CARTA ENCÍCLICA
CARITAS IN
VERITATE
DEL
SUMO PONTÍFICE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS, A LOS
PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS, A LAS PERSONAS CONSAGRADAS, A TODOS LOS FIELES LAICOS Y
A TODOS LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD
SOBRE EL DESARROLLO
HUMANO INTEGRAL EN LA CARIDAD Y EN LA
VERDAD
INTRODUCCIÓN
1. La
caridad en la verdad, de la que Jesucristo se ha hecho testigo con su vida
terrenal y, sobre todo, con su muerte y resurrección, es la principal fuerza
impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad. El
amor —«caritas»— es una fuerza extraordinaria, que mueve a las personas a
comprometerse con valentía y generosidad en el campo de la justicia y de la paz.
Es una fuerza que tiene su origen en Dios, Amor eterno y Verdad absoluta. Cada
uno encuentra su propio bien asumiendo el proyecto que Dios tiene sobre él, para
realizarlo plenamente: en efecto, encuentra en dicho proyecto su verdad y,
aceptando esta verdad, se hace libre (cf. Jn 8,22). Por tanto, defender
la verdad, proponerla con humildad y convicción y testimoniarla en la vida son
formas exigentes e insustituibles de caridad. Ésta «goza con la verdad» (1
Co 13,6). Todos los hombres perciben el impulso interior de amar de manera
auténtica; amor y verdad nunca los abandonan completamente, porque son la
vocación que Dios ha puesto en el corazón y en la mente de cada ser humano.
Jesucristo purifica y libera de nuestras limitaciones humanas la búsqueda del
amor y la verdad, y nos desvela plenamente la iniciativa de amor y el
proyecto de vida verdadera que Dios ha preparado para nosotros. En Cristo, la
caridad en la verdad se convierte en el Rostro de su Persona, en una
vocación a amar a nuestros hermanos en la verdad de su proyecto. En efecto, Él
mismo es la
Verdad (cf. Jn 14,6).
2. La
caridad es la vía maestra de la doctrina social de la Iglesia. Todas las
responsabilidades y compromisos trazados por esta doctrina provienen de la
caridad que, según la enseñanza de Jesús, es la síntesis de toda la Ley (cf. Mt 22,36-40).
Ella da verdadera sustancia a la relación personal con Dios y con el prójimo; no
es sólo el principio de las micro-relaciones, como en las amistades, la familia,
el pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones, como las relaciones
sociales, económicas y políticas. Para la Iglesia —aleccionada por el
Evangelio—, la caridad es todo porque, como enseña San Juan (cf. 1 Jn
4,8.16) y como he recordado en mi primera Carta encíclica «Dios es caridad»
(Deus caritas
est): todo
proviene de la caridad de Dios, todo adquiere forma por ella, y a ella tiende
todo. La caridad es el don más grande que Dios ha dado a los hombres, es su
promesa y nuestra esperanza.
Soy
consciente de las desviaciones y la pérdida de sentido que ha sufrido y sufre la
caridad, con el consiguiente riesgo de ser mal entendida, o excluida de la ética
vivida y, en cualquier caso, de impedir su correcta valoración. En el ámbito
social, jurídico, cultural, político y económico, es decir, en los contextos más
expuestos a dicho peligro, se afirma fácilmente su irrelevancia para interpretar
y orientar las responsabilidades morales. De aquí la necesidad de unir no sólo
la caridad con la verdad, en el sentido señalado por San Pablo de la «veritas
in caritate» (Ef 4,15), sino también en el sentido, inverso y
complementario, de «caritas in veritate». Se ha de buscar, encontrar y
expresar la verdad en la «economía» de la caridad, pero, a su vez, se ha
de entender, valorar y practicar la caridad a la luz de la verdad. De este modo,
no sólo prestaremos un servicio a la caridad, iluminada por la verdad, sino que
contribuiremos a dar fuerza a la verdad, mostrando su capacidad de autentificar
y persuadir en la concreción de la vida social. Y esto no es algo de poca
importancia hoy, en un contexto social y cultural, que con frecuencia relativiza
la verdad, bien desentendiéndose de ella, bien rechazándola.
3. Por
esta estrecha relación con la verdad, se puede reconocer a la caridad como
expresión auténtica de humanidad y como elemento de importancia fundamental en
las relaciones humanas, también las de carácter público. Sólo en la verdad
resplandece la caridad y puede ser vivida auténticamente. La verdad es luz
que da sentido y valor a la caridad. Esta luz es simultáneamente la de la razón
y la de la fe, por medio de la cual la inteligencia llega a la verdad natural y
sobrenatural de la caridad, percibiendo su significado de entrega, acogida y
comunión. Sin verdad, la caridad cae en mero sentimentalismo. El amor se
convierte en un envoltorio vacío que se rellena arbitrariamente. Éste es el
riesgo fatal del amor en una cultura sin verdad. Es presa fácil de las emociones
y las opiniones contingentes de los sujetos, una palabra de la que se abusa y
que se distorsiona, terminando por significar lo contrario. La verdad libera a
la caridad de la estrechez de una emotividad que la priva de contenidos
relacionales y sociales, así como de un fideísmo que mutila su horizonte humano
y universal. En la verdad, la caridad refleja la dimensión personal y al mismo
tiempo pública de la fe en el Dios bíblico, que es a la vez «Agapé» y
«Lógos»: Caridad y Verdad, Amor y Palabra.
4.
Puesto que está llena de verdad, la caridad puede ser comprendida por el hombre
en toda su riqueza de valores, compartida y comunicada. En efecto, la
verdad es «lógos» que crea «diá-logos» y, por tanto,
comunicación y comunión. La verdad, rescatando a los hombres de las opiniones y
de las sensaciones subjetivas, les permite llegar más allá de las
determinaciones culturales e históricas y apreciar el valor y la sustancia de
las cosas. La verdad abre y une el intelecto de los seres humanos en el
lógos del amor: éste es el anuncio y el testimonio cristiano de la
caridad. En el contexto social y cultural actual, en el que está difundida la
tendencia a relativizar lo verdadero, vivir la caridad en la verdad lleva a
comprender que la adhesión a los valores del cristianismo no es sólo un elemento
útil, sino indispensable para la construcción de una buena sociedad y un
verdadero desarrollo humano integral. Un cristianismo de caridad sin verdad se
puede confundir fácilmente con una reserva de buenos sentimientos, provechosos
para la convivencia social, pero marginales. De este modo, en el mundo no habría
un verdadero y propio lugar para Dios. Sin la verdad, la caridad es relegada a
un ámbito de relaciones reducido y privado. Queda excluida de los proyectos y
procesos para construir un desarrollo humano de alcance universal, en el diálogo
entre saberes y operatividad.
5. La
caridad es amor recibido y ofrecido. Es «gracia» (cháris). Su origen es
el amor que brota del Padre por el Hijo, en el Espíritu Santo. Es amor que desde
el Hijo desciende sobre nosotros. Es amor creador, por el que nosotros somos; es
amor redentor, por el cual somos recreados. Es el Amor revelado, puesto en
práctica por Cristo (cf. Jn 13,1) y «derramado en nuestros corazones por
el Espíritu Santo» (Rm 5,5). Los hombres, destinatarios del amor de Dios,
se convierten en sujetos de caridad, llamados a hacerse ellos mismos
instrumentos de la gracia para difundir la caridad de Dios y para tejer redes de
caridad.
La
doctrina social de la
Iglesia responde a esta dinámica de caridad recibida y
ofrecida. Es «caritas in veritate in re sociali», anuncio de la verdad
del amor de Cristo en la sociedad. Dicha doctrina es servicio de la caridad,
pero en la verdad. La verdad preserva y expresa la fuerza liberadora de la
caridad en los acontecimientos siempre nuevos de la historia. Es al mismo tiempo
verdad de la fe y de la razón, en la distinción y la sinergia a la vez de los
dos ámbitos cognitivos. El desarrollo, el bienestar social, una solución
adecuada de los graves problemas socioeconómicos que afligen a la humanidad,
necesitan esta verdad. Y necesitan aún más que se estime y dé testimonio de esta
verdad. Sin verdad, sin confianza y amor por lo verdadero, no hay conciencia y
responsabilidad social, y la actuación social se deja a merced de intereses
privados y de lógicas de poder, con efectos disgregadores sobre la sociedad,
tanto más en una sociedad en vías de globalización, en momentos difíciles como
los actuales.
6.
«Caritas in veritate» es el principio sobre el que gira la doctrina
social de la
Iglesia, un principio que adquiere forma operativa en criterios
orientadores de la acción moral. Deseo volver a recordar particularmente
dos de ellos, requeridos de manera especial por el compromiso para el desarrollo
en una sociedad en vías de globalización: la justicia y el bien común.
Ante
todo, la justicia. Ubi societas, ibi ius: toda sociedad elabora un
sistema propio de justicia. La caridad va más allá de la justicia, porque
amar es dar, ofrecer de lo «mío» al otro; pero nunca carece de justicia, la cual
lleva a dar al otro lo que es «suyo», lo que le corresponde en virtud de su ser
y de su obrar. No puedo «dar» al otro de lo mío sin haberle dado en primer lugar
lo que en justicia le corresponde. Quien ama con caridad a los demás, es ante
todo justo con ellos. No basta decir que la justicia no es extraña a la caridad,
que no es una vía alternativa o paralela a la caridad: la justicia es
«inseparable de la caridad»[1], intrínseca a
ella. La justicia es la primera vía de la caridad o, como dijo Pablo VI, su
«medida mínima»[2], parte
integrante de ese amor «con obras y según la verdad» (1 Jn 3,18), al que
nos exhorta el apóstol Juan. Por un lado, la caridad exige la justicia, el
reconocimiento y el respeto de los legítimos derechos de las personas y los
pueblos. Se ocupa de la construcción de la «ciudad del hombre» según el derecho
y la justicia. Por otro, la caridad supera la justicia y la completa siguiendo
la lógica de la entrega y el perdón[3]. La «ciudad del
hombre» no se promueve sólo con relaciones de derechos y deberes sino, antes y
más aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión. La caridad
manifiesta siempre el amor de Dios también en las relaciones humanas, otorgando
valor teologal y salvífico a todo compromiso por la justicia en el mundo.
7. Hay
que tener también en gran consideración el bien común. Amar a alguien es querer
su bien y trabajar eficazmente por él. Junto al bien individual, hay un bien
relacionado con el vivir social de las personas: el bien común. Es el bien de
ese «todos nosotros», formado por individuos, familias y grupos intermedios que
se unen en comunidad social[4]. No es un bien
que se busca por sí mismo, sino para las personas que forman parte de la
comunidad social, y que sólo en ella pueden conseguir su bien realmente y de
modo más eficaz. Desear el bien común y esforzarse por él es exigencia
de justicia y caridad. Trabajar por el bien común es cuidar, por un lado, y
utilizar, por otro, ese conjunto de instituciones que estructuran jurídica,
civil, política y culturalmente la vida social, que se configura así como
pólis, como ciudad. Se ama al prójimo tanto más eficazmente, cuanto más
se trabaja por un bien común que responda también a sus necesidades reales. Todo
cristiano está llamado a esta caridad, según su vocación y sus posibilidades de
incidir en la pólis. Ésta es la vía institucional —también política,
podríamos decir— de la caridad, no menos cualificada e incisiva de lo que pueda
ser la caridad que encuentra directamente al prójimo fuera de las mediaciones
institucionales de la pólis. El compromiso por el bien común, cuando está
inspirado por la caridad, tiene una valencia superior al compromiso meramente
secular y político. Como todo compromiso en favor de la justicia, forma parte de
ese testimonio de la caridad divina que, actuando en el tiempo, prepara lo
eterno. La acción del hombre sobre la tierra, cuando está inspirada y sustentada
por la caridad, contribuye a la edificación de esa ciudad de Dios
universal hacia la cual avanza la historia de la familia humana. En una sociedad
en vías de globalización, el bien común y el esfuerzo por él, han de abarcar
necesariamente a toda la familia humana, es decir, a la comunidad de los pueblos
y naciones[5], dando así
forma de unidad y de paz a la ciudad del hombre, y haciéndola en cierta
medida una anticipación que prefigura la ciudad de Dios sin barreras.
8. Al
publicar en 1967 la
Encíclica Populorum progressio,
mi venerado predecesor Pablo VI ha iluminado el gran tema del desarrollo de los
pueblos con el esplendor de la verdad y la luz suave de la caridad de Cristo. Ha
afirmado que el anuncio de Cristo es el primero y principal factor de
desarrollo[6] y nos ha dejado la consigna de caminar
por la vía del desarrollo con todo nuestro corazón y con toda nuestra
inteligencia[7], es decir, con el ardor de la caridad y
la sabiduría de la verdad. La verdad originaria del amor de Dios, que se nos ha
dado gratuitamente, es lo que abre nuestra vida al don y hace posible esperar en
un «desarrollo de todo el hombre y de todos los hombres»[8], en el tránsito «de condiciones menos
humanas a condiciones más humanas»[9], que se obtiene venciendo las
dificultades que inevitablemente se encuentran a lo largo del camino.
A más de
cuarenta años de la publicación de la Encíclica, deseo rendir homenaje y
honrar la memoria del gran Pontífice Pablo VI, retomando sus enseñanzas sobre el
desarrollo humano integral y siguiendo la ruta que han trazado, para
actualizarlas en nuestros días. Este proceso de actualización comenzó con
la
Encíclica Sollicitudo rei socialis, con la
que el Siervo de Dios Juan Pablo II quiso conmemorar la publicación de
la
Populorum progressio
con ocasión de su vigésimo aniversario. Hasta entonces, una conmemoración
similar fue dedicada sólo a la
Rerum novarum.
Pasados otros veinte años más, manifiesto mi convicción de que la
Populorum progressio
merece ser considerada como «la
Rerum novarum de
la época contemporánea», que ilumina el camino de la humanidad en vías de
unificación.
9. El
amor en la verdad —caritas in veritate— es un gran desafío para
la Iglesia en
un mundo en progresiva y expansiva globalización. El riesgo de nuestro tiempo es
que la interdependencia de hecho entre los hombres y los pueblos no se
corresponda con la interacción ética de la conciencia y el intelecto, de la que
pueda resultar un desarrollo realmente humano. Sólo con la caridad, iluminada
por la luz de la razón y de la fe, es posible conseguir objetivos de
desarrollo con un carácter más humano y humanizador. El compartir los bienes y
recursos, de lo que proviene el auténtico desarrollo, no se asegura sólo con el
progreso técnico y con meras relaciones de conveniencia, sino con la fuerza del
amor que vence al mal con el bien (cf. Rm 12,21) y abre la conciencia del
ser humano a relaciones recíprocas de libertad y de responsabilidad.
La
Iglesia no tiene
soluciones técnicas que ofrecer[10] y no pretende
«de ninguna manera mezclarse en la política de los Estados»[11]. No obstante,
tiene una misión de verdad que cumplir en todo tiempo y circunstancia en favor
de una sociedad a medida del hombre, de su dignidad y de su vocación. Sin verdad
se cae en una visión empirista y escéptica de la vida, incapaz de elevarse sobre
la praxis, porque no está interesada en tomar en consideración los valores —a
veces ni siquiera el significado— con los cuales juzgarla y orientarla. La
fidelidad al hombre exige la fidelidad a la verdad, que es la única
garantía de libertad (cf. Jn 8,32) y de la posibilidad de un
desarrollo humano integral. Por eso la Iglesia la busca, la anuncia
incansablemente y la reconoce allí donde se manifieste. Para la Iglesia, esta misión de
verdad es irrenunciable. Su doctrina social es una dimensión singular de este
anuncio: está al servicio de la verdad que libera. Abierta a la verdad, de
cualquier saber que provenga, la doctrina social de la Iglesia la acoge, recompone en unidad
los fragmentos en que a menudo la encuentra, y se hace su portadora en la vida
concreta siempre nueva de la sociedad de los hombres y los pueblos[12].
CAPÍTULO
PRIMERO
EL
MENSAJE DE LA POPULORUM
PROGRESSIO
10.
A más de cuarenta
años de su publicación, la relectura de la
Populorum progressio
insta a permanecer fieles a su mensaje de caridad y de verdad, considerándolo en
el ámbito del magisterio específico de Pablo VI y, más en general, dentro de la
tradición de la doctrina social de la Iglesia. Se han de valorar
después los diversos términos en que hoy, a diferencia de entonces, se plantea
el problema del desarrollo. El punto de vista correcto, por tanto, es el de
la
Tradición de la fe apostólica[13], patrimonio antiguo y nuevo, fuera del
cual la
Populorum progressio
sería un documento sin raíces y las cuestiones sobre el desarrollo se reducirían
únicamente a datos
sociológicos.
11. La
publicación de la
Populorum progressio
tuvo lugar poco después de la conclusión del Concilio Ecuménico Vaticano II. La
misma Encíclica señala en los primeros párrafos su íntima relación con el
Concilio.[14] Veinte años después, Juan Pablo II
subrayó en la
Sollicitudo rei socialis la
fecunda relación de aquella Encíclica con el Concilio y, en particular, con
la
Constitución pastoral Gaudium et
spes[15]. También yo deseo recordar aquí la
importancia del Concilio Vaticano II para la Encíclica de Pablo VI y para todo
el Magisterio social de los Sumos Pontífices que le han sucedido. El Concilio
profundizó en lo que pertenece desde siempre a la verdad de la fe, es decir, que
la Iglesia,
estando al servicio de Dios, está al servicio del mundo en términos de amor y
verdad. Pablo VI partía precisamente de esta visión para decirnos dos grandes
verdades. La primera es que toda la Iglesia, en todo su ser y obrar,
cuando anuncia, celebra y actúa en la caridad, tiende a promover el desarrollo
integral del hombre. Tiene un papel público que no se agota en sus
actividades de asistencia o educación, sino que manifiesta toda su propia
capacidad de servicio a la promoción del hombre y la fraternidad universal
cuando puede contar con un régimen de libertad. Dicha libertad se ve impedida en
muchos casos por prohibiciones y persecuciones, o también limitada cuando se
reduce la presencia pública de la Iglesia solamente a sus actividades
caritativas. La segunda verdad es que el auténtico desarrollo del hombre
concierne de manera unitaria a la totalidad de la persona en todas sus
dimensiones[16]. Sin la perspectiva de una vida eterna,
el progreso humano en este mundo se queda sin aliento. Encerrado dentro de la
historia, queda expuesto al riesgo de reducirse sólo al incremento del tener;
así, la humanidad pierde la valentía de estar disponible para los bienes más
altos, para las iniciativas grandes y desinteresadas que la caridad universal
exige. El hombre no se desarrolla únicamente con sus propias fuerzas, así como
no se le puede dar sin más el desarrollo desde fuera. A lo largo de la historia,
se ha creído con frecuencia que la creación de instituciones bastaba para
garantizar a la humanidad el ejercicio del derecho al desarrollo.
Desafortunadamente, se ha depositado una confianza excesiva en dichas
instituciones, casi como si ellas pudieran conseguir el objetivo deseado de
manera automática. En realidad, las instituciones por sí solas no bastan, porque
el desarrollo humano integral es ante todo vocación y, por tanto, comporta que
se asuman libre y solidariamente responsabilidades por parte de todos. Este
desarrollo exige, además, una visión trascendente de la persona, necesita a
Dios: sin Él, o se niega el desarrollo, o se le deja únicamente en manos del
hombre, que cede a la presunción de la auto-salvación y termina por promover un
desarrollo deshumanizado. Por lo demás, sólo el encuentro con Dios permite no
«ver siempre en el prójimo solamente al otro»[17], sino reconocer en él la imagen divina,
llegando así a descubrir verdaderamente al otro y a madurar un amor que «es
ocuparse del otro y preocuparse por el otro»[18].
12. La
relación entre la
Populorum progressio y
el Concilio Vaticano II no representa un fisura entre el Magisterio social de
Pablo VI y el de los Pontífices que lo precedieron, puesto que el Concilio
profundiza dicho magisterio en la continuidad de la vida de la Iglesia[19]. En este sentido, algunas subdivisiones
abstractas de la doctrina social de la Iglesia, que aplican a las enseñanzas
sociales pontificias categorías extrañas a ella, no contribuyen a clarificarla.
No hay dos tipos de doctrina social, una preconciliar y otra postconciliar,
diferentes entre sí, sino una única enseñanza, coherente y al mismo tiempo
siempre nueva[20]. Es justo señalar las peculiaridades de
una u otra Encíclica, de la enseñanza de uno u otro Pontífice, pero sin perder
nunca de vista la coherencia de todo el corpus doctrinal en su conjunto[21]. Coherencia no significa un sistema
cerrado, sino más bien la fidelidad dinámica a una luz recibida. La doctrina
social de la
Iglesia ilumina con una luz que no cambia los problemas siempre
nuevos que van surgiendo[22]. Eso salvaguarda tanto el carácter
permanente como histórico de este «patrimonio» doctrinal[23] que, con sus características
específicas, forma parte de la Tradición siempre viva de la
Iglesia[24]. La doctrina social está construida
sobre el fundamento transmitido por los Apóstoles a los Padres de
la Iglesia y
acogido y profundizado después por los grandes Doctores cristianos. Esta
doctrina se remite en definitiva al hombre nuevo, al «último Adán, Espíritu que
da vida» (1 Co 15,45), y que es principio de la caridad que «no pasa
nunca» (1 Co 13,8). Ha sido atestiguada por los Santos y por cuantos han
dado la vida por Cristo Salvador en el campo de la justicia y la paz. En ella se
expresa la tarea profética de los Sumos Pontífices de guiar apostólicamente
la Iglesia de
Cristo y de discernir las nuevas exigencias de la evangelización. Por estas
razones, la
Populorum progressio,
insertada en la gran corriente de la Tradición, puede hablarnos todavía
hoy a nosotros.
13.
Además de su íntima unión con toda la doctrina social de la Iglesia, la
Populorum progressio
enlaza estrechamente con el conjunto de todo el magisterio de Pablo
VI y, en particular, con su magisterio social. Sus enseñanzas sociales
fueron de gran relevancia: reafirmó la importancia imprescindible del Evangelio
para la construcción de la sociedad según libertad y justicia, en la perspectiva
ideal e histórica de una civilización animada por el amor. Pablo VI entendió
claramente que la cuestión social se había hecho mundial [25] y captó la relación recíproca entre el
impulso hacia la unificación de la humanidad y el ideal cristiano de una única
familia de los pueblos, solidaria en la común hermandad. Indicó en el
desarrollo, humana y cristianamente entendido, el corazón del mensaje social
cristiano y propuso la caridad cristiana como principal fuerza al servicio
del desarrollo. Movido por el deseo de hacer plenamente visible al hombre
contemporáneo el amor de Cristo, Pablo VI afrontó con firmeza cuestiones éticas
importantes, sin ceder a las debilidades culturales de su tiempo.
14. Con
la Carta
apostólica Octogesima
adveniens, de 1971, Pablo
VI trató luego el tema del sentido de la política y el peligro que
representaban las visiones utópicas e ideológicas que comprometían su
cualidad ética y humana. Son argumentos estrechamente unidos con el desarrollo.
Lamentablemente, las ideologías negativas surgen continuamente. Pablo VI ya puso
en guardia sobre la ideología tecnocrática[26], hoy
particularmente arraigada, consciente del gran riesgo de confiar todo el proceso
del desarrollo sólo a la técnica, porque de este modo quedaría sin orientación.
En sí misma considerada, la técnica es ambivalente. Si de un lado hay
actualmente quien es propenso a confiar completamente a ella el proceso de
desarrollo, de otro, se advierte el surgir de ideologías que niegan in
toto la utilidad misma del desarrollo, considerándolo radicalmente
antihumano y que sólo comporta degradación. Así, se acaba a veces por condenar,
no sólo el modo erróneo e injusto en que los hombres orientan el progreso, sino
también los descubrimientos científicos mismos que, por el contrario, son una
oportunidad de crecimiento para todos si se usan bien. La idea de un mundo sin
desarrollo expresa desconfianza en el hombre y en Dios. Por tanto, es un grave
error despreciar las capacidades humanas de controlar las desviaciones del
desarrollo o ignorar incluso que el hombre tiende constitutivamente a «ser más».
Considerar ideológicamente como absoluto el progreso técnico y soñar con la
utopía de una humanidad que retorna a su estado de naturaleza originario, son
dos modos opuestos para eximir al progreso de su valoración moral y, por tanto,
de nuestra responsabilidad.
15.
Otros dos documentos de Pablo VI, aunque no tan estrechamente relacionados con
la doctrina social —la
Encíclica Humanae vitae, del
25 de julio de 1968, y la
Exhortación apostólica Evangelii
nuntiandi, del 8 de diciembre de 1975— son muy
importantes para delinear el sentido plenamente humano del desarrollo
propuesto por la
Iglesia. Por tanto, es oportuno leer también estos textos en
relación con la
Populorum
progressio.
La
Encíclica Humanae vitae subraya
el sentido unitivo y procreador a la vez de la sexualidad, poniendo así como
fundamento de la sociedad la pareja de los esposos, hombre y mujer, que se
acogen recíprocamente en la distinción y en la complementariedad; una pareja,
pues, abierta a la vida[27]. No se trata de
una moral meramente individual: la
Humanae vitae señala
los fuertes vínculos entre ética de la vida y ética social, inaugurando
una temática del magisterio que ha ido tomando cuerpo poco a poco en varios
documentos y, por último, en la
Encíclica Evangelium vitae de Juan Pablo
II[28]. La Iglesia propone con fuerza esta
relación entre ética de la vida y ética social, consciente de que «no puede
tener bases sólidas, una sociedad que —mientras afirma valores como la dignidad
de la persona, la justicia y la paz— se contradice radicalmente aceptando y
tolerando las más variadas formas de menosprecio y violación de la vida humana,
sobre todo si es débil y marginada»[29].
La
Exhortación apostólica
Evangelii
nuntiandi guarda una
relación muy estrecha con el desarrollo, en cuanto «la evangelización —escribe
Pablo VI— no sería completa si no tuviera en cuenta la interpelación recíproca
que en el curso de los tiempos se establece entre el Evangelio y la vida
concreta, personal y social del hombre»[30]. «Entre
evangelización y promoción humana (desarrollo, liberación) existen efectivamente
lazos muy fuertes»[31]: partiendo de
esta convicción, Pablo VI aclaró la relación entre el anuncio de Cristo y la
promoción de la persona en la sociedad. El testimonio de la caridad de Cristo
mediante obras de justicia, paz y desarrollo forma parte de la
evangelización, porque a Jesucristo, que nos ama, le interesa todo el
hombre. Sobre estas importantes enseñanzas se funda el aspecto misionero
[32] de la doctrina
social de la
Iglesia, como un elemento esencial de evangelización[33]. Es anuncio y
testimonio de la fe. Es instrumento y fuente imprescindible para educarse en
ella.
16. En
la
Populorum progressio,
Pablo VI nos ha querido decir, ante todo, que el progreso, en su fuente y en su
esencia, es una vocación: «En los designios de Dios, cada hombre está
llamado a promover su propio progreso, porque la vida de todo hombre es una
vocación»[34]. Esto es precisamente lo que legitima la
intervención de la
Iglesia en la problemática del desarrollo. Si éste
afectase sólo a los aspectos técnicos de la vida del hombre, y no al sentido de
su caminar en la historia junto con sus otros hermanos, ni al descubrimiento de
la meta de este camino, la
Iglesia no tendría por qué hablar de él. Pablo VI, como ya León
XIII en la
Rerum novarum[35], era consciente de cumplir un deber
propio de su ministerio al proyectar la luz del Evangelio sobre las cuestiones
sociales de su tiempo[36].
Decir
que el desarrollo es vocación equivale a reconocer, por un lado, que éste
nace de una llamada trascendente y, por otro, que es incapaz de darse su
significado último por sí mismo. Con buenos motivos, la palabra «vocación»
aparece de nuevo en otro pasaje de la Encíclica, donde se afirma: «No
hay, pues, más que un humanismo verdadero que se abre al Absoluto en el
reconocimiento de una vocación que da la idea verdadera de la vida
humana»[37]. Esta visión
del progreso es el corazón de la
Populorum progressio y
motiva todas las reflexiones de Pablo VI sobre la libertad, la verdad y la
caridad en el desarrollo. Es también la razón principal por lo que aquella
Encíclica todavía es actual en nuestros días.
17. La
vocación es una llamada que requiere una respuesta libre y responsable. El
desarrollo humano integral supone la libertad responsable de la
persona y los pueblos: ninguna estructura puede garantizar dicho desarrollo
desde fuera y por encima de la responsabilidad humana. Los «mesianismos
prometedores, pero forjados de ilusiones»[38] basan siempre sus propias propuestas en la negación de la dimensión
trascendente del desarrollo, seguros de tenerlo todo a su disposición. Esta
falsa seguridad se convierte en debilidad, porque comporta el sometimiento del
hombre, reducido a un medio para el desarrollo, mientras que la humildad de
quien acoge una vocación se transforma en verdadera autonomía, porque hace libre
a la persona. Pablo VI no tiene duda de que hay obstáculos y condicionamientos
que frenan el desarrollo, pero tiene también la certeza de que «cada uno
permanece siempre, sean los que sean los influjos que sobre él se ejercen, el
artífice principal de su éxito o de su fracaso»[39]. Esta libertad
se refiere al desarrollo que tenemos ante nosotros pero, al mismo tiempo,
también a las situaciones de subdesarrollo, que no son fruto de la casualidad o
de una necesidad histórica, sino que dependen de la responsabilidad humana. Por
eso, «los pueblos hambrientos interpelan hoy, con acento dramático, a los
pueblos opulentos»[40]. También esto
es vocación, en cuanto llamada de hombres libres a hombres libres para asumir
una responsabilidad común. Pablo VI percibía netamente la importancia de las
estructuras económicas y de las instituciones, pero se daba cuenta con igual
claridad de que la naturaleza de éstas era ser instrumentos de la libertad
humana. Sólo si es libre, el desarrollo puede ser integralmente humano; sólo en
un régimen de libertad responsable puede crecer de manera
adecuada.
18.
Además de la libertad, el desarrollo humano integral como vocación exige
también que se respete la verdad. La vocación al progreso impulsa a los
hombres a «hacer, conocer y tener más para ser más»[41]. Pero la
cuestión es: ¿qué significa «ser más»? A esta pregunta, Pablo VI responde
indicando lo que comporta esencialmente el «auténtico desarrollo»: «debe ser
integral, es decir, promover a todos los hombres y a todo el hombre»[42]. En la
concurrencia entre las diferentes visiones del hombre que, más aún que en la
sociedad de Pablo VI, se proponen también en la de hoy, la visión cristiana
tiene la peculiaridad de afirmar y justificar el valor incondicional de la
persona humana y el sentido de su crecimiento. La vocación cristiana al
desarrollo ayuda a buscar la promoción de todos los hombres y de todo el hombre.
Pablo VI escribe: «Lo que cuenta para nosotros es el hombre, cada hombre, cada
agrupación de hombres, hasta la humanidad entera»[43]. La fe
cristiana se ocupa del desarrollo, no apoyándose en privilegios o posiciones de
poder, ni tampoco en los méritos de los cristianos, que ciertamente se han dado
y también hoy se dan, junto con sus naturales limitaciones[44], sino sólo en
Cristo, al cual debe remitirse toda vocación auténtica al desarrollo humano
integral. El Evangelio es un elemento fundamental del desarrollo porque,
en él, Cristo, «en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor,
manifiesta plenamente el hombre al propio hombre»[45]. Con las
enseñanzas de su Señor, la
Iglesia escruta los signos de los tiempos, los interpreta y
ofrece al mundo «lo que ella posee como propio: una visión global del hombre y
de la humanidad»[46]. Precisamente
porque Dios pronuncia el «sí» más grande al hombre[47], el hombre no
puede dejar de abrirse a la vocación divina para realizar el propio desarrollo.
La verdad del desarrollo consiste en su totalidad: si no es de todo el hombre y
de todos los hombres, no es el verdadero desarrollo. Éste es el mensaje central
de la
Populorum progressio,
válido hoy y siempre. El desarrollo humano integral en el plano natural, al ser
respuesta a una vocación de Dios creador[48], requiere su autentificación en «un
humanismo trascendental, que da [al hombre] su mayor plenitud; ésta es la
finalidad suprema del desarrollo personal»[49]. Por tanto, la vocación cristiana a
dicho desarrollo abarca tanto el plano natural como el sobrenatural; éste es el
motivo por el que, «cuando Dios queda eclipsado, nuestra capacidad de reconocer
el orden natural, la finalidad y el “bien”, empieza a disiparse»[50].
19.
Finalmente, la visión del desarrollo como vocación comporta que su centro sea
la caridad. En la
Encíclica Populorum progressio,
Pablo VI señaló que las causas del subdesarrollo no son principalmente de orden
material. Nos invitó a buscarlas en otras dimensiones del hombre. Ante todo, en
la voluntad, que con frecuencia se desentiende de los deberes de la
solidaridad. Después, en el pensamiento, que no siempre sabe orientar
adecuadamente el deseo. Por eso, para alcanzar el desarrollo hacen falta
«pensadores de reflexión profunda que busquen un humanismo nuevo, el cual
permita al hombre moderno hallarse a sí mismo»[51]. Pero eso no es todo. El subdesarrollo
tiene una causa más importante aún que la falta de pensamiento: es «la falta de
fraternidad entre los hombres y entre los pueblos»[52]. Esta fraternidad, ¿podrán lograrla
alguna vez los hombres por sí solos? La sociedad cada vez más globalizada nos
hace más cercanos, pero no más hermanos. La razón, por sí sola, es capaz de
aceptar la igualdad entre los hombres y de establecer una convivencia cívica
entre ellos, pero no consigue fundar la hermandad. Ésta nace de una vocación
transcendente de Dios Padre, el primero que nos ha amado, y que nos ha enseñado
mediante el Hijo lo que es la caridad fraterna. Pablo VI, presentando los
diversos niveles del proceso de desarrollo del hombre, puso en lo más alto,
después de haber mencionado la fe, «la unidad de la caridad de Cristo, que nos
llama a todos a participar, como hijos, en la vida del Dios vivo, Padre de todos
los hombres»[53].
20.
Estas perspectivas abiertas por la
Populorum progressio
siguen siendo fundamentales para dar vida y orientación a nuestro compromiso por
el desarrollo de los pueblos. Además, la
Populorum progressio
subraya reiteradamente la urgencia de las reformas[54] y pide que, ante los grandes
problemas de la injusticia en el desarrollo de los pueblos, se actúe con valor y
sin demora. Esta urgencia viene impuesta también por la caridad en la
verdad. Es la caridad de Cristo la que nos impulsa: «caritas Christi
urget nos» (2 Co 5,14). Esta urgencia no se debe sólo al estado
de cosas, no se deriva solamente de la avalancha de los acontecimientos y
problemas, sino de lo que está en juego: la necesidad de alcanzar una auténtica
fraternidad. Lograr esta meta es tan importante que exige tomarla en
consideración para comprenderla a fondo y movilizarse concretamente con el
«corazón», con el fin de hacer cambiar los procesos económicos y sociales
actuales hacia metas plenamente
humanas.
CAPÍTULO
SEGUNDO
EL
DESARROLLO HUMANO EN NUESTRO TIEMPO
21.
Pablo VI tenía una visión articulada del desarrollo. Con el término
«desarrollo» quiso indicar ante todo el objetivo de que los pueblos salieran del
hambre, la miseria, las enfermedades endémicas y el analfabetismo. Desde el
punto de vista económico, eso significaba su participación activa y en
condiciones de igualdad en el proceso económico internacional; desde el punto de
vista social, su evolución hacia sociedades solidarias y con buen nivel de
formación; desde el punto de vista político, la consolidación de regímenes
democráticos capaces de asegurar libertad y paz. Después de tantos años, al ver
con preocupación el desarrollo y la perspectiva de las crisis que se suceden en
estos tiempos, nos preguntamos hasta qué punto se han cumplido las
expectativas de Pablo VI siguiendo el modelo de desarrollo que se ha
adoptado en las últimas décadas. Por tanto, reconocemos que estaba fundada la
preocupación de la
Iglesia por la capacidad del hombre meramente tecnológico para
fijar objetivos realistas y poder gestionar constante y adecuadamente los
instrumentos disponibles. La ganancia es útil si, como medio, se orienta a un
fin que le dé un sentido, tanto en el modo de adquirirla como de utilizarla. El
objetivo exclusivo del beneficio, cuando es obtenido mal y sin el bien común
como fin último, corre el riesgo de destruir riqueza y crear pobreza. El
desarrollo económico que Pablo VI deseaba era el que produjera un crecimiento
real, extensible a todos y concretamente sostenible. Es verdad que el desarrollo
ha sido y sigue siendo un factor positivo que ha sacado de la miseria a miles de
millones de personas y que, últimamente, ha dado a muchos países la posibilidad
de participar efectivamente en la política internacional. Sin embargo, se ha de
reconocer que el desarrollo económico mismo ha estado, y lo está aún, aquejado
por desviaciones y problemas dramáticos, que la crisis actual ha puesto
todavía más de manifiesto. Ésta nos pone improrrogablemente ante decisiones que
afectan cada vez más al destino mismo del hombre, el cual, por lo demás, no
puede prescindir de su naturaleza. Las fuerzas técnicas que se mueven, las
interrelaciones planetarias, los efectos perniciosos sobre la economía real de
una actividad financiera mal utilizada y en buena parte especulativa, los
imponentes flujos migratorios, frecuentemente provocados y después no
gestionados adecuadamente, o la explotación sin reglas de los recursos de la
tierra, nos induce hoy a reflexionar sobre las medidas necesarias para
solucionar problemas que no sólo son nuevos respecto a los afrontados por el
Papa Pablo VI, sino también, y sobre todo, que tienen un efecto decisivo para el
bien presente y futuro de la humanidad. Los aspectos de la crisis y sus
soluciones, así como la posibilidad de un futuro nuevo desarrollo, están cada
vez más interrelacionados, se implican recíprocamente, requieren nuevos
esfuerzos de comprensión unitaria y una nueva síntesis humanista. Nos
preocupa justamente la complejidad y gravedad de la situación económica actual,
pero hemos de asumir con realismo, confianza y esperanza las nuevas
responsabilidades que nos reclama la situación de un mundo que necesita una
profunda renovación cultural y el redescubrimiento de valores de fondo sobre los
cuales construir un futuro mejor. La crisis nos obliga a revisar nuestro camino,
a darnos nuevas reglas y a encontrar nuevas formas de compromiso, a apoyarnos en
las experiencias positivas y a rechazar las negativas. De este modo, la crisis
se convierte en ocasión de discernir y proyectar de un modo nuevo.
Conviene afrontar las dificultades del presente en esta clave, de manera
confiada más que resignada.
22. Hoy,
el cuadro del desarrollo se despliega en múltiples ámbitos. Los actores y
las causas, tanto del subdesarrollo como del desarrollo, son múltiples, las
culpas y los méritos son muchos y diferentes. Esto debería llevar a liberarse de
las ideologías, que con frecuencia simplifican de manera artificiosa la
realidad, y a examinar con objetividad la dimensión humana de los problemas.
Como ya señaló Juan Pablo II[55], la línea de
demarcación entre países ricos y pobres ahora no es tan neta como en tiempos de
la
Populorum progressio.
La riqueza mundial crece en términos absolutos, pero aumentan también las
desigualdades. En los países ricos, nuevas categorías sociales se empobrecen
y nacen nuevas pobrezas. En las zonas más pobres, algunos grupos gozan de un
tipo de superdesarrollo derrochador y consumista, que contrasta de modo
inaceptable con situaciones persistentes de miseria deshumanizadora. Se sigue
produciendo «el escándalo de las disparidades hirientes»[56]. Lamentablemente, hay corrupción e
ilegalidad tanto en el comportamiento de sujetos económicos y políticos de los
países ricos, nuevos y antiguos, como en los países pobres. La falta de respeto
de los derechos humanos de los trabajadores es provocada a veces por grandes
empresas multinacionales y también por grupos de producción local. Las ayudas
internacionales se han desviado con frecuencia de su finalidad por
irresponsabilidades tanto en los donantes como en los beneficiarios. Podemos
encontrar la misma articulación de responsabilidades también en el ámbito de las
causas inmateriales o culturales del desarrollo y el subdesarrollo. Hay formas
excesivas de protección de los conocimientos por parte de los países ricos, a
través de un empleo demasiado rígido del derecho a la propiedad intelectual,
especialmente en el campo sanitario. Al mismo tiempo, en algunos países pobres
perduran modelos culturales y normas sociales de comportamiento que frenan el
proceso de desarrollo.
23. Hoy,
muchas áreas del planeta se han desarrollado, aunque de modo problemático y
desigual, entrando a formar parte del grupo de las grandes potencias destinado a
jugar un papel importante en el futuro. Pero se ha de subrayar que no basta
progresar sólo desde el punto de vista económico y tecnológico. El
desarrollo necesita ser ante todo auténtico e integral. El salir del atraso
económico, algo en sí mismo positivo, no soluciona la problemática compleja de
la promoción del hombre, ni en los países protagonistas de estos adelantos, ni
en los países económicamente ya desarrollados, ni en los que todavía son pobres,
los cuales pueden sufrir, además de antiguas formas de explotación, las
consecuencias negativas que se derivan de un crecimiento marcado por
desviaciones y desequilibrios.
Tras el
derrumbe de los sistemas económicos y políticos de los países comunistas de
Europa Oriental y el fin de los llamados «bloques contrapuestos», hubiera sido
necesario un replanteamiento total del desarrollo. Lo pidió Juan Pablo II, quien
en 1987 indicó que la existencia de estos «bloques» era una de las principales
causas del subdesarrollo[57], pues la
política sustraía recursos a la economía y a la cultura, y la ideología inhibía
la libertad. En 1991, después de los acontecimientos de 1989, pidió también que
el fin de los bloques se correspondiera con un nuevo modo de proyectar
globalmente el desarrollo, no sólo en aquellos países, sino también en Occidente
y en las partes del mundo que se estaban desarrollando[58]. Esto ha
ocurrido sólo en parte, y sigue siendo un deber llevarlo a cabo, tal vez
aprovechando precisamente las medidas necesarias para superar los problemas
económicos actuales.
24. El
mundo que Pablo VI tenía ante sí, aunque el proceso de socialización estuviera
ya avanzado y pudo hablar de una cuestión social que se había hecho mundial,
estaba aún mucho menos integrado que el actual. La actividad económica y la
función política se movían en gran parte dentro de los mismos confines y podían
contar, por tanto, la una con la otra. La actividad productiva tenía lugar
predominantemente en los ámbitos nacionales y las inversiones financieras
circulaban de forma bastante limitada con el extranjero, de manera que la
política de muchos estados podía fijar todavía las prioridades de la economía y,
de algún modo, gobernar su curso con los instrumentos que tenía a su
disposición. Por este motivo, la
Populorum progressio
asignó un papel central, aunque no exclusivo, a los «poderes públicos»[59].
En
nuestra época, el Estado se encuentra con el deber de afrontar las limitaciones
que pone a su soberanía el nuevo contexto económico-comercial y financiero
internacional, caracterizado también por una creciente movilidad de los
capitales financieros y los medios de producción materiales e inmateriales. Este
nuevo contexto ha modificado el poder político de los
estados.
Hoy,
aprendiendo también la lección que proviene de la crisis económica actual, en la
que los poderes públicos del Estado se ven llamados directamente a
corregir errores y disfunciones, parece más realista una renovada valoración de
su papel y de su poder, que han de ser sabiamente reexaminados y revalorizados,
de modo que sean capaces de afrontar los desafíos del mundo actual, incluso con
nuevas modalidades de ejercerlos. Con un papel mejor ponderado de los poderes
públicos, es previsible que se fortalezcan las nuevas formas de participación en
la política nacional e internacional que tienen lugar a través de la actuación
de las organizaciones de la sociedad civil; en este sentido, es de desear que
haya mayor atención y participación en la res publica por parte de los
ciudadanos.
25.
Desde el punto de vista social, a los sistemas de protección y previsión, ya
existentes en tiempos de Pablo VI en muchos países, les cuesta trabajo, y les
costará todavía más en el futuro, lograr sus objetivos de verdadera justicia
social dentro de un cuadro de fuerzas profundamente transformado. El mercado, al
hacerse global, ha estimulado, sobre todo en países ricos, la búsqueda de áreas
en las que emplazar la producción a bajo coste con el fin de reducir los precios
de muchos bienes, aumentar el poder de adquisición y acelerar por tanto el
índice de crecimiento, centrado en un mayor consumo en el propio mercado
interior. Consecuentemente, el mercado ha estimulado nuevas formas de
competencia entre los estados con el fin de atraer centros productivos de
empresas extranjeras, adoptando diversas medidas, como una fiscalidad favorable
y la falta de reglamentación del mundo del trabajo. Estos procesos han llevado a
la reducción de la red de seguridad social a cambio de la búsqueda de
mayores ventajas competitivas en el mercado global, con grave peligro para los
derechos de los trabajadores, para los derechos fundamentales del hombre y para
la solidaridad en las tradicionales formas del Estado social. Los sistemas de
seguridad social pueden perder la capacidad de cumplir su tarea, tanto en los
países pobres, como en los emergentes, e incluso en los ya desarrollados desde
hace tiempo. En este punto, las políticas de balance, con los recortes al gasto
social, con frecuencia promovidos también por las instituciones financieras
internacionales, pueden dejar a los ciudadanos impotentes ante riesgos antiguos
y nuevos; dicha impotencia aumenta por la falta de protección eficaz por parte
de las asociaciones de los trabajadores. El conjunto de los cambios sociales y
económicos hace que las organizaciones sindicales tengan mayores
dificultades para desarrollar su tarea de representación de los intereses de los
trabajadores, también porque los gobiernos, por razones de utilidad económica,
limitan a menudo las libertades sindicales o la capacidad de negociación de los
sindicatos mismos. Las redes de solidaridad tradicionales se ven obligadas a
superar mayores obstáculos. Por tanto, la invitación de la doctrina social de
la Iglesia,
empezando por la
Rerum novarum[60], a dar vida a asociaciones de
trabajadores para defender sus propios derechos ha de ser respetada, hoy más que
ayer, dando ante todo una respuesta pronta y de altas miras a la urgencia de
establecer nuevas sinergias en el ámbito internacional y local.
La
movilidad laboral, asociada a la desregulación generalizada, ha sido un
fenómeno importante, no exento de aspectos positivos porque estimula la
producción de nueva riqueza y el intercambio entre culturas diferentes. Sin
embargo, cuando la incertidumbre sobre las condiciones de trabajo a causa de la
movilidad y la desregulación se hace endémica, surgen formas de inestabilidad
psicológica, de dificultad para crear caminos propios coherentes en la vida,
incluido el del matrimonio. Como consecuencia, se producen situaciones de
deterioro humano y de desperdicio social. Respecto a lo que sucedía en la
sociedad industrial del pasado, el paro provoca hoy nuevas formas de
irrelevancia económica, y la actual crisis sólo puede empeorar dicha situación.
El estar sin trabajo durante mucho tiempo, o la dependencia prolongada de la
asistencia pública o privada, mina la libertad y la creatividad de la persona y
sus relaciones familiares y sociales, con graves daños en el plano psicológico y
espiritual. Quisiera recordar a todos, en especial a los gobernantes que se
ocupan en dar un aspecto renovado al orden económico y social del mundo, que
el primer capital que se ha de salvaguardar y valorar es el hombre, la
persona en su integridad: «Pues el hombre es el autor, el centro y el fin de
toda la vida económico-social»[61].
26. En
el plano cultural, las diferencias son aún más acusadas que en la época de Pablo
VI. Entonces, las culturas estaban generalmente bien definidas y tenían más
posibilidades de defenderse ante los intentos de hacerlas homogéneas. Hoy, las
posibilidades de interacción entre las culturas han aumentado
notablemente, dando lugar a nuevas perspectivas de diálogo intercultural, un
diálogo que, para ser eficaz, ha de tener como punto de partida una toma de
conciencia de la identidad específica de los diversos interlocutores. Pero no se
ha de olvidar que la progresiva mercantilización de los intercambios culturales
aumenta hoy un doble riesgo. Se nota, en primer lugar, un eclecticismo
cultural asumido con frecuencia de manera acrítica: se piensa en las
culturas como superpuestas unas a otras, sustancialmente equivalentes e
intercambiables. Eso induce a caer en un relativismo que en nada ayuda al
verdadero diálogo intercultural; en el plano social, el relativismo cultural
provoca que los grupos culturales estén juntos o convivan, pero separados, sin
diálogo auténtico y, por lo tanto, sin verdadera integración. Existe, en segundo
lugar, el peligro opuesto de rebajar la cultura y homologar los
comportamientos y estilos de vida. De este modo, se pierde el sentido profundo
de la cultura de las diferentes naciones, de las tradiciones de los diversos
pueblos, en cuyo marco la persona se enfrenta a las cuestiones fundamentales de
la existencia[62]. El
eclecticismo y el bajo nivel cultural coinciden en separar la cultura de la
naturaleza humana. Así, las culturas ya no saben encontrar su lugar en una
naturaleza que las transciende[63], terminando por
reducir al hombre a mero dato cultural. Cuando esto ocurre, la humanidad corre
nuevos riesgos de sometimiento y manipulación.
27. En
muchos países pobres persiste, y amenaza con acentuarse, la extrema inseguridad
de vida a causa de la falta de alimentación: el hambre causa todavía
muchas víctimas entre tantos Lázaros a los que no se les consiente sentarse a la
mesa del rico epulón, como en cambio Pablo VI deseaba[64]. Dar de
comer a los hambrientos (cf. Mt 25,35.37.42) es un imperativo ético
para la
Iglesia universal, que responde a las enseñanzas de su
Fundador, el Señor Jesús, sobre la solidaridad y el compartir. Además, en la era
de la globalización, eliminar el hambre en el mundo se ha convertido también en
una meta que se ha de lograr para salvaguardar la paz y la estabilidad del
planeta. El hambre no depende tanto de la escasez material, cuanto de la
insuficiencia de recursos sociales, el más importante de los cuales es de tipo
institucional. Es decir, falta un sistema de instituciones económicas capaces,
tanto de asegurar que se tenga acceso al agua y a la comida de manera regular y
adecuada desde el punto de vista nutricional, como de afrontar las exigencias
relacionadas con las necesidades primarias y con las emergencias de crisis
alimentarias reales, provocadas por causas naturales o por la irresponsabilidad
política nacional e internacional. El problema de la inseguridad alimentaria
debe ser planteado en una perspectiva de largo plazo, eliminando las causas
estructurales que lo provocan y promoviendo el desarrollo agrícola de los países
más pobres mediante inversiones en infraestructuras rurales, sistemas de riego,
transportes, organización de los mercados, formación y difusión de técnicas
agrícolas apropiadas, capaces de utilizar del mejor modo los recursos humanos,
naturales y socio-económicos, que se puedan obtener preferiblemente en el propio
lugar, para asegurar así también su sostenibilidad a largo plazo. Todo eso ha de
llevarse a cabo implicando a las comunidades locales en las opciones y
decisiones referentes a la tierra de cultivo. En esta perspectiva, podría ser
útil tener en cuenta las nuevas fronteras que se han abierto en el empleo
correcto de las técnicas de producción agrícola tradicional, así como las más
innovadoras, en el caso de que éstas hayan sido reconocidas, tras una adecuada
verificación, convenientes, respetuosas del ambiente y atentas a las poblaciones
más desfavorecidas. Al mismo tiempo, no se debería descuidar la cuestión de una
reforma agraria ecuánime en los países en desarrollo. El derecho a la
alimentación y al agua tiene un papel importante para conseguir otros derechos,
comenzando ante todo por el derecho primario a la vida. Por tanto, es necesario
que madure una conciencia solidaria que considere la alimentación y el acceso
al agua como derechos universales de todos los seres humanos, sin distinciones
ni discriminaciones[65]. Es importante
destacar, además, que la vía solidaria hacia el desarrollo de los países pobres
puede ser un proyecto de solución de la crisis global actual, como lo han
intuido en los últimos tiempos hombres políticos y responsables de instituciones
internacionales. Apoyando a los países económicamente pobres mediante planes de
financiación inspirados en la solidaridad, con el fin de que ellos mismos puedan
satisfacer las necesidades de bienes de consumo y desarrollo de los propios
ciudadanos, no sólo se puede producir un verdadero crecimiento económico, sino
que se puede contribuir también a sostener la capacidad productiva de los países
ricos, que corre peligro de quedar comprometida por la
crisis.
28. Uno
de los aspectos más destacados del desarrollo actual es la importancia del tema
del respeto a la vida, que en modo alguno puede separarse de las
cuestiones relacionadas con el desarrollo de los pueblos. Es un aspecto que
últimamente está asumiendo cada vez mayor relieve, obligándonos a ampliar el
concepto de pobreza [66] y de
subdesarrollo a los problemas vinculados con la acogida de la vida, sobre todo
donde ésta se ve impedida de diversas formas.
La
situación de pobreza no sólo provoca todavía en muchas zonas un alto índice de
mortalidad infantil, sino que en varias partes del mundo persisten prácticas de
control demográfico por parte de los gobiernos, que con frecuencia difunden la
contracepción y llegan incluso a imponer también el aborto. En los países
económicamente más desarrollados, las legislaciones contrarias a la vida están
muy extendidas y han condicionado ya las costumbres y la praxis, contribuyendo a
difundir una mentalidad antinatalista, que muchas veces se trata de transmitir
también a otros estados como si fuera un progreso
cultural.
Algunas
organizaciones no gubernamentales, además, difunden el aborto, promoviendo a
veces en los países pobres la adopción de la práctica de la esterilización,
incluso en mujeres a quienes no se pide su consentimiento. Por añadidura, existe
la sospecha fundada de que, en ocasiones, las ayudas al desarrollo se
condicionan a determinadas políticas sanitarias que implican de hecho la
imposición de un fuerte control de la natalidad. Preocupan también tanto las
legislaciones que aceptan la eutanasia como las presiones de grupos nacionales e
internacionales que reivindican su reconocimiento jurídico.
La
apertura a la vida está en el centro del verdadero desarrollo. Cuando
una sociedad se encamina hacia la negación y la supresión de la vida, acaba por
no encontrar la motivación y la energía necesaria para esforzarse en el servicio
del verdadero bien del hombre. Si se pierde la sensibilidad personal y social
para acoger una nueva vida, también se marchitan otras formas de acogida
provechosas para la vida social[67]. La acogida de
la vida forja las energías morales y capacita para la ayuda recíproca.
Fomentando la apertura a la vida, los pueblos ricos pueden comprender mejor las
necesidades de los que son pobres, evitar el empleo de ingentes recursos
económicos e intelectuales para satisfacer deseos egoístas entre los propios
ciudadanos y promover, por el contrario, buenas actuaciones en la perspectiva de
una producción moralmente sana y solidaria, en el respeto del derecho
fundamental de cada pueblo y cada persona a la vida.
29. Hay
otro aspecto de la vida de hoy, muy estrechamente unido con el desarrollo: la
negación del derecho a la libertad religiosa. No me refiero sólo a las
luchas y conflictos que todavía se producen en el mundo por motivos religiosos,
aunque a veces la religión sea solamente una cobertura para razones de otro
tipo, como el afán de poder y riqueza. En efecto, hoy se mata frecuentemente en
el nombre sagrado de Dios, como muchas veces ha manifestado y deplorado
públicamente mi predecesor Juan Pablo II y yo mismo[68]. La violencia
frena el desarrollo auténtico e impide la evolución de los pueblos hacia un
mayor bienestar socioeconómico y espiritual. Esto ocurre especialmente con el
terrorismo de inspiración fundamentalista[69], que causa
dolor, devastación y muerte, bloquea el diálogo entre las naciones y desvía
grandes recursos de su empleo pacífico y civil. No obstante, se ha de añadir
que, además del fanatismo religioso que impide el ejercicio del derecho a la
libertad de religión en algunos ambientes, también la promoción programada de la
indiferencia religiosa o del ateísmo práctico por parte de muchos países
contrasta con las necesidades del desarrollo de los pueblos, sustrayéndoles
bienes espirituales y humanos. Dios es el garante del verdadero desarrollo
del hombre en cuanto, habiéndolo creado a su imagen, funda también su
dignidad trascendente y alimenta su anhelo constitutivo de «ser más». El ser
humano no es un átomo perdido en un universo casual[70], sino una
criatura de Dios, a quien Él ha querido dar un alma inmortal y al que ha amado
desde siempre. Si el hombre fuera fruto sólo del azar o la necesidad, o si
tuviera que reducir sus aspiraciones al horizonte angosto de las situaciones en
que vive, si todo fuera únicamente historia y cultura, y el hombre no tuviera
una naturaleza destinada a transcenderse en una vida sobrenatural, podría
hablarse de incremento o de evolución, pero no de desarrollo. Cuando el Estado
promueve, enseña, o incluso impone formas de ateísmo práctico, priva a sus
ciudadanos de la fuerza moral y espiritual indispensable para comprometerse en
el desarrollo humano integral y les impide avanzar con renovado dinamismo en su
compromiso en favor de una respuesta humana más generosa al amor divino[71]. Y también se
da el caso de que países económicamente desarrollados o emergentes exporten a
los países pobres, en el contexto de sus relaciones culturales, comerciales y
políticas, esta visión restringida de la persona y su destino. Éste es el daño
que el «superdesarrollo»[72] produce al
desarrollo auténtico, cuando va acompañado por el «subdesarrollo moral»[73].
30. En
esta línea, el tema del desarrollo humano integral adquiere un alcance aún más
complejo: la correlación entre sus múltiples elementos exige un esfuerzo para
que los diferentes ámbitos del saber humano sean interactivos, con vistas
a la promoción de un verdadero desarrollo de los pueblos. Con frecuencia, se
cree que basta aplicar el desarrollo o las medidas socioeconómicas
correspondientes mediante una actuación común. Sin embargo, este actuar común
necesita ser orientado, porque «toda acción social implica una
doctrina»[74]. Teniendo en
cuenta la complejidad de los problemas, es obvio que las diferentes disciplinas
deben colaborar en una interdisciplinariedad ordenada. La caridad no excluye el
saber, más bien lo exige, lo promueve y lo anima desde dentro. El saber nunca es
sólo obra de la inteligencia. Ciertamente, puede reducirse a cálculo y
experimentación, pero si quiere ser sabiduría capaz de orientar al hombre a la
luz de los primeros principios y de su fin último, ha de ser «sazonado» con la
«sal» de la caridad. Sin el saber, el hacer es ciego, y el saber es estéril sin
el amor. En efecto, «el que está animado de una verdadera caridad es ingenioso
para descubrir las causas de la miseria, para encontrar los medios de
combatirla, para vencerla con intrepidez»[75]. Al afrontar
los fenómenos que tenemos delante, la caridad en la verdad exige ante todo
conocer y entender, conscientes y respetuosos de la competencia específica de
cada ámbito del saber. La caridad no es una añadidura posterior, casi como un
apéndice al trabajo ya concluido de las diferentes disciplinas, sino que dialoga
con ellas desde el principio. Las exigencias del amor no contradicen las de la
razón. El saber humano es insuficiente y las conclusiones de las ciencias no
podrán indicar por sí solas la vía hacia el desarrollo integral del hombre.
Siempre hay que lanzarse más allá: lo exige la caridad en la verdad[76]. Pero ir más
allá nunca significa prescindir de las conclusiones de la razón, ni contradecir
sus resultados. No existe la inteligencia y después el amor: existe el amor
rico en inteligencia y la inteligencia llena de amor.
31. Esto
significa que la valoración moral y la investigación científica deben crecer
juntas, y que la caridad ha de animarlas en un conjunto interdisciplinar
armónico, hecho de unidad y distinción. La doctrina social de la Iglesia, que tiene «una
importante dimensión interdisciplinar»[77], puede
desempeñar en esta perspectiva una función de eficacia extraordinaria. Permite a
la fe, a la teología, a la metafísica y a las ciencias encontrar su lugar dentro
de una colaboración al servicio del hombre. La doctrina social de
la Iglesia
ejerce especialmente en esto su dimensión sapiencial. Pablo VI vio con claridad
que una de las causas del subdesarrollo es una falta de sabiduría, de reflexión,
de pensamiento capaz de elaborar una síntesis orientadora[78], y que requiere
«una clara visión de todos los aspectos económicos, sociales, culturales y
espirituales»[79]. La excesiva
sectorización del saber[80], el cerrarse de
las ciencias humanas a la metafísica[81], las
dificultades del diálogo entre las ciencias y la teología, no sólo dañan el
desarrollo del saber, sino también el desarrollo de los pueblos, pues, cuando
eso ocurre, se obstaculiza la visión de todo el bien del hombre en las
diferentes dimensiones que lo caracterizan. Es indispensable «ampliar nuestro
concepto de razón y de su uso»[82] para conseguir
ponderar adecuadamente todos los términos de la cuestión del desarrollo y de la
solución de los problemas socioeconómicos.
32. Las
grandes novedades que presenta hoy el cuadro del desarrollo de los pueblos
plantean en muchos casos la exigencia de nuevas soluciones. Éstas han de
buscarse, a la vez, en el respeto de las leyes propias de cada cosa y a la luz
de una visión integral del hombre que refleje los diversos aspectos de la
persona humana, considerada con la mirada purificada por la caridad. Así se
descubrirán singulares convergencias y posibilidades concretas de solución, sin
renunciar a ningún componente fundamental de la vida
humana.
La
dignidad de la persona y las exigencias de la justicia requieren, sobre todo
hoy, que las opciones económicas no hagan aumentar de manera excesiva y
moralmente inaceptable las desigualdades [83] y que se siga
buscando como prioridad el objetivo del acceso al trabajo por parte de
todos, o lo mantengan. Pensándolo bien, esto es también una exigencia de la
«razón económica». El aumento sistémico de las desigualdades entre grupos
sociales dentro de un mismo país y entre las poblaciones de los diferentes
países, es decir, el aumento masivo de la pobreza relativa, no sólo tiende a
erosionar la cohesión social y, de este modo, poner en peligro la democracia,
sino que tiene también un impacto negativo en el plano económico por el
progresivo desgaste del «capital social», es decir, del conjunto de relaciones
de confianza, fiabilidad y respeto de las normas, que son indispensables en toda
convivencia civil.
La
ciencia económica nos dice también que una situación de inseguridad estructural
da origen a actitudes antiproductivas y al derroche de recursos humanos, en
cuanto que el trabajador tiende a adaptarse pasivamente a los mecanismos
automáticos, en vez de dar espacio a la creatividad. También sobre este punto
hay una convergencia entre ciencia económica y valoración moral. Los costes
humanos son siempre también costes económicos y las disfunciones económicas
comportan igualmente costes humanos.
Además,
se ha de recordar que rebajar las culturas a la dimensión tecnológica, aunque
puede favorecer la obtención de beneficios a corto plazo, a la larga obstaculiza
el enriquecimiento mutuo y las dinámicas de colaboración. Es importante
distinguir entre consideraciones económicas o sociológicas a corto y largo
plazo. Reducir el nivel de tutela de los derechos de los trabajadores y
renunciar a mecanismos de redistribución del rédito con el fin de que el país
adquiera mayor competitividad internacional, impiden consolidar un desarrollo
duradero. Por tanto, se han de valorar cuidadosamente las consecuencias que
tienen sobre las personas las tendencias actuales hacia una economía de corto, a
veces brevísimo plazo. Esto exige «una nueva y más profunda reflexión sobre
el sentido de la economía y de sus fines»[84], además de una
honda revisión con amplitud de miras del modelo de desarrollo, para corregir sus
disfunciones y desviaciones. Lo exige, en realidad, el estado de salud ecológica
del planeta; lo requiere sobre todo la crisis cultural y moral del hombre, cuyos
síntomas son evidentes en todas las partes del mundo desde hace tiempo.
33. Más
de cuarenta años después de la
Populorum progressio,
su argumento de fondo, el progreso, sigue siendo aún un problema abierto,
que se ha hecho más agudo y perentorio por la crisis económico-financiera que se
está produciendo. Aunque algunas zonas del planeta que sufrían la pobreza han
experimentado cambios notables en términos de crecimiento económico y
participación en la producción mundial, otras viven todavía en una situación de
miseria comparable a la que había en tiempos de Pablo VI y, en algún caso, puede
decirse que peor. Es significativo que algunas causas de esta situación fueran
ya señaladas en la
Populorum progressio,
como por ejemplo, los altos aranceles aduaneros impuestos por los países
económicamente desarrollados, que todavía impiden a los productos procedentes de
los países pobres llegar a los mercados de los países ricos. En cambio, otras
causas que la
Encíclica sólo esbozó, han adquirido después mayor relieve.
Este es el caso de la valoración del proceso de descolonización, por
entonces en pleno auge. Pablo VI deseaba un itinerario autónomo que se
recorriera en paz y libertad. Después de más de cuarenta años, hemos de
reconocer lo difícil que ha sido este recorrido, tanto por nuevas formas de
colonialismo y dependencia de antiguos y nuevos países hegemónicos, como por
graves irresponsabilidades internas en los propios países que se han
independizado.
La
novedad principal ha sido el estallido de la interdependencia planetaria,
ya comúnmente llamada globalización. Pablo VI lo había previsto parcialmente,
pero es sorprendente el alcance y la impetuosidad de su auge. Surgido en los
países económicamente desarrollados, este proceso ha implicado por su naturaleza
a todas las economías. Ha sido el motor principal para que regiones enteras
superaran el subdesarrollo y es, de por sí, una gran oportunidad. Sin embargo,
sin la guía de la caridad en la verdad, este impulso planetario puede contribuir
a crear riesgo de daños hasta ahora desconocidos y nuevas divisiones en la
familia humana. Por eso, la caridad y la verdad nos plantean un compromiso
inédito y creativo, ciertamente muy vasto y complejo. Se trata de ensanchar
la razón y hacerla capaz de conocer y orientar estas nuevas e imponentes
dinámicas, animándolas en la perspectiva de esa «civilización del amor», de
la cual Dios ha puesto la semilla en cada pueblo y en cada cultura.
CAPÍTULO
TERCERO
FRATERNIDAD,
DESARROLLO ECONÓMICO Y SOCIEDAD CIVIL
34. La
caridad en la verdad pone al hombre ante la sorprendente experiencia del
don. La gratuidad está en su vida de muchas maneras, aunque frecuentemente pasa
desapercibida debido a una visión de la existencia que antepone a todo la
productividad y la utilidad. El ser humano está hecho para el don, el cual
manifiesta y desarrolla su dimensión trascendente. A veces, el hombre moderno
tiene la errónea convicción de ser el único autor de sí mismo, de su vida y de
la sociedad. Es una presunción fruto de la cerrazón egoísta en sí mismo, que
procede —por decirlo con una expresión creyente— del pecado de los
orígenes. La sabiduría de la Iglesia ha invitado siempre a no
olvidar la realidad del pecado original, ni siquiera en la interpretación de los
fenómenos sociales y en la construcción de la sociedad: «Ignorar que el hombre
posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el
dominio de la educación, de la política, de la acción social y de las
costumbres»[85]. Hace tiempo
que la economía forma parte del conjunto de los ámbitos en que se manifiestan
los efectos perniciosos del pecado. Nuestros días nos ofrecen una prueba
evidente. Creerse autosuficiente y capaz de eliminar por sí mismo el mal de la
historia ha inducido al hombre a confundir la felicidad y la salvación con
formas inmanentes de bienestar material y de actuación social. Además, la
exigencia de la economía de ser autónoma, de no estar sujeta a «injerencias» de
carácter moral, ha llevado al hombre a abusar de los instrumentos económicos
incluso de manera destructiva. Con el pasar del tiempo, estas posturas han
desembocado en sistemas económicos, sociales y políticos que han tiranizado la
libertad de la persona y de los organismos sociales y que, precisamente por eso,
no han sido capaces de asegurar la justicia que prometían. Como he afirmado en
la
Encíclica Spe salvi, se
elimina así de la historia la esperanza cristiana[86], que no obstante es un poderoso recurso
social al servicio del desarrollo humano integral, en la libertad y en la
justicia. La esperanza sostiene a la razón y le da fuerza para orientar la
voluntad[87]. Está ya presente en la fe, que la
suscita. La caridad en la verdad se nutre de ella y, al mismo tiempo, la
manifiesta. Al ser un don absolutamente gratuito de Dios, irrumpe en nuestra
vida como algo que no es debido, que trasciende toda ley de justicia. Por su
naturaleza, el don supera el mérito, su norma es sobreabundar. Nos precede en
nuestra propia alma como signo de la presencia de Dios en nosotros y de sus
expectativas para con nosotros. La verdad que, como la caridad es don, nos
supera, como enseña San Agustín[88]. Incluso nuestra propia verdad, la de
nuestra conciencia personal, ante todo, nos ha sido «dada». En efecto, en
todo proceso cognitivo la verdad no es producida por nosotros, sino que se
encuentra o, mejor aún, se recibe. Como el amor, «no nace del pensamiento o la
voluntad, sino que en cierto sentido se impone al ser humano»[89].
Al ser
un don recibido por todos, la caridad en la verdad es una fuerza que funda la
comunidad, unifica a los hombres de manera que no haya barreras o confines. La
comunidad humana puede ser organizada por nosotros mismos, pero nunca podrá ser
sólo con sus propias fuerzas una comunidad plenamente fraterna ni aspirar a
superar las fronteras, o convertirse en una comunidad universal. La unidad
del género humano, la comunión fraterna más allá de toda división, nace de la
palabra de Dios-Amor que nos convoca. Al afrontar esta cuestión decisiva, hemos
de precisar, por un lado, que la lógica del don no excluye la justicia ni se
yuxtapone a ella como un añadido externo en un segundo momento y, por otro, que
el desarrollo económico, social y político necesita, si quiere ser
auténticamente humano, dar espacio al principio de gratuidad como
expresión de fraternidad.
35. Si
hay confianza recíproca y generalizada, el mercado es la institución
económica que permite el encuentro entre las personas, como agentes económicos
que utilizan el contrato como norma de sus relaciones y que intercambian bienes
y servicios de consumo para satisfacer sus necesidades y deseos. El mercado está
sujeto a los principios de la llamada justicia conmutativa, que regula
precisamente la relación entre dar y recibir entre iguales. Pero la doctrina
social de la
Iglesia no ha dejado nunca de subrayar la importancia de la
justicia distributiva y de la justicia social para la economía de
mercado, no sólo porque está dentro de un contexto social y político más amplio,
sino también por la trama de relaciones en que se desenvuelve. En efecto, si el
mercado se rige únicamente por el principio de la equivalencia del valor de los
bienes que se intercambian, no llega a producir la cohesión social que necesita
para su buen funcionamiento. Sin formas internas de solidaridad y de
confianza recíproca, el mercado no puede cumplir plenamente su propia función
económica. Hoy, precisamente esta confianza ha fallado, y esta pérdida de
confianza es algo realmente grave.
Pablo VI
subraya oportunamente en la
Populorum progressio
que el sistema económico mismo se habría aventajado con la práctica generalizada
de la justicia, pues los primeros beneficiarios del desarrollo de los países
pobres hubieran sido los países ricos[90]. No se trata sólo de remediar el mal
funcionamiento con las ayudas. No se debe considerar a los pobres como un
«fardo»[91], sino como una riqueza incluso desde el
punto de vista estrictamente económico. No obstante, se ha de considerar
equivocada la visión de quienes piensan que la economía de mercado tiene
necesidad estructural de una cuota de pobreza y de subdesarrollo para funcionar
mejor. Al mercado le interesa promover la emancipación, pero no puede lograrlo
por sí mismo, porque no puede producir lo que está fuera de su alcance. Ha de
sacar fuerzas morales de otras instancias que sean capaces de
generarlas.
36. La
actividad económica no puede resolver todos los problemas sociales ampliando sin
más la lógica mercantil. Debe estar ordenada a la consecución del bien
común, que es responsabilidad sobre todo de la comunidad política. Por
tanto, se debe tener presente que separar la gestión económica, a la que
correspondería únicamente producir riqueza, de la acción política, que tendría
el papel de conseguir la justicia mediante la redistribución, es causa de graves
desequilibrios.
La
Iglesia sostiene
siempre que la actividad económica no debe considerarse antisocial. Por eso, el
mercado no es ni debe convertirse en el ámbito donde el más fuerte avasalle al
más débil. La sociedad no debe protegerse del mercado, pensando que su
desarrollo comporta ipso facto la muerte de las relaciones auténticamente
humanas. Es verdad que el mercado puede orientarse en sentido negativo, pero no
por su propia naturaleza, sino por una cierta ideología que lo guía en este
sentido. No se debe olvidar que el mercado no existe en su estado puro, se
adapta a las configuraciones culturales que lo concretan y condicionan. En
efecto, la economía y las finanzas, al ser instrumentos, pueden ser mal
utilizados cuando quien los gestiona tiene sólo referencias egoístas. De esta
forma, se puede llegar a transformar medios de por sí buenos en perniciosos. Lo
que produce estas consecuencias es la razón oscurecida del hombre, no el medio
en cuanto tal. Por eso, no se deben hacer reproches al medio o instrumento sino
al hombre, a su conciencia moral y a su responsabilidad personal y
social.
La
doctrina social de la
Iglesia sostiene que se pueden vivir relaciones auténticamente
humanas, de amistad y de sociabilidad, de solidaridad y de reciprocidad, también
dentro de la actividad económica y no solamente fuera o «después» de ella. El
sector económico no es ni éticamente neutro ni inhumano o antisocial por
naturaleza. Es una actividad del hombre y, precisamente porque es humana, debe
ser articulada e institucionalizada éticamente.
El gran
desafío que tenemos, planteado por las dificultades del desarrollo en este
tiempo de globalización y agravado por la crisis económico-financiera actual, es
mostrar, tanto en el orden de las ideas como de los comportamientos, que no sólo
no se pueden olvidar o debilitar los principios tradicionales de la ética
social, como la trasparencia, la honestidad y la responsabilidad, sino que en
las relaciones mercantiles el principio de gratuidad y la lógica
del don, como expresiones de fraternidad, pueden y deben tener espacio en la
actividad económica ordinaria. Esto es una exigencia del hombre en el
momento actual, pero también de la razón económica misma. Una exigencia de la
caridad y de la verdad al mismo tiempo.
37. La
doctrina social de la
Iglesia ha sostenido siempre que la justicia afecta a todas
las fases de la actividad económica, porque en todo momento tiene que ver
con el hombre y con sus derechos. La obtención de recursos, la financiación, la
producción, el consumo y todas las fases del proceso económico tienen
ineludiblemente implicaciones morales. Así, toda decisión económica tiene
consecuencias de carácter moral. Lo confirman las ciencias sociales y las
tendencias de la economía contemporánea. Hace algún tiempo, tal vez se podía
confiar primero a la economía la producción de riqueza y asignar después a la
política la tarea de su distribución. Hoy resulta más difícil, dado que las
actividades económicas no se limitan a territorios definidos, mientras que las
autoridades gubernativas siguen siendo sobre todo locales. Además, las normas de
justicia deben ser respetadas desde el principio y durante el proceso económico,
y no sólo después o colateralmente. Para eso es necesario que en el mercado se
dé cabida a actividades económicas de sujetos que optan libremente por ejercer
su gestión movidos por principios distintos al del mero beneficio, sin renunciar
por ello a producir valor económico. Muchos planteamientos económicos
provenientes de iniciativas religiosas y laicas demuestran que esto es realmente
posible.
En la
época de la globalización, la economía refleja modelos competitivos vinculados a
culturas muy diversas entre sí. El comportamiento económico y empresarial que se
desprende tiene en común principalmente el respeto de la justicia conmutativa.
Indudablemente, la vida económica tiene necesidad del contrato
para regular las relaciones de intercambio entre valores equivalentes. Pero
necesita igualmente leyes justas y formas de redistribución
guiadas por la política, además de obras caracterizadas por el espíritu del
don. La economía globalizada parece privilegiar la primera lógica, la del
intercambio contractual, pero directa o indirectamente demuestra que necesita a
las otras dos, la lógica de la política y la lógica del don sin
contrapartida.
38. En
la
Centesimus annus, mi predecesor
Juan Pablo II señaló esta problemática al advertir la necesidad de un sistema
basado en tres instancias: el mercado, el Estado y la sociedad
civil[92]. Consideró que la sociedad civil era el
ámbito más apropiado para una economía de la gratuidad y de la
fraternidad, sin negarla en los otros dos ámbitos. Hoy podemos decir que la vida
económica debe ser comprendida como una realidad de múltiples dimensiones: en
todas ellas, aunque en medida diferente y con modalidades específicas, debe
haber respeto a la reciprocidad fraterna. En la época de la globalización, la
actividad económica no puede prescindir de la gratuidad, que fomenta y extiende
la solidaridad y la responsabilidad por la justicia y el bien común en sus
diversas instancias y agentes. Se trata, en definitiva, de una forma concreta y
profunda de democracia económica. La solidaridad es en primer lugar que todos se
sientan responsables de todos[93]; por tanto no se la puede dejar
solamente en manos del Estado. Mientras antes se podía pensar que lo primero era
alcanzar la justicia y que la gratuidad venía después como un complemento, hoy
es necesario decir que sin la gratuidad no se alcanza ni siquiera la justicia.
Se requiere, por tanto, un mercado en el cual puedan operar libremente, con
igualdad de oportunidades, empresas que persiguen fines institucionales
diversos. Junto a la empresa privada, orientada al beneficio, y los diferentes
tipos de empresa pública, deben poderse establecer y desenvolver aquellas
organizaciones productivas que persiguen fines mutualistas y sociales. De su
recíproca interacción en el mercado se puede esperar una especie de combinación
entre los comportamientos de empresa y, con ella, una atención más sensible a
una civilización de la economía. En este caso, caridad en la verdad
significa la necesidad de dar forma y organización a las iniciativas económicas
que, sin renunciar al beneficio, quieren ir más allá de la lógica del
intercambio de cosas equivalentes y del lucro como fin en sí
mismo.
39.
Pablo VI pedía en la
Populorum progressio
que se llegase a un modelo de economía de mercado capaz de incluir, al menos
tendencialmente, a todos los pueblos, y no solamente a los particularmente
dotados. Pedía un compromiso para promover un mundo más humano para todos,
un mundo «en donde todos tengan que dar y recibir, sin que el progreso de los
unos sea un obstáculo para el desarrollo de los otros»[94]. Así, extendía al plano universal las
mismas exigencias y aspiraciones de la
Rerum novarum,
escrita como consecuencia de la revolución industrial, cuando se afirmó por
primera vez la idea —seguramente avanzada para aquel tiempo— de que el orden
civil, para sostenerse, necesitaba la intervención redistributiva del Estado.
Hoy, esta visión de la
Rerum novarum,
además de puesta en crisis por los procesos de apertura de los mercados y de las
sociedades, se muestra incompleta para satisfacer las exigencias de una economía
plenamente humana. Lo que la doctrina de la Iglesia ha sostenido siempre,
partiendo de su visión del hombre y de la sociedad, es necesario también hoy
para las dinámicas características de la
globalización.
Cuando
la lógica del mercado y la lógica del Estado se ponen de acuerdo para mantener
el monopolio de sus respectivos ámbitos de influencia, se debilita a la larga la
solidaridad en las relaciones entre los ciudadanos, la participación y el
sentido de pertenencia, que no se identifican con el «dar para tener», propio de
la lógica de la compraventa, ni con el «dar por deber», propio de la
lógica de las intervenciones públicas, que el Estado impone por ley. La victoria
sobre el subdesarrollo requiere actuar no sólo en la mejora de las transacciones
basadas en la compraventa, o en las transferencias de las estructuras
asistenciales de carácter público, sino sobre todo en la apertura progresiva
en el contexto mundial a formas de actividad económica caracterizada por ciertos
márgenes de gratuidad y comunión. El binomio exclusivo mercado-Estado corroe
la sociabilidad, mientras que las formas de economía solidaria, que encuentran
su mejor terreno en la sociedad civil aunque no se reducen a ella, crean
sociabilidad. El mercado de la gratuidad no existe y las actitudes gratuitas no
se pueden prescribir por ley. Sin embargo, tanto el mercado como la política
tienen necesidad de personas abiertas al don recíproco.
40. Las
actuales dinámicas económicas internacionales, caracterizadas por graves
distorsiones y disfunciones, requieren también cambios profundos en el modo
de entender la empresa. Antiguas modalidades de la vida empresarial van
desapareciendo, mientras otras más prometedoras se perfilan en el horizonte. Uno
de los mayores riesgos es sin duda que la empresa responda casi exclusivamente a
las expectativas de los inversores en detrimento de su dimensión social. Debido
a su continuo crecimiento y a la necesidad de mayores capitales, cada vez son
menos las empresas que dependen de un único empresario estable que se sienta
responsable a largo plazo, y no sólo por poco tiempo, de la vida y los
resultados de su empresa, y cada vez son menos las empresas que dependen de un
único territorio. Además, la llamada deslocalización de la actividad productiva
puede atenuar en el empresario el sentido de responsabilidad respecto a los
interesados, como los trabajadores, los proveedores, los consumidores, así como
al medio ambiente y a la sociedad más amplia que lo rodea, en favor de los
accionistas, que no están sujetos a un espacio concreto y gozan por tanto de una
extraordinaria movilidad. El mercado internacional de los capitales, en efecto,
ofrece hoy una gran libertad de acción. Sin embargo, también es verdad que se
está extendiendo la conciencia de la necesidad de una «responsabilidad social»
más amplia de la empresa. Aunque no todos los planteamientos éticos que guían
hoy el debate sobre la responsabilidad social de la empresa son aceptables según
la perspectiva de la doctrina social de la Iglesia, es cierto que se va
difundiendo cada vez más la convicción según la cual la gestión de la empresa
no puede tener en cuenta únicamente el interés de sus propietarios, sino también
el de todos los otros sujetos que contribuyen a la vida de la empresa:
trabajadores, clientes, proveedores de los diversos elementos de producción, la
comunidad de referencia. En los últimos años se ha notado el crecimiento de una
clase cosmopolita de manager, que a menudo responde sólo a las
pretensiones de los nuevos accionistas de referencia compuestos generalmente por
fondos anónimos que establecen su retribución. Pero también hay muchos managers
hoy que, con un análisis más previsor, se percatan cada vez más de los profundos
lazos de su empresa con el territorio o territorios en que desarrolla su
actividad. Pablo VI invitaba a valorar seriamente el daño que la trasferencia de
capitales al extranjero, por puro provecho personal, puede ocasionar a la propia
nación[95]. Juan Pablo II
advertía que invertir tiene siempre un significado moral, además de
económico[96]. Se ha de
reiterar que todo esto mantiene su validez en nuestros días a pesar de que el
mercado de capitales haya sido fuertemente liberalizado y la moderna mentalidad
tecnológica pueda inducir a pensar que invertir es sólo un hecho técnico y no
humano ni ético. No se puede negar que un cierto capital puede hacer el bien
cuando se invierte en el extranjero en vez de en la propia patria. Pero deben
quedar a salvo los vínculos de justicia, teniendo en cuenta también cómo se ha
formado ese capital y los perjuicios que comporta para las personas el que no se
emplee en los lugares donde se ha generado[97]. Se ha de
evitar que el empleo de recursos financieros esté motivado por la
especulación y ceda a la tentación de buscar únicamente un beneficio inmediato,
en vez de la sostenibilidad de la empresa a largo plazo, su propio servicio a la
economía real y la promoción, en modo adecuado y oportuno, de iniciativas
económicas también en los países necesitados de desarrollo. Tampoco hay motivos
para negar que la deslocalización, que lleva consigo inversiones y formación,
puede hacer bien a la población del país que la recibe. El trabajo y los
conocimientos técnicos son una necesidad universal. Sin embargo, no es lícito
deslocalizar únicamente para aprovechar particulares condiciones favorables, o
peor aún, para explotar sin aportar a la sociedad local una verdadera
contribución para el nacimiento de un sólido sistema productivo y social, factor
imprescindible para un desarrollo estable.
41.
A este respecto,
es útil observar que la iniciativa empresarial tiene, y debe asumir cada
vez más, un significado polivalente. El predominio persistente del
binomio mercado-Estado nos ha acostumbrado a pensar exclusivamente en el
empresario privado de tipo capitalista por un lado y en el directivo estatal por
otro. En realidad, la iniciativa empresarial se ha de entender de modo
articulado. Así lo revelan diversas motivaciones metaeconómicas. El ser
empresario, antes de tener un significado profesional, tiene un significado
humano[98]. Es propio de
todo trabajo visto como «actus personae»[99] y por eso es
bueno que todo trabajador tenga la posibilidad de dar la propia aportación a su
labor, de modo que él mismo «sea consciente de que está trabajando en algo
propio»[100]. Por eso, Pablo
VI enseñaba que «todo trabajador es un creador»[101]. Precisamente
para responder a las exigencias y a la dignidad de quien trabaja, y a las
necesidades de la sociedad, existen varios tipos de empresas, más allá de la
pura distinción entre «privado» y «público». Cada una requiere y manifiesta una
capacidad de iniciativa empresarial específica. Para realizar una economía que
en el futuro próximo sepa ponerse al servicio del bien común nacional y mundial,
es oportuno tener en cuenta este significado amplio de iniciativa empresarial.
Esta concepción más amplia favorece el intercambio y la mutua configuración
entre los diversos tipos de iniciativa empresarial, con transvase de
competencias del mundo non profit al profit y viceversa, del
público al propio de la sociedad civil, del de las economías avanzadas al de
países en vía de desarrollo.
También
la «autoridad política» tiene un significado polivalente, que no
se puede olvidar mientras se camina hacia la consecución de un nuevo orden
económico-productivo, socialmente responsable y a medida del hombre. Al igual
que se pretende cultivar una iniciativa empresarial diferenciada en el ámbito
mundial, también se debe promover una autoridad política repartida y que ha de
actuar en diversos planos. El mercado único de nuestros días no elimina el papel
de los estados, más bien obliga a los gobiernos a una colaboración recíproca más
estrecha. La sabiduría y la prudencia aconsejan no proclamar apresuradamente la
desaparición del Estado. Con relación a la solución de la crisis actual, su
papel parece destinado a crecer, recuperando muchas competencias. Hay naciones
donde la construcción o reconstrucción del Estado sigue siendo un elemento clave
para su desarrollo. La ayuda internacional, precisamente dentro de un
proyecto inspirado en la solidaridad para solucionar los actuales problemas
económicos, debería apoyar en primer lugar la consolidación de los sistemas
constitucionales, jurídicos y administrativos en los países que todavía no gozan
plenamente de estos bienes. Las ayudas económicas deberían ir acompañadas de
aquellas medidas destinadas a reforzar las garantías propias de un Estado de
derecho, un sistema de orden público y de prisiones respetuoso de los
derechos humanos y a consolidar instituciones verdaderamente democráticas. No es
necesario que el Estado tenga las mismas características en todos los sitios: el
fortalecimiento de los sistemas constitucionales débiles puede ir acompañado
perfectamente por el desarrollo de otras instancias políticas no estatales, de
carácter cultural, social, territorial o religioso. Además, la articulación de
la autoridad política en el ámbito local, nacional o internacional, es uno de
los cauces privilegiados para poder orientar la globalización económica. Y
también el modo de evitar que ésta mine de hecho los fundamentos de la
democracia.
42.
A veces se
perciben actitudes fatalistas ante la globalización, como si las
dinámicas que la producen procedieran de fuerzas anónimas e impersonales o de
estructuras independientes de la voluntad humana[102]. A este
respecto, es bueno recordar que la globalización ha de entenderse ciertamente
como un proceso socioeconómico, pero no es ésta su única dimensión. Tras este
proceso más visible hay realmente una humanidad cada vez más interrelacionada;
hay personas y pueblos para los que el proceso debe ser de utilidad y
desarrollo[103], gracias a que
tanto los individuos como la colectividad asumen sus respectivas
responsabilidades. La superación de las fronteras no es sólo un hecho material,
sino también cultural, en sus causas y en sus efectos. Cuando se entiende la
globalización de manera determinista, se pierden los criterios para valorarla y
orientarla. Es una realidad humana y puede ser fruto de diversas corrientes
culturales que han de ser sometidas a un discernimiento. La verdad de la
globalización como proceso y su criterio ético fundamental vienen dados por la
unidad de la familia humana y su crecimiento en el bien. Por tanto, hay que
esforzarse incesantemente para favorecer una orientación cultural
personalista y comunitaria, abierta a la trascendencia, del proceso de
integración planetaria.
A pesar
de algunos aspectos estructurales innegables, pero que no se deben absolutizar,
«la globalización no es, a priori, ni buena ni mala. Será lo que la gente
haga de ella»[104]. Debemos ser
sus protagonistas, no las víctimas, procediendo razonablemente, guiados por la
caridad y la verdad. Oponerse ciegamente a la globalización sería una actitud
errónea, preconcebida, que acabaría por ignorar un proceso que tiene también
aspectos positivos, con el riesgo de perder una gran ocasión para aprovechar las
múltiples oportunidades de desarrollo que ofrece. El proceso de globalización,
adecuadamente entendido y gestionado, ofrece la posibilidad de una gran
redistribución de la riqueza a escala planetaria como nunca se ha visto antes;
pero, si se gestiona mal, puede incrementar la pobreza y la desigualdad,
contagiando además con una crisis a todo el mundo. Es necesario corregir las
disfunciones, a veces graves, que causan nuevas divisiones entre los pueblos
y en su interior, de modo que la redistribución de la riqueza no comporte una
redistribución de la pobreza, e incluso la acentúe, como podría hacernos temer
también una mala gestión de la situación actual. Durante mucho tiempo se ha
pensado que los pueblos pobres deberían permanecer anclados en un estadio de
desarrollo preestablecido o contentarse con la filantropía de los pueblos
desarrollados. Pablo VI se pronunció contra esta mentalidad en la
Populorum progressio.
Los recursos materiales disponibles para sacar a estos pueblos de la miseria son
hoy potencialmente mayores que antes, pero se han servido de ellos
principalmente los países desarrollados, que han podido aprovechar mejor la
liberalización de los movimientos de capitales y de trabajo. Por tanto, la
difusión de ámbitos de bienestar en el mundo no debería ser obstaculizada con
proyectos egoístas, proteccionistas o dictados por intereses particulares. En
efecto, la participación de países emergentes o en vías de desarrollo permite
hoy gestionar mejor la crisis. La transición que el proceso de globalización
comporta, conlleva grandes dificultades y peligros, que sólo se podrán superar
si se toma conciencia del espíritu antropológico y ético que en el fondo impulsa
la globalización hacia metas de humanización solidaria. Desgraciadamente,
este espíritu se ve con frecuencia marginado y entendido desde perspectivas
ético-culturales de carácter individualista y utilitarista. La globalización es
un fenómeno multidimensional y polivalente, que exige ser comprendido en la
diversidad y en la unidad de todas sus dimensiones, incluida la teológica. Esto
consentirá vivir y orientar la globalización de la humanidad en términos de
relacionalidad, comunión y
participación.
CAPÍTULO
CUARTO
DESARROLLO
DE LOS PUEBLOS, DERECHOS Y DEBERES,
AMBIENTE
43. «La
solidaridad universal, que es un hecho y un beneficio para todos, es también un
deber».[105] En la
actualidad, muchos pretenden pensar que no deben nada a nadie, si no es a sí
mismos. Piensan que sólo son titulares de derechos y con frecuencia les cuesta
madurar en su responsabilidad respecto al desarrollo integral propio y ajeno.
Por ello, es importante urgir una nueva reflexión sobre los deberes que los
derechos presuponen, y sin los cuales éstos se convierten en algo
arbitrario[106]. Hoy se da una
profunda contradicción. Mientras, por un lado, se reivindican presuntos
derechos, de carácter arbitrario y voluptuoso, con la pretensión de que las
estructuras públicas los reconozcan y promuevan, por otro, hay derechos
elementales y fundamentales que se ignoran y violan en gran parte de la
humanidad[107]. Se aprecia con
frecuencia una relación entre la reivindicación del derecho a lo superfluo, e
incluso a la transgresión y al vicio, en las sociedades opulentas, y la carencia
de comida, agua potable, instrucción básica o cuidados sanitarios elementales en
ciertas regiones del mundo subdesarrollado y también en la periferia de las
grandes ciudades. Dicha relación consiste en que los derechos individuales,
desvinculados de un conjunto de deberes que les dé un sentido profundo, se
desquician y dan lugar a una espiral de exigencias prácticamente ilimitada y
carente de criterios. La exacerbación de los derechos conduce al olvido de los
deberes. Los deberes delimitan los derechos porque remiten a un marco
antropológico y ético en cuya verdad se insertan también los derechos y así
dejan de ser arbitrarios. Por este motivo, los deberes refuerzan los derechos y
reclaman que se los defienda y promueva como un compromiso al servicio del bien.
En cambio, si los derechos del hombre se fundamentan sólo en las deliberaciones
de una asamblea de ciudadanos, pueden ser cambiados en cualquier momento y,
consiguientemente, se relaja en la conciencia común el deber de respetarlos y
tratar de conseguirlos. Los gobiernos y los organismos internacionales pueden
olvidar entonces la objetividad y la cualidad de «no disponibles» de los
derechos. Cuando esto sucede, se pone en peligro el verdadero desarrollo de los
pueblos[108].
Comportamientos como éstos comprometen la autoridad moral de los organismos
internacionales, sobre todo a los ojos de los países más necesitados de
desarrollo. En efecto, éstos exigen que la comunidad internacional asuma como un
deber ayudarles a ser «artífices de su destino»[109], es decir, a
que asuman a su vez deberes. Compartir los deberes recíprocos moviliza mucho
más que la mera reivindicación de derechos.
44. La
concepción de los derechos y de los deberes respecto al desarrollo, debe tener
también en cuenta los problemas relacionados con el crecimiento
demográfico. Es un aspecto muy importante del verdadero desarrollo, porque
afecta a los valores irrenunciables de la vida y de la familia[110]. No es correcto
considerar el aumento de población como la primera causa del subdesarrollo,
incluso desde el punto de vista económico: baste pensar, por un lado, en la
notable disminución de la mortalidad infantil y al aumento de la edad media que
se produce en los países económicamente desarrollados y, por otra, en los signos
de crisis que se perciben en la sociedades en las que se constata una
preocupante disminución de la natalidad. Obviamente, se ha de seguir prestando
la debida atención a una procreación responsable que, por lo demás, es una
contribución efectiva al desarrollo humano integral. La Iglesia, que se interesa por el
verdadero desarrollo del hombre, exhorta a éste a que respete los valores
humanos también en el ejercicio de la sexualidad: ésta no puede quedar reducida
a un mero hecho hedonista y lúdico, del mismo modo que la educación sexual no se
puede limitar a una instrucción técnica, con la única preocupación de proteger a
los interesados de eventuales contagios o del «riesgo» de procrear. Esto
equivaldría a empobrecer y descuidar el significado profundo de la sexualidad,
que debe ser en cambio reconocido y asumido con responsabilidad por la persona y
la comunidad. En efecto, la responsabilidad evita tanto que se considere la
sexualidad como una simple fuente de placer, como que se regule con políticas de
planificación forzada de la natalidad. En ambos casos se trata de concepciones y
políticas materialistas, en las que las personas acaban padeciendo diversas
formas de violencia. Frente a todo esto, se debe resaltar la competencia
primordial que en este campo tienen las familias[111] respecto del
Estado y sus políticas restrictivas, así como una adecuada educación de los
padres.
La
apertura moralmente responsable a la vida es una riqueza social y
económica. Grandes
naciones han podido salir de la miseria gracias también al gran número y a la
capacidad de sus habitantes. Al contrario, naciones en un tiempo florecientes
pasan ahora por una fase de incertidumbre, y en algún caso de decadencia,
precisamente a causa del bajo índice de natalidad, un problema crucial para las
sociedades de mayor bienestar. La disminución de los nacimientos, a veces por
debajo del llamado «índice de reemplazo generacional», pone en crisis incluso a
los sistemas de asistencia social, aumenta los costes, merma la reserva del
ahorro y, consiguientemente, los recursos financieros necesarios para las
inversiones, reduce la disponibilidad de trabajadores cualificados y disminuye
la reserva de «cerebros» a los que recurrir para las necesidades de la nación.
Además, las familias pequeñas, o muy pequeñas a veces, corren el riesgo de
empobrecer las relaciones sociales y de no asegurar formas eficaces de
solidaridad. Son situaciones que presentan síntomas de escasa confianza en el
futuro y de fatiga moral. Por eso, se convierte en una necesidad social, e
incluso económica, seguir proponiendo a las nuevas generaciones la hermosura de
la familia y del matrimonio, su sintonía con las exigencias más profundas del
corazón y de la dignidad de la persona. En esta perspectiva, los estados están
llamados a establecer políticas que promuevan la centralidad y la integridad
de la familia, fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, célula
primordial y vital de la sociedad[112], haciéndose
cargo también de sus problemas económicos y fiscales, en el respeto de su
naturaleza relacional.
45.
Responder a las exigencias morales más profundas de la persona tiene también
importantes efectos beneficiosos en el plano económico. En efecto, la
economía tiene necesidad de la ética para su correcto funcionamiento; no de
una ética cualquiera, sino de una ética amiga de la persona. Hoy se habla mucho
de ética en el campo económico, bancario y empresarial. Surgen centros de
estudio y programas formativos de business ethics; se difunde en el mundo
desarrollado el sistema de certificaciones éticas, siguiendo la línea del
movimiento de ideas nacido en torno a la responsabilidad social de la empresa.
Los bancos proponen cuentas y fondos de inversión llamados «éticos». Se
desarrolla una «finanza ética», sobre todo mediante el microcrédito y, más en
general, la microfinanciación. Dichos procesos son apreciados y merecen un
amplio apoyo. Sus efectos positivos llegan incluso a las áreas menos
desarrolladas de la tierra. Conviene, sin embargo, elaborar un criterio de
discernimiento válido, pues se nota un cierto abuso del adjetivo «ético» que,
usado de manera genérica, puede abarcar también contenidos completamente
distintos, hasta el punto de hacer pasar por éticas decisiones y opciones
contrarias a la justicia y al verdadero bien del hombre.
En
efecto, mucho depende del sistema moral de referencia. Sobre este aspecto, la
doctrina social de la
Iglesia ofrece una aportación específica, que se funda en la
creación del hombre «a imagen de Dios» (Gn 1,27), algo que comporta la
inviolable dignidad de la persona humana, así como el valor trascendente de las
normas morales naturales. Una ética económica que prescinda de estos dos pilares
correría el peligro de perder inevitablemente su propio significado y prestarse
así a ser instrumentalizada; más concretamente, correría el riesgo de amoldarse
a los sistemas económico-financieros existentes, en vez de corregir sus
disfunciones. Además, podría acabar incluso justificando la financiación de
proyectos no éticos. Es necesario, pues, no recurrir a la palabra «ética» de una
manera ideológicamente discriminatoria, dando a entender que no serían éticas
las iniciativas no etiquetadas formalmente con esa cualificación. Conviene
esforzarse —la observación aquí es esencial— no sólo para que surjan sectores o
segmentos «éticos» de la economía o de las finanzas, sino para que toda la
economía y las finanzas sean éticas y lo sean no por una etiqueta externa, sino
por el respeto de exigencias intrínsecas de su propia naturaleza. A este
respecto, la doctrina social de la Iglesia habla con claridad,
recordando que la economía, en todas sus ramas, es un sector de la actividad
humana[113].
Respecto
al tema de la 46.
relación entre empresa y ética, así como de la evolución que está
teniendo el sistema productivo, parece que la distinción hasta ahora más
difundida entre empresas destinadas al beneficio (profit) y
organizaciones sin ánimo de lucro (non profit) ya no refleja plenamente
la realidad, ni es capaz de orientar eficazmente el futuro. En estos últimos
decenios, ha ido surgiendo una amplia zona intermedia entre los dos tipos de
empresas. Esa zona intermedia está compuesta por empresas tradicionales que, sin
embargo, suscriben pactos de ayuda a países atrasados; por fundaciones
promovidas por empresas concretas; por grupos de empresas que tienen objetivos
de utilidad social; por el amplio mundo de agentes de la llamada economía civil
y de comunión. No se trata sólo de un «tercer sector», sino de una nueva y
amplia realidad compuesta, que implica al sector privado y público y que no
excluye el beneficio, pero lo considera instrumento para objetivos humanos y
sociales. Que estas empresas distribuyan más o menos los beneficios, o que
adopten una u otra configuración jurídica prevista por la ley, es secundario
respecto a su disponibilidad para concebir la ganancia como un instrumento para
alcanzar objetivos de humanización del mercado y de la sociedad. Es de desear
que estas nuevas formas de empresa encuentren en todos los países también un
marco jurídico y fiscal adecuado. Así, sin restar importancia y utilidad
económica y social a las formas tradicionales de empresa, hacen evolucionar el
sistema hacia una asunción más clara y plena de los deberes por parte de los
agentes económicos. Y no sólo esto. La misma pluralidad de las formas
institucionales de empresa es lo que promueve un mercado más cívico y al mismo
tiempo más competitivo.
47. La
potenciación de los diversos tipos de empresas y, en particular, de los que son
capaces de concebir el beneficio como un instrumento para conseguir objetivos de
humanización del mercado y de la sociedad, hay que llevarla a cabo incluso en
países excluidos o marginados de los circuitos de la economía global, donde es
muy importante proceder con proyectos de subsidiaridad convenientemente
diseñados y gestionados, que tiendan a promover los derechos, pero previendo
siempre que se asuman también las correspondientes responsabilidades. En las
iniciativas para el desarrollo debe quedar a salvo el principio de la
centralidad de la persona humana, que es quien debe asumirse en primer
lugar el deber del desarrollo. Lo que interesa principalmente es la mejora de
las condiciones de vida de las personas concretas de una cierta región, para que
puedan satisfacer aquellos deberes que la indigencia no les permite observar
actualmente. La preocupación nunca puede ser una actitud abstracta. Los
programas de desarrollo, para poder adaptarse a las situaciones concretas, han
de ser flexibles; y las personas que se beneficien deben implicarse directamente
en su planificación y convertirse en protagonistas de su realización. También es
necesario aplicar los criterios de progresión y acompañamiento —incluido el
seguimiento de los resultados—, porque no hay recetas universalmente válidas.
Mucho depende de la gestión concreta de las intervenciones. «Constructores de su
propio desarrollo, los pueblos son los primeros responsables de él. Pero no lo
realizarán en el aislamiento»[114]. Hoy, con la
consolidación del proceso de progresiva integración del planeta, esta
exhortación de Pablo VI es más válida todavía. Las dinámicas de inclusión no
tienen nada de mecánico. Las soluciones se han de ajustar a la vida de los
pueblos y de las personas concretas, basándose en una valoración prudencial de
cada situación. Al lado de los macroproyectos son necesarios los microproyectos
y, sobre todo, es necesaria la movilización efectiva de todos los sujetos de la
sociedad civil, tanto de las personas jurídicas como de las personas
físicas.
La
cooperación internacional necesita personas que participen en el proceso
del desarrollo económico y humano, mediante la solidaridad de la presencia, el
acompañamiento, la formación y el respeto. Desde este punto de vista, los
propios organismos internacionales deberían preguntarse sobre la eficacia real
de sus aparatos burocráticos y administrativos, frecuentemente demasiado
costosos. A veces, el destinatario de las ayudas resulta útil para quien lo
ayuda y, así, los pobres sirven para mantener costosos organismos burocráticos,
que destinan a la propia conservación un porcentaje demasiado elevado de esos
recursos que deberían ser destinados al desarrollo. A este respecto, cabría
desear que los organismos internacionales y las organizaciones no
gubernamentales se esforzaran por una transparencia total, informando a los
donantes y a la opinión pública sobre la proporción de los fondos recibidos que
se destina a programas de cooperación, sobre el verdadero contenido de dichos
programas y, en fin, sobre la distribución de los gastos de la institución
misma.
48. El
tema del desarrollo está también muy unido hoy a los deberes que nacen de la
relación del hombre con el ambiente natural. Éste es un don de
Dios para todos, y su uso representa para nosotros una responsabilidad para con
los pobres, las generaciones futuras y toda la humanidad. Cuando se considera la
naturaleza, y en primer lugar al ser humano, fruto del azar o del determinismo
evolutivo, disminuye el sentido de la responsabilidad en las conciencias. El
creyente reconoce en la naturaleza el maravilloso resultado de la intervención
creadora de Dios, que el hombre puede utilizar responsablemente para satisfacer
sus legítimas necesidades —materiales e inmateriales— respetando el equilibrio
inherente a la creación misma. Si se desvanece esta visión, se acaba por
considerar la naturaleza como un tabú intocable o, al contrario, por abusar de
ella. Ambas posturas no son conformes con la visión cristiana de la naturaleza,
fruto de la creación de Dios.
La
naturaleza es expresión de un proyecto de amor y de verdad. Ella
nos precede y nos ha sido dada por Dios como ámbito de vida. Nos habla del
Creador (cf. Rm 1,20) y de su amor a la humanidad. Está destinada a
encontrar la «plenitud» en Cristo al final de los tiempos (cf. Ef 1,9-10;
Col 1,19-20). También ella, por tanto, es una «vocación»[115]. La naturaleza
está a nuestra disposición no como un «montón de desechos esparcidos al
azar»,[116] sino como un
don del Creador que ha diseñado sus estructuras intrínsecas para que el hombre
descubra las orientaciones que se deben seguir para «guardarla y cultivarla»
(cf. Gn 2,15). Pero se ha de subrayar que es contrario al verdadero
desarrollo considerar la naturaleza como más importante que la persona humana
misma. Esta postura conduce a actitudes neopaganas o de nuevo panteísmo: la
salvación del hombre no puede venir únicamente de la naturaleza, entendida en
sentido puramente naturalista. Por otra parte, también es necesario
refutar la posición contraria, que mira a su completa tecnificación, porque el
ambiente natural no es sólo materia disponible a nuestro gusto, sino obra
admirable del Creador y que lleva en sí una «gramática» que indica finalidad y
criterios para un uso inteligente, no instrumental y arbitrario. Hoy, muchos
perjuicios al desarrollo provienen en realidad de estas maneras de pensar
distorsionadas. Reducir completamente la naturaleza a un conjunto de simples
datos fácticos acaba siendo fuente de violencia para con el ambiente, provocando
además conductas que no respetan la naturaleza del hombre mismo. Ésta, en cuanto
se compone no sólo de materia, sino también de espíritu, y por tanto rica de
significados y fines trascendentes, tiene un carácter normativo incluso para la
cultura. El hombre interpreta y modela el ambiente natural mediante la cultura,
la cual es orientada a su vez por la libertad responsable, atenta a los
dictámenes de la ley moral. Por tanto, los proyectos para un desarrollo humano
integral no pueden ignorar a las generaciones sucesivas, sino que han de
caracterizarse por la solidaridad y la justicia intergeneracional,
teniendo en cuenta múltiples aspectos, como el ecológico, el jurídico, el
económico, el político y el cultural[117].
49. Hoy,
las cuestiones relacionadas con el cuidado y salvaguardia del ambiente han de
tener debidamente en cuenta los problemas energéticos. En efecto, el
acaparamiento por parte de algunos estados, grupos de poder y empresas de
recursos energéticos no renovables, es un grave obstáculo para el desarrollo de
los países pobres. Éstos no tienen medios económicos ni para acceder a las
fuentes energéticas no renovables ya existentes ni para financiar la búsqueda de
fuentes nuevas y alternativas. La acumulación de recursos naturales, que en
muchos casos se encuentran precisamente en países pobres, causa explotación y
conflictos frecuentes entre las naciones y en su interior. Dichos conflictos se
producen con frecuencia precisamente en el territorio de esos países, con graves
consecuencias de muertes, destrucción y mayor degradación aún. La comunidad
internacional tiene el deber imprescindible de encontrar los modos
institucionales para ordenar el aprovechamiento de los recursos no renovables,
con la participación también de los países pobres, y planificar así
conjuntamente el futuro.
En este
sentido, hay también una urgente necesidad moral de una renovada
solidaridad, especialmente en las relaciones entre países en vías de
desarrollo y países altamente industrializados[118]. Las sociedades
tecnológicamente avanzadas pueden y deben disminuir el propio gasto energético,
bien porque las actividades manufactureras evolucionan, bien porque entre sus
ciudadanos se difunde una mayor sensibilidad ecológica. Además, se debe añadir
que hoy se puede mejorar la eficacia energética y al mismo tiempo progresar en
la búsqueda de energías alternativas. Pero es también necesaria una
redistribución planetaria de los recursos energéticos, de manera que también los
países que no los tienen puedan acceder a ellos. Su destino no puede dejarse en
manos del primero que llega o depender de la lógica del más fuerte. Se trata de
problemas relevantes que, para ser afrontados de manera adecuada, requieren por
parte de todos una responsable toma de conciencia de las consecuencias que
afectarán a las nuevas generaciones, y sobre todo a los numerosos jóvenes que
viven en los pueblos pobres, los cuales «reclaman tener su parte activa en la
construcción de un mundo mejor»[119].
50. Esta
responsabilidad es global, porque no concierne sólo a la energía, sino a toda la
creación, para no dejarla a las nuevas generaciones empobrecida en sus recursos.
Es lícito que el hombre gobierne responsablemente la naturaleza para
custodiarla, hacerla productiva y cultivarla también con métodos nuevos y
tecnologías avanzadas, de modo que pueda acoger y alimentar dignamente a la
población que la habita. En nuestra tierra hay lugar para todos: en ella toda la
familia humana debe encontrar los recursos necesarios para vivir dignamente, con
la ayuda de la naturaleza misma, don de Dios a sus hijos, con el tesón del
propio trabajo y de la propia inventiva. Pero debemos considerar un deber muy
grave el dejar la tierra a las nuevas generaciones en un estado en el que puedan
habitarla dignamente y seguir cultivándola. Eso comporta «el compromiso de
decidir juntos después de haber ponderado responsablemente la vía a seguir, con
el objetivo de fortalecer esa alianza entre ser humano y medio ambiente
que ha de ser reflejo del amor creador de Dios, del cual procedemos y hacia el
cual caminamos»[120]. Es de desear
que la comunidad internacional y cada gobierno sepan contrarrestar eficazmente
los modos de utilizar el ambiente que le sean nocivos. Y también las autoridades
competentes han de hacer los esfuerzos necesarios para que los costes económicos
y sociales que se derivan del uso de los recursos ambientales comunes se
reconozcan de manera transparente y sean sufragados totalmente por aquellos que
se benefician, y no por otros o por las futuras generaciones. La protección del
entorno, de los recursos y del clima requiere que todos los responsables
internacionales actúen conjuntamente y demuestren prontitud para obrar de buena
fe, en el respeto de la ley y la solidaridad con las regiones más débiles del
planeta[121]. Una de las
mayores tareas de la economía es precisamente el uso más eficaz de los recursos,
no el abuso, teniendo siempre presente que el concepto de eficiencia no es
axiológicamente neutral.
51.
El modo en que el hombre trata el ambiente influye en la manera en que se
trata a sí mismo, y viceversa. Esto exige que la sociedad actual revise
seriamente su estilo de vida que, en muchas partes del mundo, tiende al
hedonismo y al consumismo, despreocupándose de los daños que de ello se
derivan[122]. Es necesario
un cambio efectivo de mentalidad que nos lleve a adoptar nuevos estilos de
vida, «a tenor de los cuales la búsqueda de la verdad, de la belleza
y del bien, así como la comunión con los demás hombres para un crecimiento común
sean los elementos que determinen las opciones del consumo, de los ahorros y de
las inversiones»[123]. Cualquier
menoscabo de la solidaridad y del civismo produce daños ambientales, así como la
degradación ambiental, a su vez, provoca insatisfacción en las relaciones
sociales. La naturaleza, especialmente en nuestra época, está tan integrada en
la dinámica social y culturales que prácticamente ya no constituye una variable
independiente. La desertización y el empobrecimiento productivo de algunas áreas
agrícolas son también fruto del empobrecimiento de sus habitantes y de su
atraso. Cuando se promueve el desarrollo económico y cultural de estas
poblaciones, se tutela también la naturaleza. Además, muchos recursos naturales
quedan devastados con las guerras. La paz de los pueblos y entre los pueblos
permitiría también una mayor salvaguardia de la naturaleza. El acaparamiento de
los recursos, especialmente del agua, puede provocar graves conflictos entre las
poblaciones afectadas. Un acuerdo pacífico sobre el uso de los recursos puede
salvaguardar la naturaleza y, al mismo tiempo, el bienestar de las sociedades
interesadas.
La
Iglesia tiene una
responsabilidad respecto a la creación y la debe
hacer valer en público. Y, al hacerlo, no sólo debe defender la tierra, el agua
y el aire como dones de la creación que pertenecen a todos. Debe proteger
sobre todo al hombre contra la destrucción de sí mismo. Es necesario que exista
una especie de ecología del hombre bien entendida. En efecto, la degradación de
la naturaleza está estrechamente unida a la cultura que modela la convivencia
humana: cuando se respeta la «ecología humana»[124] en la sociedad,
también la ecología ambiental se beneficia. Así como las
virtudes humanas están interrelacionadas, de modo que el debilitamiento de una
pone en peligro también a las otras, así también el sistema ecológico se apoya
en un proyecto que abarca tanto la sana convivencia social como la buena
relación con la naturaleza.
Para
salvaguardar la naturaleza no basta intervenir con incentivos o desincentivos
económicos, y ni siquiera basta con una instrucción adecuada. Éstos son
instrumentos importantes, pero el problema decisivo es la capacidad moral
global de la sociedad. Si no se respeta el derecho a la vida y a la muerte
natural, si se hace artificial la concepción, la gestación y el nacimiento del
hombre, si se sacrifican embriones humanos a la investigación, la conciencia
común acaba perdiendo el concepto de ecología humana y con ello de la ecología
ambiental. Es una contradicción pedir a las nuevas generaciones el respeto al
ambiente natural, cuando la educación y las leyes no las ayudan a respetarse a
sí mismas. El libro de la naturaleza es uno e indivisible, tanto en lo que
concierne a la vida, la sexualidad, el matrimonio, la familia, las relaciones
sociales, en una palabra, el desarrollo humano integral. Los deberes que tenemos
con el ambiente están relacionados con los que tenemos para con la persona
considerada en sí misma y en su relación con los otros. No se pueden exigir unos
y conculcar otros. Es una grave antinomia de la mentalidad y de la praxis
actual, que envilece a la persona, trastorna el ambiente y daña a la
sociedad.
52. La
verdad, y el amor que ella desvela, no se pueden producir, sólo se pueden
acoger. Su última fuente no es, ni puede ser, el hombre, sino Dios, o sea Aquel
que es Verdad y Amor. Este principio es muy importante para la sociedad y para
el desarrollo, en cuanto que ni la Verdad ni el Amor pueden ser sólo
productos humanos; la vocación misma al desarrollo de las personas y de los
pueblos no se fundamenta en una simple deliberación humana, sino que está
inscrita en un plano que nos precede y que para todos nosotros es un deber que
ha de ser acogido libremente. Lo que nos precede y constituye —el Amor y
la Verdad
subsistentes— nos indica qué es el bien y en qué consiste nuestra felicidad.
Nos señala así el camino hacia el verdadero
desarrollo.
CAPÍTULO
QUINTO
LA
COLABORACIÓN DE LA FAMILIA HUMANA
Una de
las pobrezas más hondas que el hombre puede experimentar es la 53.
soledad. Ciertamente, también las otras pobrezas, incluidas las materiales,
nacen del aislamiento, del no ser amados o de la dificultad de amar. Con
frecuencia, son provocadas por el rechazo del amor de Dios, por una tragedia
original de cerrazón del hombre en sí mismo, pensando ser autosuficiente, o bien
un mero hecho insignificante y pasajero, un «extranjero» en un universo que se
ha formado por casualidad. El hombre está alienado cuando vive solo o se aleja
de la realidad, cuando renuncia a pensar y creer en un Fundamento[125]. Toda la
humanidad está alienada cuando se entrega a proyectos exclusivamente humanos, a
ideologías y utopías falsas[126]. Hoy la
humanidad aparece mucho más interactiva que antes: esa mayor vecindad debe
transformarse en verdadera comunión. El desarrollo de los pueblos depende
sobre todo de que se reconozcan como parte de una sola familia, que colabora
con verdadera comunión y está integrada por seres que no viven simplemente uno
junto al otro[127].
Pablo VI
señalaba que «el mundo se encuentra en un lamentable vacío de ideas»[128]. La afirmación
contiene una constatación, pero sobre todo una aspiración: es preciso un nuevo
impulso del pensamiento para comprender mejor lo que implica ser una familia; la
interacción entre los pueblos del planeta nos urge a dar ese impulso, para que
la integración se desarrolle bajo el signo de la solidaridad[129] en vez del de
la marginación. Dicho pensamiento obliga a una profundización crítica y
valorativa de la categoría de la relación. Es un compromiso que no puede
llevarse a cabo sólo con las ciencias sociales, dado que requiere la aportación
de saberes como la metafísica y la teología, para captar con claridad la
dignidad trascendente del hombre.
La
criatura humana, en cuanto de naturaleza espiritual, se realiza en las
relaciones interpersonales. Cuanto más las vive de manera auténtica, tanto más
madura también en la propia identidad personal. El hombre se valoriza no
aislándose sino poniéndose en relación con los otros y con Dios. Por tanto, la
importancia de dichas relaciones es fundamental. Esto vale también para los
pueblos. Consiguientemente, resulta muy útil para su desarrollo una visión
metafísica de la relación entre las personas. A este respecto, la razón
encuentra inspiración y orientación en la revelación cristiana, según la cual la
comunidad de los hombres no absorbe en sí a la persona anulando su autonomía,
como ocurre en las diversas formas del totalitarismo, sino que la valoriza más
aún porque la relación entre persona y comunidad es la de un todo hacia otro
todo[130]. De la misma
manera que la comunidad familiar no anula en su seno a las personas que la
componen, y la
Iglesia misma valora plenamente la «criatura nueva»
(Ga 6,15; 2 Co 5,17), que por el bautismo se inserta en su
Cuerpo vivo, así también la unidad de la familia humana no anula de por sí a las
personas, los pueblos o las culturas, sino que los hace más transparentes los
unos con los otros, más unidos en su legítima diversidad.
El tema
del desarrollo coincide con el de la inclusión relacional de 54.
todas las personas y de todos los pueblos en la única comunidad de la familia
humana, que se construye en la solidaridad sobre la base de los valores
fundamentales de la justicia y la paz. Esta perspectiva se ve iluminada de
manera decisiva por la relación entre las Personas de la Trinidad en la única Sustancia
divina. La
Trinidad es absoluta unidad, en cuanto las tres Personas
divinas son relacionalidad pura. La transparencia recíproca entre las Personas
divinas es plena y el vínculo de una con otra total, porque constituyen una
absoluta unidad y unicidad. Dios nos quiere también asociar a esa realidad de
comunión: «para que sean uno, como nosotros somos uno» (Jn 17,22).
La Iglesia es
signo e instrumento de esta unidad[131]. También las
relaciones entre los hombres a lo largo de la historia se han beneficiado de la
referencia a este Modelo divino. En particular, a la luz del misterio
revelado de la
Trinidad, se comprende que la verdadera apertura no
significa dispersión centrífuga, sino compenetración profunda. Esto se
manifiesta también en las experiencias humanas comunes del amor y de la verdad.
Como el amor sacramental une a los esposos espiritualmente en «una sola carne»
(Gn 2,24; Mt 19,5; Ef 5,31), y de dos que eran hace de
ellos una unidad relacional y real, de manera análoga la verdad une los
espíritus entre sí y los hace pensar al unísono, atrayéndolos y uniéndolos en
ella.
55. La
revelación cristiana sobre la unidad del género humano presupone una
interpretación metafísica del humanum, en la que la relacionalidad es
elemento esencial. También otras culturas y otras religiones enseñan la
fraternidad y la paz y, por tanto, son de gran importancia para el desarrollo
humano integral. Sin embargo, no faltan actitudes religiosas y culturales en las
que no se asume plenamente el principio del amor y de la verdad, terminando así
por frenar el verdadero desarrollo humano e incluso por impedirlo. El mundo de
hoy está siendo atravesado por algunas culturas de trasfondo religioso, que no
llevan al hombre a la comunión, sino que lo aíslan en la búsqueda del bienestar
individual, limitándose a gratificar las expectativas psicológicas. También una
cierta proliferación de itinerarios religiosos de pequeños grupos, e incluso de
personas individuales, así como el sincretismo religioso, pueden ser factores de
dispersión y de falta de compromiso. Un posible efecto negativo del proceso de
globalización es la tendencia a favorecer dicho sincretismo[132], alimentando
formas de «religión» que alejan a las personas unas de otras, en vez de hacer
que se encuentren, y las apartan de la realidad. Al mismo tiempo, persisten a
veces parcelas culturales y religiosas que encasillan la sociedad en castas
sociales estáticas, en creencias mágicas que no respetan la dignidad de la
persona, en actitudes de sumisión a fuerzas ocultas. En esos contextos, el amor
y la verdad encuentran dificultad para afianzarse, perjudicando el auténtico
desarrollo.
Por este
motivo, aunque es verdad que, por un lado, el desarrollo necesita de las
religiones y de las culturas de los diversos pueblos, por otro lado, sigue
siendo verdad también que es necesario un adecuado discernimiento. La libertad
religiosa no significa indiferentismo religioso y no comporta que todas las
religiones sean iguales[133]. El
discernimiento sobre la contribución de las culturas y de las religiones es
necesario para la construcción de la comunidad social en el respeto del bien
común, sobre todo para quien ejerce el poder político. Dicho discernimiento
deberá basarse en el criterio de la caridad y de la verdad. Puesto que está en
juego el desarrollo de las personas y de los pueblos, tendrá en cuenta la
posibilidad de emancipación y de inclusión en la óptica de una comunidad humana
verdaderamente universal. El criterio para evaluar las culturas y las religiones
es también «todo el hombre y todos los hombres». El cristianismo, religión del
«Dios que tiene un rostro humano»[134], lleva en sí
mismo un criterio similar.
56. La
religión cristiana y las otras religiones pueden contribuir al desarrollo
solamente si Dios tiene un lugar en la esfera pública, con específica
referencia a la dimensión cultural, social, económica y, en particular,
política. La doctrina social de la Iglesia ha nacido para reivindicar
esa «carta de ciudadanía»[135] de la religión
cristiana. La negación del derecho a profesar públicamente la propia religión y
a trabajar para que las verdades de la fe inspiren también la vida pública,
tiene consecuencias negativas sobre el verdadero desarrollo. La exclusión de la
religión del ámbito público, así como, el fundamentalismo religioso por otro
lado, impiden el encuentro entre las personas y su colaboración para el progreso
de la humanidad. La vida pública se empobrece de motivaciones y la política
adquiere un aspecto opresor y agresivo. Se corre el riesgo de que no se respeten
los derechos humanos, bien porque se les priva de su fundamento trascendente,
bien porque no se reconoce la libertad personal. En el laicismo y en el
fundamentalismo se pierde la posibilidad de un diálogo fecundo y de una
provechosa colaboración entre la razón y la fe religiosa. La razón necesita
siempre ser purificada por la fe, y esto vale también para la razón
política, que no debe creerse omnipotente. A su vez, la religión tiene
siempre necesidad de ser purificada por la razón para mostrar su auténtico
rostro humano. La ruptura de este diálogo comporta un coste muy gravoso para el
desarrollo de la humanidad.
57. El
diálogo fecundo entre fe y razón hace más eficaz el ejercicio de la caridad en
el ámbito social y es el marco más apropiado para promover la colaboración
fraterna entre creyentes y no creyentes, en la perspectiva compartida de
trabajar por la justicia y la paz de la humanidad. Los Padres conciliares
afirmaban en la
Constitución pastoral Gaudium et
spes: «Según la
opinión casi unánime de creyentes y no creyentes, todo lo que existe en la
tierra debe ordenarse al hombre como su centro y su culminación»[136]. Para los
creyentes, el mundo no es fruto de la casualidad ni de la necesidad, sino de un
proyecto de Dios. De ahí nace el deber de los creyentes de aunar sus esfuerzos
con todos los hombres y mujeres de buena voluntad de otras religiones, o no
creyentes, para que nuestro mundo responda efectivamente al proyecto divino:
vivir como una familia, bajo la mirada del Creador. Sin duda, el principio de
subsidiaridad[137], expresión de
la inalienable libertad humana. La subsidiaridad es ante todo una ayuda a la
persona, a través de la autonomía de los cuerpos intermedios. Dicha ayuda se
ofrece cuando la persona y los sujetos sociales no son capaces de valerse por sí
mismos, implicando siempre una finalidad emancipadora, porque favorece la
libertad y la participación a la hora de asumir responsabilidades. La
subsidiaridad respeta la dignidad de la persona, en la que ve un sujeto siempre
capaz de dar algo a los otros. La subsidiaridad, al reconocer que la
reciprocidad forma parte de la constitución íntima del ser humano, es el
antídoto más eficaz contra cualquier forma de asistencialismo paternalista. Ella
puede dar razón tanto de la múltiple articulación de los niveles y, por ello, de
la pluralidad de los sujetos, como de su coordinación. Por tanto, es un
principio particularmente adecuado para gobernar la globalización y orientarla
hacia un verdadero desarrollo humano. Para no abrir la puerta a un peligroso
poder universal de tipo monocrático, el gobierno de la globalización debe ser
de tipo subsidiario, articulado en múltiples niveles y planos diversos, que
colaboren recíprocamente. La globalización necesita ciertamente una autoridad,
en cuanto plantea el problema de la consecución de un bien común global; sin
embargo, dicha autoridad deberá estar organizada de modo subsidiario y con
división de poderes[138], tanto para no
herir la libertad como para resultar concretamente eficaz.
58.
El principio de subsidiaridad debe mantenerse íntimamente unido al principio
de la solidaridad y viceversa, porque así como la subsidiaridad sin la
solidaridad desemboca en el particularismo social, también es cierto que la
solidaridad sin la subsidiaridad acabaría en el asistencialismo que humilla al
necesitado. Esta regla de carácter general se ha de tener muy en cuenta incluso
cuando se afrontan los temas sobre las ayudas internacionales al
desarrollo. Éstas, por encima de las intenciones de los donantes, pueden
mantener a veces a un pueblo en un estado de dependencia, e incluso favorecer
situaciones de dominio local y de explotación en el país que las recibe. Las
ayudas económicas, para que lo sean de verdad, no deben perseguir otros fines.
Han de ser concedidas implicando no sólo a los gobiernos de los países
interesados, sino también a los agentes económicos locales y a los agentes
culturales de la sociedad civil, incluidas las Iglesias locales. Los programas
de ayuda han de adaptarse cada vez más a la forma de los programas integrados y
compartidos desde la base. En efecto, sigue siendo verdad que el recurso humano
es más valioso de los países en vías de desarrollo: éste es el auténtico capital
que se ha de potenciar para asegurar a los países más pobres un futuro
verdaderamente autónomo. Conviene recordar también que, en el campo económico,
la ayuda principal que necesitan los países en vías de desarrollo es permitir y
favorecer cada vez más el ingreso de sus productos en los mercados
internacionales, posibilitando así su plena participación en la vida económica
internacional. En el pasado, las ayudas han servido con demasiada frecuencia
sólo para crear mercados marginales de los productos de esos países. Esto se
debe muchas veces a una falta de verdadera demanda de estos productos: por
tanto, es necesario ayudar a esos países a mejorar sus productos y a adaptarlos
mejor a la demanda. Además, algunos han temido con frecuencia la competencia de
las importaciones de productos, normalmente agrícolas, provenientes de los
países económicamente pobres. Sin embargo, se ha de recordar que la posibilidad
de comercializar dichos productos significa a menudo garantizar su supervivencia
a corto o largo plazo. Un comercio internacional justo y equilibrado en el campo
agrícola puede reportar beneficios a todos, tanto en la oferta como en la
demanda. Por este motivo, no sólo es necesario orientar comercialmente esos
productos, sino establecer reglas comerciales internacionales que los sostengan,
y reforzar la financiación del desarrollo para hacer más productivas esas
economías.
59.
La cooperación para el desarrollo no debe contemplar solamente la
dimensión económica; ha de ser una gran ocasión para el encuentro cultural y
humano. Si los sujetos de la cooperación de los países económicamente
desarrollados, como a veces sucede, no tienen en cuenta la identidad cultural
propia y ajena, con sus valores humanos, no podrán entablar diálogo alguno con
los ciudadanos de los países pobres. Si éstos, a su vez, se abren con
indiferencia y sin discernimiento a cualquier propuesta cultural, no estarán en
condiciones de asumir la responsabilidad de su auténtico desarrollo[139]. Las sociedades
tecnológicamente avanzadas no deben confundir el propio desarrollo
tecnológico con una presunta superioridad cultural, sino que deben
redescubrir en sí mismas virtudes a veces olvidadas, que las han hecho florecer
a lo largo de su historia. Las sociedades en crecimiento deben permanecer fieles
a lo que hay de verdaderamente humano en sus tradiciones, evitando que
superpongan automáticamente a ellas las formas de la civilización tecnológica
globalizada. En todas las culturas se dan singulares y múltiples convergencias
éticas, expresiones de una misma naturaleza humana, querida por el Creador, y
que la sabiduría ética de la humanidad llama ley natural[140]. Dicha ley
moral universal es fundamento sólido de todo diálogo cultural, religioso y
político, ayudando al pluralismo multiforme de las diversas culturas a que no se
alejen de la búsqueda común de la verdad, del bien y de Dios. Por tanto, la
adhesión a esa ley escrita en los corazones es la base de toda colaboración
social constructiva. En todas las culturas hay costras que limpiar y sombras que
despejar. La fe cristiana, que se encarna en las culturas trascendiéndolas,
puede ayudarlas a crecer en la convivencia y en la solidaridad universal, en
beneficio del desarrollo comunitario y planetario.
60. En
la búsqueda de soluciones para la crisis económica actual, la ayuda al
desarrollo de los países pobres debe considerarse un verdadero instrumento de
creación de riqueza para todos. ¿Qué proyecto de ayuda puede prometer un
crecimiento de tan significativo valor —incluso para la economía mundial—
como la ayuda a poblaciones que se encuentran todavía en una fase inicial o poco
avanzada de su proceso de desarrollo económico? En esta perspectiva, los estados
económicamente más desarrollados harán lo posible por destinar mayores
porcentajes de su producto interior bruto para ayudas al desarrollo, respetando
los compromisos que se han tomado sobre este punto en el ámbito de la comunidad
internacional. Lo podrán hacer también revisando sus políticas internas de
asistencia y de solidaridad social, aplicando a ellas el principio de
subsidiaridad y creando sistemas de seguridad social más integrados, con la
participación activa de las personas y de la sociedad civil. De esta manera, es
posible también mejorar los servicios sociales y asistenciales y, al mismo
tiempo, ahorrar recursos, eliminando derroches y rentas abusivas, para
destinarlos a la solidaridad internacional. Un sistema de solidaridad social más
participativo y orgánico, menos burocratizado pero no por ello menos coordinado,
podría revitalizar muchas energías hoy adormecidas en favor también de la
solidaridad entre los pueblos.
Una
posibilidad de ayuda para el desarrollo podría venir de la aplicación eficaz de
la llamada subsidiaridad fiscal, que permitiría a los ciudadanos decidir
sobre el destino de los porcentajes de los impuestos que pagan al Estado. Esto
puede ayudar, evitando degeneraciones particularistas, a fomentar formas de
solidaridad social desde la base, con obvios beneficios también desde el punto
de vista de la solidaridad para el desarrollo.
61. Una
solidaridad más amplia a nivel internacional se manifiesta ante todo en seguir
promoviendo, también en condiciones de crisis económica, un mayor acceso a
la educación que, por otro lado, es una condición esencial para la
eficacia de la cooperación internacional misma. Con el término «educación» no
nos referimos sólo a la instrucción o a la formación para el trabajo, que son
dos causas importantes para el desarrollo, sino a la formación completa de la
persona. A este respecto, se ha de subrayar un aspecto problemático: para educar
es preciso saber quién es la persona humana, conocer su naturaleza. Al
afianzarse una visión relativista de dicha naturaleza plantea serios problemas a
la educación, sobre todo a la educación moral, comprometiendo su difusión
universal. Cediendo a este relativismo, todos se empobrecen más, con
consecuencias negativas también para la eficacia de la ayuda a las poblaciones
más necesitadas, a las que no faltan sólo recursos económicos o técnicos, sino
también modos y medios pedagógicos que ayuden a las personas a lograr su plena
realización humana.
Un
ejemplo de la importancia de este problema lo tenemos en el fenómeno del
turismo internacional[141], que puede ser
un notable factor de desarrollo económico y crecimiento cultural, pero que en
ocasiones puede transformarse en una forma de explotación y degradación moral.
La situación actual ofrece oportunidades singulares para que los aspectos
económicos del desarrollo, es decir, los flujos de dinero y la aparición de
experiencias empresariales locales significativas, se combinen con los
culturales, y en primer lugar el educativo. En muchos casos es así, pero en
muchos otros el turismo internacional es una experiencia deseducativa, tanto
para el turista como para las poblaciones locales. Con frecuencia, éstas se
encuentran con conductas inmorales, y hasta perversas, como en el caso del
llamado turismo sexual, al que se sacrifican tantos seres humanos, incluso de
tierna edad. Es doloroso constatar que esto ocurre muchas veces con el respaldo
de gobiernos locales, con el silencio de aquellos otros de donde proceden los
turistas y con la complicidad de tantos operadores del sector. Aún sin llegar a
ese extremo, el turismo internacional se plantea con frecuencia de manera
consumista y hedonista, como una evasión y con modos de organización típicos de
los países de origen, de forma que no se favorece un verdadero encuentro entre
personas y culturas. Hay que pensar, pues, en un turismo distinto, capaz de
promover un verdadero conocimiento recíproco, que nada quite al descanso y
a la sana diversión: hay que fomentar un turismo así, también a través de una
relación más estrecha con las experiencias de cooperación internacional y de
iniciativas empresariales para el desarrollo.
62. Otro
aspecto digno de atención, hablando del desarrollo humano integral, es el
fenómeno de las migraciones. Es un fenómeno que impresiona por sus
grandes dimensiones, por los problemas sociales, económicos, políticos,
culturales y religiosos que suscita, y por los dramáticos desafíos que plantea a
las comunidades nacionales y a la comunidad internacional. Podemos decir que
estamos ante un fenómeno social de que marca época, que requiere una fuerte y
clarividente política de cooperación internacional para afrontarlo debidamente.
Esta política hay que desarrollarla partiendo de una estrecha colaboración entre
los países de procedencia y de destino de los emigrantes; ha de ir acompañada de
adecuadas normativas internacionales capaces de armonizar los diversos
ordenamientos legislativos, con vistas a salvaguardar las exigencias y los
derechos de las personas y de las familias emigrantes, así como las de las
sociedades de destino. Ningún país por sí solo puede ser capaz de hacer frente a
los problemas migratorios actuales. Todos podemos ver el sufrimiento, el
disgusto y las aspiraciones que conllevan los flujos migratorios. Como es
sabido, es un fenómeno complejo de gestionar; sin embargo, está comprobado que
los trabajadores extranjeros, no obstante las dificultades inherentes a su
integración, contribuyen de manera significativa con su trabajo al desarrollo
económico del país que los acoge, así como a su país de origen a través de las
remesas de dinero. Obviamente, estos trabajadores no pueden ser considerados
como una mercancía o una mera fuerza laboral. Por tanto no deben ser tratados
como cualquier otro factor de producción. Todo emigrante es una persona humana
que, en cuanto tal, posee derechos fundamentales inalienables que han de ser
respetados por todos y en cualquier situación[142].
63. Al
considerar los problemas del desarrollo, se ha de resaltar relación entre
pobreza y desocupación. Los pobres son en muchos casos el resultado de la
violación de la dignidad del trabajo humano, bien porque se limitan sus
posibilidades (desocupación, subocupación), bien porque se devalúan «los
derechos que fluyen del mismo, especialmente el derecho al justo salario, a la
seguridad de la persona del trabajador y de su familia»[143]. Por esto, ya
el 1 de mayo de 2000,
mi predecesor Juan Pablo II, de venerada memoria, con
ocasión del Jubileo de los Trabajadores, lanzó un llamamiento para «una
coalición mundial a favor del trabajo decente»[144], alentando la
estrategia de la Organización
Internacional del Trabajo. De esta manera, daba un fuerte apoyo
moral a este objetivo, como aspiración de las familias en todos los países del
mundo. Pero ¿qué significa la palabra «decencia» aplicada al trabajo? Significa
un trabajo que, en cualquier sociedad, sea expresión de la dignidad esencial de
todo hombre o mujer: un trabajo libremente elegido, que asocie efectivamente a
los trabajadores, hombres y mujeres, al desarrollo de su comunidad; un trabajo
que, de este modo, haga que los trabajadores sean respetados, evitando toda
discriminación; un trabajo que permita satisfacer las necesidades de las
familias y escolarizar a los hijos sin que se vean obligados a trabajar; un
trabajo que consienta a los trabajadores organizarse libremente y hacer oír su
voz; un trabajo que deje espacio para reencontrarse adecuadamente con las
propias raíces en el ámbito personal, familiar y espiritual; un trabajo que
asegure una condición digna a los trabajadores que llegan a la jubilación.
64. En
la reflexión sobre el tema del trabajo, es oportuno hacer un llamamiento a las
organizaciones sindicales de los trabajadores, desde siempre alentadas y
sostenidas por la
Iglesia, ante la urgente exigencia de abrirse a las nuevas
perspectivas que surgen en el ámbito laboral. Las organizaciones sindicales
están llamadas a hacerse cargo de los nuevos problemas de nuestra sociedad,
superando las limitaciones propias de los sindicatos de clase. Me refiero, por
ejemplo, a ese conjunto de cuestiones que los estudiosos de las ciencias
sociales señalan en el conflicto entre persona-trabajadora y
persona-consumidora. Sin que sea necesario adoptar la tesis de que se ha
efectuado un desplazamiento de la centralidad del trabajador a la centralidad
del consumidor, parece en cualquier caso que éste es también un terreno para
experiencias sindicales innovadoras. El contexto global en el que se desarrolla
el trabajo requiere igualmente que las organizaciones sindicales nacionales,
ceñidas sobre todo a la defensa de los intereses de sus afiliados, vuelvan su
mirada también hacia los no afiliados y, en particular, hacia los trabajadores
de los países en vía de desarrollo, donde tantas veces se violan los derechos
sociales. La defensa de estos trabajadores, promovida también mediante
iniciativas apropiadas en favor de los países de origen, permitirá a las
organizaciones sindicales poner de relieve las auténticas razones éticas y
culturales que las han consentido ser, en contextos sociales y laborales
diversos, un factor decisivo para el desarrollo. Sigue siendo válida la
tradicional enseñanza de la
Iglesia, que propone la distinción de papeles y funciones entre
sindicato y política. Esta distinción permitirá a las organizaciones sindicales
encontrar en la sociedad civil el ámbito más adecuado para su necesaria
actuación en defensa y promoción del mundo del trabajo, sobre todo en favor de
los trabajadores explotados y no representados, cuya amarga condición pasa
desapercibida tantas veces ante los ojos distraídos de la
sociedad.
65.
Además, se requiere que las finanzas mismas, que han de renovar
necesariamente sus estructuras y modos de funcionamiento tras su mala
utilización, que ha dañado la economía real, vuelvan a ser un instrumento
encaminado a producir mejor riqueza y desarrollo. Toda la economía y todas
las finanzas, y no sólo algunos de sus sectores, en cuanto instrumentos, deben
ser utilizados de manera ética para crear las condiciones adecuadas para el
desarrollo del hombre y de los pueblos. Es ciertamente útil, y en algunas
circunstancias indispensable, promover iniciativas financieras en las que
predomine la dimensión humanitaria. Sin embargo, esto no debe hacernos olvidar
que todo el sistema financiero ha de tener como meta el sostenimiento de un
verdadero desarrollo. Sobre todo, es preciso que el intento de hacer el bien no
se contraponga al de la capacidad efectiva de producir bienes. Los agentes
financieros han de redescubrir el fundamento ético de su actividad para no
abusar de aquellos instrumentos sofisticados con los que se podría traicionar a
los ahorradores. Recta intención, transparencia y búsqueda de los buenos
resultados son compatibles y nunca se deben separar. Si el amor es inteligente,
sabe encontrar también los modos de actuar según una conveniencia previsible y
justa, como muestran de manera significativa muchas experiencias en el campo del
crédito cooperativo.
Tanto
una regulación del sector capaz de salvaguardar a los sujetos más débiles e
impedir escandalosas especulaciones, cuanto la experimentación de nuevas formas
de finanzas destinadas a favorecer proyectos de desarrollo, son experiencias
positivas que se han de profundizar y alentar, reclamando la propia
responsabilidad del ahorrador. También la experiencia de la
microfinanciación, que hunde sus raíces en la reflexión y en la actuación de
los humanistas civiles —pienso sobre todo en el origen de los Montes de Piedad—,
ha de ser reforzada y actualizada, sobre todo en los momentos en que los
problemas financieros pueden resultar dramáticos para los sectores más
vulnerables de la población, que deben ser protegidos de la amenaza de la usura
y la desesperación. Los más débiles deben ser educados para defenderse de la
usura, así como los pueblos pobres han de ser educados para beneficiarse
realmente del microcrédito, frenando de este modo posibles formas de explotación
en estos dos campos. Puesto que también en los países ricos se dan nuevas formas
de pobreza, la microfinanciación puede ofrecer ayudas concretas para crear
iniciativas y sectores nuevos que favorezcan a las capas más débiles de la
sociedad, también ante una posible fase de empobrecimiento de la
sociedad.
66. La
interrelación mundial ha hecho surgir un nuevo poder político, el de los
consumidores y sus asociaciones. Es un fenómeno en el que se debe
profundizar, pues contiene elementos positivos que hay que fomentar, como
también excesos que se han de evitar. Es bueno que las personas se den cuenta de
que comprar es siempre un acto moral, y no sólo económico. El consumidor
tiene una responsabilidad social específica, que se añade a la
responsabilidad social de la empresa. Los consumidores deben ser constantemente
educados[145] para el papel
que ejercen diariamente y que pueden desempeñar respetando los principios
morales, sin que disminuya la racionalidad económica intrínseca en el acto de
comprar. También en el campo de las compras, precisamente en momentos como los
que se están viviendo, en los que el poder adquisitivo puede verse reducido y se
deberá consumir con mayor sobriedad, es necesario abrir otras vías como, por
ejemplo, formas de cooperación para las adquisiciones, como ocurre con las
cooperativas de consumo, que existen desde el s. XIX, gracias también a la
iniciativa de los católicos. Además, es conveniente favorecer formas nuevas de
comercialización de productos provenientes de áreas deprimidas del planeta para
garantizar una retribución decente a los productores, a condición de que se
trate de un mercado transparente, que los productores reciban no sólo mayores
márgenes de ganancia sino también mayor formación, profesionalidad y tecnología
y, finalmente, que dichas experiencias de economía para el desarrollo no estén
condicionadas por visiones ideológicas partidistas. Es de desear un papel más
incisivo de los consumidores como factor de democracia económica, siempre que
ellos mismos no estén manipulados por asociaciones escasamente
representativas.
67. Ente
el imparable aumento de la interdependencia mundial, y también en presencia de
una recesión de alcance global, se siente mucho la urgencia de la reforma tanto
de la
Organización de las Naciones Unidas como de la
arquitectura económica y financiera internacional, para que se dé una
concreción real al concepto de familia de naciones. Y se siente la urgencia de
encontrar formas innovadoras para poner en práctica el principio de la
responsabilidad de proteger[146] y dar también
una voz eficaz en las decisiones comunes a las naciones más pobres. Esto aparece
necesario precisamente con vistas a un ordenamiento político, jurídico y
económico que incremente y oriente la colaboración internacional hacia el
desarrollo solidario de todos los pueblos. Para gobernar la economía mundial,
para sanear las economías afectadas por la crisis, para prevenir su
empeoramiento y mayores desequilibrios consiguientes, para lograr un oportuno
desarme integral, la seguridad alimenticia y la paz, para garantizar la
salvaguardia del ambiente y regular los flujos migratorios, urge la presencia de
una verdadera Autoridad política mundial, como fue ya esbozada por mi
Predecesor, el Beato Juan XXIII. Esta Autoridad deberá estar regulada por el
derecho, atenerse de manera concreta a los principios de subsidiaridad y de
solidaridad, estar ordenada a la realización del bien común[147],
comprometerse en la realización de un auténtico desarrollo humano integral
inspirado en los valores de la caridad en la verdad. Dicha Autoridad,
además, deberá estar reconocida por todos, gozar de poder efectivo para
garantizar a cada uno la seguridad, el cumplimiento de la justicia y el respeto
de los derechos[148]. Obviamente,
debe tener la facultad de hacer respetar sus propias decisiones a las diversas
partes, así como las medidas de coordinación adoptadas en los diferentes foros
internacionales. En efecto, cuando esto falta, el derecho internacional, no
obstante los grandes progresos alcanzados en los diversos campos, correría el
riesgo de estar condicionado por los equilibrios de poder entre los más fuertes.
El desarrollo integral de los pueblos y la colaboración internacional exigen el
establecimiento de un grado superior de ordenamiento internacional de tipo
subsidiario para el gobierno de la globalización[149], que se lleve a
cabo finalmente un orden social conforme al orden moral, así como esa relación
entre esfera moral y social, entre política y mundo económico y civil, ya
previsto en el Estatuto de las Naciones Unidas.
CAPÍTULO
SEXTO
EL
DESARROLLO DE LOS PUEBLOS Y LA
TÉCNICA
68. El
tema del desarrollo de los pueblos está íntimamente unido al del desarrollo de
cada hombre. La persona humana tiende por naturaleza a su propio desarrollo.
Éste no está garantizado por una serie de mecanismos naturales, sino que cada
uno de nosotros es consciente de su capacidad de decidir libre y
responsablemente. Tampoco se trata de un desarrollo a merced de nuestro
capricho, ya que todos sabemos que somos un don y no el resultado de una
autogeneración. Nuestra libertad está originariamente caracterizada por nuestro
ser, con sus propias limitaciones. Ninguno da forma a la propia conciencia de
manera arbitraria, sino que todos construyen su propio «yo» sobre la base
de un «sí mismo» que nos ha sido dado. No sólo las demás personas se nos
presentan como no disponibles, sino también nosotros para nosotros mismos. El
desarrollo de la persona se degrada cuando ésta pretende ser la única creadora
de sí misma. De modo análogo, también el desarrollo de los pueblos se
degrada cuando la humanidad piensa que puede recrearse utilizando los
«prodigios» de la tecnología. Lo mismo ocurre con el desarrollo económico, que
se manifiesta ficticio y dañino cuando se apoya en los «prodigios» de las
finanzas para sostener un crecimiento antinatural y consumista. Ante esta
pretensión prometeica, hemos de fortalecer el aprecio por una libertad no
arbitraria, sino verdaderamente humanizada por el reconocimiento del bien que la
precede. Para alcanzar este objetivo, es necesario que el hombre entre en sí
mismo para descubrir las normas fundamentales de la ley moral natural que Dios
ha inscrito en su corazón.
69. El
problema del desarrollo en la actualidad está estrechamente unido al progreso
tecnológico y a sus aplicaciones deslumbrantes en campo biológico. La
técnica — conviene subrayarlo — es un hecho profundamente humano, vinculado a la
autonomía y libertad del hombre. En la técnica se manifiesta y confirma el
dominio del espíritu sobre la materia. «Siendo éste [el espíritu] “menos esclavo
de las cosas, puede más fácilmente elevarse a la adoración y a la contemplación
del Creador”»[150]. La técnica
permite dominar la materia, reducir los riesgos, ahorrar esfuerzos, mejorar las
condiciones de vida. Responde a la misma vocación del trabajo humano: en la
técnica, vista como una obra del propio talento, el hombre se reconoce a sí
mismo y realiza su propia humanidad. La técnica es el aspecto objetivo del
actuar humano[151], cuyo origen y
razón de ser está en el elemento subjetivo: el hombre que trabaja. Por eso, la
técnica nunca es sólo técnica. Manifiesta quién es el hombre y cuáles son sus
aspiraciones de desarrollo, expresa la tensión del ánimo humano hacia la
superación gradual de ciertos condicionamientos materiales. La técnica, por
lo tanto, se inserta en el mandato de cultivar y custodiar la tierra
(cf. Gn 2,15), que Dios ha confiado al hombre, y se orienta a
reforzar esa alianza entre ser humano y medio ambiente que debe reflejar el amor
creador de Dios.
70. El
desarrollo tecnológico puede alentar la idea de la autosuficiencia de la
técnica, cuando el hombre se pregunta sólo por el cómo, en vez de
considerar los porqués que lo impulsan a actuar. Por eso, la técnica
tiene un rostro ambiguo. Nacida de la creatividad humana como instrumento de la
libertad de la persona, puede entenderse como elemento de una libertad absoluta,
que desea prescindir de los límites inherentes a las cosas. El proceso de
globalización podría sustituir las ideologías por la técnica[152],
transformándose ella misma en un poder ideológico, que expondría a la humanidad
al riesgo de encontrarse encerrada dentro de un a priori del cual no
podría salir para encontrar el ser y la verdad. En ese caso, cada uno de
nosotros conocería, evaluaría y decidiría los aspectos de su vida desde un
horizonte cultural tecnocrático, al que perteneceríamos estructuralmente, sin
poder encontrar jamás un sentido que no sea producido por nosotros mismos. Esta
visión refuerza mucho hoy la mentalidad tecnicista, que hace coincidir la verdad
con lo factible. Pero cuando el único criterio de verdad es la eficiencia y la
utilidad, se niega automáticamente el desarrollo. En efecto, el verdadero
desarrollo no consiste principalmente en hacer. La clave del desarrollo está en
una inteligencia capaz de entender la técnica y de captar el significado
plenamente humano del quehacer del hombre, según el horizonte de sentido de la
persona considerada en la globalidad de su ser. Incluso cuando el hombre opera a
través de un satélite o de un impulso electrónico a distancia, su actuar
permanece siempre humano, expresión de una libertad responsable. La técnica
atrae fuertemente al hombre, porque lo rescata de las limitaciones físicas y le
amplía el horizonte. Pero la libertad humana es ella misma sólo cuando
responde a esta atracción de la técnica con decisiones que son fruto de la
responsabilidad moral. De ahí la necesidad apremiante de una formación para
un uso ético y responsable de la técnica. Conscientes de esta atracción de la
técnica sobre el ser humano, se debe recuperar el verdadero sentido de la
libertad, que no consiste en la seducción de una autonomía total, sino en la
respuesta a la llamada del ser, comenzando por nuestro propio
ser.
71. Esta
posible desviación de la mentalidad técnica de su originario cauce humanista se
muestra hoy de manera evidente en la tecnificación del desarrollo y de la paz.
El desarrollo de los pueblos es considerado con frecuencia como un problema de
ingeniería financiera, de apertura de mercados, de bajadas de impuestos, de
inversiones productivas, de reformas institucionales, en definitiva como una
cuestión exclusivamente técnica. Sin duda, todos estos ámbitos tienen un papel
muy importante, pero deberíamos preguntarnos por qué las decisiones de tipo
técnico han funcionado hasta ahora sólo en parte. La causa es mucho más
profunda. El desarrollo nunca estará plenamente garantizado plenamente por
fuerzas que en gran medida son automáticas e impersonales, ya provengan de las
leyes de mercado o de políticas de carácter internacional. El desarrollo es
imposible sin hombres rectos, sin operadores económicos y agentes políticos que
sientan fuertemente en su conciencia la llamada al bien común. Se necesita
tanto la preparación profesional como la coherencia moral. Cuando predomina la
absolutización de la técnica se produce una confusión entre los fines y los
medios, el empresario considera como único criterio de acción el máximo
beneficio en la producción; el político, la consolidación del poder; el
científico, el resultado de sus descubrimientos. Así, bajo esa red de relaciones
económicas, financieras y políticas persisten frecuentemente incomprensiones,
malestar e injusticia; los flujos de conocimientos técnicos aumentan, pero en
beneficio de sus propietarios, mientras que la situación real de las poblaciones
que viven bajo y casi siempre al margen de estos flujos, permanece inalterada,
sin posibilidades reales de emancipación.
72.
También la paz corre a veces el riesgo de ser considerada como un producto de la
técnica, fruto exclusivamente de los acuerdos entre los gobiernos o de
iniciativas tendentes a asegurar ayudas económicas eficaces. Es cierto que la
construcción de la paz necesita una red constante de contactos
diplomáticos, intercambios económicos y tecnológicos, encuentros culturales,
acuerdos en proyectos comunes, como también que se adopten compromisos
compartidos para alejar las amenazas de tipo bélico o cortar de raíz las
continuas tentaciones terroristas. No obstante, para que esos esfuerzos
produzcan efectos duraderos, es necesario que se sustenten en valores
fundamentados en la verdad de la vida. Es decir, es preciso escuchar la voz de
las poblaciones interesadas y tener en cuenta su situación para poder
interpretar de manera adecuada sus expectativas. Todo esto debe estar unido al
esfuerzo anónimo de tantas personas que trabajan decididamente para fomentar el
encuentro entre los pueblos y favorecer la promoción del desarrollo partiendo
del amor y de la comprensión recíproca. Entre estas personas encontramos también
fieles cristianos, implicados en la gran tarea de dar un sentido plenamente
humano al desarrollo y la paz.
73. El
desarrollo tecnológico está relacionado con la influencia cada vez mayor de
los medios de comunicación social. Es casi imposible imaginar ya la
existencia de la familia humana sin su presencia. Para bien o para mal, se han
introducido de tal manera en la vida del mundo, que parece realmente absurda la
postura de quienes defienden su neutralidad y, consiguientemente, reivindican su
autonomía con respecto a la moral de las personas. Muchas veces, tendencias de
este tipo, que enfatizan la naturaleza estrictamente técnica de estos medios,
favorecen de hecho su subordinación a los intereses económicos, al dominio de
los mercados, sin olvidar el deseo de imponer parámetros culturales en función
de proyectos de carácter ideológico y político. Dada la importancia fundamental
de los medios de comunicación en determinar los cambios en el modo de percibir y
de conocer la realidad y la persona humana misma, se hace necesaria una seria
reflexión sobre su influjo, especialmente sobre la dimensión ético-cultural de
la globalización y el desarrollo solidario de los pueblos. Al igual que ocurre
con la correcta gestión de la globalización y el desarrollo, el sentido y la
finalidad de los medios de comunicación debe buscarse en su fundamento
antropológico. Esto quiere decir que pueden ser ocasión de
humanización no sólo cuando, gracias al desarrollo tecnológico, ofrecen
mayores posibilidades para la comunicación y la información, sino sobre todo
cuando se organizan y se orientan bajo la luz de una imagen de la persona y el
bien común que refleje sus valores universales. El mero hecho de que los medios
de comunicación social multipliquen las posibilidades de interconexión y de
circulación de ideas, no favorece la libertad ni globaliza el desarrollo y la
democracia para todos. Para alcanzar estos objetivos se necesita que los medios
de comunicación estén centrados en la promoción de la dignidad de las personas y
de los pueblos, que estén expresamente animados por la caridad y se pongan al
servicio de la verdad, del bien y de la fraternidad natural y sobrenatural. En
efecto, la libertad humana está intrínsecamente ligada a estos valores
superiores. Los medios pueden ofrecer una valiosa ayuda al aumento de la
comunión en la familia humana y al ethos de la sociedad, cuando se
convierten en instrumentos que promueven la participación universal en la
búsqueda común de lo que es justo.
74. En
la actualidad, la bioética es un campo prioritario y crucial en la lucha
cultural entre el absolutismo de la técnica y la responsabilidad moral, y en el
que está en juego la posibilidad de un desarrollo humano e integral. Éste es un
ámbito muy delicado y decisivo, donde se plantea con toda su fuerza dramática la
cuestión fundamental: si el hombre es un producto de sí mismo o si depende de
Dios. Los descubrimientos científicos en este campo y las posibilidades de una
intervención técnica han crecido tanto que parecen imponer la elección entre
estos dos tipos de razón: una razón abierta a la trascendencia o una razón
encerrada en la inmanencia. Estamos ante un aut aut decisivo. Pero la
racionalidad del quehacer técnico centrada sólo en sí misma se revela como
irracional, porque comporta un rechazo firme del sentido y del valor. Por ello,
la cerrazón a la trascendencia tropieza con la dificultad de pensar cómo es
posible que de la nada haya surgido el ser y de la casualidad la
inteligencia[153]. Ante estos
problemas tan dramáticos, razón y fe se ayudan mutuamente. Sólo juntas salvarán
al hombre. Atraída por el puro quehacer técnico, la razón sin la fe se ve
avocada a perderse en la ilusión de su propia omnipotencia. La fe sin la razón
corre el riesgo de alejarse de la vida concreta de las personas[154].
75.
Pablo VI había percibido y señalado ya el alcance mundial de la cuestión
social[155]. Siguiendo esta
línea, hoy es preciso afirmar que la cuestión social se ha convertido
radicalmente en una cuestión antropológica, en el sentido de que implica no
sólo el modo mismo de concebir, sino también de manipular la vida, cada día más
expuesta por la biotecnología a la intervención del hombre. La fecundación in
vitro, la investigación con embriones, la posibilidad de la clonación y de
la hibridación humana nacen y se promueven en la cultura actual del desencanto
total, que cree haber desvelado cualquier misterio, puesto que se ha llegado ya
a la raíz de la vida. Es aquí donde el absolutismo de la técnica encuentra su
máxima expresión. En este tipo de cultura, la conciencia está llamada únicamente
a tomar nota de una mera posibilidad técnica. Pero no han de minimizarse los
escenarios inquietantes para el futuro del hombre, ni los nuevos y potentes
instrumentos que la «cultura de la muerte» tiene a su disposición. A la plaga
difusa, trágica, del aborto, podría añadirse en el futuro, aunque ya
subrepticiamente in nuce, una sistemática planificación eugenésica de los
nacimientos. Por otro lado, se va abriendo paso una mens eutanasica,
manifestación no menos abusiva del dominio sobre la vida, que en ciertas
condiciones ya no se considera digna de ser vivida. Detrás de estos escenarios
hay planteamientos culturales que niegan la dignidad humana. A su vez, estas
prácticas fomentan una concepción materialista y mecanicista de la vida humana.
¿Quién puede calcular los efectos negativos sobre el desarrollo de esta
mentalidad? ¿Cómo podemos extrañarnos de la indiferencia ante tantas situaciones
humanas degradantes, si la indiferencia caracteriza nuestra actitud ante lo que
es humano y lo que no lo es? Sorprende la selección arbitraria de aquello que
hoy se propone como digno de respeto. Muchos, dispuestos a escandalizarse por
cosas secundarias, parecen tolerar injusticias inauditas. Mientras los pobres
del mundo siguen llamando a la puerta de la opulencia, el mundo rico corre el
riesgo de no escuchar ya estos golpes a su puerta, debido a una conciencia
incapaz de reconocer lo humano. Dios revela el hombre al hombre; la razón y la
fe colaboran a la hora de mostrarle el bien, con tal que lo quiera ver; la ley
natural, en la que brilla la
Razón creadora, indica la grandeza del hombre, pero también su
miseria, cuando desconoce el reclamo de la verdad moral.
76. Uno
de los aspectos del actual espíritu tecnicista se puede apreciar en la
propensión a considerar los problemas y los fenómenos que tienen que ver con la
vida interior sólo desde un punto de vista psicológico, e incluso meramente
neurológico. De esta manera, la interioridad del hombre se vacía y el ser
conscientes de la consistencia ontológica del alma humana, con las profundidades
que los Santos han sabido sondear, se pierde progresivamente. El problema del
desarrollo está estrechamente relacionado con el concepto que tengamos del alma
del hombre, ya que nuestro yo se ve reducido muchas veces a la psique, y la
salud del alma se confunde con el bienestar emotivo. Estas reducciones tienen su
origen en una profunda incomprensión de lo que es la vida espiritual y llevan a
ignorar que el desarrollo del hombre y de los pueblos depende también de las
soluciones que se dan a los problemas de carácter espiritual. El desarrollo
debe abarcar, además de un progreso material, uno espiritual, porque el
hombre es «uno en cuerpo y alma»[156], nacido del
amor creador de Dios y destinado a vivir eternamente. El ser humano se
desarrolla cuando crece espiritualmente, cuando su alma se conoce a sí misma y
la verdad que Dios ha impreso germinalmente en ella, cuando dialoga consigo
mismo y con su Creador. Lejos de Dios, el hombre está inquieto y se hace frágil.
La alienación social y psicológica, y las numerosas neurosis que caracterizan
las sociedades opulentas, remiten también a este tipo de causas espirituales.
Una sociedad del bienestar, materialmente desarrollada, pero que oprime el alma,
no está en sí misma bien orientada hacia un auténtico desarrollo. Las nuevas
formas de esclavitud, como la droga, y la desesperación en la que caen tantas
personas, tienen una explicación no sólo sociológica o psicológica, sino
esencialmente espiritual. El vacío en que el alma se siente abandonada, contando
incluso con numerosas terapias para el cuerpo y para la psique, hace sufrir.
No hay desarrollo pleno ni un bien común universal sin el bien espiritual y
moral de las personas, consideradas en su totalidad de alma y cuerpo.
77. El
absolutismo de la técnica tiende a producir una incapacidad de percibir todo
aquello que no se explica con la pura materia. Sin embargo, todos los hombres
tienen experiencia de tantos aspectos inmateriales y espirituales de su vida.
Conocer no es sólo un acto material, porque lo conocido esconde siempre algo que
va más allá del dato empírico. Todo conocimiento, hasta el más simple, es
siempre un pequeño prodigio, porque nunca se explica completamente con los
elementos materiales que empleamos. En toda verdad hay siempre algo más de lo
que cabía esperar, en el amor que recibimos hay siempre algo que nos sorprende.
Jamás deberíamos dejar de sorprendernos ante estos prodigios. En todo
conocimiento y acto de amor, el alma del hombre experimenta un «más» que se
asemeja mucho a un don recibido, a una altura a la que se nos lleva. También el
desarrollo del hombre y de los pueblos alcanza un nivel parecido, si
consideramos la dimensión espiritual que debe incluir necesariamente el
desarrollo para ser auténtico. Para ello se necesitan unos ojos nuevos y un
corazón nuevo, que superen la visión materialista de los acontecimientos
humanos y que vislumbren en el desarrollo ese «algo más» que la técnica no
puede ofrecer. Por este camino se podrá conseguir aquel desarrollo humano e
integral, cuyo criterio orientador se halla en la fuerza impulsora de la caridad
en la verdad.
CONCLUSIÓN
78. Sin
Dios el hombre no sabe donde ir ni tampoco logra entender quién es. Ante
los grandes problemas del desarrollo de los pueblos, que nos impulsan casi al
desasosiego y al abatimiento, viene en nuestro auxilio la palabra de Jesucristo,
que nos hace saber: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). Y nos anima:
«Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final del mundo» (Mt
28,20). Ante el ingente trabajo que queda por hacer, la fe en la presencia
de Dios nos sostiene, junto con los que se unen en su nombre y trabajan por la
justicia. Pablo VI nos ha recordado en la
Populorum progressio
que el hombre no es capaz de gobernar por sí mismo su propio progreso, porque él
solo no puede fundar un verdadero humanismo. Sólo si pensamos que se nos ha
llamado individualmente y como comunidad a formar parte de la familia de Dios
como hijos suyos, seremos capaces de forjar un pensamiento nuevo y sacar nuevas
energías al servicio de un humanismo íntegro y verdadero. Por tanto, la fuerza
más poderosa al servicio del desarrollo es un humanismo cristiano,[157] que vivifique la caridad y que se deje
guiar por la verdad, acogiendo una y otra como un don permanente de Dios. La
disponibilidad para con Dios provoca la disponibilidad para con los hermanos y
una vida entendida como una tarea solidaria y gozosa. Al contrario, la cerrazón
ideológica a Dios y el indiferentismo ateo, que olvida al Creador y corre el
peligro de olvidar también los valores humanos, se presentan hoy como uno de los
mayores obstáculos para el desarrollo. El humanismo que excluye a Dios es un
humanismo inhumano. Solamente un humanismo abierto al Absoluto nos puede
guiar en la promoción y realización de formas de vida social y civil —en el
ámbito de las estructuras, las instituciones, la cultura y el ethos—,
protegiéndonos del riesgo de quedar apresados por las modas del momento. La
conciencia del amor indestructible de Dios es la que nos sostiene en el duro y
apasionante compromiso por la justicia, por el desarrollo de los pueblos, entre
éxitos y fracasos, y en la tarea constante de dar un recto ordenamiento a las
realidades humanas. El amor de Dios nos invita a salir de lo que es limitado
y no definitivo, nos da valor para trabajar y seguir en busca del bien de
todos, aun cuando no se realice inmediatamente, aun cuando lo que consigamos
nosotros, las autoridades políticas y los agentes económicos, sea siempre menos
de lo que anhelamos[158]. Dios nos da la fuerza para luchar y
sufrir por amor al bien común, porque Él es nuestro Todo, nuestra esperanza más
grande.
79.
El desarrollo necesita cristianos con los brazos levantados hacia Dios en
oración, cristianos conscientes de que el amor lleno de verdad, caritas in
veritate, del que procede el auténtico desarrollo, no es el resultado de
nuestro esfuerzo sino un don. Por ello, también en los momentos más difíciles y
complejos, además de actuar con sensatez, hemos de volvernos ante todo a su
amor. El desarrollo conlleva atención a la vida espiritual, tener en cuenta
seriamente la experiencia de fe en Dios, de fraternidad espiritual en Cristo, de
confianza en la
Providencia y en la Misericordia divina, de amor y
perdón, de renuncia a uno mismo, de acogida del prójimo, de justicia y de paz.
Todo esto es indispensable para transformar los «corazones de piedra» en
«corazones de carne» (Ez 36,26), y hacer así la vida terrena más «divina»
y por tanto más digna del hombre. Todo esto es del hombre, porque
el hombre es sujeto de su existencia; y a la vez es de Dios,
porque Dios es el principio y el fin de todo lo que tiene valor y nos
redime: «el mundo, la vida, la muerte, lo presente, lo futuro. Todo es vuestro,
vosotros de Cristo, y Cristo de Dios» (1 Co 3,22-23). El anhelo del
cristiano es que toda la familia humana pueda invocar a Dios como «Padre
nuestro». Que junto al Hijo unigénito, todos los hombres puedan aprender a rezar
al Padre y a suplicarle con las palabras que el mismo Jesús nos ha enseñado, que
sepamos santificarlo viviendo según su voluntad, y tengamos también el pan
necesario de cada día, comprensión y generosidad con los que nos ofenden, que no
se nos someta excesivamente a las pruebas y se nos libre del mal (cf. Mt
6,9-13).
Al
concluir el Año Paulino, me complace expresar este deseo con las mismas
palabras del Apóstol en su carta a los Romanos: «Que vuestra caridad
no sea una farsa: aborreced lo malo y apegaos a lo bueno. Como buenos hermanos,
sed cariñosos unos con otros, estimando a los demás más que a uno mismo»
(12,9-10). Que la Virgen
María, proclamada por Pablo VI Mater Ecclesiae y
honrada por el pueblo cristiano como Speculum iustitiae y Regina
pacis, nos proteja y nos obtenga por su intercesión celestial la fuerza, la
esperanza y la alegría necesaria para continuar generosamente la tarea en favor
del «desarrollo de todo el hombre y de todos los hombres»[159].
Dado en
Roma, junto a San Pedro, el 29 de junio, solemnidad de San Pedro y San Pablo,
del año 2009, quinto de mi Pontificado.
BENEDICTO XVI
Notas:
[1] Cf. Pablo VI,
Carta enc. Populorum progressio (26 marzo 1967), 22: AAS 59 (1967),
268; Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et
spes, sobre
la Iglesia en
el mundo actual, 69.
[2] Homilía para la
«Jornada del desarrollo» (
23 agosto 1968): AAS 60 (1968), 626-627.
[3] Cf. Juan Pablo
II, Mensaje para la
Jornada Mundial de la Paz
2002: AAS 94
(2002), 132-140.
[4] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const.
past. Gaudium et
spes, sobre
la Iglesia en
el mundo actual, 26.
[5] Cf. Juan XXIII,
Carta enc. Pacem in terris (11 abril 1963): AAS 55 (1963),
268-270.
[6] Cf. n. 16: l.c., 265.
[7] Cf. ibíd., 82: l.c.,
297.
[8] Ibíd., 42: l.c., 278.
[9] Ibíd., 20: l.c., 267.
[10] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.
Gaudium et
spes, sobre
la Iglesia en
el mundo actual, 36; Pablo VI, Carta ap. Octogesima
adveniens (14 mayo 1971),
4: AAS 63 (1971), 403-404; Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus
annus
(1 mayo 1991),
43: AAS 83 (1991), 847.
[11] Pablo
VI, Carta enc. Populorum
progressio, 13:
l.c., 263-264.
[12] Cf. Consejo
Pontificio de Justicia y Paz, Compendio de la
doctrina social de la Iglesia, n. 76.
[13] Cf.
Discurso en la
inauguración de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del
Caribe (13 mayo 2007):
L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (25 mayo 2007), pp. 9-11.
[14] Cf. nn. 3-5:
l.c., 258-260.
[15] Cf. Juan Pablo
II, Carta enc. Sollicitudo rei
socialis (30 diciembre
1987) 6-7: AAS 80 (1988), 517-519.
[16] Cf. Pablo VI,
Carta enc. Populorum
progressio, 14:
l.c., 264.
[17] Carta enc.
Deus caritas
est (25 diciembre
2005), 18: AAS 98 (2006), 232.
[18] Ibíd., 6: l.c., 222.
[19] Cf.
Discurso a la Curia
Romana con motivo de las felicitaciones navideñas (22 diciembre 2005):
L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (30 diciembre 2005), pp.
9-12.
[20] Cf. Juan Pablo
II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 3: l.c., 515.
[21] Cf. ibíd., 1: l.c., 513-514.
[22] Cf. ibíd., 3: l.c., 515.
[23] Cf. Juan Pablo
II, Carta enc. Laborem
exercens
(14 septiembre
1981), 3: AAS 73 (1981), 583-584.
[24] Cf. Id., Carta
enc. Centesimus
annus, 3:
l.c., 794-796.
[25] Cf. Carta enc.
Populorum
progressio, 3:
l.c., 258.
[26]Cf. ibíd., 34: l.c., 274.
[27] Cf. nn. 8-9:
AAS 60 (1968), 485-487; Benedicto XVI, Discurso a los
participantes en el Congreso Internacional con ocasión del 40 aniversario de la
encíclica «Humanae vitae»
(10 mayo 2008):
L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (16 mayo 2008), p. 8.
[28] Cf. Juan Pablo
II, Carta enc. Evangelium
vitae (25 marzo
1995), 93: AAS 87 (1995), 507-508.
[29] Ibíd., 101: l.c.,
516-518.
[30] N. 29:
AAS 68 (1976), 25.
[31] Ibíd., 31: l.c., 26.
[32] Cf. Juan Pablo
II, Carta enc. Sollicitudo rei
socialis, 41:
l.c., 570-572.
[33] Ibíd.; Id., Carta enc. Centesimus annus,
5. 54: l.c.,
799. 859-860.
[34] N. 15:
l.c., 265.
[35] Cf.
ibíd., 2: l.c., 258; León XIII, Carta enc. Rerum
novarum (15 mayo 1891):
Leonis XIII P.M. Acta, XI, Romae 1892, 97-144; Juan Pablo II, Carta enc.
Sollicitudo rei
socialis, 8:
l.c., 519-520; Id., Carta enc. Centesimus
annus, 5:
l.c., 799.
[36] Cf. Carta enc.
Populorum
progressio, 2. 13:
l.c., 258. 263-264.
[37] Ibíd., 42: l.c., 278.
[38] Ibíd., 11: l.c., 262; Juan Pablo II,
Carta enc. Centesimus annus, 25: l.c., 822-824.
[39] Carta enc. Populorum progressio, 15: l.c.,
265.
[40] Ibíd., 3: l.c., 258.
[41] Ibíd., 6: l.c.,
260.
[42] Ibíd., 14: l.c., 264.
[43] Ibíd.; cf. Juan Pablo II, Carta enc.
Centesimus
annus, 53-62:
l.c., 859-867; Id., Carta enc. Redemptor hominis (4 marzo 1979),
13-14: AAS 71
(1979), 282-286.
[44] Cf. Pablo VI,
Carta enc. Populorum progressio, 12: l.c., 262-263.
[45] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.
Gaudium et
spes, sobre
la Iglesia en
el mundo actual, 22.
[46] Pablo
VI, Carta enc. Populorum
progressio, 13:
l.c., 263-264.
[47] Cf.
Discurso a los
participantes en la IV Asamblea Eclesial Nacional
Italiana (19 octubre
2006): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (27 octubre 2006),
pp. 8-10.
[48] Cf. Pablo VI,
Carta enc. Populorum
progressio, 16:
l.c., 265.
[49] Ibíd.
[50] Discurso en la
ceremonia de acogida de los jóvenes (17 julio
2008): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (25 julio 2008), pp.
4-5.
[51] Pablo
VI, Carta enc. Populorum
progressio, 20:
l.c., 267.
[52] Ibíd., 66: l.c., 289-290.
[53] Ibíd., 21: l.c., 267-268.
[54] Cf. nn.
3. 29. 32: l.c., 258. 272. 273.
[55] Cf. Carta
enc.Sollicitudo rei
socialis, 28:
l.c., 548-550.
[56] Pablo
VI, Carta enc. Populorum
progressio, 9:
l.c., 261-262.
[57] Cf. Carta enc.
Sollicitudo rei
socialis, 20:
l.c., 536-537.
[58] Cf. Carta
enc.Centesimus
annus, 22-29:
l.c., 819-830.
[59] Cf. nn. 23. 33:
l.c., 268-269. 273-274.
[60] Cf.
l.c., 135.
[61] Conc. Ecum.
Vat. II, Const. past. Gaudium et
spes, sobre
la Iglesia en
el mundo actual, 63.
[62] Cf. Juan Pablo
II, Carta enc.Centesimus
annus, 24:
l.c., 821-822.
[63] Cf. Id., Carta
enc. Veritatis splendor (6 agosto 1993), 33. 46. 51: AAS 85
(1993), 1160. 1169-1171. 1174-1175; Id., Discurso a la Asamblea
General de la Organización de las Naciones
Unidas (5 octubre
1995), 3: L’Osservatore Romano, ed. en lengua española
(13 octubre
1995), p. 7.
[64] Cf. Carta enc.
Populorum
progressio, 47: l.c.,
280-281; Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei
socialis, 42:
l.c., 572-574.
[65] Cf.
Mensaje con ocasión de
la Jornada Mundial de la Alimentación 2007:
AAS 99 (2007), 933-935.
[66] Cf. Juan Pablo
II, Carta enc. Evangelium vitae, 18. 59. 63-64: l.c.,
419-421. 467-468. 472-475.
[67] Cf.
Mensaje para la
Jornada Mundial de la Paz 2007, 5:
L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (15 diciembre 2006), p. 5.
[68] Cf. Juan Pablo
II, Mensaje para la
Jornada Mundial de la Paz 2002, 4-7. 12-15:
AAS 94 (2002), 134-136. 138-140; Id., Mensaje para la
Jornada Mundial de la Paz 2004, 8: AAS
96 (2004), 119; Id., Mensaje para la
Jornada Mundial de la Paz 2005, 4: AAS
97 (2005), 177-178; Benedicto XVI, Mensaje para la
Jornada Mundial de la Paz 2006, 9-10: AAS
98 (2006), 60-61; Id., Mensaje para la
Jornada Mundial de la Paz 2007, 5. 14:
l.c., 5-6.
[69] Cf. Juan Pablo
II, Mensaje para la
Jornada Mundial de la Paz 2002, 6:
l.c., 135; Benedicto XVI, Mensaje para la
Jornada Mundial de la Paz 2006, 9-10:
l.c., 60-61.
[70] Cf.
Homilía durante la
Santa Misa en la explanada de «Isling» de
Ratisbona (12 septiembre
2006): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (22 septiembre 2006),
pp. 9-10.
[71] Cf. Carta enc.
Deus caritas
est, 1:
l.c., 217-218.
[72] Juan Pablo II,
Carta enc. Sollicitudo rei
socialis, 28:
l.c., 548-550.
[73] Pablo
VI, Carta enc. Populorum
progressio, 19:
l.c., 266-267.
[74] Ibíd., 39: l.c., 276-277.
[75] Ibíd.,
75: l.c.,
293-294.
[76] Cf. Carta enc.
Deus caritas
est, 28:
l.c., 238-240.
[77] Juan Pablo
II, Carta enc. Centesimus annus, 59: l.c., 864.
[78] Cf. Carta enc. Populorum progressio, 40. 85: l.c., 277.
298-299.
[79] Ibíd., 13: l.c.,
263-264.
[80] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Fides et
ratio (14 septiembre
1998), 85: AAS 91
(1999), 72-73.
[81] Cf. ibíd.,
83: l.c.,
70-71.
[82] Discurso en la
Universidad de Ratisbona (12
septiembre 2006): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (22
septiembre 2006), pp. 11-13.
[83] Cf. Pablo VI,
Carta enc. Populorum
progressio, 33:
l.c., 273-274.
[84] Juan Pablo II,
Mensaje para la
Jornada Mundial de la Paz 2000, 15: AAS
92 (2000), 366.
[85] Catecismo de la Iglesia
Católica, 407; cf. Juan
Pablo II, Carta enc. Centesimus
annus, 25:
l.c., 822-824.
[86] Cf. Carta enc.
Spe
salvi (30 noviembre
2007), 17: AAS 99 (2007), 1000.
[87] Cf.
ibíd.,
23: l.c.,
1004-1005.
[88] San Agustín
explica detalladamente esta enseñanza en el diálogo sobre el libre albedrío
(De libero arbitrio II 3, 8 ss.). Señala la existencia en el alma humana
de un «sentido interior». Este sentido consiste en una acción que se realiza al
margen de las funciones normales de la razón, una acción previa a la reflexión y
casi instintiva, por la que la razón, dándose cuenta de su condición transitoria
y falible, admite por encima de ella la existencia de algo externo,
absolutamente verdadero y cierto. El nombre que San Agustín asigna a veces a
esta verdad interior es el de Dios (Confesiones X, 24, 35; XII, 25, 35;
De libero arbitrio II 3, 8), pero más a menudo el de Cristo (De
Magistro 11, 38; Confesiones VII, 18, 24; XI, 2,
4).
[89] Carta enc.
Deus caritas
est, 3:
l.c., 219.
[90] Cf. n. 49:
l.c., 281.
[91] Juan Pablo
II, Carta enc. Centesimus
annus, 28:
l.c., 827-828.
[92] Cf. n. 35:
l.c., 836-838.
[93] Cf. Juan
Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei
socialis, 38:
l.c., 565-566.
[94] N. 44:
l.c., 279.
[95] Cf.
ibíd., 24: l.c., 269.
[96] Cf. Carta
enc. Centesimus
annus,
36: l.c.,
838-840.
[97] Cf. Pablo VI,
Carta enc. Populorum
progressio, 24:
l.c., 269.
[98] Cf. Juan Pablo
II, Carta enc. Centesimus
annus, 32:
l.c., 832-833; Pablo VI, Carta enc. Populorum
progressio, 25:
l.c.,
269-270.
[99] Juan Pablo II,
Carta enc. Laborem
exercens, 24:
l.c., 637-638.
[100] Ibíd., 15: l.c., 616-618.
[101] Carta enc.
Populorum
progressio, 27:
l.c., 271.
[102] Cf.
Congregación para la doctrina de la fe, Instr. Libertatis conscientia,
sobre la libertad cristiana y la liberación (22 marzo 1987), 74: AAS
79 (1987), 587.
[103] Cf. Juan Pablo
II, Entrevista al periódico «La Croix», 20 de agosto de
1997.
[104] Juan Pablo II,
Discurso a la
Pontificia Academia de las Ciencias Sociales (27 abril
2001): AAS 93 (2001), 598-601.
[105] Pablo VI, Carta
enc. Populorum
progressio, 17:
l.c., 265-266.
[106]Cf.
Juan Pablo
II, Mensaje para
la Jornada Mundial de la Paz 2003, 5:
AAS 95 (2003), 343.
[107] Cf.
ibíd.
[108] Cf.
Mensaje para la
Jornada Mundial de la Paz 2007, 13:
l.c., 6.
[109] Pablo VI, Carta
enc. Populorum
progressio, 65:
l.c., 289.
[110] Cf.,
ibíd., 36-37: l.c., 275-276.
[111] Cf.
ibíd., 37: l.c., 275-276.
[112] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Apostolicam
actuositatem, sobre
el apostolado de los laicos, 11.
[113] Cf. Pablo VI,
Carta enc. Populorum
progressio, 14:
l.c., 264; Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus
annus, 32:
l.c.,
832-833.
[114] Pablo VI, Carta
enc. Populorum
progressio, 77:
l.c., 295.
[115] Cf. Juan Pablo
II, Mensaje para la
Jornada Mundial de la Paz 1990, 6: AAS
82 (1990), 150.
[116] Heráclito de
Éfeso (Éfeso 535
a.C. ca. — 475 a.C. ca.), Fragmento 22B124,
en: H. Diels — w. kranz, Die Fragmente der Vorsokratiker, Weidmann,
Berlín 1952.
[117] Cf. Consejo
Pontificio de Justicia y Paz, Compendio de la doctrina social de
la
Iglesia, nn. 451-487.
[118] Cf. Juan Pablo
II, Mensaje para la
Jornada Mundial de la Paz 1990, 10:
l.c., 152-153.
[119] Pablo VI, Carta
enc. Populorum
progressio, 65:
l.c., 289.
[120] Mensaje para la
Jornada Mundial de la Paz 2008, 7: AAS
100 (2008), 41.
[121] Cf.
Discurso a los
miembros de la Asamblea General de la Organización de las Naciones
Unidas (18 abril
2008): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (25 abril 2008), pp.
10-11.
[122] Cf. Juan Pablo
II, Mensaje para la
Jornada Mundial de la Paz 1990, 13:
l.c., 154-155.
[123] Id., Carta enc.
Centesimus
annus, 36:
l.c., 838-840.
[124] Ibíd., 38: l.c., 840-841;cf. Benedicto
XVI, Mensaje para la
Jornada Mundial de la Paz 2007, 8:
l.c., 6.
[125] Cf. Juan Pablo
II, Carta Enc. Centesimus annus, 41: l.c., 843-845.
[126] Ibíd.
[127] Cf. Id.,
Carta Enc. Evangelium
vitae, 20:
l.c., 422-424.
[128] Carta Enc.
Populorum
progressio, 85: l.c.,
298-299.
[129] Cf. Juan Pablo
II, Mensaje para la
Jornada Mundial de la Paz 1998, 3: AAS
90 (1998), 150; Id., Discurso a los
Miembros de la Fundación
«Centesimus Annus» pro Pontífice (9 mayo
1998), 2: L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (22 mayo 1998), p.
6; Id., Discurso a las
autoridades y al Cuerpo diplomático durante el encuentro en el «Wiener
Hofburg» (20 junio
1998), 8: L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (26 junio 1998),
p. 10; Id., Mensaje al Rector
Magnífico de la Universidad Católica del Sagrado
Corazón
(5 mayo 2000),
6: L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (26 mayo 2000), p.
3.
[130] Según Santo
Tomás «ratio partis contrariatur rationi personae» en III Sent d. 5, 3,
2; también: «Homo non ordinatur ad communitatem politicam secundum se totum et
secundum omnia sua» en Summa Theologiae, I-II, q.
21, a.
4., ad 3um.
[131] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen
gentium, sobre
la Iglesia, 1.
[132] Cf. Juan Pablo
II, Discurso a la VI
sesión pública de las Academias Pontificias (8
noviembre 2001), 3: L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (16
noviembre 2001), p. 7.
[133] Cf.
Congregación para la
Doctrina de la
Fe, Declaración Dominus
Iesus, sobre la
unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia (6 agosto 2000),
22: AAS 92 (2000), 763-764; Id., Nota doctrinal sobre
algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la
vida política
(24 noviembre
2002), 8: AAS 96 (2004), 369-370.
[134] Carta Enc.
Spe
salvi, 31:
l.c., 1010; cf. Discurso a los
participantes en la IV Asamblea Eclesial Nacional
Italiana (19 octubre
2006): l.c., 8-10.
[135] Juan Pablo II,
Carta Enc. Centesimus
annus, 5:
l.c., 798-800; cf. Benedicto XVI, Discurso a los
participantes en la IV Asamblea Eclesial Nacional
Italiana (19 octubre
2006): l.c., 8-10.
[136] N. 12.
[137] Cf. Pío XI,
Carta enc. Quadragesimo
anno
(15 mayo 1931):
AAS 23 (1931), 203; Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus
annus,
48: l.c.,
852-854; Catecismo de la Iglesia
Católica,
1883.
[138] Cf. Juan XXIII,
Carta enc. Pacem in terris: l.c., 274.
[139] Cf. Pablo VI, Carta Enc. Populorum progressio, 10. 41: l.c.,
262. 277-278.
[140] Cf.
Discurso a los
participantes en la sesión plenaria de la Comisión Teológica
Internacional (5 octubre
2007): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (12 octubre 2007), p.
3; Discurso a los
participantes en el Congreso Internacional sobre «La ley moral natural»
organizado por la Pontificia Universidad
Lateranense (12 febrero
2007): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (16 febrero 2007), p.
3.
[141] Cf.
Discurso a los Obispos
de Tailandia en visita «ad limina apostolorum» (16
mayo 2008): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (30 mayo 2008),
p. 14.
[142] Cf. Pontificio
Consejo para la
Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes, Instr. Erga
migrantes caritas Christi (3 mayo 2004):
AAS 96 (2004), 762-822.
[143] Juan Pablo II,
Carta enc. Laborem
exercens, 8:
l.c., 594-598.
[144] Jubileo de los
Trabajadores. Saludos
después de la Misa (1 mayo 2000):
L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (5 mayo 2000), p. 6.
[145] Cf. Juan Pablo
II, Carta enc. Centesimus
annus, 36:
l.c., 838-840.
[146] Cf.
Discurso a los
Miembros de la Asamblea General de la Organización de las Naciones
Unidas
(18 abril 2008):
l.c., 10-11.
[147] Cf. Juan XXIII,
Carta enc. Pacem in
terris: l.c.,
293; Consejo Pontificio Justicia y Paz, Compendio de la
doctrina social de la Iglesia,
n. 441.
[148] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.
Gaudium et
spes, sobre
la Iglesia en
el mundo actual, 82.
[149] Cf. Juan
Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei
socialis, 43:
l.c., 574-575.
[150] Pablo VI,
Carta enc. Populorum
progressio,
41: l.c.,
277-278; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past, Gaudium et
spes,
sobre
la Iglesia en
el mundo actual, 57.
[151] Cf. Juan Pablo
II, Carta enc. Laborem
exercens,
5: l.c.,
586-589.
[152] Cf. Pablo IV,
Carta apost. Octogesima
adveniens,
29: l.c.,
420.
[153] Cf.
Discurso a los
participantes en el IV Asamblea Eclesial Nacional
Italiana,
(19 octubre
2006): l.c., 8-10; Homilía durante la
Santa Misa en la explanada de «Isling» de
Ratisbona (12 septiembre
2006): l.c., 9-10.
[154] Cf.
Congregación para la
Doctrina de la
Fe, Instr. Dignitas
personae
sobre algunas
cuestiones de bioética (8 septiembre 2008): AAS 100 (2008), 858-887.
[155] Cf. Carta enc.
Populorum progressio, 3: l.c.,
258.
[156]Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et
spes,
sobre
la Iglesia en
el mundo actual, 14.
[157] Cf. n. 42:
l.c., 278.
[158] Cf. Carta enc.
Spe
salvi,
35: l.c.,
1013-1014.
[159] Pablo
VI, Carta enc. Populorum
progressio,
42: l.c.,
278.
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