DISCURSO DEL SANTO
PADRE JUAN PABLO II
A LA X ASAMBLEA GENERAL
DE
LA ACADEMIA
PONTIFICIA PARA LA VIDA
19 de febrero de
2005
Al venerado hermano
Monseñor ELIO
SGRECCIA
Presidente de la Academia pontificia para la
vida
1. Me alegra enviar mi cordial saludo a
cuantos participan en el congreso de estudio que la Academia pontificia para la vida ha
organizado sobre el tema: "Calidad de vida y ética de la salud". Lo saludo en
particular a usted, venerado hermano, a la vez que lo felicito y le expreso mis
mehores deseos para el cargo de presidente de dicha Academia, que desempeña
desde hace poco. Extiendo mi saludo también al canciller, monseñor Ignacio
Carrasco, al que deseo asimismo resultados fecundos en su nuevo encargo. Saludo
con viva gratitud al benemérito profesor Juan de Dios Vial Correa, que ha dejado
la presidencia de la
Academia después de diez años de servicio generoso y
competente.
Por último, expreso mi agradecimiento en
especial a todos los miembros de la Academia pontificia por su trabajo
diligente, más malioso que nunca en estos tiempos, caracterizados por la
aparición en la sociedad de numerosos problemas relacionados con la defensa de
la vida y de la dignidad de la persona humana.
En cuando es posible prever, también en
el futuro la
Iglesia será cada vez más interpelada sobre estos temas que
afectan al bien fundamental de toda persona y de toda sociedad. Por eso,
la Academia
pontificia para la vida, después de un decenio de vida, deberá seguir
desempeñando un papel de delicada y valiosa actividad en apoyo de los organismos
de la Curia
romana y de toda la
Iglesia.
2. El tema examinado en este congreso es
de máxima importancia ética y cultural tanto para las sociedades desarrolladas
como para las que están en vías de desarrollo. Los términos “calidad de vida” y
“promoción de la salud” indentifican uno de los principales objetivos de las
sociedades contemporáneas, planteando interrogantes no exentos de ambigüedad y,
a veces, de trágicas contradicciones, po lo que requieren un atento
discernimiento y una profunda clarificación.
En la encíclica Evangelium vitae, a
propósito de la búsqueda cada vez más afanosa de la “calidad de vida” que
caracteriza especialmente a las sociedades desarrolladas, afirmé: “La llamada
“calidad de vida” se interpreta principal o exclusivamente como eficiencia
económica, cosumismo desordenado, belleza y goce de la vida física, olvidando
las dimensiones más profundas –relacionales, espirituales y religiosas- de la
existencia” (n.23). Es en estas dimensiones más profundas donde hay que
concentrar la atención para buscar una clarificación adecuada.
3. Ante todo, se debe reconocer la
calidad esencial que distingue a toda criatura humana por el hecho de haber sido
creada a imagen y semejanza del Creador mismo. El hombre, constituido de cuerpo
y espíritu en la unidad de la persona –corpore et anima unus, como dice la
constitución Gaudium et spes (n.14)-, está llamado a un diálogo personal con el
Creador. Por eso, posee una dignidad superior por esencia a las demás criaturas
visibles, vivientes y no vivientes. Como tal, está llamado a colaborar con Dios
en la tarea de someter la tierra (cf. Gn 1, 28) y en el designio redentor está
destinado a poseer la dignidad de hijo de Dios.
Este nivel de dignidad y de calidad
pertenece al orden ontológico y es constitutivo del ser humano; permanece en
todos los momentos de la vida, desde el primer instante de la concepción hasta
la muerte natural, y se realiza plenamente en la dimensión de la vida eterna.
Por tanto, se debe reconocer y respetar al hombre en cualquier condición de
salud, de enfermedad o de discapacidad.
4. Coherentemente con este nivel primero
y esencial, de modo complementario, es necesario reconocer y promover un segundo
nivel de calidad de vida: a partir del reconocimiento del derecho a la vida y de
la dignidad peculiar de toda persona, la sociedad debe promover, en colaboración
con la familia y los demás organismos intermedios, las condiciones concretas
para desarrollar armoniosamente la personalidad de cada uno, según sus
capacidades naturales.
Todas las dimensiones de la persona –la
corpórea, la psicológica, la espiritual y la moral- han de promoverse en
armonía. Esto supone la presencia de condiciones sociales y ambientales aptas
para favorecer ese desarrollo armonioso. Por tanto, el contexto socio-ambiental
caracteriz este segundo nivel de calidad de la vida human, que debe reconocerse
a todos los hombres, incluso a los que viven en países en vías de desarrollo. En
efecto, la dignidad de los seres humanos es igual, independientemente de la
sociedad a la que pertenezcan.
5. Sin embargo, en nuestros días, el
significado que la expresión “calidad de vida” está asumiendo progresivamente se
aleja a menudo de esta interpretación básica, fundata en una recta antropología
filosófica y teológica.
En efecto, bajo el impulso de la
sociedad del bienestar, se está favoriciendo una noción de calidad de vida que
es, al mismo tiempo, restrictiva y selectiva: consistiría en la capacidad de
disfrutar y de experimentar placer, o también en la capacidad de autoconciencia
y de participación en la vida social. En consecuencia, se niega toda calidad de
vida a los seres humanos que aún no son capaces de entender y querer, o a los
que ya no lo son, o a quienes ya no pueden disfrutar de la vida como sensación y
relación.
6. Una desviación análoga ha sufrido
también el concepto de salud. Ciertamente, no es fácil definir en términos
lógicos y precisos un concepto complejo y antropológicamente rico como el de
salud. Pero es cierto que con este término se quiere hacer referencia a todas
las dimensiones de la persona, en su armoniosa y recíproca unidad: la dimensión
corpórea, la psicológica y la espiritual y moral.
Esta última dimensión, la moral, no
puede descuidarse. Toda persona tiene una responsabilidad con respecto a su
salud y a la de quien no ha llegado a la madurez o ya no tiene la capacidad de
cuidar de sí mismo. Más aún, la persona está llamada también a tratar con
responsabilidad el medio ambiente, de manera que sea
“saludable”.
¡De cuántas enfermedades, en sí mismas y
en los demás, son responsables a menudo las personas! Pensemos en la difusión
del alcoholismo, de la drogodependencia y del sida. ¡Cuánta energía vital y
cuántas vidas de jóvenes podrían ahorrarse y mantenerse sanas si la
responsabilidad moral de cada uno promoviera más la prevención y la conservación
del valioso bien que es la salud!
7. Ciertamente, la salud no es un bien
absoluto. No lo es sobre todo, cuando se la considera como simple bienestar
físico, mitificado hasta coartar o descuidar bienes superiores, aduciendo
razones de salud incluso para rechazar la vida naciente: esto es lo que sucede
con la así llamada “salud reproductiva”. ¿Cómo no reconocer en esto una
concepción restrictiva y desviada de la salud?
En cualquier caso, entendida
correctamente, sigue siendo uno de los bienes más importantes con respecto a los
cuales tenemos una responsabilidad precisa, hasta tal punto que sólo puede
sacrificarse para alcanzar bienes superiores, como requiere a veces el servicio
a Dios, a la familia, al prójimo y a la sociedad
entera.
Así pues, se debe proteger y cuidar la
salud como equilibrio físico-psíquico y espiritual del ser humano. Es una grave
responsabilidad ética y social estropear la salud a consecuencia de desórdenes
de varios tipos, por lo general relacionados con la degradación moral de la
persona.
8. Es tan grande la importancia ética
del bien de la salud, que motiva un fuerte compromiso de tutela y de cuidado por
parte de la sociedad misma. Es un deber de solidaridad que no excluye a nadie,
ni siquiera a los que por su propia culpa han perdido la
salud.
En efecto, la dignidad ontológica de la
persona es superior: trasciende incluso las conductas equivocadas y culpables
del sujeto. Curar la enfermedad y hacer todo lo posible para prevenirla son
tareas permanentes de cada uno y de la sociedad, precisamente como homenaje a la
dignidad de la persona y a la importancia del bien de la
salud.
En vastas zonas del mundo, la humanidad
de hoy es víctima del bienestar que ella misma ha creado, y, en otras partes
mucho más vastas, es víctima de enfermedades difundidas y devastadoras, cuya
virulencia deriva de la miseria y de la degradación
ambiental.
Todas las fuerzas de la ciencia y de la
sabiduría deben movilizarse al servicio del bien verdadero de la persona y de la
sociedad en las diversas partes del mundo, a la luz del criterio de fondo que es
la dignidad de la persona, en la que está grabada la imagen misma de
Dios.
Con estos deseos, encomiendo los
trabajos del congreso a la intercesión de Aquella que acogió en su vida
la Vida del Verbo
encarnado, a la vez que, como signo de especial afecto, imparto a todos mi
bendición.