Sagrada Congregación para
la Doctrina le la Fe
DECLARACIÓN "IURA ET
BONA" SOBRE LA EUTANASIA
5 de mayo de
1980
INTRODUCCIÓN
Los derechos
y valores inherentes a la persona humana ocupan un puesto importante en la
problemática contemporánea. A este respecto, el Concilio Ecuménico Vaticano II
ha reafirmado solemnemente la dignidad excelente de la persona humana y de modo
particular su derecho a la vida. Por ello ha denunciado los
crímenes contra la vida, como "homicidios de cualquier clase, genocidios,
aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado" (Gaudium et spes,
27).
La Sagrada
Congregación para la Doctrina de la
Fe, que recientemente ha recordado la doctrina católica acerca del aborto
procurado(1), juzga oportuno proponer ahora la enseñanza de la Iglesia sobre el
problema de la eutanasia.
En efecto,
aunque continúen siendo siempre válidos los principios enunciados en este
terreno por los últimos Pontífices(2), los progresos de la medicina han hecho
aparecer, en los recientes años, nuevos aspectos del problema de la eutanasia
que deben ser precisados ulteriormente en su contenido
ético.
En la
sociedad actual, en la que no raramente son cuestionados los mismos valores
fundamentales de la vida humana, la modificación de la cultura influye en el
modo de considerar el sufrimiento y la muerte; la medicina ha aumentado su
capacidad de curar y de prolongar la vida en determinadas condiciones que a
veces ponen problemas de carácter moral. Por ello los hombres que viven en tal
ambiente se interrogan con angustia acerca del significado de la ancianidad
prolongada y de la muerte, preguntándose consiguientemente si tienen el derecho de
procurarse a sí mismos o a sus semejantes la "muerte dulce", que serviría para
abreviar el dolor y sería, según ellos más conforme con la dignidad
humana.
Diversas
Conferencias Episcopales han preguntado al respecto a esta Sagrada Congregación
para la Doctrina de la Fe, la cual, tras haber pedido el parecer de personas
expertas acerca de los varios aspectos de la eutanasia, quiere responder con
esta Declaración a las peticiones de los obispos, para ayudarles a orientar
rectamente a los fieles y ofrecerles elementos de reflexión que puedan presentar
a las autoridades civiles a propósito de este gravísimo
problema.
La materia
propuesta en este documento concierne ante todo a los que ponen su fe y
esperanza en Cristo, el cual mediante su vida, muerte y resurrección ha dado un
nuevo significado a la existencia y sobre todo a la muerte del cristiano, según
las palabras de San Pablo: "pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si
morimos, morimos para el Señor. En fin, sea que vivamos, sea que muramos, del
Señor somos" (Rom. 14, 8; Flp 1, 20).
Por lo que
se refiere a quienes profesan otras religiones, muchos admitirán con nosotros
que la fe ¬si la condividen¬ en un Dios creador, Providente y Señor de la vida
confiere un valor eminente a toda persona humana y garantiza su
respeto.
Confiamos,
sin embargo, en que esta Declaración recogerá el consenso de tantos hombres de
buena voluntad, los cuales, por encima de diferencias filosóficas o ideológicas,
tienen una viva conciencia de los derechos de la persona humana. Tales derechos,
por lo demás, han sido proclamados frecuentemente en el curso de los últimos
años en declaraciones de Congresos Internacionales (3); y tratándose de derechos
fundamentales de cada persona humana, es evidente que no se puede recurrir a
argumentos sacados del pluralismo político o de la libertad religiosa para
negarles valor universal.
I. Valor de la vida
humana
La vida humana es el fundamento de
todos los bienes, la fuente y condición necesaria de toda actividad humana y de
toda convivencia social. Si la mayor parte de los hombres creen que la vida
tiene un carácter sacro y que nadie puede disponer de ella a capricho, los
creyentes ven a la vez en ella un don del amor de Dios, que son llamados a
conservar y hacer fructificar. De esta última consideración brotan las
siguientes consecuencias:
1. Nadie
puede atentar contra la vida de un hombre inocente sin oponerse al amor de Dios
hacia él, sin violar un derecho fundamental, irrenunciable e inalienable, sin
cometer, por ello, un crimen de extrema gravedad(4).
2. Todo
hombre tiene el deber de conformar su vida con el designio de Dios. Esta le ha
sido encomendada como un bien que debe dar sus frutos ya aquí en la tierra, pero
que encuentra su plena perfección solamente en la vida eterna.
3. La muerte
voluntaria o sea el suicidio es, por consiguiente, tan inaceptable como el
homicidio; semejante acción constituye en efecto, por parte del hombre, el
rechazo de la soberanía de Dios y de su designio de amor. Además, el suicidio es
a menudo un rechazo del amor hacia sí mismo, una negación de la natural
aspiración a la vida, una renuncia frente a los deberes de justicia y caridad
hacia el prójimo, hacia las diversas comunidades y hacia la sociedad entera,
aunque a veces intervengan, como se sabe, factores psicológicos que pueden
atenuar o incluso quitar la responsabilidad.
Se deberá,
sin embargo, distinguir bien del suicidio aquel sacrificio con el que, por una
causa superior ¬como la gloria de Dios, la salvación de las almas o el servicio
a los hermanos¬ se ofrece o se pone en peligro la propia vida.
II. La
eutanasia
Para tratar de manera adecuada el
problema de la eutanasia, conviene ante todo precisar el vocabulario.
Etimológicamente la
palabra eutanasia significaba en la antigüedad una muerte dulce sin sufrimientos
atroces. Hoy no nos referimos tanto al significado original del término, cuanto
más bien a la intervención de la medicina encaminada a atenuar los dolores de la
enfermedad y da la agonía, a veces incluso con el riesgo de suprimir
prematuramente la vida.
Además el término es usado, en sentido mas estricto, con el
significado de "causar la muerte por piedad", con el fin de eliminar
radicalmente los últimos sufrimientos o de evitar a los niños subnormales, a los
enfermos mentales o a los incurables la prolongación de una vida desdichada,
quizás por muchos años que podría imponer cargas demasiado pesadas a las
familias o a la sociedad.
Es pues
necesario decir claramente en qué sentido se toma el término en este documento.
Por
eutanasia se entiende una acción o una omisión que por su naturaleza, o en la
intención, causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor. La eutanasia
se sitúa pues en el nivel de las intenciones o de los métodos
usados.
Ahora bien,
es necesario reafirmar con toda firmeza que nada ni nadie puede autorizar la
muerte de un ser humano inocente, sea feto o embrión, niño o adulto, anciano,
enfermo incurable o agonizante. Nadie además puede pedir este gesto homicida
para sí mismo o para otros confiados a su responsabilidad ni puede consentirlo
explícita o implícitamente. Ninguna autoridad puede legítimamente imponerlo ni
permitirlo. Se trata en efecto de una violación de la ley divina, de una ofensa
a la dignidad de la persona humana, de un crimen contra la vida, de un atentado
contra la humanidad.
Podría
también verificarse que el dolor prolongado e insoportable, razones de tipo
afectivo u otros motivos diversos, induzcan a alguien a pensar que puede
legítimamente pedir la muerte o procurarla a otros. Aunque en casos de ese
género la responsabilidad personal pueda estar disminuida o incluso no existir,
sin embargo el error de juicio de la conciencia ¬aunque fuera incluso de buena
fe¬ no modifica la naturaleza del acto homicida, que en sí sigue siendo siempre
inadmisible. Las súplicas de los enfermos muy graves que alguna vez invocan la
muerte no deben ser entendidas como expresión de una verdadera voluntad de
eutanasia; éstas en efecto son casi siempre peticiones angustiadas de asistencia
y de afecto. Además de los cuidados médicos, lo que necesita el enfermo es el
amor, el calor humano y sobrenatural, con el que pueden y deben rodearlo todos
aquellos que están cercanos, padres e hijos, médicos y
enfermeros.
III. El cristiano ante el sufrimiento y
el uso de los analgésicos
La muerte no sobreviene siempre en
condiciones dramáticas, al final de sufrimientos insoportables. No debe pensarse
únicamente en los casos extremos. Numerosos testimonios concordes hacen pensar
que la misma naturaleza facilita en el momento de la muerte una separación que
sería terriblemente dolorosa para un hombre en plena salud. Por lo cual una
enfermedad prolongada, una ancianidad avanzada, una situación de soledad y de
abandono, pueden determinar tales condiciones psicológicas que faciliten la
aceptación de la muerte.
Sin embargo
se debe reconocer que la muerte precedida o acompañada a menudo de sufrimientos
atroces y prolongados es un acontecimiento que naturalmente angustia
el corazón del
hombre.
El dolor
físico es ciertamente
un elemento inevitable de la condición humana, a nivel
biológico, constituye un signo cuya utilidad es innegable; pero puesto que atañe
a la vida psicológica del hombre, a menudo supera su utilidad biológica y por
ello puede asumir una dimensión tal que suscite el deseo de eliminarlo a
cualquier precio.
Sin embargo,
según la doctrina cristiana, el dolor, sobre todo el de los últimos momentos de
la vida, asume un significado particular en el plan salvífico de Dios; en
efecto, es una participación en la pasión de Cristo y una unión con el
sacrificio redentor que Él ha ofrecido en obediencia a la voluntad del Padre. No
debe pues maravillar si algunos cristianos desean moderar el uso de los
analgésicos, para aceptar voluntariamente al menos una parte de sus sufrimientos
y asociarse así de modo consciente a los sufrimientos de Cristo crucificado (cf.
Mt 27, 34). No sería sin embargo prudente imponer como norma general un comportamiento
heroico determinado. Al contrario, la prudencia humana y cristiana sugiere para
la mayor parte de los enfermos el uso de las medicinas que sean adecuadas para
aliviar o suprimir el dolor, aunque de ello se deriven, como efectos
secundarios, entorpecimiento o menor lucidez. En cuanto a las personas que no
están en condiciones de expresarse, se podrá razonablemente presumir que desean
tomar tales calmantes y suministrárseles según los consejos del
médico.
Pero el uso
intensivo de analgésicos no está exento de dificultades, ya que el fenómeno de
acostumbrarse a ellos obliga generalmente a aumentar la dosis para mantener su
eficacia. Es conveniente recordar una declaración de Pío XII que conserva aún
toda su validez. Un grupo de médicos le había planteado esta pregunta: "¿La
supresión del dolor y de la conciencia por medio de narcóticos ... está
permitida al médico y al paciente por la religión y la moral (incluso cuando la
muerte se aproxima o cuando se prevé que el uso de narcóticos abreviará la
vida)?". El Papa respondió: "Si no hay otros medios y si, en tales
circunstancias, ello no impide el cumplimiento de otros deberes religiosos y
morales: Sí"(5). En este caso, en efecto, está claro que la muerte no es querida
o buscada de ningún modo, por más que se corra el riesgo por una causa
razonable: simplemente se intenta mitigar el dolor de manera eficaz, usando a
tal fin los analgésicos a disposición de la medicina.
Los
analgésicos que producen la pérdida de la conciencia en los enfermos, merecen en
cambio una consideración particular. Es sumamente importante, en efecto, que los
hombres no sólo puedan satisfacer sus deberes morales y sus obligaciones
familiares, sino también y sobre todo que puedan prepararse con plena conciencia
al encuentro con Cristo. Por esto, Pío XII advierte que "no es lícito privar al
moribundo de la conciencia propia sin grave motivo"(6) .
IV. El uso proporcionado de los medios
terapéuticos
Es muy importante hoy día proteger, en el
momento de la muerte, la dignidad de la persona humana y la concepción cristiana
de la vida contra un tecnicismo que corre el riesgo de hacerse abusivo. De hecho
algunos hablan de "derecho a morir" expresión que no designa el derecho de
procurarse o hacerse procurar la muerte como se quiere, sino el derecho de morir
con toda serenidad, con dignidad humana y cristiana. Desde este punto de vista,
el uso de los medios terapéuticos puede plantear a veces algunos
problemas.
En muchos
casos, la complejidad de las situaciones puede ser tal que haga surgir dudas
sobre el modo de aplicar los principios de la moral. Tomar decisiones
corresponderá en último análisis a la conciencia del enfermo o de las personas
cualificadas para hablar en su nombre, o incluso de los médicos, a la luz de las
obligaciones morales y de los distintos aspectos del caso.
Cada uno
tiene el deber de curarse y de hacerse curar. Los que tienen a su cuidado los
enfermos deben prestarles su servicio con toda diligencia y suministrarles los
remedios que consideren necesarios o útiles.
¿Pero se
deberá recurrir, en todas las circunstancias, a toda clase de remedios posibles?
Hasta ahora
los moralistas respondían que no se está obligado nunca al uso de los medios
"extraordinarios". Hoy en cambio, tal respuesta siempre válida en principio,
puede parecer tal vez menos clara tanto por la imprecisión del término como por
los rápidos progresos de la terapia. Debido a esto,
algunos prefieren hablar de medios "proporcionados" y "desproporcionados". En
cada caso, se podrán valorar bien los medios poniendo en comparación el tipo de
terapia, el grado de dificultad y de riesgo que comporta, los gastos necesarios
y las posibilidades de aplicación con el resultado que se puede esperar de todo
ello, teniendo en cuenta las condiciones del enfermo y sus fuerzas físicas y
morales.
Para
facilitar la aplicación de estos principios generales se pueden añadir las
siguientes puntualizaciones:
¬ A falta de
otros remedios, es lícito recurrir, con el consentimiento del enfermo, a los
medios puestos a disposición por la medicina más avanzada, aunque estén todavía
en fase experimental y no estén libres de todo riesgo. Aceptándolos, el enfermo
podrá dar así ejemplo de generosidad para el bien de la humanidad.
¬ Es también
lícito interrumpir la aplicación de tales medios, cuando los resultados
defraudan las esperanzas puestas en ellos. Pero, al tomar una tal decisión,
deberá tenerse en cuenta el justo deseo del enfermo y de sus familiares, así
como el parecer de médicos verdaderamente competentes; éstos podrán sin duda
juzgar mejor que otra persona si el empleo de instrumentos y personal es
desproporcionado a los resultados previsibles, y si las técnicas empleadas
imponen al paciente sufrimientos y molestias mayores que los beneficios que se
pueden obtener de los mismos.
Es siempre
lícito contentarse con los medios normales que la medicina puede ofrecer. No se
puede, por lo tanto, imponer a nadie la obligación de recurrir a un tipo de cura
que, aunque ya esté en uso, todavía no está libre de peligro o es demasiado
costosa. Su rechazo no equivale al suicidio: significa más bien o simple
aceptación de la condición humana, o deseo de evitar la puesta en práctica de un
dispositivo médico desproporcionado a los resultados que se podrían esperar, o
bien una voluntad de no imponer gastos excesivamente pesados a la familia o la
colectividad.
¬ Ante la
inminencia de una muerte inevitable, a pesar de los medios empleados, es lícito
en conciencia tomar la decisión de renunciar a unos tratamientos que procurarían
únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir
sin embargo las curas normales debidas al enfermo en casos similares. Por esto,
el médico no tiene motivo de angustia, como si no hubiera prestado asistencia a
una persona en peligro.
CONCLUSIÓN
Las normas contenidas en la presente
Declaración están inspiradas por un profundo deseo de servir al
hombre según el designio del Creador. Si por una parte la vida es un don de
Dios, por otra la muerte es ineludible; es necesario, por lo tanto, que
nosotros, sin prevenir en modo alguno la hora de la muerte, sepamos aceptarla
con plena conciencia de nuestra responsabilidad y con toda dignidad. Es verdad,
en efecto que la muerte pone fin a nuestra existencia terrenal, pero, al mismo
tiempo, abre el camino a la vida inmortal. Por eso, todos los hombres deben
prepararse para este acontecimiento a la luz de los valores humanos, y los
cristianos más aún a la luz de su fe.
Los que se
dedican al cuidado de la salud pública no omitan nada, a fin de poner al
servicio de los enfermos y moribundos toda su competencia; y acuérdense también
de prestarles el consuelo todavía más necesario de una inmensa bondad y de una
caridad ardiente. Tal servicio prestado a los hombres es también un servicio prestado al
mismo Señor, que ha dicho: "...Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis
hermanos menores, a mí me lo hicisteis" (Mt 25, 40).
El Sumo Pontífice Juan Pablo II, en el
transcurso de una audiencia concedida al infrascripto cardenal Prefecto ha
aprobado esta Declaración, decidida en reunión ordinaria de esta Sagrada
Congregación, y ha ordenado su publicación.
Roma, desde
la Sede de la
Sagrada Congregación para la Doctrina le la Fe, 5 de mayo de
1980.
Cardenal Franjo SEPER,
Prefecto
Jerôme HAMER, arzobispo
titular de Lorium, Secretario
NOTAS
(1)
Declaración sobre el aborto procurado , 18 de noviembre de 1974, (AAS 66, 1974,
págs. 730-747).
(2 )PIO XII,
Discurso a los congresistas de la Unión Internacional de las Ligas Femeninas
Católicas, 11 de septiembre de 1947 (AAS 39, 1947 pág. 483); Alocución a
la Unión
Católica Italiana de las Comadronas, 29 de octubre de 1951 (AAS
43, 1951, págs. 835-854); Discurso a los miembros de la Oficina Internacional
de Documentación de Medicina Militar, 19 de octubre de 1953 (AAS 45, 1953, págs.
744-754); Discurso a los participantes en el IX Congreso de la Sociedad Italiana
de Anestesiología, 24 de febrero de 1957 (AAS 49, 1957, pág. 146); cf. Alocución
sobre la
"Reanimación", 24 de noviembre de 1957 (AAS 49, 1957, págs.
1027-1033). PABLO VI, Discurso a los miembros del Comité Especial de las
Naciones Unidas para la cuestión del "Apartheid", 22 de mayo de 1974 (AAS 66,
1974, pág. 346). JUAN PABLO II, Alocución a los obispos de Estados Unidos de
América, 5 de octubre de 1979 (AAS 71, 1979, pág. 1225).
(3)
Recuérdese en particular la recomendación 779 (1976), referente a los derechos
de los enfermos y de los moribundos, de la Asamblea Parlamentaria
del Consejo de Europa en su XXVII sesión ordinaria. Cf. Sipeca, núm. 1, marzo de
1977, págs. 14-15.
(4) Se dejan
completamente de lado las cuestiones de la pena de muerte y de la guerra, que
exigirían consideraciones específicas, ajenas al tema de esta
Declaración.
(5) PIO XII,
Discurso, del 24 de febrero de 1957 (AAS 49, 1957, pág.
147).
(6) PIO XII,
Discurso, del 24 de febrero de 1957 (AAS 49, 1957, pág. 145, cf. Alocución, del
9 de septiembre de 1958 (AAS 50, 1958, pág. 694).