PONTIFICIO CONSEJO PARA LA
FAMILIA
VADEMECUM PARA
LOS CONFESORES
SOBRE ALGUNOS TEMAS DE
MORAL CONYUGAL
PRESENTACION
Cristo continúa, por medio de Su Iglesia, la misión
que Él ha recibido del Padre. Él envía a los doce a anunciar el Reino y a
llamar a la penitencia y a la conversión, a la metanoia (cfr. Mc
6,12). Jesús resucitado les transmite Su mismo poder de reconciliación: «
Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonareis los pecados, les serán
perdonados » (Jn 20, 22-23). Por medio de la efusión del Espíritu por Él
realizada, la Iglesia prosigue la predicación del Evangelio, invitando a la
conversión y administrando el sacramento de la remisión de los pecados, mediante
el cual el pecador arrepentido obtiene la reconciliación con Dios y con la
Iglesia y ve abrirse frente a sí mismo la vía de la
salvación.
El presente Vademecum tiene su origen en la
particular sensibilidad pastoral del Santo Padre, el Cual ha confiado al
Pontificio Consejo para la Familia la tarea de preparar este subsidio para ayuda
de los Confesores. Con la experiencia madurada ya sea como sacerdote que como
Obispo, él ha podido constatar la importancia de orientaciones seguras y claras
a las cuales los ministros del sacramento de la reconciliación puedan
hacer referencia en el diálogo con las almas. La abundante doctrina del
Magisterio de la Iglesia sobre los temas del matrimonio y de la familia, en modo
especial a partir del Concilio Vaticano II, ha hecho oportuna una buena síntesis
referida a algunos temas de moral relativos a la vida
conyugal.
Si bien, a nivel doctrinal, la Iglesia cuenta con una
sólida conciencia de las exigencias que atañen al sacramento de la Penitencia,
no se puede negar que se haya ido creando un cierto vacío en el traducir estas
enseñanzas a la praxis pastoral. El dato doctrinal es, entonces, el fundamento
que sostiene este Vademecum, y no es tarea nuestra repetirlo, no
obstante, sea evocado en diversas ocasiones. Conocemos bien toda la riqueza que
han ofrecido a la Comunidad cristiana la Encíclica Humanae Vitae,
iluminada luego por la Encíclica Veritatis Splendor, y las Exhortaciones
Apostólicas Familiaris Consortio y Reconciliatio et Paenitentia.
Sabemos también cómo el Catecismo de la Iglesia Católica haya provisto un
eficaz y sintético resumen de la doctrina sobre estos
argumentos.
« Suscitar en el corazón del hombre la conversión y
la penitencia y ofrecerle el don de la reconciliación es la misión connatural de
la Iglesia, (...) una misión que no se agota en algunas afirmaciones teóricas y
en la propuesta de un ideal ético no acompañada por energías operativas, sino
que tiende a expresarse en precisas funciones ministeriales en orden a una
práctica concreta de la penitencia y de la reconciliación » (Exhort.
Apost.
Reconciliatio et Paenitentia, n. 23).
Tenemos el gusto de poner en las manos de los
sacerdotes este documento, que ha sido preparado por venerado encargo del Santo
Padre y con la competente colaboración de profesores de teología y de algunos
pastores.
Agradecemos a todos aquellos que han ofrecido su
contribución, mediante la cual han hecho posible la realización del documento.
Nuestra gratitud adquiere dimensiones muy especiales en relación a la
Congregación para la Doctrina de la Fe y a la Penitenciaría
Apostólica.
INTRODUCCIÓN
1. Finalidad del documento
La familia, que el Concilio Ecuménico Vaticano II ha
definido como el santuario doméstico de la Iglesia, y como « célula
primera y vital de la sociedad »,1 constituye un objeto privilegiado de la
atención pastoral de la Iglesia. « En un momento histórico en que la familia es
objeto de muchas fuerzas que tratan de destruirla o deformarla, la Iglesia,
consciente de que el bien de la sociedad y de sí misma está profundamente
vinculado al bien de la familia, siente de manera más viva y acuciante su misión
de proclamar a todos el designio de Dios sobre el matrimonio y la familia
».2
En estos últimos años, la Iglesia, a través de la
palabra del Santo Padre y mediante una vasta movilización espiritual de pastores
y laicos, ha multiplicado sus esfuerzos para ayudar a todo el pueblo creyente a
considerar con gratitud y plenitud de fe los dones que Dios dispensa al hombre y
a la mujer unidos en el sacramento del matrimonio, para que ellos puedan llevar
a término un auténtico camino de santidad y ofrecer un verdadero testimonio
evangélico en las situaciones concretas en las cuales
viven.
En el camino hacia la santidad conyugal y familiar
los sacramentos de la Eucaristía y de la Penitencia cumplen un papel
fundamental. El primero fortifica la unión con Cristo, fuente de gracia y de
vida, y el segundo reconstruye, en caso que haya sido destruida, o hace crecer y
perfecciona la comunión conyugal y familiar,3 amenazada y desgarrada por el
pecado.
Para ayudar a los cónyuges a conocer el camino de su
santidad y a cumplir su misión, es fundamental la formación de sus conciencias y
el cumplimiento de la voluntad de Dios en el ámbito específico de la vida
matrimonial, o sea en su vida de comunión conyugal y de servicio a la vida. La
luz del Evangelio y la gracia del sacramento representan el binomio
indispensable para la elevación y la plenitud del amor conyugal que tiene su
fuente en Dios Creador. En efecto, « el Señor se ha dignado sanar, perfeccionar
y elevar este amor con un don especial de la gracia y de la caridad
».4
En orden a la acogida de estas exigencias del amor
auténtico y del plan de Dios en la vida cotidiana de los cónyuges, el momento en
el cual ellos solicitan y reciben el sacramento de la Reconciliación, representa
un acontecimiento salvífico de máxima importancia, una ocasión de luminosa
profundización de fe y una ayuda precisa para realizar el plan de Dios en la
propia vida.
« Es el sacramento de la Penitencia o Reconciliación
el que allana el camino a cada uno, incluso cuando se siente bajo el peso de
grandes culpas. En este sacramento cada hombre puede experimentar de manera
singular la misericordia, es decir, el amor que es más fuerte que el pecado
».5
Puesto que la administración del sacramento de la
Reconciliación está confiada al ministerio de los sacerdotes, el presente
documento se dirige específicamente a los confesores y tiene como finalidad
ofrecer algunas disposiciones prácticas para la confesión y absolución de los
fieles en materia de castidad conyugal. Más concretamente, con este vademecum
para el uso de los confesores se quiere ofrecer un punto de referencia a los
penitentes casados para que puedan obtener un mayor provecho de la práctica del
sacramento de la Reconciliación y vivir su vocación a la paternidadmaternidad
responsable en armonía con la ley divina enseñada por la Iglesia con autoridad.
Servirá también para ayudar a quienes se preparan al
matrimonio.
El problema de la procreación responsable representa
un punto particularmente delicado en la enseñanza de la moral católica en ámbito
conyugal, pero aun más en el ámbito de la administración del sacramento de la
Reconciliación, en el cual la doctrina es confrontada con las situaciones
concretas y con el camino espiritual de cada fiel. Resulta en efecto necesario
recordar los puntos claves que permitan afrontar en modo pastoralmente adecuado
las nuevas modalidades de la contracepción y el agravarse del fenómeno.6 Con el
presente documento no se pretende repetir toda la enseñanza de la Encíclica
Humanae Vitae, de la Exhortación Apostólica Familiaris Consortio o
de otras intervenciones del Magisterio ordinario del Sumo Pontífice, sino
solamente ofrecer algunas sugerencias y orientaciones para el bien espiritual de
los fieles que se acercan al sacramento de la Reconciliación y para superar
eventuales divergencias e incertidumbres en la praxis de los
confesores.
2. La castidad conyugal en la doctrina de la
Iglesia
La tradición cristiana siempre ha defendido, contra
numerosas herejías surgidas ya al inicio de la Iglesia, la bondad de la unión
conyugal y de la familia. Querido por Dios en la misma creación, devuelto por
Cristo a su primitivo origen y elevado a la dignidad de sacramento, el
matrimonio es una comunión íntima de amor y de vida entre los esposos
intrínsecamente ordenada al bien de los hijos que Dios querrá confiarles. El
vínculo natural tanto para el bien de los cónyuges y de los hijos como para el
bien de la misma sociedad no depende del arbitrio humano.7
La virtud de la castidad conyugal « entraña la
integridad de la persona y la integralidad del don »8 y en ella la sexualidad «
se hace personal y verdaderamente humana cuando está integrada en la relación de
persona a persona, en el don mutuo total y temporalmente ilimitado del hombre y
de la mujer ».9 Esta virtud, en cuanto se refiere a las relaciones íntimas de
los esposos, requiere que se mantenga « íntegro el sentido de la donación mutua
y de la procreación humana en el contexto del amor verdadero ».10 Por eso, entre
los principios morales fundamentales de la vida conyugal, es necesario recordar
« la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper
por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el
significado unitivo y el significado procreador ».11
En este siglo los Sumos Pontífices han emanado
diversos documentos recordando las principales verdades morales sobre la
castidad conyugal. Entre estos merecen una mención especial la Encíclica
Casti Connubii (1930) de Pío XI,12 numerosos discursos de Pío XII,13 la
Encíclica Humanae Vitae (1968) de Pablo VI,14 la Exhortación Apostólica
Familiaris Consortio15 (1981), la Carta a las Familias Gratissimam
Sane16 (1994) y la Encíclica Evangelium Vitae (1995) de Juan Pablo
II. Junto a estos se deben tener presente la Constitución Pastoral Gaudium et
Spes17 (1965) y el Catecismo de la Iglesia Católica18 (1992). Además
son importantes, en conformidad con estas enseñanzas, algunos documentos de
Conferencias Episcopales, así como de pastores y teólogos que han desarrollado y
profundizado la materia. Es oportuno recordar también el ejemplo ofrecido por
numerosos cónyuges, cuyo empeño por vivir cristianamente el amor humano
constituye una contribución eficacísima para la nueva evangelización de las
familias.
3. Los bienes del matrimonio y la entrega de sí
mismo
Mediante el sacramento del Matrimonio, los esposos
reciben de Cristo Redentor el don de la gracia que confirma y eleva su comunión
de amor fiel y fecundo. La santidad a la que son llamados es sobre todo
gracia donada.
Las personas llamadas a vivir en el matrimonio,
realizan su vocación al amor19 en la plena donación de sí mismos, que expresa
adecuadamente el lenguaje del cuerpo.20 De la donación recíproca de los esposos
procede, como fruto propio, el don de la vida a los hijos, que son signo y
coronación del amor matrimonial.21
La contracepción, oponiéndose directamente a la
transmisión de la vida, traiciona y falsifica el amor oblativo propio de la
unión matrimonial: « altera el valor de donación total »22 y contradice el plan
de amor de Dios participado a los esposos.
VADEMECUM PARA EL USO DE LOS
CONFESORES
El presente vademecum está compuesto por un
conjunto de enunciados, que los confesores habrán de tener presente en la
administración del sacramento de la Reconciliación, a fin de poder ayudar mejor
a los cónyuges a vivir cristianamente la propia vocación a la paternidad o
maternidad, en sus circunstancias personales y sociales.
1. La santidad matrimonial
1. Todos los cristianos deben ser oportunamente
instruidos de su vocación a la santidad. En efecto, la invitación al
seguimento de Cristo está dirigida a todos, y cada fiel debe tender a la
plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad en su propio
estado.23
2. La caridad es el alma de la santidad. Por su
íntima naturaleza la caridad — don que el Espíritu infunde en el corazón — asume
y eleva el amor humano y lo hace capaz de la perfecta donación de sí mismo. La
caridad hace más aceptable la renuncia, más liviano el combate espiritual, más
generosa la entrega personal.24
3. No es posible para el hombre con sus propias
fuerzas realizar la perfecta entrega de sí mismo. Pero se vuelve capaz de ello
en virtud de la gracia del Espíritu Santo. En efecto, es Cristo que revela la
verdad originaria del matrimonio y, liberando al hombre de la dureza del
corazón, lo habilita para realizarla íntegramente.25
4. En el camino hacia la santidad, el cristiano
experimenta tanto la debilidad humana como la benevolencia y la misericordia del
Señor. Por eso el punto de apoyo en el ejercicio de las virtudes cristianas —
también de la castidad conyugal — se encuentra en la fe que nos hace conscientes
de la misericordia de Dios y en el arrepentimiento que acoge humildemente el
perdón divino.26
5. Los esposos actúan la plena donación de sí mismos
en la vida matrimonial y en la unión conyugal, que, para los cristianos, es
vivificada por la gracia del sacramento. La específica unión de los esposos y la
transmisión de la vida son obligaciones propias de su santidad
matrimonial.27
2. La enseñanza de la Iglesia sobre la procreación
responsable
1. Los esposos han de ser confirmados en el
inestimable valor y excelencia de la vida humana, y deben ser ayudados para que
se comprometan a hacer de la propia familia un santuario de la vida:28 « en
la paternidad y maternidad humanas Dios mismo está presente de un modo
diverso a como lo está en cualquier otra generación "sobre la tierra"
».29
2. Consideren los padres y madres de familia su
misión como un honor y una responsabilidad, en cuanto son cooperadores del Señor
en la llamada a la existencia de una nueva persona humana, hecha a imagen y
semejanza de Dios, redimida y destinada, en Cristo, a una Vida de eterna
felicidad.30 « Precisamente en esta función suya como colaboradores de Dios que
transmiten Su imagen a la nueva criatura, está la grandeza de los esposos
dispuestos "a cooperar con el amor del Creador y Salvador, que por medio de
ellos aumenta y enriquece su propia familia cada día más"
».31
3. De esto deriva, para los cristianos, la alegría y
la estima de la paternidad y de la maternidad. Esta paternidad-maternidad, es
llamada "responsable" en los recientes documentos de la Iglesia, para
subrayar la actitud consciente y generosa de los esposos en su misión de
transmitir la vida, que tiene en sí un valor de eternidad, y para evocar una vez
más su papel de educadores. Compete ciertamente a los esposos — que por otra
parte no dejarán de solicitar los consejos oportunos — deliberar, en modo
ponderado y con espíritu de fe, acerca de la dimensión de su familia y decidir
el modo concreto de realizarla respetando los criterios morales de la vida
conyugal.32
4. La Iglesia siempre ha enseñado la intrínseca
malicia de la contracepción, es decir de todo acto conyugal hecho
intencionalmente infecundo. Esta enseñanza debe ser considerada como doctrina
definitiva e irreformable. La contracepción se opone gravemente a la castidad
matrimonial, es contraria al bien de la transmisión de la vida (aspecto
procreativo del matrimonio), y a la donación recíproca de los cónyuges (aspecto
unitivo del matrimonio), lesiona el verdadero amor y niega el papel soberano de
Dios en la transmisión de la vida humana.33
5. Una específica y aún más grave malicia moral se
encuentra en el uso de medios que tienen un efecto abortivo, impidiendo la
anidación del embrión apenas fecundado o también causando su expulsión en una
fase precoz del embarazo.34
6. En cambio es profundamente diferente de toda
práctica contraceptiva, tanto desde el punto de vista antropológico como moral,
porque ahonda sus raíces en una concepción distinta de la persona y de la
sexualidad, el comportamiento de los cónyuges que, siempre fundamentalmente
abiertos al don de la vida, viven su intimidad sólo en los períodos infecundos,
debido a serios motivos de paternidad y maternidad
responsable.35
El testimonio de los matrimonios que desde hace
tiempo viven en armonía con el designio del Creador y lícitamente utilizan,
cuando hay razón proporcionalmente seria, los métodos justamente llamados
"naturales", confirma que los esposos pueden vivir íntegramente, de común
acuerdo y con plena donación las exigencias de la castidad y de la vida
conyugal.
3. Orientaciones pastorales de los
confesores
1. En relación a la actitud que debe adoptar con los
penitentes en materia de procreación responsable, el confesor deberá tener en
cuenta cuatro aspectos: a) el ejemplo del Señor que « es capaz de
inclinarse hacia todo hijo pródigo, toda miseria humana y singularmente hacia
toda miseria moral o pecado »;36 b) la prudente cautela en las preguntas
relativas a estos pecados; c) la ayuda y el estímulo que debe ofrecer al
penitente para que se arrepienta y se acuse íntegramente de los pecados graves;
d) los consejos que, en modo gradual, animen a todos a recorrer el camino
de la santidad.
2. El ministro de la Reconciliación tenga siempre
presente que el sacramento ha sido instituido para hombres y mujeres que son
pecadores. Acoja, por tanto, a los penitentes que se acercan al confesionario
presuponiendo, salvo que exista prueba en contrario, la buena voluntad — que
nace de un corazón arrepentido y humillado (Salmo 50,19), aunque
en grados distintos — de reconciliarse con el Dios
misericordioso.37
3. Cuando se acerca al sacramento un penitente
ocasional, que se confiesa después de un largo tiempo y muestra una situación
general grave, es necesario, antes de hacer preguntas directas y concretas sobre
el tema de la procreación responsable y en general sobre la castidad, orientarlo
para que comprenda estas obligaciones en una visión de fe. Por esto mismo, si la
acusación de los pecados ha sido demasiado sucinta o mecánica, se le deberá
ayudar a replantear su vida frente a Dios y, con preguntas generales sobre las
diversas virtudes yu obligaciones, de acuerdo con las condiciones personales del
interesado,38 recordarle positivamente la invitación a la santidad del amor y la
importancia de sus deberes en el ámbito de la procreación y educación de los
hijos.
4. Cuando es el penitente quien formula preguntas o
solicita — también en modo implícito — aclaraciones sobre puntos concretos, el
confesor deberá responder adecuadamente, pero siempre con prudencia y
discreción,39 sin aprobar opiniones erróneas.
5. El confesor tiene la obligación de advertir a los
penitentes sobre las transgresiones de la ley de Dios graves en sí mismas, y
procurar que deseen la absolución y el perdón del Señor con el propósito de
replantear y corregir su conducta. De todos modos la reincidencia en los pecados
de contracepción no es en sí misma motivo para negar la absolución; en cambio,
ésta no se puede impartir si faltan el suficiente arrepentimiento o el propósito
de evitar el pecado.40
6. El penitente que habitualmente se confiesa con el
mismo sacerdote busca a menudo algo más que la sola absolución. Es necesario que
el confesor sepa realizar una tarea de orientación, que ciertamente será más
fácil donde exista una relación de verdadera y propia dirección espiritual —
aunque no se utilice tal expresión — para ayudarle a mejorar en todas las
virtudes cristianas y, consecuentemente, en la santificación de la vida
matrimonial.41
7. El sacramento de la Reconciliación requiere, por
parte del penitente, el dolor sincero, la acusación formalmente íntegra de los
pecados mortales y el propósito, con la ayuda de Dios, de no pecar en adelante.
Normalmente no es necesario que el confesor indague sobre los pecados cometidos
a causa de una ignorancia invencible de su malicia, o de un error de juicio no
culpable. Aunque esos pecados no sean imputables, sin embargo no dejan de ser un
mal y un desorden. Esto vale también para la malicia objetiva de la
contracepción, que introduce en la vida conyugal de los esposos un hábito
desordenado. Por consiguiente es necesario esforzarse, en el modo más oportuno,
por liberar la conciencia moral de aquellos errores42 que están en contradicción
con la naturaleza de la donación total de la vida
conyugal.
Aun teniendo presente que la formación de las
conciencias se realiza sobre todo en la catequesis general y específica de los
esposos, siempre es necesario ayudar a los cónyuges, incluso en el momento del
sacramento de la Reconciliación, a examinarse sobre sus obligaciones específicas
de vida conyugal. Si el confesor considerase necesario interrogar al penitente,
debe hacerlo con discreción y respeto.
8. Ciertamente continúa siendo válido el principio,
también referido a la castidad conyugal, según el cual es preferible dejar a los
penitentes en buena fe si se encuentran en el error debido a una ignorancia
subjetivamente invencible, cuando se prevea que el penitente, aun después de
haberlo orientado a vivir en el ámbito de la vida de fe, no modificaría la
propia conducta, y con ello pasaría a pecar formalmente; sin embargo, aun en
esos casos, el confesor debe animar estos penitentes a acoger en la propia vida
el plan de Dios, también en las exigencias conyugales, por medio de la oración,
la llamada y la exhortación a la formación de la conciencia y la enseñanza de la
Iglesia.
9. La « ley de la gradualidad » pastoral, que no se
puede confundir con « la gradualidad de la ley » que pretende disminuir sus
exigencias, implica una decisiva ruptura con el pecado y un camino
progresivo hacia la total unión con la voluntad de Dios y con sus amables
exigencias.43
10. Resulta por tanto inaceptable el intento — que en
realidad es un pretexto — de hacer de la propia debilidad el criterio de la
verdad moral. Ya desde el primer anuncio que recibe de la palabra de Jesús, el
cristiano se da cuenta que hay una « desproporción » entre la ley moral, natural
y evangélica, y la capacidad del hombre. Pero también comprende que reconocer la
propia debilidad es el camino necesario y seguro para abrir las puertas de la
misericordia de Dios.44
11. A quien, después de haber pecado gravemente
contra la castidad conyugal, se arrepiente y, no obstante las recaídas,
manifiesta su voluntad de luchar para abstenerse de nuevos pecados, no se le ha
de negar la absolución sacramental. El confesor deberá evitar toda manifestación
de desconfianza en la gracia de Dios, o en las disposiciones del penitente,
exigiendo garantías absolutas, que humanamente son imposibles, de una futura
conducta irreprensible,45 y esto según la doctrina aprobada y la praxis seguida
por los Santos Doctores y confesores acerca de los penitentes
habituales.
12. Cuando en el penitente existe la disponibilidad
de acoger la enseñanza moral, especialmente en el caso de quien habitualmente
frecuenta el sacramento y demuestra interés en la ayuda espiritual, es
conveniente infundirle confianza en la Providencia y apoyarlo para que se
examine honestamente en la presencia de Dios. A tal fin convendrá verificar la
solidez de los motivos que se tienen para limitar la paternidad o maternidad, y
la licitud de los métodos escogidos para distanciar o evitar una nueva
concepción.
13. Presentan una dificultad especial los casos de
cooperación al pecado del cónyuge que voluntariamente hace infecundo el acto
unitivo. En primer lugar, es necesario distinguir la cooperación propiamente
dicha de la violencia o de la injusta imposición por parte de uno de los
cónyuges, a la cual el otro no se puede oponer.46, 561).] Tal cooperación puede
ser lícita cuando se dan conjuntamente estas tres condiciones: la acción del
cónyuge cooperante no sea en sí misma ilícita;47 existan motivos
proporcionalmente graves para cooperar al pecado del cónyuge; se procure ayudar
al cónyuge (pacientemente, con la oración, con la caridad, con el diálogo: no
necesariamente en aquel momento, ni en cada ocasión) a desistir de tal conducta.
14. Además, se deberá evaluar cuidadosamente la
cooperación al mal cuando se recurre al uso de medios que pueden tener efectos
abortivos.48
15. Los esposos cristianos son testigos del amor de
Dios en el mundo. Deben, por tanto estar convencidos, con la ayuda de la fe e
incluso contra la ya experimentada debilidad humana, que es posible con la
gracia divina seguir la voluntad del Señor en la vida conyugal. Resulta
indispensable el frecuente y perseverante recurso a la oración, a la Eucaristía
y a la Reconciliación, para lograr el dominio de sí
mismo.49
16. A los sacerdotes se les pide que, en la
catequesis y en la orientación de los esposos al matrimonio, tengan uniformidad
de criterios tanto en lo que se enseña como en el ámbito del sacramento de la
Reconciliación, en completa fidelidad al magisterio de la Iglesia sobre la
malicia del acto contraceptivo.
Los Obispos vigilen con particular cuidado cuanto se
refiere al tema: no raramente los fieles se escandalizan por esta falta de
unidad tanto en la catequesis como en el sacramento de la
Reconciliación.50
17. Esta pastoral de la confesión será más eficaz si
va unida a una incesante y capilar catequesis sobre la vocación cristiana al
amor conyugal y sobre sus dimensiones de alegría y de exigencia, de gracia y de
responsabilidad personal,51 y si se instituyen consultorios y centros a los
cuales el confesor pueda enviar fácilmente al penitente para que conozca
adecuadamente los métodos naturales.
18. Para que sean aplicables en concreto las
directivas morales relativas a la procreación responsable es necesario que la
valiosa obra de los confesores sea completada por la catequesis.52 En este
esfuerzo está comprendida a pleno título una esmerada iluminación sobre la
gravedad del pecado referido al aborto.
19. En lo que atañe a la absolución del pecado de
aborto subsiste siempre la obligación de tener en cuenta las normas canónicas.
Si el arrepentimiento es sincero y resulta difícil remitir el caso a la
autoridad competente, a quien le está reservada levantar la censura, todo
confesor puede hacerlo a tenor del can. 1357, sugiriendo la adecuada penitencia
e indicando la necesidad de recurrir ante quien goza de tal facultad,
ofreciéndose eventualmente para tramitarla.53
CONCLUSIÓN
La Iglesia considera como uno de sus principales
deberes, especialmente en el momento actual, proclamar e introducir en la vida
el misterio de la misericordia, revelado de modo excelso en la persona de
Jesucristo.54
El lugar por excelencia de tal proclamación y
realización de la misericordia, es la celebración del sacramento de la
Reconciliación.
La coincidencia con este primer año del trienio de
preparación al Tercer Milenio dedicado a Jesucristo, único Salvador del
mundo, ayer, hoy y siempre (cf. Hebr 13, 8), puede ofrecer una gran
oportunidad para la tarea de actualización pastoral y de profundización
catequística en las diócesis y concretamente en los santuarios, donde acuden
muchos peregrinos y se administra el Sacramento del perdón con abundante
presencia de confesores.
Los sacerdotes estén completamente disponibles a este
ministerio del cual depende la felicidad eterna de los esposos, y también, en
buena parte, la serenidad y el gozo de la vida presente: ¡sean para ellos
auténticos testigos vivientes de la misericordia del
Padre!
Ciudad del Vaticano, 12 de febrero de
1997.
Alfonso Card. López Trujillo
Presidente del Pontificio Consejo para la
Familia
+ Francisco Gil Hellín
Secretario
(1) Conc. Ecum. Vaticano II, Decreto sobre el
apostolado de los laicos Apostolicam Actuositatem, 18 de noviembre de
1965, n. 11.
(2) Juan Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris
Consortio, 22 de noviembre de 1981, n. 3.
(3) Cf. Juan Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris
Consortio, 22 de noviembre de 1981, n. 58.
(4) Conc. Ecum. Vaticano II, Const. Past. sobre la
Iglesia en el mundo contemporáneo Gaudium et Spes, 7 de diciembre de
1965, n. 49.
(5) Juan Pablo II, Enc. Dives in Misericordia,
30 de noviembre de 1980, n. 13.
(6) Ha de tenerse en cuenta el efecto abortivo de los
nuevos fármacos. Cf. Juan Pablo II, Enc. Evangelium Vitae, 25 de marzo de
1995, n. 13.
(7) Cf. Conc. Ecum. Vaticano II, Const. Past. sobre
la Iglesia en el mundo contemporáneo Gaudium et Spes, 7 de diciembre de
1965, n. 48.
(8) 3 Catecismo de la Iglesia Católica, 11 de
octubre de 1992, n. 2337.
(9) Ibid.
(10) Conc. Ecum. Vaticano II, Const. Past. sobre la
Iglesia en el mundo contemporáneo Gaudium et Spes, 7 de diciembre de
1965, n. 51.
(11) Pablo VI, Enc. Humanae Vitae, 25 de julio
de 1968, n. 12.
(12) Pío XI, Enc. Casti Connubii, 31 de
diciembre de 1930.
(13) Pío XII, Discurso al Congreso de la Unión
católica italiana de obstetras, 2 de octubre de 1951; Discurso al Frente de la
familia y a las Asociaciones de familias numerosas, 27 de noviembre de
1951.
(14) Pablo VI, Enc. Humanae Vitae, 25 de julio
de 1968.
(15) 3 Juan Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris
Consortio, 22 de noviembre de 1981.
(16) 3 Juan Pablo II, Carta a las Familias
Gratissimam Sane, 2 de febrero de 1994.
(17) 3 Conc. Ecum. Vaticano II, Const. Past. sobre la
Iglesia en el mundo contemporáneo Gaudium et Spes, 7 de diciembre de
1965.
(18) 3 Catecismo de la Iglesia Católica, 11 de
octubre de 1992.
(19) 3 Cf. Conc. Ecum. Vaticano II, Const. Past.
sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo Gaudium et Spes, 7 de
diciembre de 1965, n. 24.
(20) Cf. Juan Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris
Consortio, 22 de noviembre de 1981, n. 32.
(21) Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n.
2378; cf. Juan Pablo II, Carta a las Familias Gratissimam Sane, 2 de
febrero de 1994, n. 11.
(22) 3 Juan Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris
Consortio, 22 de noviembre de 1981, n. 32.
(23) « Una misma es la santidad que cultivan en
cualquier clase de vida y de profesión los que son guiados por el espíritu de
Dios y, obedeciendo a la voz del Padre, adorando a Dios y al Padre en espíritu y
verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, para merecer la
participación de su gloria. Según esto, cada uno según los propios dones y las
gracias recibidas, debe caminar sin vacilación por el camino de la fe viva, que
excita la esperanza y obra por la caridad » (Conc. Ecum. Vaticano II, Const.
Dogm. sobre la Iglesia Lumen Gentium, 21 de noviembre de 1964, n.
41).
(24) « La caridad es el alma de la santidad a la que
todos están llamados » (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 826). « El
amor hace que el hombre se realice mediante la entrega sincera de sí mismo. Amar
significa dar y recibir lo que no se puede comprar ni vender, sino sólo regalar
libre y recíprocamente » (Juan Pablo II, Carta a las Familias Gratissimam
Sane, 2 de febrero de 1994, n. 11).
(25) Cf. Juan Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris
Consortio, 22 de noviembre de 1981, n. 13.
« La observancia de la ley de Dios, en determinadas
situaciones, puede ser difícil, muy difícil: sin embargo jamás es imposible.
Esta es una enseñanza constante de la tradición de la Iglesia » (Juan Pablo II,
Enc. Veritatis Splendor, 6 de agosto de 1993, n.
102).
« Sería un gravísimo error concluir... que la norma
enseñada por la Iglesia sea de suyo solamente un "ideal", que deba adaptarse,
proporcionarse, graduarse - como dicen — a las posibilidades del hombre
"contrapesando los distintos bienes en cuestión". Pero Jcuáles son las
"posibilidades concretas del hombre"? JY de qué hombre se está hablando?
JDel hombre dominado por la concupiscencia o del hombre redimido por
Cristo? Porque se trata de esto: de la realidad de la Redención de Cristo.
¡Cristo nos ha redimido! Esto significa que nos ha dado la
posibilidad de realizar la verdad entera de nuestro ser. Ha
liberado nuestra libertad del dominio de la concupiscencia. Si el hombre
redimido sigue pecando, no se debe a la imperfección del acto redentor de
Cristo, sino a la voluntad del hombre de sustraerse de la gracia que
deriva de aquel acto. El mandamiento de Dios es, ciertamente, proporcionado a
las capacidades del hombre: pero a las capacidades del hombre a quien se ha dado
el Espíritu Santo; del hombre que, si ha caído en el pecado, siempre puede
obtener el perdón y gozar de la presencia del Espíritu » (Juan Pablo II,
Discurso a los participantes a un curso sobre la procreación responsable, 1 de
marzo de 1984).
(26) « Reconocer el propio pecado, es más —
yendo aún más a fondo en la consideración de la propia personalidad —
reconocerse pecador, capaz de pecado e inclinado al pecado, es el
principio indispensable para volver a Dios (...). Reconciliarse con Dios
presupone e incluye desasirse con lucidez y determinación del pecado en el que
se ha caído. Presupone e incluye, por consiguiente, hacer penitencia en
el sentido más completo del término: arrepentirse, mostrar arrepentimiento,
hacer propia la actitud concreta de arrepentido, que es la de quien se pone en
el camino del retorno al Padre (...). En la condición concreta del hombre
pecador, donde no puede existir conversión sin el reconocimiento del propio
pecado, el ministerio de reconciliación de la Iglesia interviene en cada caso
con una finalidad claramente penitencial, esto es la de conducir al hombre al
"conocimiento de sí mismo" » (Juan Pablo II, Exhort. Apost. post-sinodal
Reconciliatio et Paenitentia, 2 de diciembre de 1984, n.
13).
« Cuando nos damos cuenta de que el amor que Dios
tiene por nosotros no se detiene ante nuestro pecado, no se echa atrás ante
nuestras ofensas, sino que se hace más solícito y generoso; cuando somos
conscientes de que este amor ha llegado incluso a causar la pasión y la muerte
del Verbo hecho carne, que ha aceptado redimirnos pagando con su Sangre,
entonces prorrumpimos en un acto de reconocimiento: "Sí, el Señor es rico en
misericordia", y decimos asimismo: "El es misericordia" » (ibid.,
n. 22).
(27) « La vocación universal a la santidad está
dirigida también a los cónyuges y padres cristianos. Para ellos está
especificada por el sacramento celebrado y traducida concretamente en las
realidades propias de la existencia conyugal y familiar. De ahí nacen la gracia
y la exigencia de una auténtica y profunda espiritualidad conyugal y
familiar, que ha de inspirarse en los motivos de la creación, de la alianza,
de la cruz, de la resurrección y del signo sacramental » (Juan Pablo II, Exhort.
Apost. Familiaris Consortio, 22 de noviembre de 1981, n.
56).
« El auténtico amor conyugal es asumido en el amor
divino y se rige y se enriquece por la fuerza redentora de Cristo y la acción
salvífica de la Iglesia, para conducir eficazmente a los esposos a Dios y
ayudarlos y fortalecerlos en la sublime tarea de padre y madre. Por ello, los
cónyuges cristianos son fortalecidos y como consagrados para los deberes y
dignidad de su estado para este sacramento especial, en virtud del cual,
cumpliendo su deber conyugal y familiar, imbuidos del espíritu de Cristo, con el
que toda su vida está impregnada por la fe, la esperanza y la caridad, se
acercan cada vez más a su propia perfección y a su santificación mutua y, por
tanto, a la glorificación de Dios en común » (Conc. Ecum. Vaticano II, Const.
Past. sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo Gaudium et Spes, 7 de
diciembre de 1965, n. 48).
(28) 3 « La Iglesia cree firmemente que la vida
humana, aunque débil y enferma, es siempre un don espléndido del Dios de la
bondad. Contra el pesimismo y el egoísmo que ofuscan al mundo, la Iglesia está
en favor de la vida, y en cada vida humana sabe descubrir el esplendor de aquel
"Sí", de aquel "Amén" que es Cristo mismo. Al "no" que invade y aflige al mundo,
contrapone este "Sí" viviente, defendiendo de este modo al hombre y al mundo de
cuantos acechan y desprecian la vida » (Juan Pablo II, Exhort. Apost.
Familiaris Consortio, 22 de noviembre de 1981, n.
30).
« Hay que volver a considerar la familia como el
santuario de la vida. En efecto, es sagrada: es el ámbito donde la vida,
don de Dios, puede ser acogida y protegida de manera adecuada contra los
múltiples ataques a que está expuesta, y puede desarrollarse según las
exigencias de un auténtico crecimiento humano. Contra la llamada cultura de la
muerte, la familia constituye la sede de la cultura de la vida » (Juan Pablo II,
Enc. Centesimus Annus, 1 de mayo de 1991, n. 39).
(29) Juan Pablo II, Carta a las Familias
Gratissimam Sane, 2 de febrero de 1994, n. 9.
(30) « El mismo Dios, que dijo "no es bueno que el
hombre esté solo" (Gén 2,18) y que "hizo desde el principio al hombre,
varón y mujer" (Mt 19,4), queriendo comunicarles cierta participación
especial en su propia obra creadora, bendijo al varón y a la mujer diciendo:
"Creced y multiplicaos" (Gén 1,28). De ahí que el cultivo verdadero del
amor conyugal y todo el sistema de vida familiar que de él procede, sin posponer
los otros fines del matrimonio, tienden a que los esposos estén dispuestos con
fortaleza de ánimo a cooperar con el amor del Creador y Salvador, que por medio
de ellos aumenta y enriquece su propia familia cada día más » (Conc. Ecum.
Vaticano II, Const. Apost. sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo Gaudium
et Spes, 7 de diciembre de 1965, n. 50).
« La familia cristiana es una comunión de personas,
reflejo e imagen de la comunión del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo. Su
actividad procreadora y educativa es reflejo de la obra creadora de Dios »
(Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2205).
« Cooperar con Dios llamando a la vida a los nuevos
seres humanos significa contribuir a la transmisión de aquella imagen y
semejanza divina de la que es portador todo "nacido de mujer" » (Juan Pablo II,
Carta a las Familias Gratissimam Sane, 2 de febrero de 1994, n.
8).
(31) Juan Pablo II, Enc. Evangelium Vitae, 25
de marzo de 1995, n. 43; cf. Conc. Ecum. Vaticano II, Const. Past. sobre la
Iglesia en el mundo contemporáneo Gaudium et Spes, 7 de diciembre de
1965, n. 50.
(32) « Los cónyuges saben que son cooperadores del
amor de Dios Creador y en cierta manera sus intérpretes. Por ello, cumplirán su
tarea con responsabilidad humana y cristiana, y con dócil reverencia hacia Dios,
de común acuerdo y con un esfuerzo común, se formarán un recto juicio,
atendiendo no sólo a su propio bien, sino también al bien de los hijos, ya
nacidos o futuros, discerniendo las condiciones de los tiempos y del estado de
vida, tanto materiales como espirituales, y, finalmente, teniendo en cuenta el
bien de la comunidad familiar, de la sociedad temporal y de la propia Iglesia.
En último término, son los mismos esposos los que deben formar este juicio ante
Dios. En su modo de obrar, los esposos cristianos deben ser conscientes de que
ellos no pueden proceder según su arbitrio, sino que deben regirse siempre por
la conciencia que ha de ajustarse a la misma ley divina, dóciles al Magisterio
de la Iglesia, que interpreta auténticamente esta ley a la luz del
Evangelio.
Esta ley divina muestra la significación plena del
amor conyugal, lo protege y lo impulsa a su perfección verdaderamente humana »
(Conc. Ecum. Vaticano II, Const. Past. sobre la Iglesia en el mundo
contemporáneo Gaudium et Spes, 7 de diciembre de 1965, n.
50).
« Cuando se trata de conciliar el amor conyugal con
la transmisión responsable de la vida, la conducta moral no depende sólo de la
sincera intención y la apreciación de los motivos, sino que debe determinarse a
partir de criterios objetivos, tomados de la naturaleza de la persona y de sus
actos; criterios que conserven íntegro el sentido de la donación mutua y de la
procreación humana en el contexto del amor verdadero; esto es imposible si no se
cultiva con sinceridad la virtud de la castidad conyugal. En la regulación de la
procreación no les está permitido a los hijos de la Iglesia, apoyados en estos
principios, seguir caminos que son reprobados por el Magisterio, al explicar la
ley divina » (Conc. Ecum. Vaticano II, Const. Past. sobre la Iglesia en el mundo
contemporáneo Gaudium et Spes, 7 de diciembre de 1965, n.
51).
« En relación con las condiciones físicas,
económicas, psicológicas y sociales, la paternidad responsable se pone en
práctica ya sea con la deliberación ponderada y generosa de tener una familia
numerosa ya sea con la decisión, tomada por graves motivos y en el respeto de la
ley moral, de evitar un nuevo nacimiento durante algún tiempo o por tiempo
indefinido.
La paternidad responsable comporta sobre todo una
vinculación más profunda con el orden moral objetivo, establecido por Dios, cuyo
fiel intérprete es la recta conciencia. El ejercicio responsable de la
paternidad exige, por tanto, que los cónyuges reconozcan plenamente sus propios
deberes para con Dios, para consigo mismo, para con la familia y la sociedad, en
una justa jerarquía de valores.
En la misión de transmitir la vida, los esposos no
quedan por tanto libres para proceder arbitrariamente, como si ellos pudiesen
determinar de manera completamente autónoma los caminos lícitos a seguir, sino
que deben conformar su conducta a la intención creadora de Dios, manifestada en
la misma naturaleza del matrimonio y de sus actos y constantemente enseñada por
la Iglesia » (Pablo VI, Enc. Humanae Vitae, 25 de julio de 1968, n.
10).
(33) La Encíclica Humanae Vitae declara
ilícita « toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su
realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga,
como fin o como medio, hacer imposible la procreación ». Y agrega: « Tampoco se
pueden invocar como razones válidas, para justificar los actos conyugales
intencionalmente infecundos, el mal menor o el hecho de que tales actos
constituirían un todo con los actos fecundos anteriores o que seguirán después,
y que por tanto compartirían la única e idéntica bondad moral. En verdad, si es
lícito alguna vez tolerar un mal menor a fin de evitar un mal mayor o de
promover un bien más grande, no es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer
el mal para conseguir el bien, es decir hacer objeto de un acto positivo de
voluntad lo que es intrínsecamente desordenado y por lo mismo indigno de la
persona humana, aunque con ello se quisiese salvaguardar o promover el bien
individual, familiar o social. Es por tanto un error pensar que un acto
conyugal, hecho voluntariamente infecundo, y por esto intrínsecamente
deshonesto, pueda ser cohonestado por el conjunto de una vida conyugal fecunda »
(Pablo VI, Enc. Humanae Vitae, 25 de julio de 1968, n.
14).
« Cuando los esposos, mediante el recurso a la
contracepción, separan estos dos significados que Dios Creador ha inscrito en el
ser del hombre y de la mujer y en el dinamismo de su comunión sexual, se
comportan como "árbitros" del designio divino y "manipulan" y envilecen la
sexualidad humana, y, con ella, la propia persona del cónyuge, alterando su
valor de donación "total". Así, al lenguaje natural que expresa la recíproca
donación total de los esposos, la contracepción impone un lenguaje objetivamente
contradictorio, es decir, el de no darse al otro completamente; se produce no
sólo el rechazo positivo de la apertura a la vida, sino también una
falsificación de la verdad interior del amor conyugal, llamado a entregarse en
plenitud personal » (Juan Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris Consortio,
22 de noviembre de 1981, n. 32).
(34) « El ser humano debe ser respetado y tratado
como persona desde el instante de su concepción y, por eso, a partir de ese
mismo momento se le deben reconocer los derechos de la persona, principalmente
el derecho inviolable de todo ser humano inocente a la vida » (Congregación para
la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre el respeto de la vida humana naciente y
la dignidad de la procreación Donum Vitae, 22 de febrero de 1987, n.
1).
« La estrecha conexión que, como mentalidad, existe
entre la práctica de la anticoncepción y la del aborto se manifiesta cada vez
más y lo demuestra de modo alarmante también la preparación de productos
químicos, dispositivos intrauterinos y "vacunas" que, distribuidos con la misma
facilidad que los anticonceptivos, actúan en realidad como abortivos en las
primerísimas fases del desarrollo de la vida del nuevo ser humano » (Juan Pablo
II, Enc. Evangelium Vitae, 25 de marzo de 1995, n.
13).
(35) « Por consiguiente si para espaciar los
nacimientos existen serios motivos, derivados de las condiciones físicas o
psicológicas de los cónyuges, o de circunstancias exteriores, la Iglesia enseña
que entonces es lícito tener en cuenta los ritmos naturales inmanentes a las
funciones generadoras para usar del matrimonio sólo en los períodos infecundos y
así regular la natalidad sin ofender los principios morales que acabamos de
recordar.
La Iglesia es coherente consigo misma cuando juzga
lícito el recurso a los períodos infecundos, mientras condena siempre como
ilícito el uso de medios directamente contrarios a la fecundación, aunque se
haga por razones aparentemente honestas y serias. En realidad, entre ambos casos
existe una diferencia esencial: en el primero los cónyuges se sirven
legítimamente de una disposición natural; en el segundo impiden el desarrollo de
los procesos naturales. Es verdad que tanto en uno como en otro caso, los
cónyuges están de acuerdo en la voluntad positiva de evitar la prole por razones
plausibles, buscando la seguridad de que no se seguirá; pero es igualmente
verdad que solamente en el primer caso renuncian conscientemente al uso del
matrimonio en los períodos fecundos cuando por justos motivos la procreación no
es deseable, y hacen uso después en los períodos agenésicos para manifestarse el
efecto y para salvaguardar la mutua fidelidad. Obrando así ellos dan prueba de
amor verdadero e integralmente honesto » (Pablo VI, Enc. Humanae Vitae,
25 de julio de 1968, n. 16).
« Cuando los esposos, mediante el recurso a períodos
de infecundidad, respetan la conexión inseparable de los significados unitivo y
procreador de la sexualidad humana, se comportan como "ministros" del designio
de Dios y "se sirven" de la sexualidad según el dinamismo de la donación
"total", sin manipulaciones ni alteraciones » (Juan Pablo II, Exhort. Apost.
Familiaris Consortio, 22 de noviembre de 1981, n.
32).
« La labor de educación para la vida requiere la
formación de los esposos para la procreación responsable. Esta exige, en
su verdadero significado, que los esposos sean dóciles a la llamada del Señor y
actúen como fieles intérpretes de su designio: esto se realiza abriendo
generosamente la familia a nuevas vidas y, en todo caso, permaneciendo en
actitud de apertura y servicio a la vida incluso cuando, por motivos serios y
respetando la ley moral, los esposos optan por evitar temporalmente o por tiempo
indeterminado un nuevo nacimiento. La ley moral les obliga de todos modos a
encauzar las tendencias del instinto y de las pasiones y a respetar las leyes
biológicas inscritas en sus personas. Precisamente este respeto legitima, al
servicio de la responsabilidad en la procreación, el recurso a los métodos
naturales de regulación de la fertilidad » (Juan Pablo II, Enc.
Evangelium Vitae, 25 de marzo de 1995, n. 97).
(36) 3 Juan Pablo II, Enc. Dives in
Misericordia, 30 de noviembre de 1980, n. 6.
(37) « Como en el altar donde celebra la Eucaristía y
como en cada uno de los Sacramentos, el sacerdote, ministro de la Penitencia,
actúa in persona Christi. Cristo, a quien él hace presente, y por su
medio realiza el misterio de la remisión de los pecados, es el que aparece como
hermano del hombre, pontífice misericordioso, fiel y compasivo, pastor
decidido a buscar la oveja perdida, médico que cura y conforta, maestro único
que enseña la verdad e indica los caminos de Dios, juez de los vivos y de los
muertos, que juzga según la verdad y no según las apariencias » (Juan Pablo II,
Exhort. Apost. post-sinodal
Reconciliatio et Paenitentia, 2 de diciembre de 1984, n.
29).
« Cuando celebra el sacramento de la Penitencia, el
sacerdote ejerce el ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, el
del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que espera al Hijo pródigo y
lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace acepción de personas y cuyo
juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra, el sacerdote es el
signo y el instrumento del amor misericordioso con el pecador » (Catecismo de
la Iglesia Católica, n. 1465).
(38) Cf. Congregación del Santo Oficio, Normae
quaedam de agendi ratione confessariorum circa sextum Decalogi praeceptum,
16 de mayo de 1943.
(39) « Al interrogar, el sacerdote debe comportarse
con prudencia y discreción, atendiendo a la condición y edad del penitente; y ha
de abstenerse de preguntar sobre el nombre del cómplice » (Código de Derecho
Canónico, c. 979).
« La pedagogía concreta de la Iglesia debe estar
siempre unida y nunca separada de su doctrina. Repito, por tanto, con la misma
persuasión de mi Predecesor: "No menoscabar en nada la saludable doctrina de
Cristo es una forma de caridad eminente hacia las almas" » (Juan Pablo II,
Exhort. Apost. Familiaris
Consortio, 22 de noviembre de 1981, n. 33).
(40) Cf.
Denzinger-Shönmetzer, Enchiridion Symbolorum, 3187.
(41) « La confesión de los pecados hecha al sacerdote
constituye una parte esencial del sacramento de la penitencia: "En la confesión,
los penitentes deben enumerar todos los pecados mortales de que tienen
conciencia tras haberse examinado seriamente, incluso si estos pecados son muy
secretos y si han sido cometidos solamente contra los dos últimos mandamientos
del Decálogo, pues, a veces, estos pecados hieren más gravemente el alma y son
más peligrosos que los que han sido cometidos a la vista de todos" »
(Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1456).
(42) 3 « Si por el contrario, la ignorancia es
invencible, o el juicio erróneo sin responsabilidad del sujeto moral, el mal
cometido por la persona no puede serle imputado. Pero no deja de ser un mal, una
privación, un desorden. Por tanto, es preciso trabajar por corregir la
conciencia moral de sus errores » (Catecismo de la Iglesia Católica, n.
1793).
« El mal cometido a causa de una ignorancia
invencible, o de un error de juicio no culpable, puede no ser imputable a la
persona que lo hace; pero tampoco en este caso aquél deja de ser un mal, un
desorden con relación a la verdad sobre el bien » (Juan Pablo II, Enc.
Veritatis Splendor, 8 de agosto de 1993, n. 63).
(43) « También los esposos, en el ámbito de su vida
moral, están llamados a un incesante camino, sostenidos por el deseo sincero y
activo de conocer cada vez mejor los valores que la ley divina tutela y promueve
y por la voluntad recta y generosa de encarnarlos en sus opciones concretas.
Ellos, sin embargo, no pueden mirar la ley como un mero ideal que se puede
alcanzar en el futuro, sino que deben considerarla como un mandato de Cristo
Señor a superar con valentía las dificultades. "Por ello, la llamada 'ley de
gradualidad' o camino gradual no puede identificarse con la 'gradualidad de la
ley', como si hubiera varios grados o formas de precepto en la ley divina para
diversos hombres y situaciones. Todos los esposos, según el plan de Dios, están
llamados a la santidad en el matrimonio, y esta excelsa vocación se realiza en
la medida en que la persona humana se encuentra en condiciones de responder al
mandamiento divino con ánimo sereno, confiando en la gracia divina y en la
propia voluntad". En la misma línea, la pedagogía de la Iglesia comporta que los
esposos reconozcan, ante todo, claramente la doctrina de la Humanae Vitae
como normativa para el ejercicio de su sexualidad y se comprometan sinceramente
a poner las condiciones necesarias para observar tal norma » (Juan Pablo II,
Exhort. Apost. Familiaris Consortio, 22 de noviembre de 1981, n.
34).
(44) « En este contexto se abre el justo espacio a
la misericordia de Dios para el pecado del hombre que se convierte, y a
la comprensión por la debilidad humana. Esta comprensión jamás significa
comprometer y falsificar la medida del bien y del mal para adaptarla a las
circunstancias. Mientras es humano que el hombre, habiendo pecado, reconozca su
debilidad y pida misericordia por las propias culpas, en cambio es inaceptable
la actitud de quien hace de su propia debilidad el criterio de la verdad sobre
el bien, de manera que se puede sentir justificado por sí mismo, incluso sin
necesidad de recurrir a Dios y a su misericordia. Semejante actitud corrompe la
moralidad de la sociedad entera, porque enseña a dudar de la objetividad de la
ley moral en general y a rechazar las prohibiciones morales absolutas sobre
determinados actos humanos, y termina por confundir todos los juicios de valor »
(Juan Pablo II, Enc. Veritatis Splendor, 8 de agosto de 1993, n.
104).
(45) « No debe negarse ni retrasarse la absolución si
el confesor no duda de la buena disposición del penitente y éste pide ser
absuelto » (Código de Derecho Canónico, can. 980).
(46) « Sabe muy bien la Santa Iglesia que no raras
veces uno de los cónyuges, más que cometer el pecado, lo soporta, al permitir,
por causa muy grave, el trastorno del recto orden que aquél rechaza, y que
carece, por lo tanto, de culpa, siempre que tenga en cuenta la ley de la caridad
y no se descuide en disuadir y apartar del pecado al otro cónyuge » (Pío XI,
Enc. Casti Connubii, AAS 22
$[1930$
(47) 3 Cf. Denzinger-Shönmetzer, Enchiridion
Symbolorum, 2795, 3634.
(48) « Desde el punto de vista moral, nunca es lícito
cooperar formalmente en el mal. Esta cooperación se produce cuando la acción
realizada, o por su misma naturaleza o por la configuración que asume en un
contexto concreto, se califica como colaboración directa en un acto contra la
vida humana inocente o como participación en la intención inmoral del agente
principal » (Juan Pablo II, Enc. Evangelium Vitae, 25 de marzo de 1995,
n. 74).
(49) « Esta disciplina, propia de la pureza de los
esposos, lejos de perjudicar el amor conyugal, le confiere un valor humano más
sublime. Exige un esfuerzo continuo, pero, en virtud de su influjo beneficioso,
los cónyuges desarrollan íntegramente su personalidad, enriqueciéndose de
valores espirituales: aportando a la vida familiar frutos de serenidad y de paz
y facilitando la solución de otros problemas; favoreciendo la atención hacia el
otro cónyuge; ayudando a superar el egoísmo, enemigo del verdadero amor, y
enraizando más su sentido de responsabilidad. Los padres adquieren así la
capacidad de un influjo más profundo y eficaz para educar a los hijos; los niños
y los jóvenes crecen en la justa estima de los valores humanos y en el
desarrollo sereno y armónico de sus facultades espirituales y sensibles » (Pablo
VI, Enc. Humanae Vitae, 25 de julio de 1968, n.
21).
(50) Para los sacerdotes « la primera incumbencia —
en especial la de aquellos que enseñan la teología moral es exponer sin
ambigüedades la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio. Sed los primeros en
dar ejemplo de obsequio leal, interna y externamente, al Magisterio de la
Iglesia, en el ejercicio de vuestro ministerio. Tal obsequio, bien lo sabéis, es
obligatorio no sólo por las razones aducidas, sino sobre todo por razón de la
luz del Espíritu Santo, de la cual están particularmente asistidos los Pastores
de la Iglesia para ilustrar la verdad.
Conocéis también la suma importancia que tiene para
la paz de las conciencias y para la unidad del pueblo cristiano, que en el campo
de la moral y del dogma se atengan todos al Magisterio de la Iglesia y hablen
del mismo modo. Por esto renovamos con todo Nuestro ánimo el angustioso
llamamiento del Apóstol Pablo: "Os ruego, hermanos, por el nombre de Nuestro
Señor Jesucristo, que todos habléis igualmente, y no haya entre vosotros cismas,
antes seáis concordes en el mismo pensar y en el mismo
sentir".
No menoscabar en nada la saludable doctrina de Cristo
es una forma de caridad eminente hacia las almas. Pero esto debe ir acompañado
siempre de la paciencia y de la bondad de que el mismo Señor dio ejemplo en su
trato con los hombres. Venido no para juzgar sino para salvar, Él fue
ciertamente intransigente con el mal, pero misericordioso con las personas »
(Pablo VI, Enc. Humanae Vitae, 25 de julio de 1968, nn.
28-29).
(51) « Ante el problema de una honesta regulación de
la natalidad, la comunidad eclesial, en el tiempo presente, debe preocuparse por
suscitar convicciones y ofrecer ayudas concretas a quienes desean vivir la
paternidad y la maternidad de modo verdaderamente
responsable.
En este campo, mientras la Iglesia se alegra de los
resultados alcanzados por las investigaciones científicas para un conocimiento
más preciso de los ritmos de fertilidad femenina y alienta a una más decisiva y
amplia extensión de tales estudios, no puede menos de apelar, con renovado
vigor, a la responsabilidad de cuantos — médicos, expertos, consejeros
matrimoniales, educadores, matrimonios — pueden ayudar efectivamente a los
esposos a vivir su amor respetando la estructura y finalidades del acto
conyugal, que lo expresa. Esto significa un compromiso más amplio, decisivo y
sistemático en hacer conocer, estimar y aplicar los métodos naturales de
regulación de la fertilidad.
Un testimonio precioso puede y debe ser dado por
aquellos esposos que, mediante el compromiso común de la continencia periódica,
han llegado a una responsabilidad personal más madura ante el amor y la vida.
Como escribía Pablo VI, "a ellos ha confiado el Señor la misión de hacer visible
ante los hombres la santidad y la suavidad de la ley que une el amor mutuo de
los esposos con su cooperación al amor de Dios, autor de la vida humana" » (Juan
Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris Consortio, 22 de noviembre de 1981,
n. 35).
(52) « Desde el siglo primero, la Iglesia ha afirmado
la malicia moral de todo aborto provocado. Esta enseñanza no ha cambiado;
permanece invariable. El aborto directo, es decir, querido como un fin o como un
medio, es gravemente contrario a la ley moral » (Catecismo de la Iglesia
Católica, n. 2271; ver Congregación para la Doctrina de la Fe,
Declaración sobre el aborto procurado, 18 de noviembre de
1974).
« La gravedad moral del aborto procurado se
manifiesta en toda su verdad si se reconoce que se trata de un homicidio y, en
particular, si se consideran las circunstancias específicas que lo cualifican.
Quien se elimina es un ser humano que comienza a vivir, es decir, lo más
inocente en absoluto que se pueda imaginar » (Juan Pablo II, Enc.
Evangelium Vitae, 25 de marzo de 1995, n. 58).
(53) Téngase presente que « ipso iure » la facultad
de levantar la censura de esta materia en el fuero interno pertenece, como para
todas las censuras no reservadas a la Santa Sede y no declaradas, a todo Obispo,
aunque solamente sea titular, y al Penitenciario diocesano o colegiado (can.
508), así como a los capellanes de hospitales, cárceles e internados (can. 566 §
2). Para la censura relativa al aborto gozan de la facultad de levantarla, por
privilegio, los confesores que pertenecen a Ordenes mendicantes o a algunas
Congregaciones religiosas modernas.
(54) Cf. Juan Pablo II, Enc. Dives in
Misericordia, 30 de noviembre de 1980, n. 14.