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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA IX ASAMBLEA GENERAL
DE LA ACADEMIA PONTIFICIA PARA LA VIDA


Miércoles 24 de febrero de 2003

Amadísimos miembros de la Academia pontificia para la vida:

1. La celebración de vuestra asamblea me ofrece la ocasión de dirigiros con alegría mi saludo, expresándoos mi aprecio por el intenso empeño con el que la Academia para la vida se dedica al estudio de los nuevos problemas, sobre todo en el campo de la bioética.

Doy las gracias en particular al presidente, profesor Juan de Dios Vial Correa, por las amables palabras de saludo que me ha dirigido, así como al vicepresidente, monseñor Elio Sgreccia, diligente y valioso en su entrega a la tarea que se le ha confiado. Saludo también con afecto a los miembros del consejo directivo y a los relatores de esta importante reunión.

2. En los trabajos de vuestra asamblea habéis querido afrontar, en un programa articulado y denso de reflexiones complementarias entre sí, el tema de la investigación biomédica, afrontándolo desde el punto de vista de la razón iluminada por la fe. Es una perspectiva que no restringe el campo de observación, sino que más bien lo amplía, porque la luz de la Revelación ayuda a la razón para lograr una comprensión más plena de lo que es propio de la dignidad del hombre. ¿No es el hombre quien, como científico, promueve la investigación? A menudo el hombre es también el sujeto en el que se realiza la experimentación. En cualquier caso, es siempre él el destinatario de los resultados de la investigación biomédica.

Es un hecho reconocido por todos que los adelantos de la medicina en la curación de las enfermedades depende prioritariamente de los progresos de la investigación. En particular, es sobre todo de este modo como la medicina ha podido contribuir de manera decisiva a derrotar epidemias letales y a afrontar con éxito graves enfermedades, mejorando notablemente, en grandes zonas del mundo desarrollado, la duración y la calidad de la vida.

Todos, creyentes y no creyentes, debemos rendir homenaje y expresar nuestro sincero apoyo a este esfuerzo de la ciencia biomédica, que no sólo nos permite conocer mejor las maravillas del cuerpo humano, sino que también favorece un nivel digno de salud y de vida para las poblaciones del planeta.

3. La Iglesia católica quiere expresar también su gratitud a los numerosos científicos dedicados a la investigación en el ámbito de la biomedicina. En efecto, muchas veces el Magisterio les ha solicitado su ayuda para la solución de delicados problemas morales y sociales, recibiendo una colaboración convencida y eficaz.

Quisiera recordar aquí, en particular, la invitación que el Papa Pablo VI dirigió, en la encíclica Humanae vitae, a los investigadores y científicos, para que dieran su contribución "al bien de la familia y del matrimonio", tratando de "aclarar más profundamente las diversas condiciones favorables a una honesta regulación de la procreación humana" (n. 24). Es una invitación que hago mía, subrayando su permanente actualidad, que se ha acentuado debido a la creciente urgencia de encontrar soluciones "naturales" para los problemas de infertilidad conyugal.

 

Yo mismo, en la encíclica Evangelium vitae, pedí a los intelectuales católicos que estuvieran presentes en los ambientes privilegiados de la elaboración cultural y de la investigación científica, para promover en la sociedad una nueva cultura de la vida (cf. n. 98). Precisamente con esta perspectiva instituí vuestra Academia pontificia para la vida, con la tarea de "estudiar, informar y formar en lo que atañe a las principales cuestiones de biomedicina y derecho, relativas a la promoción y a la defensa de la vida, sobre todo en las que guardan mayor relación con la moral cristiana y las directrices del magisterio de la Iglesia" (Motu Proprio Vitae mysterium, 4).

Por consiguiente, en el ámbito de la investigación biomédica, la Academia para la vida puede constituir un punto de referencia y de iluminación no sólo para los investigadores católicos, sino también para cuantos deseen trabajar en este sector de la biomedicina para el bien verdadero de todo hombre.

4. Renuevo, por tanto, mi apremiante llamamiento para que la investigación científica y biomédica, evitando cualquier tentación de manipulación del hombre, se dedique con tesón a explorar caminos y recursos para el apoyo de la vida humana, la curación de las enfermedades y la solución de los problemas siempre nuevos en el ámbito biomédico. La Iglesia respeta y apoya la investigación científica, cuando tiene una orientación auténticamente humanística, evitando toda forma de instrumentalización o destrucción del ser humano y manteniéndose libre de la esclavitud de los intereses políticos y económicos. La Iglesia, al proponer las orientaciones morales indicadas por la razón natural, está convencida de que presta un valioso servicio a la investigación científica, ordenada a la consecución del bien verdadero del hombre. Desde esta perspectiva, recuerda que no sólo los objetivos, sino también los métodos y los medios de la investigación deben ser siempre respetuosos de la dignidad de todo ser humano, en cualquier etapa de su desarrollo y en toda fase de la experimentación.

Hoy, tal vez más que en otros tiempos, dado el enorme desarrollo de las biotecnologías también experimentales en el hombre, es necesario que los científicos sean conscientes de los límites insuperables que la tutela de la vida, de la integridad y de la dignidad de todo ser humano impone a su actividad de investigación. He hablado muchas veces de este tema, porque estoy convencido de que callar ante ciertos resultados o pretensiones de la experimentación en el hombre no le está permitido a nadie, y mucho menos a la Iglesia, a la que la historia y quizá los mismos cultivadores de la ciencia podrían imputarle mañana su posible silencio.

5. Deseo dirigir, en especial, unas palabras de aliento a los científicos católicos para que, con competencia y profesionalidad, den su contribución en los sectores donde es más urgente una ayuda para la solución de los problemas que afectan a la vida y la salud de los hombres.

Mi llamamiento se dirige, en particular, a las instituciones y a las universidades que llevan el título de "católicas", para que se esfuercen por estar siempre a la altura de los valores ideales que han propiciado su origen. Hace falta un verdadero movimiento de pensamiento y una nueva cultura de perfil ético elevado y de valor científico irreprensible, para promover un progreso auténticamente humano y efectivamente libre en la misma investigación.

6. Es necesaria una última observación: crece la urgencia de colmar la gravísima e inaceptable brecha que separa el mundo en vías de desarrollo del mundo desarrollado, en lo que atañe a la capacidad de realizar la investigación biomédica, en beneficio de la asistencia sanitaria y en apoyo de las poblaciones afectadas por la miseria y por desastrosas epidemias. Pienso, de modo especial, en el drama del sida, particularmente grave en muchos países de África.

Es preciso tomar conciencia de que dejar a esas poblaciones sin los recursos de la ciencia y de la cultura no sólo significa condenarlas a la pobreza, a la explotación económica y a la falta de organización sanitaria, sino también cometer una injusticia y alimentar una amenaza a largo plazo para el mundo globalizado. Valorar los recursos humanos endógenos quiere decir garantizar el equilibrio sanitario y, en definitiva, contribuir a la paz del mundo entero. La exigencia moral relativa a la investigación científica biomédica se abre así necesariamente a un discurso de justicia y de solidaridad internacional.

7. Deseo que la Academia pontificia para la vida, que se dispone a iniciar su décimo año de vida, acoja este mensaje y lo transmita a todos los investigadores, creyentes y no creyentes, contribuyendo también de este modo a la misión de la Iglesia en el nuevo milenio.

En apoyo de este especial servicio, tan querido para mi corazón y tan necesario para la humanidad de hoy y del futuro, invoco sobre vosotros y sobre vuestro trabajo la ayuda constante de Dios y la protección de María, Sede de la Sabiduría. Como prenda de luces celestiales, os imparto de buen grado a vosotros y a vuestros familiares y compañeros de trabajo la bendición apostólica.