necesario ver en el prójimo
la imagen de Dios, según la cual ha sido creado, y a Cristo Señor, a quien en
realidad se ofrece lo que al necesitado se da».(163)
La familia cristiana, mientras con la caridad edifica la
Iglesia, se pone al servicio del hombre y del mundo, actuando de verdad aquella
«promoción humana», cuyo contenido ha sido sintetizado en el Mensaje del Sínodo
a las familias: «Otro cometido de la familia es el de formar los hombres al amor
y practicar el amor en toda relación humana con los demás, de tal modo que ella
no se encierre en sí misma, sino que permanezca abierta a la comunidad,
inspirándose en un sentido de justicia y de solicitud hacia los otros,
consciente de la propia responsabilidad hacia toda la sociedad».(164)
CUARTA PARTE
PASTORAL FAMILIAR: TIEMPOS, ESTRUCTURAS, AGENTES Y SITUACIONES
I - TIEMPOS DE LA PASTORAL FAMILIAR
La Iglesia acompaña a la familia cristiana en su camino
65. Al igual que toda realidad viviente, también la familia
está llamada a desarrollarse y crecer. Después de la preparación durante el
noviazgo y la celebración sacramental del matrimonio la pareja comienza el
camino cotidiano hacia la progresiva actuación de los valores y deberes del
mismo matrimonio.
A la luz de la fe y en virtud de la esperanza, la familia
cristiana participa, en comunión con la Iglesia, en la experiencia de la
peregrinación terrena hacia la plena revelación y realización del Reino de
Dios.
Por ello hay que subrayar una vez más la urgencia de la
intervención pastoral de la Iglesia en apoyo de la familia. Hay que llevar a
cabo toda clase de esfuerzos para que la pastoral de la familia adquiera
consistencia y se desarrolle, dedicándose a un sector verdaderamente
prioritario, con la certeza de que la evangelización, en el futuro, depende en
gran parte de la Iglesia doméstica.(165)
La solicitud pastoral de la Iglesia no se limitará solamente a
las familias cristianas más cercanas, sino que, ampliando los propios horizontes
en la medida del Corazón de Cristo, se mostrará más viva aún hacia el conjunto
de las familias en general y en particular hacia aquellas que se hallan en
situaciones difíciles o irregulares. Para todas ellas la Iglesia tendrá palabras
de verdad, de bondad, de comprensión, de esperanza, de viva participación en sus
dificultades a veces dramáticas; ofrecerá a todos su ayuda desinteresada, a fin
de que puedan acercarse al modelo de familia, que ha querido el Creador «desde
el principio» y que Cristo ha renovado con su gracia redentora.
La acción pastoral de la Iglesia debe ser progresiva, incluso
en el sentido de que debe seguir a la familia, acompañándola paso a paso en las
diversas etapas de su formación y de su desarrollo.
Preparación
66. En nuestros días es más necesaria que nunca la preparación
de los jóvenes al matrimonio y a la vida familiar. En algunos países siguen
siendo las familias mismas las que, según antiguas usanzas, transmiten a los
jóvenes los valores relativos a la vida matrimonial y familiar mediante una
progresiva obra de educación o iniciación. Pero los cambios que han sobrevenido
en casi todas las sociedades modernas exigen que no sólo la familia, sino
también la sociedad y la Iglesia se comprometan en el esfuerzo de preparar
convenientemente a los jóvenes para las reponsabilidades de su futuro. Muchos
fenómenos negativos que se lamentan hoy en la vida familiar derivan del hecho de
que, en las nuevas situaciones, los jóvenes no sólo pierden de vista la justa
jerarquía de valores, sino que, al no poseer ya criterios seguros de
comportamiento, no saben cómo afrontar y resolver las nuevas dificultades. La
experiencia enseña en cambio que los jóvenes bien preparados para la vida
familiar, en general van mejor que los demás.
Esto vale más aún para el matrimonio cristiano, cuyo influjo se
extiende sobre la santidad de tantos hombres y mujeres. Por esto, la Iglesia
debe promover programas mejores y más intensos de preparación al matrimonio,
para eliminar lo más posible las dificultades en que se debaten tantos
matrimonios, y más aún para favorecer positivamente el nacimiento y maduración
de matrimonios logrados.
La preparación al matrimonio ha de ser vista y actuada como un
proceso gradual y continuo. En efecto, comporta tres momentos principales: una
preparación remota, una próxima y otra inmediata.
La preparación remota comienza desde la infancia, en la
juiciosa pedagogía familiar, orientada a conducir a los niños a descubrirse a sí
mismos como seres dotados de una rica y compleja psicología y de una
personalidad particular con sus fuerzas y debilidades. Es el período en que se
imbuye la estima por todo auténtico valor humano, tanto en las relaciones
interpersonales como en las sociales, con todo lo que significa para la
formación del carácter, para el dominio y recto uso de las propias
inclinaciones, para el modo de considerar y encontrar a las personas del otro
sexo, etc. Se exige, además, especialmente para los cristianos, una sólida
formación espiritual y catequística, que sepa mostrar en el matrimonio una
verdadera vocación y misión, sin excluir la posibilidad del don total de sí
mismo a Dios en la vocación a la vida sacerdotal o religiosa.
Sobre esta base se programará después, en plan amplio, la
preparación próxima, la cual comporta -desde la edad oportuna y con una
adecuada catequesis, como en un camino catecumenal- una preparación más
específica para los sacramentos, como un nuevo descubrimiento. Esta nueva
catequesis de cuantos se preparan al matrimonio cristiano es absolutamente
necesaria, a fin de que el sacramento sea celebrado y vivido con las debidas
disposiciones morales y espirituales. La formación religiosa de los jóvenes
deberá ser integrada, en el momento oportuno y según las diversas exigencias
concretas, por una preparación a la vida en pareja que, presentando el
matrimonio como una relación interpersonal del hombre y de la mujer a
desarrollarse continuamente, estimule a profundizar en los problemas de la
sexualidad conyugal y de la paternidad responsable, con los conocimientos
médico-biológicos esenciales que están en conexión con ella y los encamine a la
familiaridad con rectos métodos de educación de los hijos, favoreciendo la
adquisición de los elementos de base para una ordenada conducción de la familia
(trabajo estable, suficiente disponibilidad financiera, sabia administración,
nociones de economía doméstica, etc.).
Finalmente, no se deberá descuidar la preparación al apostolado
familiar, a la fraternidad y colaboración con las demás familias, a la inserción
activa en grupos, asociaciones, movimientos e iniciativas que tienen como
finalidad el bien humano y cristiano de la familia.
La preparación inmediata a la celebración del sacramento
del matrimonio debe tener lugar en los últimos meses y semanas que preceden a
las nupcias, como para dar un nuevo significado, nuevo contenido y forma nueva
al llamado examen prematrimonial exigido por el derecho canónico. De todos
modos, siendo como es siempre necesaria, tal preparación se impone con mayor
urgencia para aquellos prometidos que presenten aún carencias y dificultades en
la doctrina y en la práctica cristiana.
Entre los elementos a comunicar en este camino de fe, análogo
al catecumenado, debe haber también un conocimiento serio del misterio de Cristo
y de la Iglesia, de los significados de gracia y responsabilidad del matrimonio
cristiano, así como la preparación para tomar parte activa y consciente en los
ritos de la liturgia nupcial.
A las distintas fases de la preparación matrimonial -descritas
anteriormente sólo a grandes rasgos indicativos- deben sentirse comprometidas la
familia cristiana y toda la comunidad eclesial. Es deseable que las Conferencias
Episcopales, al igual que están interesadas en oportunas iniciativas para ayudar
a los futuros esposos a que sean más conscientes de la seriedad de su elección y
los pastores de almas a que acepten las convenientes disposiciones, así también
procuren que se publique un directorio para la pastoral de la familia. En
él se deberán establecer ante todo los elementos minimos de contenido, de
duración y de método de los «cursos de preparación», equilibrando entre ellos
los diversos aspectos -doctrinales, pedagógicos, legales y médicos- que
interesan al matrimonio, y estructurándolos de manera que cuantos se preparen al
mismo, además de una profundización intelectual, se sientan animados a inserirse
vitalmente en la comunidad eclesial.
Por más que no sea de menospreciar la necesidad y
obligatoriedad de la preparación inmediata al matrimonio -lo cual sucedería si
se dispensase fácilmente de ella- , sin embargo tal preparación debe ser
propuesta y actuada de manera que su eventual omisión no sea un impedimento para
la celebración del matrimonio.
Celebración
67. El matrimonio cristiano exige por norma una celebración
litúrgica, que exprese de manera social y comunitaria la naturaleza
esencialmente eclesial y sacramental del pacto conyugal entre los
bautizados.
En cuanto gesto sacramental de santificación, la
celebración del matrimonio -inserida en la liturgia, culmen de toda la acción de
la Iglesia y fuente de su fuerza santificadora-(166) debe ser de por sí válida,
digna y fructuosa. Se abre aquí un campo amplio para la solicitud pastoral, al
objeto de santisfacer ampliamente las exigencias derivadas de la naturaleza del
pacto conyugal elevado a sacramento y observar además fielmente la disciplina de
la Iglesia en lo referente al libre consentimiento, los impedimentos, la forma
canónica y el rito mismo de la celebración. Este último debe ser sencillo y
digno, según las normas de las competentes autoridades de la Iglesia, a las que
corresponde a su vez -según las circunstancias concretas de tiempo y de lugar y
en conformidad con las normas impartidas por la Sede Apostólica(167)- asumir
eventualmente en la celebración litúrgica aquellos elementos propios de cada
cultura que mejor se prestan a expresar el profundo significado humano y
religioso del pacto conyugal, con tal de que no contengan algo menos conveniente
a la fe y a la moral cristiana.
En cuanto signo, la celebración litúrgica debe llevarse
a cabo de manera que constituya, incluso en su desarrollo exterior, una
proclamación de la Palabra de Dios y una profesión de fe de la comunidad de los
creyentes. El empeño pastoral se expresará aquí con la preparación inteligente y
cuidadosa de la «liturgia de la Palabra» y con la educación a la fe de los que
participan en la celebración, en primer lugar de los que se casan.
En cuanto gesto sacramental de la Iglesia, la
celebración litúrgica del matrimonio debe comprometer a la comunidad cristiana,
con la participación plena, activa y responsable de todos los presentes, según
el puesto e incumbencia de cada uno: los esposos, el sacerdote, los testigos,
los padres, los amigos, los demás fieles, todos los miembros de una asamblea que
manifiesta y vive el misterio de Cristo y de su Iglesia.
Para la celebración del matrimonio cristiano en el ámbito de
las culturas o tradiciones ancestrales, se sigan los principios anteriormente
enunciados.
Celebración del matrimonio y evangelización de los bautizados
no creyentes
68. Precisamente porque en la celebración del sacramento se
reserva una atención especial a las disposiciones morales y espirituales de los
contrayentes, en concreto a su fe, hay que afrontar aquí una dificultad bastante
frecuente, que pueden encontrar los pastores de la Iglesia en el contexto de
nuestra sociedad secularizada.
En efecto, la fe de quien pide desposarse ante la Iglesia puede
tener grados diversos y es deber primario de los pastores hacerla descubrir,
nutrirla y hacerla madurar. Pero ellos deben comprender también las razones que
aconsejan a la Iglesia admitir a la celebración a quien está imperfectamente
dispuesto.
El sacramento del matrimonio tiene esta peculiaridad respecto a
los otros: ser el sacramento de una realidad que existe ya en la economía de la
creación; ser el mismo pacto conyugal instituido por el Creador «al principio».
La decisión pues del hombre y de la mujer de casarse según este proyecto divino,
esto es, la decisión de comprometer en su respectivo consentimiento conyugal
toda su vida en un amor indisoluble y en una fidelidad incondicional, implica
realmente, aunque no sea de manera plenamente consciente, una actitud de
obediencia profunda a la voluntad de Dios, que no puede darse sin su gracia.
Ellos quedan ya por tanto inseridos en un verdadero camino de salvación, que la
celebración del sacramento y la inmediata preparación a la misma pueden
completar y llevar a cabo, dada la rectitud de su intención.
Es verdad, por otra parte, que en algunos territorios, motivos
de carácter más bien social que auténticamente religioso impulsan a los novios a
pedir casarse en la iglesia. Esto no es de extrañar. En efecto, el matrimonio no
es un acontecimiento que afecte solamente a quien se casa. Es por su misma
naturaleza un hecho también social que compromete a los esposos ante la
sociedad. Desde siempre su celebración ha sido una fiesta que une a familias y
amigos. De ahí pues que haya también motivos sociales, además de los personales,
en la petición de casarse en la iglesia.
Sin embargo, no se debe olvidar que estos novios, por razón de
su bautismo, están ya realmente inseridos en la Alianza esponsal de Cristo con
la Iglesia y que, dada su recta intención, han aceptado el proyecto de Dios
sobre el matrimonio y consiguientemente -al menos de manera implicita- acatan lo
que la Iglesia tiene intención de hacer cuando celebra el matrimonio. Por tanto,
el solo hecho de que en esta petición haya motivos también de carácter social,
no justifica un eventual rechazo por parte de los pastores. Por lo demás, como
ha enseñado el Concilio Vaticano II, los sacramentos, con las palabras y los
elementos rituales nutren y robustecen la fe;(168) la fe hacia la cual están ya
orientados en virtud de su rectitud de intención que la gracia de Cristo no deja
de favorecer y sostener.
Querer establecer ulteriores criterios de admisión a la
celebración eclesial del matrimonio, que debieran tener en cuenta el grado de fe
de los que están próximos a contraer matrimonio, comporta además muchos riesgos.
En primer lugar el de pronunciar juicios infundados y discriminatorios; el
riesgo además de suscitar dudas sobre la validez del matrimonio ya celebrado,
con grave daño para la comunidad cristiana y de nuevas inquietudes
injustificadas para la conciencia de los esposos; se caería en el peligro de
contestar o de poner en duda la sacramentalidad de muchos matrimonios de
hermanos separados de la plena comunión con la Iglesia católica, contradiciendo
así la tradición eclesial.
Cuando por el contrario, a pesar de los esfuerzos hechos, los
contrayentes dan muestras de rechazar de manera explícita y formal lo que la
Iglesia realiza cuando celebra el matrimonio de bautizados, el pastor de almas
no puede admitirlos a la celebración. Y, aunque no sea de buena gana, tiene
obligación de tomar nota de la situación y de hacer comprender a los interesados
que, en tales circunstancias, no es la Iglesia sino ellos mismos quienes impiden
la celebración que a pesar de todo piden.
Una vez más se presenta en toda su urgencia la necesidad de una
evangelización y catequesis prematrimonial y postmatrimonial puestas en práctica
por toda la comunidad cristiana, para que todo hombre y toda mujer que se casan,
celebren el sacramento del matrimonio no sólo válida sino también
fructuosamente.
Pastoral postmatrimonial
69. El cuidado pastoral de la familia normalmente constituida
significa concretamente el compromiso de todos los elementos que componen la
comunidad eclesial local en ayudar a la pareja a descubrir y a vivir su nueva
vocación y misión. Para que la familia sea cada vez más una verdadera comunidad
de amor, es necesario que sus miembros sean ayudados y formados en su
responsabilidad frente a los nuevos problemas que se presentan, en el servicio
recíproco, en la comparticipación activa a la vida de familia.
Esto vale sobre todo para las familias jóvenes, las cuales,
encontrándose en un contexto de nuevos valores y de nuevas responsabilidades,
están más expuestas, especialmente en los primeros años de matrimonio, a
eventuales dificultades, como las creadas por la adaptación a la vida en común o
por el nacimiento de hijos. Los cónyuges jóvenes sepan acoger cordialmente y
valorar inteligentemente la ayuda discreta, delicada y valiente de otras parejas
que desde hace tiempo tienen ya experiencia del matrimonio y de la familia. De
este modo, en seno a la comunidad eclesial -gran familia formada por familias
cristianas- se actuará un mutuo intercambio de presencia y de ayuda entre todas
las familias, poniendo cada una al servicio de las demás la propia experiencia
humana, así como también los dones de fe y de gracia. Animada por verdadero
espíritu apostólico esta ayuda de familia a familia constituirá una de las
maneras más sencillas, más eficaces y más al alcance de todos para transfundir
capilarmente aquellos valores cristianos, que son el punto de partida y de
llegada de toda cura pastoral. De este modo las jóvenes familias no se limitarán
sólo a recibir, sino que a su vez, ayudadas así, serán fuente de enriquecimiento
para las otras familias, ya desde hace tiempo constituidas, con su testimonio de
vida y su contribución activa.
En la acción pastoral hacia las familias jóvenes, la Iglesia
deberá reservar una atención específica con el fin de educarlas a vivir
responsablemente el amor conyugal en relación con sus exigencias de comunión y
de servicio a la vida, así como a conciliar la intimidad de la vida de casa con
la acción común y generosa para edificación de la Iglesia y la sociedad humana.
Cuando, por el advenimiento de los hijos, la pareja se convierte en familia, en
sentido pleno y específico, la Iglesia estará aún más cercana a los padres para
que acojan a sus hijos y los amen como don recibido del Señor de la vida,
asumiendo con alegría la fatiga de servirlos en su crecimiento humano y
cristiano.
II - ESTRUCTURAS DE LA PASTORAL FAMILIAR
La acción pastoral es siempre expresión dinámica de la realidad
de la Iglesia, comprometida en su misión de salvación. También la pastoral
familiar -forma particular y específica de la pastoral- tiene como principio
operativo suyo y como protagonista responsable a la misma Iglesia, a través de
sus estructuras y agentes.
La comunidad eclesial y la parroquia en particular
70. La Iglesia, comunidad al mismo tiempo salvada y salvadora,
debe ser considerada aquí en su doble dimensión universal y particular. Esta se
expresa y se realiza en la comunidad diocesana, dividida pastoralmente en
comunidades menores entre las que se distingue, por su peculiar importancia, la
parroquia.
La comunión con la Iglesia universal no rebaja, sino que
garantiza y promueve la consistencia y la originalidad de las diversas Iglesias
particulares; éstas permanecen como el sujeto activo más inmediato y eficaz para
la actuación de la pastoral familiar. En este sentido cada Iglesia local y, en
concreto, cada comunidad parroquial debe tomar una conciencia más viva de la
gracia y de la responsabilidad que recibe del Señor, en orden a la promoción de
la pastoral familiar. Los planes de pastoral orgánica, a cualquier nivel, no
deben prescindir nunca de tomar en consideración la pastoral de la familia.
A la luz de esta responsabilidad hay que entender la
importancia de una adecuada preparación por parte de cuantos se comprometan
específicamente en este tipo de apostolado. Los sacerdotes, religiosos y
religiosas, desde la época de su formación, sean orientados y formados de manera
progresiva y adecuada para sus respectivas tareas. Entre otras iniciativas, me
es grato subrayar la reciente creación en Roma, en la Pontificia Universidad
Lateranense, de un Instituto Superior dedicado al estudio de los problemas de la
Familia. También en algunas diócesis se han fundado Institutos de este tipo; los
Obispos procuren que el mayor número posible de sacerdotes, antes de asumir
responsabilidades parroquiales, frecuenten cursos especializados; en otros
lugares se tienen periódicamente cursos de formación en Institutos Superiores de
estudios teológicos y pastorales. Estas iniciativas sean alentadas, sostenidas,
multiplicadas y estén abiertas, naturalmente, también a los seglares, que con su
labor profesional (médica, legal, psicológica, social y educativa) prestan su
labor en ayuda a la familia.
La familia
71. Pero sobre todo hay que reconocer el puesto singular que,
en este campo, corresponde a lo esposos y a las familias cristianas, en virtud
de la gracia recibida en el sacramento. Su misión debe ponerse al servicio de la
edificación de la Iglesia y de la construcción del Reino de Dios en la historia.
Esto es una exigencia de obediencia dócil a Cristo Señor. Él, en efecto, en
virtud del matrimonio de los bautizados elevado a sacramento confiere a los
esposos cristianos una peculiar misión de apóstoles, enviándolos como obreros a
su viña, y, de manera especial, a este campo de la familia.
En esta actividad ellos actúan en comunión y colaboración con
los restantes miembros de la Iglesia, que también trabajan en favor de la
familia, poniendo a disposición sus dones y ministerios.
Este apostolado se desarrollará sobre todo dentro de la propia
familia, con el testimonio de la vida vivida conforme a la ley divina en todos
sus aspectos, con la formación cristiana de los hijos, con la ayuda dada para su
maduración en la fe, con la educación en la castidad, con la preparación a la
vida, con la vigilancia para preservarles de los peligros ideológicos y morales
por los que a menudo se ven amenazados, con su gradual y responsable inserción
en la comunidad eclesial y civil, con la asistencia y el consejo en la elección
de la vocación, con la mutua ayuda entre los miembros de la familia para el
común crecimiento humano y cristiano, etc. El apostolado de la familia, por otra
parte, se irradiará con obras de caridad espiritual y material hacia las demás
familias, especialmente a las más necesitadas de ayuda y apoyo, a los pobres,
los enfermos, los ancianos, los minusválidos, los huérfanos, las viudas, los
cónyuges abandonados, las madres solteras y aquellas que en situaciones
difíciles sienten la tentación de deshacerse del fruto de su seno,
etc.
Asociaciones de familias para las familias
72. Sin salir del ámbito de la Iglesia, sujeto responsable de
la pastoral familiar, hay que recordar las diversas agrupaciones de fieles, en
las que se manifiesta y se vive de algún modo el misterio de la Iglesia de
Cristo. Por consiguiente, se han de reconocer y valorar -cada una según las
características, finalidades, incidencias y métodos propios- las varias
comunidades eclesiales, grupos y movimientos comprometidos de distintas maneras,
por títulos y a niveles diversos, en la pastoral familiar.
Por este motivo el Sínodo ha reconocido expresamente la
aportación de tales asociaciones de espiritualidad, de formación y de
apostolado. Su cometido será el de suscitar en los fieles un vivo sentido de
solidaridad, favorecer una conducta de vida inspirada en el Evangelio y en la fe
de la Iglesia, formar las conciencias según los valores cristianos y no según
los criterios de la opinión pública, estimular a obras de caridad recíproca y
hacia los demás con un espíritu de apertura, que hace de las familias cristianas
una verdadera fuente de luz y un sano fermento para las demás.
Igualmente es deseable que, con un vivo sentido del bien común,
las familias cristianas se empeñen activamente, a todos los niveles, incluso en
asociaciones no eclesiales. Algunas de estas asociaciones se proponen la
preservación, la transmisión y tutela de los sanos valores éticos y culturales
del respectivo pueblo, el desarrollo de la persona humana, la protección médica,
jurídica y social de la maternidad y de la infancia, la justa promoción de la
mujer y la lucha frente a todo lo que va contra su dignidad, el incremento de la
mutua solidaridad, el conocimiento de los problemas que tienen conexión con la
regulación responsable de la fecundidad, según los métodos naturales conformes
con la dignidad humana y la doctrina de la Iglesia. Otras miran a la
construcción de un mundo más justo y más humano, a la promoción de leyes justas
que favorezcan el recto orden social en el pleno respeto de la dignidad y de la
legítima libertad del individuo y de la familia, a nivel nacional e
internacional, y a la colaboración con la escuela y con las otras instituciones
que completan la educación de los hijos, etc.
III - AGENTES DE LA PASTORAL FAMILIAR
Además de la familia -objeto y sobre todo sujeto de la pastoral
familiar- hay que recordar también los otros agentes principales en este campo
concreto.
Obispos y presbíteros
73. El primer responsable de la pastoral familiar en la
diócesis es el obispo. Como Padre y Pastor debe prestar particular solicitud a
este sector, sin duda prioritario, de la pastoral. A él debe dedicar interés,
atención, tiempo, personas, recursos; y sobre todo apoyo personal a las familias
y a cuantos, en las diversas estructuras diocesanas, le ayudan en la pastoral de
la familia. Procurará particularmente que la propia diócesis sea cada vez más
una verdadera «familia diocesana», modelo y fuente de esperanza para tantas
familias que a ella pertenecen. La creación del Pontificio Consejo para la
Familia se ha de ver en este contexto; es un signo de la importancia que yo
atribuyo a la pastoral de la familia en el mundo, para que al mismo tiempo sea
un instrumento eficaz a fin de ayudar a promoverla a todos los niveles.
Los obispos se valen de modo particular de los presbíteros,
cuya tarea -como ha subrayado expresamente el Sínodo- constituye una parte
esencial del ministerio de la Iglesia hacia el matrimonio y la familia. Lo mismo
se diga de aquellos diáconos a los que eventualmente se confíe el cuidado de
este sector pastoral.
Su responsabilidad se extiende no sólo a los problemas morales
y litúrgicos, sino también a los de carácter personal y social. Ellos deben
sostener a la familia en sus dificultades y sufrimientos, acercándose a sus
miembros, ayudándoles a ver su vida a la luz del Evangelio. No es superfluo
anotar que de esta misión, si se ejerce con el debido discernimiento y verdadero
espíritu apostólico, el ministro de la Iglesia saca nuevos estímulos y energías
espirituales aun para la propia vocación y para el ejercicio mismo de su
ministerio.
El sacerdote o el diácono preparados adecuada y seriamente para
este apostolado, deben comportarse constantemente, con respecto a las familias,
como padre, hermano, pastor y maestro, ayudándolas con los recursos de la gracia
e iluminándolas con la luz de la verdad. Por lo tanto, su enseñanza y sus
consejos deben estar siempre en plena consonancia con el Magisterio auténtico de
la Iglesia de modo que ayude al pueblo de Dios a formarse un recto sentido de la
fe, que ha de aplicarse luego en la vida concreta. Esta fidelidad al Magisterio
permitirá también a los sacerdotes lograr una perfecta unidad de criterios con
el fin de evitar ansiedades de conciencia en los fieles.
Pastores y laicado participan dentro de la Iglesia en la misión
profética de Cristo: los laicos, testimoniando la fe con las palabras y con la
vida cristiana; los pastores, discerniendo en tal testimonio lo que es expresión
de fe genuina y lo que no concuerda con ella; la familia, como comunidad
cristiana, con su peculiar participación y testimonio de fe. Se abre así un
diálogo entre los pastores y las familias. Los teólogos y los expertos en
problemas familiares pueden ser de gran ayuda en este diálogo, explicando
exactamente el contenido del Magisterio de la Iglesia y el de la experiencia de
la vida de familia. De esta manera se comprenden mejor las enseñanzas del
Magisterio y se facilita el camino para su progresivo desarrollo. No obstante,
es bueno recordar que la norma próxima y obligatoria en doctrina de fe -incluso
en los problemas de la familia- es competencia del Magisterio jerárquico.
Relaciones claras entre los teólogos, los expertos en problemas familiares y el
Magisterio ayudan no poco a la recta comprensión de la fe y a promover -dentro
de los límites de la misma- el legítimo pluralismo.
Religiosos y religiosas
74. La ayuda que los religiosos, religiosas y almas consagradas
en general, pueden dar al apostolado de la familia encuentra su primera,
fundamental y original expresión precisamente en su consagración a Dios: «De
este modo evocan ellos ante todos los fieles aquel maravilloso connubio, fundado
por Dios y que ha de revelarse plenamente en el siglo futuro, por el que la
Iglesia tiene por esposo único a Cristo».(169) Esa consagración los convierte en
testigos de aquella caridad universal que, por medio de la castidad abrazada por
el Reino de los cielos, les hace cada vez más disponibles para dedicarse
generosamente al servicio divino y a las obras de apostolado.
De ahí deriva la posibilidad de que religiosos y religiosas,
miembros de Institutos seculares y de otros Institutos de perfección,
individualmente o asociados, desarrollen su servicio a las familias, con
especial dedicación a los niños, especialmente a los abandonados, no deseados,
huérfanos, pobres o minusválidos; visitando a las familias y preocupándose de
los enfermos; cultivando relaciones de respeto y de caridad con familias
incompletas, en dificultad o separadas; ofreciendo su propia colaboración en la
enseñanza y asesoramiento para la preparación de los jóvenes al matrimonio, y en
la ayuda que hay que dar a las parejas para una procreación verdaderamente
responsable; abriendo la propia casa a una hospitalidad sencilla y cordial, para
que las familias puedan encontrar el sentido de Dios, el gusto por la oración y
el recogimiento, el ejemplo concreto de una vida vivida en caridad y alegría
fraterna, como miembros de la gran familia de Dios.
Quisiera añadir una exhortación apremiante a los responsables
de los Institutos de vida consagrada, para que consideren -dentro del respeto
sustancial al propio carisma original- el apostolado dirigido a las familias
como una de las tareas prioritarias, requeridas más urgentemente por la
situación actual.
Laicos especializados
75. No poca ayuda pueden prestar a las familias los laicos
especializados (médicos, juristas, psicólogos, asistentes sociales, consejeros,
etc.) que, tanto individualmente como por medio de diversas asociaciones e
iniciativas, ofrecen su obra de iluminación, de consejo, de orientación y apoyo.
A ellos pueden aplicarse las exhortaciones que dirigí a la Confederación de los
Consultores familiares de inspiración cristiana: «El vuestro es un compromiso
que bien merece la calificación de misión, por lo noble que son las finalidades
que persigue, y determinantes para el bien de la sociedad y de la misma
comunidad cristiana los resultados que derivan de ellas... Todo lo que consigáis
hacer en apoyo de la familia está destinado a tener una eficacia que,
sobrepasando su ámbito, alcanza también otras personas e incide sobre la
sociedad. El futuro del mundo y de la Iglesia pasa a través de la
familia».(170)
Destinatarios y agentes de la comunicación social
76. Una palabra aparte se ha de reservar a esta categoría tan
importante en la vida moderna. Es sabido que los instrumentos de comunicación
social «inciden a menudo profundamente, tanto bajo el aspecto afectivo e
intelectual como bajo el aspecto moral y religioso, en el ánimo de cuantos los
usan», especialmente si son jóvenes.(171) Tales medios pueden ejercer un influjo
benéfico en la vida y las costumbres de la familia y en la educación de los
hijos, pero al mismo tiempo esconden también «insidias y peligros no
insignificantes»,(172) y podrían convertirse en vehículo -a veces hábil y
sistemáticamente manipulado, como desgraciadamente acontece en diversos países
del mundo- de ideologías disgregadoras y de visiones deformadas de la vida, de
la familia, de la religión, de la moralidad y que no respetan la verdadera
dignidad y el destino del hombre.
Peligro tanto más real, cuanto «el modo de vivir, especialmente
en las naciones más industrializadas, lleva muy a menudo a que las familias se
descarguen de sus responsabilidades educativas, encontrando en la facilidad de
evasión (representada en casa especialmente por la televisión y ciertas
publicaciones) el modo de tener ocupados tiempo y actividad de los niños y
muchachos».(173) De ahí «el deber ... de proteger especialmente a los niños y
muchachos de las "agresiones" que sufren también por parte de los
mass-media», procurando que el uso de éstos en familia sea regulado
cuidadosamente. Con la misma diligencia la familia debería buscar para sus
propios hijos también otras diversiones más sanas, más útiles y formativas
física, moral y espiritualmente «para potenciar y valorizar el tiempo libre de
los adolescentes y orientar sus energías».(174)
Puesto que además los instrumentos de comunicación social -así
como la escuela y el ambiente- inciden a menudo de manera notable en la
formación de los hijos, los padres, en cuanto receptores, deben hacerse parte
activa en el uso moderado, crítico, vigilante y prudente de tales medios,
calculando el influjo que ejercen sobre los hijos; y deben dar una orientación
que permita «educar la conciencia de los hijos para emitir juicios serenos y
objetivos, que después la guíen en la elección y en el rechazo de los programas
propuestos».(175)
Con idéntico empeño los padres tratarán de influir en la
elección y preparación de los mismos programas, manteniéndose -con oportunas
iniciativas- en contacto con los responsables de las diversas fases de la
producción y de la transmisión, para asegurarse que no sean abusivamente
olvidados o expresamente conculcados aquellos valores humanos fundamentales que
forman parte del verdadero bien común de la sociedad, sino que, por el
contrario, se difundan programas aptos para presentar en su justa luz los
problemas de la familia y su adecuada solución. A este respecto, mi predecesor
Pablo VI escribía: «Los productores deben conocer y respetar las exigencias de
la familia, y esto requiere a veces, por parte de ellos, una verdadera valentía,
y siempre un alto sentido de responsabilidad. Ellos, en efecto, están obligados
a evitar todo lo que pueda dañar a la familia en su existencia, en su
estabilidad, en su equilibrio y en su felicidad. Toda ofensa a los valores
fundamentales de la familia -se trate de erotismo o de violencia, de apología
del divorcio o de actitudes antisociales por parte de los jóvenes- es una ofensa
al verdadero bien del hombre».(176)
Yo mismo, en ocasión semejante, ponía de relieve que las
familias «deben poder contar en no pequeña medida con la buena voluntad,
rectitud y sentido de responsabilidad de los profesionales de los
mass-media: editores, escritores, productores, directores, dramaturgos,
informadores, comentaristas y actores».(177) Por consiguiente, es justo que
también por parte de la Iglesia se siga dedicando toda atención a estas
categorías de personas, animando y sosteniendo al mismo tiempo a aquellos
católicos que se sienten llamados y tienen cualidades para trabajar en estos
delicados sectores.
IV. - LA PASTORAL FAMILIAR EN LOS CASOS DIFÍCILES
Circunstancias particulares
77. Es necesario un empeño pastoral todavía más generoso,
inteligente y prudente, a ejemplo del Buen Pastor, hacia aquellas familias que
-a menudo e independientemente de la propia voluntad, o apremiados por otras
exigencias de distinta naturaleza- tienen que afrontar situaciones objetivamente
difíciles.
A este respecto hay que llamar especialmente la atención sobre
algunas categorías particulares de personas, que tienen mayor necesidad no sólo
de asistencia, sino de una acción más incisiva ante la opinión pública y sobre
todo ante las estructuras culturales, profundas de sus dificultades.
Estas son, por ejemplo, las familias de los emigrantes por
motivos laborales; las familias de cuantos están obligados a largas ausencias,
como los militares, los navegantes, los viajeros de cualquier tipo; las familias
de los presos, de los prófugos y de los exiliados; las familias que en las
grandes ciudades viven prácticamente marginadas; las que no tienen casa; las
incompletas o con uno solo de los padres; las familias con hijos minusválidos o
drogados; las familias de alcoholizados; las desarraigadas de su ambiente
culturaI y social o en peligro de perderlo; las discriminadas por motivos
políticos o por otras razones; las familias ideológicamente divididas; las que
no consiguen tener fácilmente un contacto con la parroquia; las que sufren
violencia o tratos injustos a causa de la propia fe; las formadas por esposos
menores de edad; los ancianos, obligados no raramente a vivir en soledad o sin
adecuados medios de subsistencia.
Las familias de emigrantes, especialmente tratándose de
obreros y campesinos, deben tener la posibilidad de encontrar siempre en la
Iglesia su patria. Esta es una tarea connatural a la Iglesia, dado que es signo
de unidad en la diversidad. En cuanto sea posible estén asistidos por sacerdotes
de su mismo rito, cultura e idioma. Corresponde igualmente a la Iglesia hacer
una llamada a la conciencia pública y a cuantos tienen autoridad en la vida
social, económica y política, para que los obreros encuentren trabajo en su
propia región y patria, sean retribuidos con un justo salario, las familias
vuelvan a reunirse lo antes posible, sea tenida en consideración su identidad
cultural, sean tratadas igual que las otras, y a sus hijos se les dé la
oportunidad de la formación profesional y del ejercicio de la profesión, así
como de la posesión de la tierra necesaria para trabajar y vivir.
Un problema difícil es el de las familias ideológicamente
divididas. En estos casos se requiere una particular atención pastoral. Sobre
todo hay que mantener con discreción un contacto personal con estas familias.
Los creyentes deben ser fortalecidos en la fe y sostenidos en la vida cristiana.
Aunque la parte fiel al catolicismo no puede ceder, no obstante, hay que
mantener siempre vivo el diálogo con la otra parte. Deben multiplicarse las
manifestaciones de amor y respeto, con la viva esperanza de mantener firme la
unidad. Mucho depende también de las relaciones entre padres e hijos. Las
ideologías extranas a la fe pueden estimular a los miembros creyentes de la
familia a crecer en la fe y en el testimonio de amor.
Otros momentos difíciles en los que la familia tiene necesidad
de la ayuda de la comunidad eclesial y de sus pastores pueden ser: la
adolescencia inquieta, contestadora y a veces problematizada de los hijos; su
matrimonio que les separa de la familia de origen; la incomprensión o la falta
de amor por parte de las personas más queridas; el abandono por parte del
cónyuge o su pérdida, que abre la dolorosa experiencia de la viudez, de la
muerte de un familiar, que mutila y transforma en profundidad el núcleo original
de la familia.
Igualmente no puede ser descuidado por la Iglesia el período de
la ancianidad, con todos sus contenidos positivos y negativos: la posible
profundización del amor conyugal cada vez más purificado y ennoblecido por una
larga e ininterrumpida fidelidad; la disponibilidad a poner en favor de los
demás, de forma nueva, la bondad y la cordura acumulada y las energías que
quedan; la dura soledad, a menudo más psicológica y afectiva que física, por el
eventual abandono o por una insuficiente atención por parte de los hijos y de
los parientes; el sufrimiento a causa de enfermedad, por el progresivo
decaimiento de las fuerzas, por la humillación de tener que depender de otros,
por la amargura de sentirse como un peso para los suyos, por el acercarse de los
últimos momentos de la vida. Son éstas las ocasiones en las que -como han
sugerido los Padres Sinodales- más fácilmente se pueden hacer comprender y vivir
los aspectos elevados de la espiritualidad matrimonial y familiar, que se
inspiran en el valor de la cruz y resurrección de Cristo, fuente de
santificación y de profunda alegría en la vida diaria, en la perspectiva de las
grandes realidades escatológicas de la vita eterna.
En estas diversas situaciones no se descuide jamás la oración,
fuente de luz y de fuerza, y alimento de la esperanza cristiana.
Matrimonios mixtos
78. El número creciente de matrimonios entre católicos y otros
bautizados requiere también una peculiar atención pastoral a la luz de las
orientaciones y normas contenidas en los recientes documentos de la Santa Sede y
en los elaborados por las Conferencias Episcopales, para facilitar su aplicación
concreta en las diversas situaciones.
Las parejas que viven en matrimonio mixto presentan peculiares
exigencias que pueden reducirse a tres apartados principales.
Hay que considerar ante todo las obligaciones de la parte
católica que derivan de la fe, en lo concerniente al libre ejercicio de la misma
y a la consecuente obligación de procurar, según las propias posibilidades,
bautizar y educar los hijos en la fe católica.(178)
Hay que tener presentes las particulares dificultades
inherentes a las relaciones entre marido y mujer, en lo referente al respeto de
la libertad religiosa; ésta puede ser violada tanto por presiones indebidas para
lograr el cambio de las convicciones religiosas de la otra parte, como por
impedimentos puestos a la manifestación libre de las mismas en la práctica
religiosa.
En lo referente a la forma litúrgica y canónica del matrimonio,
los Ordinarios pueden hacer uso ampliamente de sus facultades por varios
motivos.
Al tratar de estas exigencias especiales hay que poner atención
en estos puntos:
·
en la preparación
concreta a este tipo de matrimonio, debe realizarse todo esfuerzo razonable para
hacer comprender la doctrina católica sobre las cualidades y exigencias del
matrimonio, así como para asegurarse de que en el futuro no se verifiquen las
presiones y los obstáculos, de los que antes se ha hablado.
·
es de suma
importancia que, con el apoyo de la comunidad, la parte católica sea fortalecida
en su fe y ayudada positivamente a madurar en la comprensión y en la práctica de
la misma, de manera que llegue a ser verdadero testigo creíble dentro de la
familia, a través de la vida misma y de la calidad del amor demostrado al otro
cónyuge y a los hijos.
Los matrimonios entre católicos y otros bautizados presentan
aun en su particular fisonomía numerosos elementos que es necesario valorar y
desarrollar, tanto por su valor intrínseco, como por la aportación que pueden
dar al movimiento ecuménico. Esto es verdad sobre todo cuando los dos cónyuges
son fieles a sus deberes religiosos. El bautismo común y el dinamismo de la
gracia procuran a los esposos, en estos matrimonios, la base y las motivaciones
para compartir su unidad en la esfera de los valores morales y espirituales.
A tal fin, aun para poner en evidencia la importancia ecuménica
de este matrimonio mixto, vivido plenamente en la fe por los dos cónyuges
cristianos, se debe buscar -aunque esto no sea siempre fácil- una colaboración
cordial entre el ministro católico y el no católico, desde el tiempo de la
preparación al matrimonio y a la boda.
Respecto a la participación del cónyuge no católico en la
comunión eucarística, obsérvense las normas impartidas por el Secretariado para
la Unión de los Cristianos.(179)
En varias partes del mundo se asiste hoy al aumento del número
de matrimonios entre católicos y no bautizados. En muchos de ellos, el cónyuge
no bautizado profesa otra religión, y sus convicciones deben ser tratadas con
respeto, de acuerdo con los principios de la Declaración Nostra aetate
del Concilio Ecuménico Vaticano II sobre las relaciones con las religiones no
cristianas; en no pocos otros casos, especialmente en las sociedades
secularizadas, la persona no bautizada no profesa religión alguna. Para estos
matrimonios es necesario que las Conferencias Episcopales y cada uno de los
obispos tomen adecuadas medidas pastorales, encaminadas a garantizar la defensa
de la fe del cónyuge católico y la tutela del libre ejercicio de la misma, sobre
todo en lo que se refiere al deber de hacer todo lo posible para que los hijos
sean bautizados y educados católicamente. El cónyuge católico debe además ser
ayudado con todos los medios en su obligación de dar, dentro de la familia, un
testimonio genuino de fe y vida católica.
Acción pastoral frente a algunas situaciones
irregulares
79. En su solicitud por tutelar la familia en toda su
dimensión, no sólo la religiosa, el Sínodo no ha dejado de considerar
atentamente algunas situaciones irregulares, desde el punto de vista religioso y
con frecuencia también civil, que -con las actuales y rápidas transformaciones
culturales- se van difundiendo por desgracia también entre los católicos con no
leve daño de la misma institución familiar y de la sociedad, de la que ella es
la célula fundamental.
a) Matrimonio a prueba
80. Una primera situación irregular es la del llamado
«matrimonio a prueba» o experimental, que muchos quieren hoy justificar,
atribuyéndole un cierto valor. La misma razón humana insinúa ya su no
aceptabilidad, indicando que es poco convincente que se haga un «experimento»
tratándose de personas humanas, cuya dignidad exige que sean siempre y
únicamente término de un amor de donación, sin límite alguno ni de tiempo ni de
otras circunstancias.
La Iglesia por su parte no puede admitir tal tipo de unión por
motivos ulteriores y originales derivados de la fe. En efecto, por una parte el
don del cuerpo en la relación sexual es el símbolo real de la donación de toda
la persona; por lo demás, en la situación actual tal donación no puede
realizarse con plena verdad sin el concurso del amor de caridad dado por Cristo.
Por otra parte, el matrimonio entre dos bautizados es el símbolo real de la
unión de Cristo con la Iglesia, una unión no temporal o «ad experimentum», sino
fiel eternamente; por tanto, entre dos bautizados no puede haber más que un
matrimonio indisoluble.
Esta situación no puede ser superada de ordinario, si la
persona humana no ha sido educada -ya desde la infancia, con la ayuda de la
gracia de Cristo y no por temor- a dominar la concupiscencia naciente e
instaurar con los demás relaciones de amor genuino. Esto no se consigue sin una
verdadera educación en el amor auténtico y en el recto uso de la sexualidad, de
tal manera que introduzca a la persona humana -en todas sus dimensiones, y por
consiguiente también en lo que se refiere al propio cuerpo- en la plenitud del
misterio de Cristo.
Será muy útil preguntarse acerca de las causas de este
fenómeno, incluidos los aspectos psicológicos, para encontrar una adecuada
solución.
b) Uniones libres de hecho
81. Se trata de uniones sin algún vínculo institucional
públicamente reconocido, ni civil ni religioso. Este fenómeno, cada vez más
frecuente, ha de llamar la atención de los pastores de almas, ya que en el mismo
puede haber elementos varios, actuando sobre los cuales será quizá posible
limitar sus consecuencias.
En efecto, algunos se consideran como obligados por difíciles
situaciones -económicas, culturales y religiosas- en cuanto que, contrayendo
matrimonio regular, quedarían expuestos a daños, a la pérdida de ventajas
económicas, a discriminaciones, etc. En otros, por el contrario, se encuentra
una actitud de desprecio, contestación o rechazo de la sociedad, de la
institución familiar, de la organización socio-política o de la mera búsqueda
del placer. Otros, finalmente, son empujados por la extrema ignorancia y
pobreza, a veces por condicionamientos debidos a situaciones de verdadera
injusticia, o también por una cierta inmadurez psicológica que les hace sentir
la incertidumbre o el temor de atarse con un vínculo estable y definitivo. En
algunos países las costumbres tradicionales prevén el matrimonio verdadero y
propio solamente después de un período de cohabitación y después del nacimiento
del primer hijo.
Cada uno de estos elementos pone a la Iglesia serios problemas
pastorales, por las graves consecuencias religiosas y morales que de ellos
derivan (pérdida del sentido religioso del matrimonio visto a la luz de la
Alianza de Dios con su pueblo, privación de la gracia del sacramento, grave
escándalo), así como también por las consecuencias sociales (destrucción del
concepto de familia, atenuación del sentido de fidelidad incluso hacia la
sociedad, posibles traumas psicológicos en los hijos y afirmación del
egoísmo).
Los pastores y la comunidad eclesial se preocuparán por conocer
tales situaciones y sus causas concretas, caso por caso; se acercarán a los que
conviven, con discreción y respeto; se empeñarán en una acción de iluminación
paciente, de corrección caritativa y de testimonio familiar cristiano que pueda
allanarles el camino hacia la regularización de su situación. Pero, sobre todo,
adelántense enseñándoles a cultivar el sentido de la fidelidad en la educación
moral y religiosa de los jóvenes; instruyéndoles sobre las condiciones y
estructuras que favorecen tal fidelidad, sin la cual no se da verdadera
libertad; ayudándoles a madurar espiritualmente y haciéndoles comprender la rica
realidad humana y sobrenatural del matrimonio-sacramento.
El pueblo de Dios se esfuerce también ante las autoridades
públicas para que -resistiendo a las tendencias disgregadoras de la misma
sociedad y nocivas para la dignidad, seguridad y bienestar de los ciudadanos-
procuren que la opinión pública no sea llevada a menospreciar la importancia
institucional del matrimonio y de la familia. Y dado que en muchas regiones, a
causa de la extrema pobreza derivada de unas estructuras socio-económicas
injustas o inadecuadas, los jóvenes no están en condiciones de casarse como
conviene, la sociedad y las autoridades públicas favorezcan el matrimonio
legítimo a través de una serie de intervenciones sociales y políticas,
garantizando el salario familiar, emanando disposiciones para una vivienda apta
a la vida familiar y creando posibilidades adecuadas de trabajo y de vida.
c) Católicos unidos con mero matrimonio civil
82. Es cada vez más frecuente el caso de católicos que, por
motivos ideológicos y prácticos, prefieren contraer sólo matrimonio civil,
rechazando o, por lo menos, diferiendo el religioso. Su situación no puede
equipararse sin más a la de los que conviven sin vínculo alguno, ya que hay en
ellos al menos un cierto compromiso a un estado de vida concreto y quizá
estable, aunque a veces no es extraña a esta situación la perspectiva de un
eventual divorcio. Buscando el reconocimiento público del vínculo por parte del
Estado, tales parejas demuestran una disposición a asumir, junto con las
ventajas, también las obligaciones. A pesar de todo, tampoco esta situación es
aceptable para la Iglesia. La acción pastoral tratará de hacer comprender la
necesidad de coherencia entre la elección de vida y la fe que se profesa, e
intentará hacer lo posible para convencer a estas personas a regular su propia
situación a la luz de los principios cristianos. Aun tratándoles con gran
caridad e interesándoles en la vida de las respectivas comunidades, los pastores
de la Iglesia no podrán admitirles al uso de los sacramentos.
d) Separados y divorciados no casados de nuevo
83. Motivos diversos, como incomprensiones recíprocas,
incapacidad de abrise a las relaciones interpersonales, etc., pueden conducir
dolorosamente el matrimonio válido a una ruptura con frecuencia irreparable.
Obviamente la separación debe considerarse como un remedio extremo, después de
que cualquier intento razonable haya sido inútil.
La soledad y otras dificultades son a veces patrimonio del
cónyuge separado, especialmente si es inocente. En este caso la comunidad
eclesial debe particularmente sostenerlo, procurarle estima, solidaridad,
comprensión y ayuda concreta, de manera que le sea posible conservar la
fidelidad, incluso en la difícil situación en la que se encuentra; ayudarle a
cultivar la exigencia del perdón, propio del amor cristiano y la disponibilidad
a reanudar eventualmente la vida conyugal anterior.
Parecido es el caso del cónyuge que ha tenido que sufrir el
divorcio, pero que -conociendo bien la indisolubilidad del vínculo matrimonial
válido- no se deja implicar en una nueva unión, empeñándose en cambio en el
cumplimiento prioritario de sus deberes familiares y de las responsabilidades de
la vida cristiana. En tal caso su ejemplo de fidelidad y de coherencia cristiana
asume un particular valor de testimonio frente al mundo y a la Iglesia, haciendo
todavía más necesaria, por parte de ésta, una acción continua de amor y de
ayuda, sin que exista obstáculo alguno para la admisión a los sacramentos.
e) Divorciados casados de nuevo
84. La experiencia diaria enseña, por desgracia, que quien ha
recurrido al divorcio tiene normalmente la intención de pasar a una nueva unión,
obviamente sin el rito religioso católico. Tratándose de una plaga que, como
otras, invade cada vez más ampliamente incluso los ambientes católicos, el
problema debe afrontarse con atención improrrogable. Los Padres Sinodales lo han
estudiado expresamente. La Iglesia, en efecto, instituida para conducir a la
salvación a todos los hombres, sobre todo a los bautizados, no puede abandonar a
sí mismos a quienes -unidos ya con el vínculo matrimonial sacramental- han
intentado pasar a nuevas nupcias. Por lo tanto procurará infatigablemente poner
a su disposición los medios de salvación.
Los pastores, por amor a la verdad, están obligados a discernir
bien las situaciones. En efecto, hay diferencia entre los que sinceramente se
han esforzado por salvar el primer matrimonio y han sido abandonados del todo
injustamente, y los que por culpa grave han destruido un matrimonio
canónicamente válido. Finalmente están los que han contraído una segunda unión
en vista a la educación de los hijos, y a veces están subjetivamente seguros en
conciencia de que el precedente matrimonio, irreparablemente destruido, no había
sido nunca válido.
En unión con el Sínodo exhorto vivamente a los pastores y a
toda la comunidad de los fieles para que ayuden a los divorciados, procurando
con solícita caridad que no se consideren separados de la Iglesia, pudiendo y
aun debiendo, en cuanto bautizados, participar en su vida. Se les exhorte a
escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la Misa, a perseverar
en la oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la
comunidad en favor de la justicia, a educar a los hijos en la fe cristiana, a
cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar de este modo, día a
día, la gracia de Dios. La Iglesia rece por ellos, los anime, se presente como
madre misericordiosa y así los sostenga en la fe y en la esperanza.
La Iglesia, no obstante, fundándose en la Sagrada Escritura
reafirma su práxis de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados que
se casan otra vez. Son ellos los que no pueden ser admitidos, dado que su estado
y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la
Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía. Hay además otro motivo
pastoral: si se admitieran estas personas a la Eucaristía, los fieles serían
inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la
indisolubilidad del matrimonio.
La reconciliación en el sacramento de la penitencia -que les
abriría el camino al sacramento eucarístico- puede darse únicamente a los que,
arrepentidos de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo,
están sinceramente dispuestos a una forma de vida que no contradiga la
indisolubilidad del matrimonio. Esto lleva consigo concretamente que cuando el
hombre y la mujer, por motivos serios, -como, por ejemplo, la educación de los
hijos- no pueden cumplir la obligación de la separación, «asumen el compromiso
de vivir en plena continencia, o sea de abstenerse de los actos propios de los
esposos».(180)
Del mismo modo el respeto debido al sacramento del matrimonio,
a los mismos esposos y sus familiares, así como a la comunidad de los fieles,
prohíbe a todo pastor -por cualquier motivo o pretexto incluso pastoral-
efectuar ceremonias de cualquier tipo para los divorciados que vuelven a
casarse. En efecto, tales ceremonias podrían dar la impresión de que se celebran
nuevas nupcias sacramentalmente válidas y como consecuencia inducirían a error
sobre la indisolubilidad del matrimonio válidamente contraído.
Actuando de este modo, la Iglesia profesa la propia fidelidad a
Cristo y a su verdad; al mismo tiempo se comporta con espíritu materno hacia
estos hijos suyos, especialmente hacia aquellos que inculpablemente han sido
abandonados por su cónyuge legítimo.
La Iglesia está firmemente convencida de que también quienes se
han alejado del mandato del Señor y viven en tal situación pueden obtener de
Dios la gracia de la conversión y de la salvación si perseveran en la oración,
en la penitencia y en la caridad.
Los privados de familia
85. Deseo añadir una palabra en favor de una categoría de
personas que, por la situación concreta en la que viven -a menudo no por
voluntad deliberada- considero especialmente cercanas al Corazón de Cristo,
dignas del afecto y solicitud activa de la Iglesia, así como de los
pastores.
Hay en el mundo muchas personas que desgraciadamente no tienen
en absoluto lo que con propiedad se llama una familia. Grandes sectores de la
humanidad viven en condiciones de enorme pobreza, donde la promiscuidad, la
falta de vivienda, la irregularidad de relaciones y la grave carencia de cultura
no permiten poder hablar de verdadera familia. Hay otras personas que por
motivos diversos se han quedado solas en el mundo. Sin embargo para todas ellas
existe una «buena nueva de la familia».
Teniendo presentes a los que viven en extrema pobreza, he
hablado ya de la necesidad urgente de trabajar con valentía para encontrar
soluciones, también a nivel político, que permitan ayudarles a superar esta
condición inhumana de postración. Es un deber que incumbe solidariamente a toda
la sociedad, pero de manera especial a las autoridades, por razón de sus cargos
y consecuentes responsabilidades, así como a las familias que deben demostrar
gran comprensión y voluntad de ayuda.
A los que no tienen una familia natural, hay que abrirles
todavía más las puertas de la gran familia que es la Iglesia, la cual se
concreta a su vez en la familia diocesana y parroquial, en las comunidades
eclesiales de base o en los movimientos apostólicos. Nadie se sienta sin familia
en este mundo: la Iglesia es casa y familia para todos, especialmente para
cuantos están fatigados y cargados.(181)
CONCLUSIÓN
86. A vosotros esposos, a vosotros padres y madres de
familia.
A vosotros, jóvenes, que sois el futuro y la esperanza de la
Iglesia y del mundo, y seréis los responsables de la familia en el tercer
milenio que se acerca.
A vosotros, venerables y queridos hermanos en el Episcopado y
en el sacerdocio, queridos hijos religiosos y religiosas, almas consagradas al
Señor, que testimoniáis a los esposos la realidad última del amor de Dios.
A vosotros, hombres de sentimientos rectos, que por diversas
motivaciones os preocupáis por el futuro de la familia, se dirige con anhelante
solicitud mi pensamiento al final de esta Exhortación Apostólica.
¡El futuro de la humanidad se fragua en la familia!
Por consiguiente es indispensable y urgente que todo hombre de
buena voluntad se esfuerce por salvar y promover los valores y exigencias de la
familia.
A este respecto, siento el deber de pedir un empeño particular
a los hijos de la Iglesia. Ellos, que mediante la fe conocen plenamente el
designio maravilloso de Dios, tienen una razón de más para tomar con todo
interés la realidad de la familia en este tiempo de prueba y de gracia.
Deben amar de manera particular a la familia. Se trata de una
consigna concreta y exigente.
Amar a la familia significa saber estimar sus valores y
posibilidades, promoviéndolos siempre. Amar a la familia significa individuar
los peligros y males que la amenazan, para poder superarlos. Amar a la familia
significa esforzarse por crear un ambiente que favorezca su desarrollo.
Finalmente, una forma eminente de amor es dar a la familia cristiana de hoy, con
frecuencia tentada por el desánimo y angustiada por las dificultades crecientes,
razones de confianza en sí misma, en las propias riquezas de naturaleza y
gracia, en la misión que Dios le ha confiado: «Es necesario que las familias de
nuestro tiempo vuelvan a remontarse más alto. Es necesario que sigan a
Cristo».(182)
Corresponde también a los cristianos el deber de anunciar
con alegría y convicción la «buena nueva» sobre la familia, que tiene
absoluta necesidad de escuchar siempre de nuevo y de entender cada vez mejor las
palabras auténticas que le revelan su identidad, sus recursos interiores, la
importancia de su misión en la Ciudad de los hombres y en la de Dios.
La Iglesia conoce el camino por el que la familia puede llegar
al fondo de su más íntima verdad. Este camino, que la Iglesia ha aprendido en la
escuela de Cristo y en el de la historia, -interpretada a la luz del Espíritu-
no lo impone, sino que siente en sí la exigencia apremiante de proponerla a
todos sin temor, es más, con gran confianza y esperanza, aun sabiendo que la
«buena nueva» conoce el lenguaje de la Cruz. Porque es a través de ella como la
familia puede llegar a la plenitud de su ser y a la perfección del amor.
Finalmente deseo invitar a todos los cristianos a colaborar,
cordial y valientemente con todos los hombres de buena voluntad, que viven
su responsabilidad al servicio de la familia. Cuantos se consagran a su bien
dentro de la Iglesia, en su nombre o inspirados por ella, ya sean individuos o
grupos, movimientos o asociaciones, encuentran frecuentemente a su lado personas
e instituciones diversas que trabajan por el mismo ideal. Con fidelidad a los
valores del Evangelio y del hombre, y con respeto a un legítimo pluralismo de
iniciativas, esta colaboración podrá favorecer una promoción más rápida e
integral de la familia.
Ahora, al concluir este mensaje pastoral, que quiere llamar la
atención de todos sobre el cometido pesado pero atractivo de la familia
cristiana, deseo invocar la protección de la Sagrada Familia de Nazaret.
Por misterioso designio de Dios, en ella vivió escondido largos
años el Hijo de Dios: es, pues, el prototipo y ejemplo de todas las familias
cristianas. Aquella familia, única en el mundo, que transcurrió una existencia
anónima y silenciosa en un pequeño pueblo de Palestina; que fue probada por la
pobreza, la persecución y el exilio; que glorificó a Dios de manera
incomparablemente alta y pura, no dejará de ayudar a las familias cristianas,
más aún, a todas las familias del mundo, para que sean fieles a sus deberes
cotidianos, para que sepan soportar las ansias y tribulaciones de la vida,
abriéndose generosamente a las necesidades de los demás y cumpliendo gozosamente
los planes de Dios sobre ellas.
Que San José, «hombre justo», trabajador incansable, custodio
integérrimo de los tesoros a él confiados, las guarde, proteja e ilumine
siempre.
Que la Virgen María, como es Madre de la Iglesia, sea también
Madre de la «Iglesia doméstica», y, gracias a su ayuda materna, cada familia
cristiana pueda llegar a ser verdaderamente una «pequeña Iglesia», en la que se
refleje y reviva el misterio de la Iglesia de Cristo. Sea ella, Esclava del
Señor, ejemplo de acogida humilde y generosa de la voluntad de Dios; sea ella,
Madre Dolorosa a los pies de la Cruz, la que alivie los sufrimientos y enjugue
las lágrimas de cuantos sufren por las dificultades de sus familias.
Que Cristo Señor, Rey del universo, Rey de las familias, esté
presente como en Caná, en cada hogar cristiano para dar luz, alegría, serenidad
y fortaleza. A Él, en el día solemne dedicado a su Realeza, pido que cada
familia sepa dar generosamente su aportación original para la venida de su Reino
al mundo, «Reino de verdad y de vida, Reino de santidad y de gracia, Reino de
justicia, de amor y de paz»(183) hacia el cual está caminando la historia.
A Cristo, a María y a José encomiendo cada familia. En sus
manos y en su corazón pongo esta Exhortación: que ellos os la ofrezcan a
vosotros, venerables Hermanos y amadísimos hijos, y abran vuestros corazones a
la luz que el Evangelio irradia sobre cada familia.
Asegurándoos mi constante recuerdo en la plegaria, imparto de
corazón a todos y cada uno, la Bendición Apostólica, en el nombre del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 22 de noviembre,
solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, del año 1981, cuarto de mi
Pontificado.
NOTAS
1. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 52.
2. Cfr. Juan Pablo II, Homilía para la apertura del VI Sínodo de los Obispos,
2 (26 de septiembre de 1980): AAS 72 (1980), 1008.
3. Cfr. Gén 1-2.
4. Cfr. Ef 5.
5. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 47; Juan Pablo II, Carta Appropinquat iam,
1 (15 de agosto de 1980): AAS 72 (1980), 791.
6. Cfr. Mt 19, 4.
7. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 47.
8. Cfr. Juan Pablo II, Discurso al Consejo de la Secretaría General del
Sínodo de los Obispos (23 de febrero de 1980): Insegnamenti di Giovanni Paolo
II, III, 1 (1980), 472-476.
9. Cfr. Conc. Ecum Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 4.
10. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 12.
11. Cfr. 1 Jn 2, 20.
12. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 35.
13. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 12; Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración
Mysterium Ecclesiae, 2: AAS 65 (1973), 398-400.
14. Cfr. Conc. Ecum Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 12; Const. dogmática sobre la divina revelación Dei Verbum,
10.
15. Cfr. Juan Pablo II, Homilía para la apertura del VI Sínodo de los Obispos
3 (26 de septiembre del 1980): AAS 72 (1980), 1008.
16. Cfr. S. Agustín, De Civitate Dei, XIV, 28: CSEL 40 II, 56
s.
17. Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et
spes, 15.
18. Cfr. Ef 3, 8, Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la
Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 44; Decr. sobre la actividad
misionera de la Iglesia Ad gentes, 15 y 22.
19. Cfr. Mt 19, 4 ss.
20. Cfr. Gén 1, 26 s.
21. 1 Jn 4, 8.
22. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 12.
23. Ibid., 48.
24. Cfr. por ej. Os, 2, 21; Jer 3, 6-13; Is 54.
25. Cfr Ez 16, 25.
26. Cfr. Os 3.
27. Cfr. Gén 2, 24; Mt 19, 5.
28. Cfr. Ef 5, 32 s.
29. Tertuliano, Ad uxorem, II, VIII, 6-8: CCL, I, 393.
30. Cfr. Conc. Ecum. Trident., Sessio XXIV, can. 1: I. D. Mansi, Sacrorum
Conciliorum Nova et Amplissima Collectio, 33, 149 s.
31. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 48.
32. Juan Pablo II, Discurso a los Delegados del «Centre de Liaison des
Equipes de Recherche», 3 (3 de noviembre de 1979): Insegnamenti di Giovanni
Paolo II, II, 2 (1979), 1032.
33. Ibid., 4: 1. c., p. 1032.
34. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 50.
35. Cfr. Gén 2, 24.
36. Ef 3, 15.
37. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 78.
38. S. Juan Crisóstomo, La Virginidad, X: PG 48, 540.
39. Cfr. Mt 22, 30.
40. Cfr 1 Cor 7, 32 s.
41. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre la adecuada renovación de la vida
religiosa Perfectae caritatis, 12.
42. Cfr. Pío XII, Cart. Enc. Sacra virginitas, II: AAS 46
(1954), 174 ss.
43. Cfr. Juan Pablo II, Carta Novo incipiente, 9 (8 de abril de 1979):
AAS 71 (1979), 410 s.
44. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 48.
45. Juan Pablo II, Cart. Enc. Redemptor hominis, 10: AAS 71
(1979) 274.
46. Mt 19, 6; cfr. Gén 2, 24.
47. Cfr. Juan Pablo II, Discurso a los esposos, 4 (Kinshasa, 3 de mayo de
1980): AAS 72 (1980), 426 s.
48. Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et
spes, 49; cfr. Juan Pablo II, Discurso a los esposos, 4 (Kinshasa, 3 de mayo
de 1980): l.c.
49. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 48.
50. Cfr. Ef 5, 25.
51. Cfr. Mt 19, 8.
52. Ap 3, 14.
53. Cfr. 2 Cor 1, 20.
54. Cfr. Jn 13, 1.
55. Mt 19, 6.
56. Rom 8, 29.
57. Summa Theologiae, IIa-IIae, 14, 2, ad 4.
58. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 11, cfr. Decr. sobre el apostolado de los seglares Apostolicam
actuositatem, 11.
59. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 52.
60. Cfr. Ef 6, 1-4; Col 3, 20 s.
61. Cfr. Conc. Ecum. Vat, II, Const. pastoral sobre la-Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 48.
62. Jn 17, 21.
63. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 24.
64. Gén 1, 27.
65. Gál 3, 26.28.
66. Cfr. Juan Pablo II, Cart. Enc. Laborem exercens, 19 AAS 73
(1981), 625.
67. Gén 2, 18.
68. Ibid., 2, 23.
69. S. Ambrosio, Exameron, V, 7, 19: CSEL 32, I, 154.
70. Pablo VI, Cart. Enc. Humanae vitae, 9: AAS 60 (1968),
486.
71. Cfr. Ef 5, 25.
72. Cfr. Juan Pablo II, Homilía a los fieles de Terni, 3-5 (19 de marzo de
1981): AAS 73 (1981), 268-271.
73. Cfr. Ef 3, 15.
74. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 52.
75. Lc 18, 16; cfr. Mt 19, 14; Mc 10, 14.
76. Juan Pablo II, Discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas, 21
(2 de octubre del 1979): AAS 71(1979), 1159.
77. Lc 2, 52.
78. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 48.
79. Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el «International Forum on
Active Aging», 5 (5 de septiembre de 1980) Insegnamenti di Giovanni Paolo
II, III, 2 (1980), 539.
80. Gén 1, 28.
81. Cfr. Ibid. 5, 1-3.
82. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 50.
83. Propositio 22. La conclusión del n. 11 de la Encíclica Humanae
vitae afirma: «La Iglesia, al exigir que los hombres observen las normas de
la ley natural interpretada por su constante doctrina, enseña que cualquier acto
matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida» («ut quilibet
matrimonii usus ad vitam humanam procreandam per se destinatus permaneat »):
AAS 60 (1968), 488.
84. Cfr. 2 Cor 1, 19; Ap 3, 14.
85. Cfr. Mensaje del VI Sínodo de los Obispos a las Familias cristianas en el
mundo contemporáneo, 5 (24 de octubre del 1980): L'Osservatore Romano en
lengua española (2 de noviembre del 1980).
86. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 51.
87. Cart. Enc. Humanae vitae, 7: AAS 60 (1968), 485.
88. Ibid., 12: l.c., 488 s.
89. Ibid., 14: l.c., 489.
90. Ibid., 13: l.c., 489.
91. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 51.
92. Pablo VI, Cart. Enc. Humanae vitae, 29: AAS 60 (1968),
501.
93. Cfr. Ibid., 25: l.c., 498 s.
94. Ibid., 21: l.c., 496.
95. Juan Pablo II, Homilía para la clausura del VI Sínodo de los Obispos, 8
(25 de octubre de 1980): AAS 72 (1980), 1083.
96. Cfr. Pablo VI, Cart. Enc. Humanae vitae, 28: AAS 60 (1968),
501.
97. Cfr. Juan Pablo II, Discurso a los Delegados del «Centre de Liaison des
Equipes de Recherche», 9 (3 de noviembre de 1979): Insegnamenti di Giovanni
Paolo II, II, 2 (1979), 1035, cfr. también Discurso a los Participantes en
el Congreso Internacional de la Familia de Africa y de Europa, 1 s. (15 de enero
de 1981): L'Osservatore Romano en lengua española, 1 de febrero de
1981.
98. Cart Enc. Humanae vitae, 25: AAS 60 (1968), 499.
99. Decl. sobre la educación cristiana de la juventud Gravissimum
educationis, 3.
100. Conc Ecum. Vat II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 35.
101. Santo Tomás de Aquino, Summa contra gentiles, IV, 58.
102.Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. sobre la educación cristiana de la
juventud Gravissimum educationis, 2.
103. Exhort. Ap. Evangelii nuntiandi, 71: AAS 68 (1976), 60
s.
104. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. sobre la educación cristiana de la
juventud Gravissimum educationis, 3.
105. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre el apostolado de los seglares
Apostolicam actuositatem, 11.
106. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 52.
107. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre el apostolado de los seglares
Apostolicam actuositatem, 11.
108. Rom 12, 13.
109. Mt 10, 42.
110. Cfr. Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et
spes, 30.
111. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. sobre la libertad religiosa
Dignitatis humanae, 5.
112. Cfr. Propositio 42.
113. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 31.
114. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 11; Decr. sobre el apostolado de los seglares Apostolicam
actuositatem, 11; Juan Pablo II, Homilía para la apertura del VI Sínodo de
los Obispos, 3 (26 de septiembre de 1980): AAS 72 (1980), 1008.
115. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 11.
116. Cfr. Ibid., 41.
117. Act 4, 32
118. Cfr. Pablo VI, Cart. Enc. Humanae vitae, 9: AAS 60 (1968),
486 s.
119. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 48.
120. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la divina revelación
Dei Verbum, 1.
121. Cfr. Rom 16, 26.
122. Cfr. Pablo VI, Cart. Enc. Humanae vitae, 25: AAS 60
(1968), 498.
123. Exhort. Ap. Evangelii nuntiandi, 71: AAS 68 (1976), 60
s.
124. Cfr. Discurso a la III Asamblea General de los Obispos de América
Latina, IV, a (28 de enero de 1979): AAS 71 (1979), 204.
125. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 35.
126. Juan Pablo II, Exhort. Ap. Catechesi tradendae, 68: AAS 71
(1979), 1334.
127. Cfr. Ibid., 36: l.c., 1308.
128. Cfr. 1 Cor 12, 4-6; Ef 4, 12 s.
129. Mc 16, 15.
130. Cfr. Conc Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 11.
131. Act 1, 8.
132. Cfr. 1 Pe 3, 1 s.
133. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 35; Decr. sobre el apostolado de los seglares Apostolicam
actuositatem, 11.
134. Cfr. Act 18; Rom 16, 3 s.
135. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre la actividad misionera de la
Iglesia Ad gentes, 39.
136. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre el apostolado de los seglares
Apostolicam actuositatem, 30.
137. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 10.
138. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 49.
139. Ibid., 48.
140. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 41.
141. Conc. Ecum. Vat. lI, Const. sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum
Concilium, 59.
142. Cfr. 1 Pe 2, 5; Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la
Iglesia Lumen gentium, 34.
143. Conc Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 34.
144. Const. sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum Concilium, 78.
145. Cfr. Jn 19, 34.
146. N. 25: AAS 60 (1968), 499.
147. Ef 2, 4.
148. Cfr. Juan Pablo II, Cart. Encíclica Dives in misericordia, 13:
AAS 72 (1980), 1218 s.
149. 1 Pe 2, 5.
150. Mt 18, 19 s.
151. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. sobre la educación cristiana de la juventud
Gravissimum educationis, 3; cfr. Juan Pablo II, Exhort. Ap. Catechesi
tradendae, 36: AAS 71 (1979), 1308.
152. Discurso en la Audiencia general (11 de agosto de 1976): Insegnamenti
di Paolo VI, XIV (1976), 640.
153. Cfr. Const. sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum Concilium,
12.
154. Cfr. Institutio Generalis de Liturgia Horarum, 27.
155. Pablo VI, Exhort. Ap. Marialis cultus, 52-54: AAS 66
(1974), 160 s.
156. Juan Pablo II, Discurso en el Santuario de la Mentorella (29 de octubre
de 1978): Insegnamenti di Giovanni Paolo II, I (1978), 78 s.
157. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre el apostolado de los seglares
Apostolicam actuositatem, 4.
158. Cfr. Juan Pablo I, Discurso a los Obispos de la XII Región Pastoral de
los Estados Unidos de América (21 de septiembre de 1978): AAS 70 (1978),
767.
159. Rom 8, 2.
160. Ibid., 5, 5.
161. Cfr. Mc 10, 45.
162. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen
gentium, 36.
163. Decr. sobre el apostolado de los seglares Apostolicam
actuositatem, 8.
164. Cfr. Mensaje del VI Sínodo de los Obispos a las familias cristianas en
el mundo contemporáneo, 12: L'Osservatore Romano en lengua española (26
de octubre de 1980).
165. Cfr. Juan Pablo II, Discurso a la III Asamblea General de los Obispos de
América Latina, IV a (28 de enero de 1979): AAS 71 (1979), 204.
166. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. sobre la sagrada liturgia
Sacrosanctum Concilium, 10.
167. Cfr. Ordo celebrandi matrimonium, 17.
168. Cfr. Conc. Ecum Vat. II, Const. sobre la sagrada liturgia
Sacrosanctum Concilium, 59.
169. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre la adecuada renovación de la vida
religiosa Perfectae caritatis, 12.
170. N. 3-4 (29 de noviembre del 1980): Insegnamenti di Giovanni Paolo
II, III, 2 (1980), 1453 s.
171. Pablo VI, Mensaje para la III Jornada de las Comunicaciones Sociales (7
de abril de 1969): AAS 61 (1969), 455.
172. Juan Pablo II, Mensaje para la XIV Jornada Mundial de las Comunicaciones
Sociales (1 de mayo del 1980): Insegnamenti di Giovanni Paolo II, III, I
(1980), 1042.
173. Juan Pablo II, Mensaje para la XV Jornada Mundial de las Comunicaciones
Sociales, 5: L'Osservatore Romano en lengua española, 31 de mayo de
1981.
174. Ibid.
175. Pablo VI, Mensaje para la III Jornada de las Comunicaciones Sociales:
AAS 61 (1969), 456.
176. Ibid.
177. Mensaje para la XIV Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales:
Insegnamenti di Giovanni Paolo II, III, 1 (1980), 1044.
178. Cfr. Pablo VI, Motu Proprio Matrimonia mixta, 4-5: AAS 62
(1970), 257 ss. Juan Pablo II, Discurso a los participantes en la reunión
plenaria del Secretariado para la Unión de los Cristianos (13 noviembre de
1981): L'Osservatore Romano (14 de noviembre de 1981).
179. Instr. In quibus rerum circumstantiis (15 de junio de 1972):
AAS 64 (1972), 518-525; Nota del 17 de octubre de 1973: AAS 65
(1973), 616-619.
180. Juan Pablo II, Homilía para la clausura dd VI Sínodo de los Obispos, 7
(25 de octubre de 1980): AAS 72 (1980), 1082.
181. Cfr. Mt 11, 28.
182. Juan Pablo II, Carta Appropinquat iam, 1 (15 de agosto de 1980):
AAS 72 (1980), 791.
183. Prefacio de la Misa de la Solemnidad de Jesucristo, Rey del
Universo.