Es preciso investigar más las cuestiones éticas, legales y
sociales de los trasplantes - 20/6/1991 -
A los
participantes en un congreso sobre trasplantes de
órganos.
Juan Pablo II
1. El hecho de que el primer congreso
internacional de la Sociedad para la donación de órganos se esté celebrando aquí
en Roma, me brinda la oportunidad de daros la bienvenida y alentaros en la
realización del objetivo que el tema de vuestro congreso expresa así:
«Cooperación mundial en los trasplantes». Agradezco al profesor Raffaello
Cortesini sus amables palabras de presentación y formulo votos por el éxito de
la obra que se está llevando a cabo.
Entre las muchas e importantes conquistas
de la ciencia moderna, los progresos en el campo de la inmunología y de la
tecnología quirúrgica han hecho posible el uso terapéutico de órganos y de
trasplantes de tejido. Seguramente es motivo de satisfacción el que muchos
enfermos que hasta hace poco sólo podían esperar la muerte o, a lo sumo, una
existencia dolorosa y limitada, puedan curarse ahora más o menos completamente a
través de la sustitución de un órgano enfermo con uno sano donado. Debemos
alegrarnos de que la medicina, en su servicio a la vida, haya encontrado en el
trasplante de órganos un nuevo modo de servir a la familia humana, precisamente
salvaguardando el bien fundamental de la persona.
2. Este desarrollo espléndido no carece
por supuesto de su lado negativo. Aún hay mucho que aprender a través de la
investigación y la experiencia clínica existen muchas cuestiones de índole ética
legal y social que requieren mayor y más amplia profundización e investigación.
Existen, incluso, abusos vergonzosos que exigen una acción determinada por parte
de las asociaciones médicas y las sociedades de donantes, sobre todo por parte
de los organismos legislativos competentes. Sin embargo, a pesar de esas
dificultades, conviene tener presentes las palabras de san Basilio el Grande,
doctor de la Iglesia del siglo IV: «Respecto a la medicina no sería justo
rechazar un don de Dios [es decir, la ciencia médica] sólo por el mal uso que
hacen de ella algunas personas (...); por el contrario, debemos arrojar luz
sobre lo que han corrompido». (Reglas mayores, 55: 3; cf. Migne PG 31: 1048).
Con la llegada de los trasplantes de
órganos, que empezó con las transfusiones de sangre, el hombre ha encontrado un
modo de donar algo de sí mismo, de su sangre y de su cuerpo, para que otros
puedan seguir viviendo. Gracias a la ciencia, a la formación profesional y al
empeño de los doctores y agentes sanitarios, cuya colaboración es menos evidente
pero no menos indispensable para la realización de complicadas operaciones
quirúrgicas, se presentan desafíos nuevos y maravillosos. Se nos desafía a amar
a nuestro prójimo de un modo nuevo; en términos evangélicos, amar «hasta el
extremo» (Jn 13, 1), aunque dentro de ciertos límites que no se pueden
sobrepasar, límites fijados por la misma naturaleza humana.
3. Sobre todo, esta forma de tratamiento
es inseparable del acto humano de donación. En efecto, el trasplante supone una
decisión anterior, explícita, libre y consciente por parte del donante o de
alguien que lo representa legítimamente, en general los parientes más cercanos.
Es la decisión de ofrecer, sin ninguna recompensa, una parte del propio cuerpo
para la salud y el bienestar de otra persona. En este sentido, el acto médico
del trasplante hace posible el acto de entrega del donante, el don sincero de sí
que manifiesta nuestra llamada constitutiva al amor y la
comunión.
Amor, comunión, solidaridad y respeto
absoluto a la dignidad de la persona humana constituyen el único marco legítimo
para el trasplante de órganos. Es fundamental no ignorar los valores
espirituales y morales que entran en juego cuando los individuos, respetando las
normas éticas que garantizan la dignidad de la persona humana y la conducen a la
perfección, deciden donar, libre y conscientemente, una parte de sí mismos, una
parte de su propio cuerpo a fin de salvar la vida de otro ser
humano.
4. En efecto, el cuerpo humano es siempre
un cuerpo personal, el cuerpo de una persona. El cuerpo no puede ser tratado
como una entidad meramente física o biológica; nunca se pueden usar sus órganos
y tejidos como artículos de venta o de cambio. Una concepción tan reductiva y
material acabaría en un uso meramente instrumental del cuerpo y, por
consiguiente, de la persona. Desde este punto de vista, el trasplante de órganos
y el injerto de tejidos ya no corresponderían a un acto de donación, sino que
vendrían a ser el despojo o saqueo de un cuerpo.
Además, una persona sólo puede dar algo
de lo que puede privarse sin serio peligro o daño para su propia vida o
identidad personal, y por una razón justa y proporcionada. Resulta obvio que los
órganos vitales solo pueden donarse después de la muerte. Pero ofrecer en vida
una parte del propio cuerpo, ofrecimiento que será efectivo después de la
muerte, es ya en muchos casos un acto de gran amor, amor que da vida a los
demás. Así, el progreso de las ciencias biomédicas ha hecho posible que la gente
proyecte más allá de la muerte su vocación al amor. De forma análoga al misterio
pascual de Cristo, al morir se vence, de algún modo, a la muerte y se restituye
la vida.
Para repetir las palabras del Concilio
Vaticano II: el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo
encarnado (cf. Gaudium et spes, 22; Redemptor hominis, 8). La muerte y
resurrección del Señor constituyen el acto supremo de amor que da significado
profundo al ofrecimiento de un órgano por parte del donante con el fin de salvar
a otra persona. Para los cristianos, Jesús que se ofrece a sí mismo es el punto
de referencia fundamental y la inspiración del amor que mueve a una persona a
donar un órgano, manifestación de solidaridad generosa más elocuente aún en una
sociedad que ha llegado a ser excesivamente utilitarista y menos sensible a la
donación generosa.
5. Se podría agregar mucho más, como por
ejemplo una reflexión sobre los médicos y sus asistentes, que hacen posible esta
forma extraordinaria de solidaridad humana. Un trasplante, incluso una simple
transfusión de sangre, no es como otras intervenciones. No debe separárselo del
acto de entrega del donante, del amor que da la vida. El médico debería ser
siempre consciente de la particular nobleza de este trabajo, dado que se
convierte en el mediador de algo especialmente significativo: el don de sí que
hace una persona, incluso después de la muerte, para que otra pueda vivir. Las
dificultades de la intervención, la necesidad de obrar con rapidez y con la
máxima concentración en el trabajo, no deberían hacer que el médico pierda de
vista el misterio de amor que encierra lo que está
realizando.
Tampoco los receptores de un órgano
trasplantado deberían olvidar que están recibiendo un don único de otra persona:
el don de sí mismo hecho por el donante, don que ciertamente se ha de considerar
como una auténtica forma de solidaridad humana y cristiana. Ante el umbral del
tercer milenio en un período de
grandes promesas históricas, pero en el que las amenazas contra la vida
están resultando cada vez más poderosas y mortales, como en el caso del aborto y
la eutanasia, la sociedad necesita estos gestos concretos de solidaridad y amor
generoso.
6. En conclusión recordemos aquellas
palabras de Jesús que refiere el evangelista y médico Lucas: «Dad y se os dará:
una medida buena, apretada, remecida rebosante pondrán en el halda de vuestros
vestidos» (Lc 6, 38). Dios nos otorgará nuestra recompensa suprema según el amor
genuino y efectivo que hayamos mostrado hacia nuestro
prójimo.
Que el Dios del cielo y de la tierra os
sostenga en vuestro esfuerzo de defender y servir la vida a través de los medios
maravillosos que la ciencia médica pone a vuestra disposición; y que os bendiga
a vosotros y a vuestros seres queridos con la paz y la
alegría.
Joannes
Paulus pp.
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