SPE SALVI
SOBRE LA ESPERANZA
CRISTIANA
CARTA ENCÍCLICA DEL SUMO PONTÍFICE BENEDICTO
XVI
A LOS OBISPOS A LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS A LAS PERSONAS
CONSAGRADAS
Y A TODOS LOS FIELES LAICOS
Introducción
1. « SPE SALVI
facti sumus » – en esperanza fuimos salvados, dice san Pablo a los Romanos y
también a nosotros (Rm 8,24). Según la fe cristiana, la « redención », la
salvación, no es simplemente un dato de hecho. Se nos ofrece la salvación en el
sentido de que se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la
cual podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente
fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar
seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del
camino. Ahora bien, se nos plantea inmediatamente la siguiente pregunta: pero,
¿de qué género ha de ser esta esperanza para poder justificar la afirmación de
que a partir de ella, y simplemente porque hay esperanza, somos redimidos por
ella? Y, ¿de qué tipo de certeza se trata?
La fe es
esperanza
2. Antes de ocuparnos
de estas preguntas que nos hemos hecho, y que hoy son percibidas de un modo
particularmente intenso, hemos de escuchar todavía con un poco más de atención
el testimonio de la
Biblia sobre la esperanza. En efecto, « esperanza » es una
palabra central de la fe bíblica, hasta el punto de que en muchos pasajes las
palabras « fe » y « esperanza » parecen intercambiables. Así, la Carta a los Hebreos
une estrechamente la « plenitud de la fe » (10,22) con la « firme confesión
de la esperanza » (10,23). También cuando la Primera Carta de
Pedro exhorta a los cristianos a estar siempre prontos para dar una
respuesta sobre el logos –el sentido y la razón– de su esperanza (cf.
3,15), « esperanza » equivale a « fe ». El haber recibido como don una esperanza
fiable fue determinante para la conciencia de los primeros cristianos, como se
pone de manifiesto también cuando la existencia cristiana se compara con la vida
anterior a la fe o con la situación de los seguidores de otras religiones. Pablo
recuerda a los Efesios cómo antes de su encuentro con Cristo no tenían en el
mundo « ni esperanza ni Dios » (Ef 2,12). Naturalmente, él sabía que
habían tenido dioses, que habían tenido una religión, pero sus dioses se habían
demostrado inciertos y de sus mitos contradictorios no surgía esperanza alguna.
A pesar de los dioses, estaban « sin Dios » y, por consiguiente, se hallaban en
un mundo oscuro, ante un futuro sombrío. « In nihilo ab nihilo quam cito
recidimus » (en la nada, de la nada, qué pronto recaemos),1 dice
un epitafio de aquella época, palabras en las que aparece sin medias tintas lo
mismo a lo que Pablo se refería. En el mismo sentido les dice a los
Tesalonicenses: « No os aflijáis como los hombres sin esperanza » (1 Ts
4,13). En este caso aparece también como elemento distintivo de los cristianos
el hecho de que ellos tienen un futuro: no es que conozcan los pormenores de lo
que les espera, pero saben que su vida, en conjunto, no acaba en el vacío. Sólo
cuando el futuro es cierto como realidad positiva, se hace llevadero también el
presente. De este modo, podemos decir ahora: el cristianismo no era solamente
una « buena noticia », una comunicación de contenidos desconocidos hasta aquel
momento. En nuestro lenguaje se diría: el mensaje cristiano no era sólo «
informativo », sino « performativo ». Eso significa que el Evangelio no es
solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación
que comporta hechos y cambia la vida. La puerta oscura del tiempo, del futuro,
ha sido abierta de par en par. Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le
ha dado una vida nueva.
3. Pero ahora se
plantea la pregunta: ¿en qué consiste esta esperanza que, en cuanto esperanza,
es « redención »? Pues bien, el núcleo de la respuesta se da en el pasaje antes
citado de la
Carta a los Efesios: antes del encuentro con Cristo,
los Efesios estaban sin esperanza, porque estaban en el mundo « sin Dios ».
Llegar a conocer a Dios, al Dios verdadero, eso es lo que significa recibir
esperanza. Para nosotros, que vivimos desde siempre con el concepto cristiano de
Dios y nos hemos acostumbrado a él, el tener esperanza, que proviene del
encuentro real con este Dios, resulta ya casi imperceptible. El ejemplo de una
santa de nuestro tiempo puede en cierta medida ayudarnos a entender lo que
significa encontrar por primera vez y realmente a este Dios. Me refiero a la
africana Josefina Bakhita, canonizada por el Papa Juan Pablo II. Nació
aproximadamente en 1869 –ni ella misma sabía la fecha exacta– en Darfur, Sudán.
Cuando tenía nueve años fue secuestrada por traficantes de esclavos, golpeada y
vendida cinco veces en los mercados de Sudán. Terminó como esclava al servicio
de la madre y la mujer de un general, donde cada día era azotada hasta sangrar;
como consecuencia de ello le quedaron 144 cicatrices para el resto de su vida.
Por fin, en 1882 fue comprada por un mercader italiano para el cónsul italiano
Callisto Legnani que, ante el avance de los mahdistas, volvió a Italia. Aquí,
después de los terribles « dueños » de los que había sido propiedad hasta aquel
momento, Bakhita llegó a conocer un « dueño » totalmente diferente –que llamó «
paron » en el dialecto veneciano que ahora había aprendido–, al Dios vivo, el
Dios de Jesucristo. Hasta aquel momento sólo había conocido dueños que la
despreciaban y maltrataban o, en el mejor de los casos, la consideraban una
esclava útil. Ahora, por el contrario, oía decir que había un « Paron » por
encima de todos los dueños, el Señor de todos los señores, y que este Señor es
bueno, la bondad en persona. Se enteró de que este Señor también la conocía, que
la había creado también a ella; más aún, que la quería. También ella era amada,
y precisamente por el « Paron » supremo, ante el cual todos los demás no son más
que míseros siervos. Ella era conocida y amada, y era esperada. Incluso más:
este Dueño había afrontado personalmente el destino de ser maltratado y ahora la
esperaba « a la derecha de Dios Padre ». En este momento tuvo « esperanza »; no
sólo la pequeña esperanza de encontrar dueños menos crueles, sino la gran
esperanza: yo soy definitivamente amada, suceda lo que suceda; este gran Amor me
espera. Por eso mi vida es hermosa. A través del conocimiento de esta esperanza
ella fue « redimida », ya no se sentía esclava, sino hija libre de Dios.
Entendió lo que Pablo quería decir cuando recordó a los Efesios que antes
estaban en el mundo sin esperanza y sin Dios; sin esperanza porque estaban sin
Dios. Así, cuando se quiso devolverla a Sudán, Bakhita se negó; no estaba
dispuesta a que la separaran de nuevo de su « Paron ». El 9 de enero de 1890
recibió el Bautismo, la
Confirmación y la primera Comunión de manos del Patriarca de
Venecia. El 8 de diciembre de 1896 hizo los votos en Verona, en la Congregación de las
hermanas Canosianas, y desde entonces –junto con sus labores en la sacristía y
en la portería del claustro– intentó sobre todo, en varios viajes por Italia,
exhortar a la misión: sentía el deber de extender la liberación que había
recibido mediante el encuentro con el Dios de Jesucristo; que la debían recibir
otros, el mayor número posible de personas. La esperanza que en ella había
nacido y la había « redimido » no podía guardársela para sí sola; esta esperanza
debía llegar a muchos, llegar a todos.
El concepto de
esperanza basada en la fe en el Nuevo Testamento y en la Iglesia primitiva
4. Antes de abordar la
cuestión sobre si el encuentro con el Dios que nos ha mostrado su rostro en
Cristo, y que ha abierto su Corazón, es para nosotros no sólo « informativo »,
sino también « performativo », es decir, si puede transformar nuestra vida hasta
hacernos sentir redimidos por la esperanza que dicho encuentro expresa, volvamos
de nuevo a la
Iglesia primitiva. Es fácil darse cuenta de que la experiencia
de la pequeña esclava africana Bakhita fue también la experiencia de muchas
personas maltratadas y condenadas a la esclavitud en la época del cristianismo
naciente. El cristianismo no traía un mensaje socio-revolucionario como el de
Espartaco que, con luchas cruentas, fracasó. Jesús no era Espartaco, no era un
combatiente por una liberación política como Barrabás o Bar-Kokebá. Lo que Jesús
había traído, habiendo muerto Él mismo en la cruz, era algo totalmente diverso:
el encuentro con el Señor de todos los señores, el encuentro con el Dios vivo y,
así, el encuentro con una esperanza más fuerte que los sufrimientos de la
esclavitud, y que por ello transforma desde dentro la vida y el mundo. La
novedad de lo ocurrido aparece con máxima claridad en la Carta de san Pablo a
Filemón. Se trata de una carta muy personal, que Pablo escribe en la cárcel,
enviándola con el esclavo fugitivo, Onésimo, precisamente a su dueño, Filemón.
Sí, Pablo devuelve el esclavo a su dueño, del que había huido, y no lo hace
mandando, sino suplicando: « Te recomiendo a Onésimo, mi hijo, a quien he
engendrado en la prisión [...]. Te lo envío como algo de mis entrañas [...].
Quizás se apartó de ti para que le recobres ahora para siempre; y no como
esclavo, sino mucho mejor: como hermano querido » (Flm 10-16). Los
hombres que, según su estado civil se relacionan entre sí como dueños y
esclavos, en cuanto miembros de la única Iglesia se han convertido en hermanos y
hermanas unos de otros: así se llamaban mutuamente los cristianos. Habían sido
regenerados por el Bautismo, colmados del mismo Espíritu y recibían juntos, unos
al lado de otros, el Cuerpo del Señor. Aunque las estructuras externas
permanecieran igual, esto cambiaba la sociedad desde dentro. Cuando
la
Carta a los Hebreos dice que los cristianos son
huéspedes y peregrinos en la tierra, añorando la patria futura (cf. Hb
11,13-16; Flp 3,20), no remite simplemente a una perspectiva futura,
sino que se refiere a algo muy distinto: los cristianos reconocen que la
sociedad actual no es su ideal; ellos pertenecen a una sociedad nueva, hacia la
cual están en camino y que es anticipada en su
peregrinación.
5. Hemos de añadir
todavía otro punto de vista. La Primera Carta a los
Corintios (1,18-31) nos muestra que una gran parte de los primeros
cristianos pertenecía a las clases sociales bajas y, precisamente por eso,
estaba preparada para la experiencia de la nueva esperanza, como hemos visto en
el ejemplo de Bakhita. No obstante, hubo también desde el principio conversiones
en las clases sociales aristocráticas y cultas. Precisamente porque éstas
también vivían en el mundo « sin esperanza y sin Dios ». El mito había perdido
su credibilidad; la religión de Estado romana se había esclerotizado
convirtiéndose en simple ceremonial, que se cumplía escrupulosamente pero ya
reducido sólo a una « religión política ». El racionalismo filosófico había
relegado a los dioses al ámbito de lo irreal. Se veía lo divino de diversas
formas en las fuerzas cósmicas, pero no existía un Dios al que se pudiera rezar.
Pablo explica de manera absolutamente apropiada la problemática esencial de
entonces sobre la religión cuando a la vida « según Cristo » contrapone una vida
bajo el señorío de los « elementos del mundo » (cf. Col 2,8). En esta
perspectiva, hay un texto de san Gregorio Nacianceno que puede ser muy
iluminador. Dice que en el mismo momento en que los Magos, guiados por la
estrella, adoraron al nuevo rey, Cristo, llegó el fin para la astrología, porque
desde entonces las estrellas giran según la órbita establecida por
Cristo.2 En efecto, en esta escena se invierte la concepción del
mundo de entonces que, de modo diverso, también hoy está nuevamente en auge. No
son los elementos del cosmos, la leyes de la materia, lo que en definitiva
gobierna el mundo y el hombre, sino que es un Dios personal quien gobierna las
estrellas, es decir, el universo; la última instancia no son las leyes de la
materia y de la evolución, sino la razón, la voluntad, el amor: una Persona. Y
si conocemos a esta Persona, y ella a nosotros, entonces el inexorable poder de
los elementos materiales ya no es la última instancia; ya no somos esclavos del
universo y de sus leyes, ahora somos libres. Esta toma de conciencia ha
influenciado en la antigüedad a los espíritus genuinos que estaban en búsqueda.
El cielo no está vacío. La vida no es el simple producto de las leyes y de la
casualidad de la materia, sino que en todo, y al mismo tiempo por encima de
todo, hay una voluntad personal, hay un Espíritu que en Jesús se ha revelado
como Amor.3
6. Los sarcófagos de
los primeros tiempos del cristianismo muestran visiblemente esta concepción, en
presencia de la muerte, ante la cual es inevitable preguntarse por el sentido de
la vida. En los antiguos sarcófagos se interpreta la figura de Cristo mediante
dos imágenes: la del filósofo y la del pastor. En general, por filosofía no se
entendía entonces una difícil disciplina académica, como ocurre hoy. El filósofo
era más bien el que sabía enseñar el arte esencial: el arte de ser hombre de
manera recta, el arte de vivir y morir. Ciertamente, ya desde hacía tiempo los
hombres se habían percatado de que gran parte de los que se presentaban como
filósofos, como maestros de vida, no eran más que charlatanes que con sus
palabras querían ganar dinero, mientras que no tenían nada que decir sobre la
verdadera vida. Esto hacía que se buscase con más ahínco aún al auténtico
filósofo, que supiera indicar verdaderamente el camino de la vida. Hacia finales
del siglo III encontramos por vez primera en Roma, en el sarcófago de un niño y
en el contexto de la resurrección de Lázaro, la figura de Cristo como el
verdadero filósofo, que tiene el Evangelio en una mano y en la otra el bastón de
caminante propio del filósofo. Con este bastón Él vence a la muerte; el
Evangelio lleva la verdad que los filósofos deambulantes habían buscado en vano.
En esta imagen, que después perdurará en el arte de los sarcófagos durante mucho
tiempo, se muestra claramente lo que tanto las personas cultas como las
sencillas encontraban en Cristo: Él nos dice quién es en realidad el hombre y
qué debe hacer para ser verdaderamente hombre. Él nos indica el camino y este
camino es la verdad. Él mismo es ambas cosas, y por eso es también la vida que
todos anhelamos. Él indica también el camino más allá de la muerte; sólo quien
es capaz de hacer todo esto es un verdadero maestro de vida. Lo mismo puede
verse en la imagen del pastor. Como ocurría para la representación del filósofo,
también para la representación de la figura del pastor la Iglesia primitiva podía referirse a
modelos ya existentes en el arte romano. En éste, el pastor expresaba
generalmente el sueño de una vida serena y sencilla, de la cual tenía nostalgia
la gente inmersa en la confusión de la ciudad. Pero ahora la imagen era
contemplada en un nuevo escenario que le daba un contenido más profundo: « El
Señor es mi pastor, nada me falta... Aunque camine por cañadas oscuras, nada
temo, porque tú vas conmigo... » (Sal 22,1-4). El verdadero pastor es
Aquel que conoce también el camino que pasa por el valle de la muerte; Aquel que
incluso por el camino de la última soledad, en el que nadie me puede acompañar,
va conmigo guiándome para atravesarlo: Él mismo ha recorrido este camino, ha
bajado al reino de la muerte, la ha vencido, y ha vuelto para acompañarnos ahora
y darnos la certeza de que, con Él, se encuentra siempre un paso abierto. Saber
que existe Aquel que me acompaña incluso en la muerte y que con su « vara y su
cayado me sosiega », de modo que « nada temo » (cf. Sal 22,4), era la
nueva « esperanza » que brotaba en la vida de los
creyentes.
7. Debemos volver una
vez más al Nuevo Testamento. En el capítulo undécimo de la Carta a los Hebreos
(v. 1) se encuentra una especie de definición de la fe que une estrechamente
esta virtud con la esperanza. Desde la Reforma, se ha entablado entre los
exegetas una discusión sobre la palabra central de esta frase, y en la cual
parece que hoy se abre un camino hacia una interpretación común. Dejo por el
momento sin traducir esta palabra central. La frase dice así: « La fe es
hypostasis de lo que se espera y prueba de lo que no se ve ». Para los
Padres y para los teólogos de la Edad Media estaba claro que la
palabra griega hypostasis se traducía al latín con el término
substantia. Por tanto, la traducción latina del texto elaborada en
la Iglesia
antigua, dice así: « Est autem fides sperandarum substantia rerum, argumentum
non apparentium », la fe es la « sustancia » de lo que se espera; prueba de
lo que no se ve. Tomás de Aquino,4 usando la terminología de la
tradición filosófica en la que se hallaba, explica esto de la siguiente manera:
la fe es un habitus, es decir, una constante disposición del ánimo,
gracias a la cual comienza en nosotros la vida eterna y la razón se siente
inclinada a aceptar lo que ella misma no ve. Así pues, el concepto de «
sustancia » queda modificado en el sentido de que por la fe, de manera
incipiente, podríamos decir « en germen » –por tanto según la « sustancia »– ya
están presentes en nosotros las realidades que se esperan: el todo, la vida
verdadera. Y precisamente porque la realidad misma ya está presente, esta
presencia de lo que vendrá genera también certeza: esta « realidad » que ha de
venir no es visible aún en el mundo externo (no « aparece »), pero debido a que,
como realidad inicial y dinámica, la llevamos dentro de nosotros, nace ya ahora
una cierta percepción de la misma. A Lutero, que no tenía mucha simpatía por
la
Carta a los Hebreos en sí misma, el concepto de «
sustancia » no le decía nada en el contexto de su concepción de la fe. Por eso
entendió el término hipóstasis/sustancia no en sentido objetivo (de
realidad presente en nosotros), sino en el sentido subjetivo, como expresión de
una actitud interior y, por consiguiente, tuvo que comprender naturalmente
también el término argumentum como una disposición del sujeto. Esta
interpretación se ha difundido también en la exégesis católica en el siglo XX
–al menos en Alemania– de tal manera que la traducción ecuménica del Nuevo
Testamento en alemán, aprobada por los Obispos, dice: « Glaube aber ist:
Feststehen in dem, was man erhofft, Überzeugtsein von dem, was man nicht
sieht » (fe es: estar firmes en lo que se espera, estar convencidos de lo
que no se ve). En sí mismo, esto no es erróneo, pero no es el sentido del texto,
porque el término griego usado (elenchos) no tiene el valor subjetivo de
« convicción », sino el significado objetivo de « prueba ». Por eso, la exegesis
protestante reciente ha llegado con razón a un convencimiento diferente: « Ahora
ya no se puede poner en duda que esta interpretación protestante, que se ha
hecho clásica, es insostenible ».5 La fe no es solamente un tender de
la persona hacia lo que ha de venir, y que está todavía totalmente ausente; la
fe nos da algo. Nos da ya ahora algo de la realidad esperada, y esta realidad
presente constituye para nosotros una « prueba » de lo que aún no se ve. Ésta
atrae al futuro dentro del presente, de modo que el futuro ya no es el puro «
todavía-no ». El hecho de que este futuro exista cambia el presente; el presente
está marcado por la realidad futura, y así las realidades futuras repercuten en
las presentes y las presentes en las futuras.
8. Esta explicación
cobra mayor fuerza aún, y se conecta con la vida concreta, si consideramos el
versículo 34 del capítulo 10 de la Carta a los Hebreos que,
desde el punto de vista lingüístico y de contenido, está relacionado con esta
definición de una fe impregnada de esperanza y que al mismo tiempo la prepara.
Aquí, el autor habla a los creyentes que han padecido la experiencia de la
persecución y les dice: « Compartisteis el sufrimiento de los encarcelados,
aceptasteis con alegría que os confiscaran los bienes (hyparchonton – Vg:
bonorum), sabiendo que teníais bienes mejores y permanentes
(hyparxin – Vg: substantiam) ». Hyparchonta son las
propiedades, lo que en la vida terrenal constituye el sustento, la base, la «
sustancia » con la que se cuenta para la vida. Esta « sustancia », la seguridad
normal para la vida, se la han quitado a los cristianos durante la persecución.
Lo han soportado porque después de todo consideraban irrelevante esta sustancia
material. Podían dejarla porque habían encontrado una « base » mejor para su
existencia, una base que perdura y que nadie puede quitar. No se puede dejar de
ver la relación que hay entre estas dos especies de « sustancia », entre
sustento o base material y la afirmación de la fe como « base », como «
sustancia » que perdura. La fe otorga a la vida una base nueva, un nuevo
fundamento sobre el que el hombre puede apoyarse, de tal manera que precisamente
el fundamento habitual, la confianza en la renta material, queda relativizado.
Se crea una nueva libertad ante este fundamento de la vida que sólo
aparentemente es capaz de sustentarla, aunque con ello no se niega ciertamente
su sentido normal. Esta nueva libertad, la conciencia de la nueva « sustancia »
que se nos ha dado, se ha puesto de manifiesto no sólo en el martirio, en el
cual las personas se han opuesto a la prepotencia de la ideología y de sus
órganos políticos, renovando el mundo con su muerte. También se ha manifestado
sobre todo en las grandes renuncias, desde los monjes de la antigüedad hasta
Francisco de Asís, y a las personas de nuestro tiempo que, en los Institutos y
Movimientos religiosos modernos, han dejado todo por amor de Cristo para llevar
a los hombres la fe y el amor de Cristo, para ayudar a las personas que sufren
en el cuerpo y en el alma. En estos casos se ha comprobado que la nueva «
sustancia » es realmente « sustancia »; de la esperanza de estas personas
tocadas por Cristo ha brotado esperanza para otros que vivían en la oscuridad y
sin esperanza. En ellos se ha demostrado que esta nueva vida posee realmente «
sustancia » y es una « sustancia » que suscita vida para los demás. Para
nosotros, que contemplamos estas figuras, su vida y su comportamiento son de
hecho una « prueba » de que las realidades futuras, la promesa de Cristo, no es
solamente una realidad esperada sino una verdadera presencia: Él es realmente el
« filósofo » y el « pastor » que nos indica qué es y dónde está la
vida.
9. Para comprender más
profundamente esta reflexión sobre las dos especies de sustancias
hypostasis e hyparchonta y sobre los dos modos de vida expresados con
ellas, tenemos todavía que reflexionar brevemente sobre dos palabras relativas a
este argumento, que se encuentran en el capítulo 10 de la Carta a los Hebreos. Se
trata de las palabras hypomone (10,36) e hypostole (10,39).
Hypomone se traduce normalmente por « paciencia », perseverancia,
constancia. El creyente necesita saber esperar soportando pacientemente
las pruebas para poder « alcanzar la promesa » (cf. 10,36). En la religiosidad
del antiguo judaísmo, esta palabra se usó expresamente para designar la espera
de Dios característica de Israel: su perseverar en la fidelidad a Dios basándose
en la certeza de la
Alianza, en medio de un mundo que contradice a Dios. Así, la
palabra indica una esperanza vivida, una existencia basada en la certeza de la
esperanza. En el Nuevo Testamento, esta espera de Dios, este estar de parte de
Dios, asume un nuevo significado: Dios se ha manifestado en Cristo. Nos ha
comunicado ya la « sustancia » de las realidades futuras y, de este modo, la
espera de Dios adquiere una nueva certeza. Se esperan las realidades futuras a
partir de un presente ya entregado. Es la espera, ante la presencia de Cristo,
con Cristo presente, de que su Cuerpo se complete, con vistas a su llegada
definitiva. En cambio, con hypostole se expresa el retraerse de quien no
se arriesga a decir abiertamente y con franqueza la verdad quizás peligrosa.
Este esconderse ante los hombres por espíritu de temor ante ellos lleva a la «
perdición » (Hb 10,39). Por el contrario, la Segunda Carta a
Timoteo caracteriza la actitud de fondo del cristiano con una bella
expresión: « Dios no nos ha dado un espíritu cobarde, sino un espíritu de
energía, amor y buen juicio » (1,7).
La vida eterna – ¿qué
es?
10. Hasta ahora hemos
hablado de la fe y de la esperanza en el Nuevo Testamento y en los comienzos del
cristianismo; pero siempre se ha tenido también claro que no sólo hablamos del
pasado; toda la reflexión concierne a la vida y a la muerte en general y, por
tanto, también tiene que ver con nosotros aquí y ahora. No obstante, es el
momento de preguntarnos ahora de manera explícita: la fe cristiana ¿es también
para nosotros ahora una esperanza que transforma y sostiene nuestra vida? ¿Es
para nosotros « performativa », un mensaje que plasma de modo nuevo la vida
misma, o es ya sólo « información » que, mientras tanto, hemos dejado
arrinconada y nos parece superada por informaciones más recientes? En la
búsqueda de una respuesta quisiera partir de la forma clásica del diálogo con el
cual el rito del Bautismo expresaba la acogida del recién nacido en la comunidad
de los creyentes y su renacimiento en Cristo. El sacerdote preguntaba ante todo
a los padres qué nombre habían elegido para el niño, y continuaba después con la
pregunta: « ¿Qué pedís a la
Iglesia? ». Se respondía: « La fe ». Y « ¿Qué te da la fe? ». «
La vida eterna ». Según este diálogo, los padres buscaban para el niño la
entrada en la fe, la comunión con los creyentes, porque veían en la fe la llave
para « la vida eterna ». En efecto, ayer como hoy, en el Bautismo, cuando uno se
convierte en cristiano, se trata de esto: no es sólo un acto de socialización
dentro de la comunidad ni solamente de acogida en la Iglesia. Los padres esperan algo
más para el bautizando: esperan que la fe, de la cual forma parte el cuerpo de
la Iglesia y
sus sacramentos, le dé la vida, la vida eterna. La fe es la sustancia de la
esperanza. Pero entonces surge la cuestión: ¿De verdad queremos esto: vivir
eternamente? Tal vez muchas personas rechazan hoy la fe simplemente porque la
vida eterna no les parece algo deseable. En modo alguno quieren la vida eterna,
sino la presente y, para esto, la fe en la vida eterna les parece más bien un
obstáculo. Seguir viviendo para siempre –sin fin– parece más una condena que un
don. Ciertamente, se querría aplazar la muerte lo más posible. Pero vivir
siempre, sin un término, sólo sería a fin de cuentas aburrido y al final
insoportable. Esto es lo que dice precisamente, por ejemplo, el Padre de
la Iglesia
Ambrosio en el sermón fúnebre por su hermano difunto Sátiro: «
Es verdad que la muerte no formaba parte de nuestra naturaleza, sino que se
introdujo en ella; Dios no instituyó la muerte desde el principio, sino que nos
la dio como un remedio [...]. En efecto, la vida del hombre, condenada por culpa
del pecado a un duro trabajo y a un sufrimiento intolerable, comenzó a ser digna
de lástima: era necesario dar un fin a estos males, de modo que la muerte
restituyera lo que la vida había perdido. La inmortalidad, en efecto, es más una
carga que un bien, si no entra en juego la gracia ».6 Y Ambrosio ya
había dicho poco antes: « No debemos deplorar la muerte, ya que es causa de
salvación ».7
11. Sea lo que fuere
lo que san Ambrosio quiso decir exactamente con estas palabras, es cierto que la
eliminación de la muerte, como también su aplazamiento casi ilimitado, pondría a
la tierra y a la humanidad en una condición imposible y no comportaría beneficio
alguno para el individuo mismo. Obviamente, hay una contradicción en nuestra
actitud, que hace referencia a un contraste interior de nuestra propia
existencia. Por un lado, no queremos morir; los que nos aman, sobre todo, no
quieren que muramos. Por otro lado, sin embargo, tampoco deseamos seguir
existiendo ilimitadamente, y tampoco la tierra ha sido creada con esta
perspectiva. Entonces, ¿qué es realmente lo que queremos? Esta paradoja de
nuestra propia actitud suscita una pregunta más profunda: ¿qué es realmente la «
vida »? Y ¿qué significa verdaderamente « eternidad »? Hay momentos en que de
repente percibimos algo: sí, esto sería precisamente la verdadera « vida », así
debería ser. En contraste con ello, lo que cotidianamente llamamos « vida », en
verdad no lo es. Agustín, en su extensa carta sobre la oración dirigida a Proba,
una viuda romana acomodada y madre de tres cónsules, escribió una vez: En el
fondo queremos sólo una cosa, la « vida bienaventurada », la vida que
simplemente es vida, simplemente « felicidad ». A fin de cuentas, en la oración
no pedimos otra cosa. No nos encaminamos hacia nada más, se trata sólo de esto.
Pero después Agustín dice también: pensándolo bien, no sabemos en absoluto lo
que deseamos, lo que quisiéramos concretamente. Desconocemos del todo esta
realidad; incluso en aquellos momentos en que nos parece tocarla con la mano no
la alcanzamos realmente. « No sabemos pedir lo que nos conviene », reconoce con
una expresión de san Pablo (Rm 8,26). Lo único que sabemos es que no es
esto. Sin embargo, en este no-saber sabemos que esta realidad tiene que existir.
« Así, pues, hay en nosotros, por decirlo de alguna manera, una sabia ignorancia
(docta ignorantia) », escribe. No sabemos lo que queremos realmente; no
conocemos esta « verdadera vida » y, sin embargo, sabemos que debe existir un
algo que no conocemos y hacia el cual nos sentimos
impulsados.8
12. Pienso que Agustín
describe en este pasaje, de modo muy preciso y siempre válido, la situación
esencial del hombre, la situación de la que provienen todas sus contradicciones
y sus esperanzas. De algún modo deseamos la vida misma, la verdadera, la que no
se vea afectada ni siquiera por la muerte; pero, al mismo tiempo, no conocemos
eso hacia lo que nos sentimos impulsados. No podemos dejar de tender a ello y,
sin embargo, sabemos que todo lo que podemos experimentar o realizar no es lo
que deseamos. Esta « realidad » desconocida es la verdadera « esperanza » que
nos empuja y, al mismo tiempo, su desconocimiento es la causa de todas las
desesperaciones, así como también de todos los impulsos positivos o destructivos
hacia el mundo auténtico y el auténtico hombre. La expresión « vida eterna »
trata de dar un nombre a esta desconocida realidad conocida. Es por necesidad
una expresión insuficiente que crea confusión. En efecto, « eterno » suscita en
nosotros la idea de lo interminable, y eso nos da miedo; « vida » nos hace
pensar en la vida que conocemos, que amamos y que no queremos perder, pero que a
la vez es con frecuencia más fatiga que satisfacción, de modo que, mientras por
un lado la deseamos, por otro no la queremos. Podemos solamente tratar de salir
con nuestro pensamiento de la temporalidad a la que estamos sujetos y augurar de
algún modo que la eternidad no sea un continuo sucederse de días del calendario,
sino como el momento pleno de satisfacción, en el cual la totalidad nos abraza y
nosotros abrazamos la totalidad. Sería el momento del sumergirse en el océano
del amor infinito, en el cual el tempo –el antes y el después– ya no existe.
Podemos únicamente tratar de pensar que este momento es la vida en sentido
pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que
estamos desbordados simplemente por la alegría. En el Evangelio de Juan, Jesús
lo expresa así: « Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y nadie os
quitará vuestra alegría » (16,22). Tenemos que pensar en esta línea si queremos
entender el objetivo de la esperanza cristiana, qué es lo que esperamos de la
fe, de nuestro ser con Cristo.9
¿Es individualista la
esperanza cristiana?
13.
A lo largo de su historia, los
cristianos han tratado de traducir en figuras representables este saber que no
sabe, recurriendo a imágenes del « cielo » que siempre resultan lejanas de lo
que, precisamente por eso, sólo conocemos negativamente, a través de un
no-conocimiento. En el curso de los siglos, todos estos intentos de
representación de la esperanza han impulsado a muchos a vivir basándose en la fe
y, como consecuencia, a abandonar sus « hyparchonta », las sustancias
materiales para su existencia. El autor de la Carta a los Hebreos, en
el capítulo 11,
ha trazado una especie de historia de los que viven en la
esperanza y de su estar de camino, una historia que desde Abel llega hasta la
época del autor. En los tiempos modernos se ha desencadenado una crítica cada
vez más dura contra este tipo de esperanza: consistiría en puro individualismo,
que habría abandonado el mundo a su miseria y se habría amparado en una
salvación eterna exclusivamente privada. Henri de Lubac, en la introducción a su
obra fundamental Catholicisme. Aspects sociaux du dogme, ha
recogido algunos testimonios característicos de esta clase, uno de los cuales es
digno de mención: « ¿He encontrado la alegría? No... He encontrado mi alegría. Y
esto es algo terriblemente diverso... La alegría de Jesús puede ser personal.
Puede pertenecer a una sola persona, y ésta se salva. Está en paz..., ahora y
por siempre, pero ella sola. Esta soledad de la alegría no la perturba. Al
contrario: ¡Ella es precisamente la elegida! En su bienaventuranza atraviesa
felizmente las batallas con una rosa en la mano
».10
14.
A este respecto, de Lubac ha
podido demostrar, basándose en la teología de los Padres en toda su amplitud,
que la salvación ha sido considerada siempre como una realidad comunitaria. La
misma Carta a los Hebreos habla de una « ciudad » (cf. 11,10.16; 12,22;
13,14) y, por tanto, de una salvación comunitaria. Los Padres, coherentemente,
entienden el pecado como la destrucción de la unidad del género humano, como
ruptura y división. Babel, el lugar de la confusión de las lenguas y de la
separación, se muestra como expresión de lo que es el pecado en su raíz. Por
eso, la « redención » se presenta precisamente como el restablecimiento de la
unidad en la que nos encontramos de nuevo juntos en una unión que se refleja en
la comunidad mundial de los creyentes. No hace falta que nos ocupemos aquí de
todos los textos en los que aparece el aspecto comunitario de la esperanza.
Sigamos con la
Carta a Proba, en la cual Agustín intenta
explicar un poco esta desconocida realidad conocida que vamos buscando. El punto
de partida es simplemente la expresión « vida bienaventurada [feliz] ». Después
cita el Salmo 144 [143],15: « Dichoso el pueblo cuyo Dios es el Señor ». Y
continúa: « Para que podamos formar parte de este pueblo y llegar [...] a vivir
con Dios eternamente, ‘‘el precepto tiene por objeto el amor, que brota de un
corazón limpio, de una buena conciencia y de una fe sincera'' (1 Tm 1,5)
».11 Esta vida verdadera, hacia la cual tratamos de dirigirnos
siempre de nuevo, comporta estar unidos existencialmente en un « pueblo » y sólo
puede realizarse para cada persona dentro de este « nosotros ». Precisamente por
eso presupone dejar de estar encerrados en el propio « yo », porque sólo la
apertura a este sujeto universal abre también la mirada hacia la fuente de la
alegría, hacia el amor mismo, hacia Dios.
15. Esta concepción de
la « vida bienaventurada » orientada hacia la comunidad se refiere a algo que
está ciertamente más allá del mundo presente, pero precisamente por eso tiene
que ver también con la edificación del mundo, de maneras muy diferentes según el
contexto histórico y las posibilidades que éste ofrece o excluye. En el tiempo
de Agustín, cuando la irrupción de nuevos pueblos amenazaba la cohesión del
mundo, en la cual había una cierta garantía de derecho y de vida en una
comunidad jurídica, se trataba de fortalecer los fundamentos verdaderamente
básicos de esta comunidad de vida y de paz para poder sobrevivir en aquel mundo
cambiante. Pero intentemos fijarnos, por poner un caso, en un momento de
la Edad
Media, bajo ciertos aspectos emblemático. En la conciencia
común, los monasterios aparecían como lugares para huir del mundo («
contemptus mundi ») y eludir así la responsabilidad con respecto al mundo
buscando la salvación privada. Bernardo de Claraval, que con su Orden reformada
llevó una multitud de jóvenes a los monasterios, tenía una visión muy diferente
sobre esto. Para él, los monjes tienen una tarea con respecto a toda
la Iglesia y,
por consiguiente, también respecto al mundo. Y, con muchas imágenes, ilustra la
responsabilidad de los monjes para con todo el organismo de la Iglesia, más aún, para con
la humanidad; les aplica las palabras del Pseudo-Rufino: « El género humano
subsiste gracias a unos pocos; si ellos desaparecieran, el mundo perecería
».12 Los contemplativos –contemplantes– han de convertirse
en trabajadores agrícolas –laborantes–, nos dice. La nobleza del trabajo,
que el cristianismo ha heredado del judaísmo, había aparecido ya en las reglas
monásticas de Agustín y Benito. Bernardo presenta de nuevo este concepto. Los
jóvenes aristócratas que acudían a sus monasterios debían someterse al trabajo
manual. A decir verdad, Bernardo dice explícitamente que tampoco el monasterio
puede restablecer el Paraíso, pero sostiene que, como lugar de labranza práctica
y espiritual, debe preparar el nuevo Paraíso. Una parcela de bosque silvestre se
hace fértil precisamente cuando se talan los árboles de la soberbia, se extirpa
lo que crece en el alma de modo silvestre y así se prepara el terreno en el que
puede crecer pan para el cuerpo y para el alma.13 ¿Acaso no hemos
tenido la oportunidad de comprobar de nuevo, precisamente en el momento de la
historia actual, que allí donde las almas se hacen salvajes no se puede lograr
ninguna estructuración positiva del mundo?
La transformación de
la fe-esperanza cristiana en el tiempo moderno
16. ¿Cómo ha podido
desarrollarse la idea de que el mensaje de Jesús es estrictamente individualista
y dirigido sólo al individuo? ¿Cómo se ha llegado a interpretar la « salvación
del alma » como huida de la responsabilidad respecto a las cosas en su conjunto
y, por consiguiente, a considerar el programa del cristianismo como búsqueda
egoísta de la salvación que se niega a servir a los demás? Para encontrar una
respuesta a esta cuestión hemos de fijarnos en los elementos fundamentales de la
época moderna. Estos se ven con particular claridad en Francis Bacon. Es
indiscutible que –gracias al descubrimiento de América y a las nuevas conquistas
de la técnica que han permitido este desarrollo– ha surgido una nueva época.
Pero, ¿sobre qué se basa este cambio epocal? Se basa en la nueva correlación
entre experimento y método, que hace al hombre capaz de lograr una
interpretación de la naturaleza conforme a sus leyes y conseguir así,
finalmente, « la victoria del arte sobre la naturaleza » (victoria cursus
artis super naturam).14 La novedad – según la visión de Bacon–
consiste en una nueva correlación entre ciencia y praxis. De esto se hace
después una aplicación en clave teológica: esta nueva correlación entre ciencia
y praxis significaría que se restablecería el dominio sobre la creación, que
Dios había dado al hombre y que se perdió por el pecado
original.15
17. Quien lee estas
afirmaciones, y reflexiona con atención, reconoce en ellas un paso
desconcertante: hasta aquel momento la recuperación de lo que el hombre había
perdido al ser expulsado del paraíso terrenal se esperaba de la fe en
Jesucristo, y en esto se veía la « redención ». Ahora, esta « redención », el
restablecimiento del « paraíso » perdido, ya no se espera de la fe, sino de la
correlación apenas descubierta entre ciencia y praxis. Con esto no es que se
niegue la fe; pero queda desplazada a otro nivel –el de las realidades
exclusivamente privadas y ultramundanas– al mismo tiempo que resulta en cierto
modo irrelevante para el mundo. Esta visión programática ha determinado el
proceso de los tiempos modernos e influye también en la crisis actual de la fe
que, en sus aspectos concretos, es sobre todo una crisis de la esperanza
cristiana. Por eso, en Bacon la esperanza recibe también una nueva forma. Ahora
se llama: fe en el progreso. En efecto, para Bacon está claro que los
descubrimientos y las invenciones apenas iniciadas son sólo un comienzo; que
gracias a la sinergia entre ciencia y praxis se seguirán descubrimientos
totalmente nuevos, surgirá un mundo totalmente nuevo, el reino del
hombre.16 Según esto, él mismo trazó un esbozo de las invenciones
previsibles, incluyendo el aeroplano y el submarino. Durante el desarrollo
ulterior de la ideología del progreso, la alegría por los visibles adelantos de
las potencialidades humanas es una confirmación constante de la fe en el
progreso como tal.
18. Al mismo tiempo,
hay dos categorías que ocupan cada vez más el centro de la idea de progreso:
razón y libertad. El progreso es sobre todo un progreso del dominio creciente de
la razón, y esta razón es considerada obviamente un poder del bien y para el
bien. El progreso es la superación de todas las dependencias, es progreso hacia
la libertad perfecta. También la libertad es considerada sólo como promesa, en
la cual el hombre llega a su plenitud. En ambos conceptos –libertad y razón– hay
un aspecto político. En efecto, se espera el reino de la razón como la nueva
condición de la humanidad que llega a ser totalmente libre. Sin embargo, las
condiciones políticas de este reino de la razón y de la libertad, en un primer
momento, aparecen poco definidas. La razón y la libertad parecen garantizar de
por sí, en virtud de su bondad intrínseca, una nueva comunidad humana perfecta.
Pero en ambos conceptos clave, « razón » y « libertad », el pensamiento está
siempre, tácitamente, en contraste también con los vínculos de la fe y de
la Iglesia,
así como con los vínculos de los ordenamientos estatales de entonces. Ambos
conceptos llevan en sí mismos, pues, un potencial revolucionario de enorme
fuerza explosiva.
19. Hemos de fijarnos
brevemente en las dos etapas esenciales de la concreción política de esta
esperanza, porque son de gran importancia para el camino de la esperanza
cristiana, para su comprensión y su persistencia. Está, en primer lugar,
la
Revolución francesa como el intento de instaurar el dominio de
la razón y de la libertad, ahora también de manera políticamente real.
La Europa de
la
Ilustración, en un primer momento, ha contemplado fascinada
estos acontecimientos, pero ante su evolución ha tenido que reflexionar después
de manera nueva sobre la razón y la libertad. Para las dos fases de la recepción
de lo que ocurrió en Francia, son significativos dos escritos de Immanuel Kant,
en los que reflexiona sobre estos acontecimientos. En 1792 escribe la obra: «
Der Sieg des guten Prinzips über das böse und die Gründung eines Reichs
Gottes auf Erden » (La victoria del principio bueno sobre el malo y la
constitución de un reino de Dios sobre la tierra). En ella dice: « El paso
gradual de la fe eclesiástica al dominio exclusivo de la pura fe religiosa
constituye el acercamiento del reino de Dios ».17 Nos dice también
que las revoluciones pueden acelerar los tiempos de este paso de la fe
eclesiástica a la fe racional. El « reino de Dios », del que había hablado
Jesús, recibe aquí una nueva definición y asume también una nueva presencia;
existe, por así decirlo, una nueva « espera inmediata »: el « reino de Dios »
llega allí donde la « fe eclesiástica » es superada y reemplazada por la « fe
religiosa », es decir por la simple fe racional. En 1795, en su obra « Das
Ende aller Dinge » (El final de todas las cosas), aparece una imagen
diferente. Ahora Kant toma en consideración la posibilidad de que, junto al
final natural de todas las cosas, se produzca también uno contrario a la
naturaleza, perverso. A este respecto, escribe: « Si llegara un día en el que el
cristianismo no fuera ya digno de amor, el pensamiento dominante de los hombres
debería convertirse en el de un rechazo y una oposición contra él; y el
anticristo [...] inauguraría su régimen, aunque breve (fundado presumiblemente
en el miedo y el egoísmo). A continuación, no obstante, puesto que el
cristianismo, aun habiendo sido destinado a ser la religión universal, no habría
sido ayudado de hecho por el destino a serlo, podría ocurrir, bajo el aspecto
moral, el final (perverso) de todas las cosas
».18
20. En el s. XVIII no
faltó la fe en el progreso como nueva forma de la esperanza humana y siguió
considerando la razón y la libertad como la estrella-guía que se debía seguir en
el camino de la esperanza. Sin embargo, el avance cada vez más rápido del
desarrollo técnico y la industrialización que comportaba crearon muy pronto una
situación social completamente nueva: se formó la clase de los trabajadores de
la industria y el así llamado « proletariado industrial », cuyas terribles
condiciones de vida ilustró de manera sobrecogedora Friedrich Engels en 1845.
Para el lector debía estar claro: esto no puede continuar, es necesario un
cambio. Pero el cambio supondría la convulsión y el abatimiento de toda la
estructura de la sociedad burguesa. Después de la revolución burguesa de 1789
había llegado la hora de una nueva revolución, la proletaria: el progreso no
podía avanzar simplemente de modo lineal a pequeños pasos. Hacía falta el salto
revolucionario. Karl Marx recogió esta llamada del momento y, con vigor de
lenguaje y pensamiento, trató de encauzar este nuevo y, como él pensaba,
definitivo gran paso de la historia hacia la salvación, hacia lo que Kant había
calificado como el « reino de Dios ». Al haber desaparecido la verdad del más
allá, se trataría ahora de establecer la verdad del más acá. La crítica del
cielo se transforma en la crítica de la tierra, la crítica de la teología en la
crítica de la política. El progreso hacia lo mejor, hacia el mundo
definitivamente bueno, ya no viene simplemente de la ciencia, sino de la
política; de una política pensada científicamente, que sabe reconocer la
estructura de la historia y de la sociedad, y así indica el camino hacia la
revolución, hacia el cambio de todas las cosas. Con precisión puntual, aunque de
modo unilateral y parcial, Marx ha descrito la situación de su tiempo y ha
ilustrado con gran capacidad analítica los caminos hacia la revolución, y no
sólo teóricamente: con el partido comunista, nacido del manifiesto de 1848, dio
inicio también concretamente a la revolución. Su promesa, gracias a la agudeza
de sus análisis y a la clara indicación de los instrumentos para el cambio
radical, fascinó y fascina todavía hoy de nuevo. Después, la revolución se
implantó también, de manera más radical en Rusia.
21. Pero con su
victoria se puso de manifiesto también el error fundamental de Marx. Él indicó
con exactitud cómo lograr el cambio total de la situación. Pero no nos dijo cómo
se debería proceder después. Suponía simplemente que, con la expropiación de la
clase dominante, con la caída del poder político y con la socialización de los
medios de producción, se establecería la Nueva Jerusalén. En efecto,
entonces se anularían todas las contradicciones, por fin el hombre y el mundo
habrían visto claramente en sí mismos. Entonces todo podría proceder por sí
mismo por el recto camino, porque todo pertenecería a todos y todos querrían lo
mejor unos para otros. Así, tras el éxito de la revolución, Lenin pudo
percatarse de que en los escritos del maestro no había ninguna indicación sobre
cómo proceder. Había hablado ciertamente de la fase intermedia de la dictadura
del proletariado como de una necesidad que, sin embargo, en un segundo momento
se habría demostrado caduca por sí misma. Esta « fase intermedia » la conocemos
muy bien y también sabemos cuál ha sido su desarrollo posterior: en lugar de
alumbrar un mundo sano, ha dejado tras de sí una destrucción desoladora. El
error de Marx no consiste sólo en no haber ideado los ordenamientos necesarios
para el nuevo mundo; en éste, en efecto, ya no habría necesidad de ellos. Que no
diga nada de eso es una consecuencia lógica de su planteamiento. Su error está
más al fondo. Ha olvidado que el hombre es siempre hombre. Ha olvidado al hombre
y ha olvidado su libertad. Ha olvidado que la libertad es siempre libertad,
incluso para el mal. Creyó que, una vez solucionada la economía, todo quedaría
solucionado. Su verdadero error es el materialismo: en efecto, el hombre no es
sólo el producto de condiciones económicas y no es posible curarlo sólo desde
fuera, creando condiciones económicas favorables.
22. Así, pues, nos
encontramos de nuevo ante la pregunta: ¿Qué podemos esperar? Es necesaria una
autocrítica de la edad moderna en diálogo con el cristianismo y con su
concepción de la esperanza. En este diálogo, los cristianos, en el contexto de
sus conocimientos y experiencias, tienen también que aprender de nuevo en qué
consiste realmente su esperanza, qué tienen que ofrecer al mundo y qué es, por
el contrario, lo que no pueden ofrecerle. Es necesario que en la autocrítica de
la edad moderna confluya también una autocrítica del cristianismo moderno, que
debe aprender siempre a comprenderse a sí mismo a partir de sus propias raíces.
Sobre esto sólo se puede intentar hacer aquí alguna observación. Ante todo hay
que preguntarse: ¿Qué significa realmente « progreso »; qué es lo que promete y
qué es lo que no promete? Ya en el siglo XIX había una crítica a la fe en el
progreso. En el siglo XX, Theodor W. Adorno expresó de manera drástica la
incertidumbre de la fe en el progreso: el progreso, visto de cerca, sería el
progreso que va de la honda a la superbomba. Ahora bien, éste es de hecho un
aspecto del progreso que no se debe disimular. Dicho de otro modo: la ambigüedad
del progreso resulta evidente. Indudablemente, ofrece nuevas posibilidades para
el bien, pero también abre posibilidades abismales para el mal, posibilidades
que antes no existían. Todos nosotros hemos sido testigos de cómo el progreso,
en manos equivocadas, puede convertirse, y se ha convertido de hecho, en un
progreso terrible en el mal. Si el progreso técnico no se corresponde con un
progreso en la formación ética del hombre, con el crecimiento del hombre
interior (cf. Ef 3,16; 2 Co 4,16), no es un progreso sino una
amenaza para el hombre y para el mundo.
23. Por lo que se
refiere a los dos grandes temas « razón » y « libertad », aquí sólo se pueden
señalar las cuestiones relacionadas con ellos. Ciertamente, la razón es el gran
don de Dios al hombre, y la victoria de la razón sobre la irracionalidad es
también un objetivo de la fe cristiana. Pero ¿cuándo domina realmente la razón?
¿Acaso cuando se ha apartado de Dios? ¿Cuando se ha hecho ciega para Dios? La
razón del poder y del hacer ¿es ya toda la razón? Si el progreso, para ser
progreso, necesita el crecimiento moral de la humanidad, entonces la razón del
poder y del hacer debe ser integrada con la misma urgencia mediante la apertura
de la razón a las fuerzas salvadoras de la fe, al discernimiento entre el bien y
el mal. Sólo de este modo se convierte en una razón realmente humana. Sólo se
vuelve humana si es capaz de indicar el camino a la voluntad, y esto sólo lo
puede hacer si mira más allá de sí misma. En caso contrario, la situación del
hombre, en el desequilibrio entre la capacidad material, por un lado, y la falta
de juicio del corazón, por otro, se convierte en una amenaza para sí mismo y
para la creación. Por eso, hablando de libertad, se ha de recordar que la
libertad humana requiere que concurran varias libertades. Sin embargo, esto no
se puede lograr si no está determinado por un común e intrínseco criterio de
medida, que es fundamento y meta de nuestra libertad. Digámoslo ahora de manera
muy sencilla: el hombre necesita a Dios, de lo contrario queda sin esperanza.
Visto el desarrollo de la edad moderna, la afirmación de san Pablo citada al
principio (Ef 2,12) se demuestra muy realista y simplemente verdadera.
Por tanto, no cabe duda de que un « reino de Dios » instaurado sin Dios –un
reino, pues, sólo del hombre– desemboca inevitablemente en « el final perverso »
de todas las cosas descrito por Kant: lo hemos visto y lo seguimos viendo
siempre una y otra vez. Pero tampoco cabe duda de que Dios entra realmente en
las cosas humanas a condición de que no sólo lo pensemos nosotros, sino que Él
mismo salga a nuestro encuentro y nos hable. Por eso la razón necesita de la fe
para llegar a ser totalmente ella misma: razón y fe se necesitan mutuamente para
realizar su verdadera naturaleza y su misión.
La verdadera fisonomía
de la esperanza cristiana
24. Preguntémonos
ahora de nuevo: ¿qué podemos esperar? Y ¿qué es lo que no podemos esperar? Ante
todo hemos de constatar que un progreso acumulativo sólo es posible en lo
material. Aquí, en el conocimiento progresivo de las estructuras de la materia,
y en relación con los inventos cada día más avanzados, hay claramente una
continuidad del progreso hacia un dominio cada vez mayor de la naturaleza. En
cambio, en el ámbito de la conciencia ética y de la decisión moral, no existe
una posibilidad similar de incremento, por el simple hecho de que la libertad
del ser humano es siempre nueva y tiene que tomar siempre de nuevo sus
decisiones. No están nunca ya tomadas para nosotros por otros; en este caso, en
efecto, ya no seríamos libres. La libertad presupone que en las decisiones
fundamentales cada hombre, cada generación, tenga un nuevo inicio. Es verdad que
las nuevas generaciones pueden construir a partir de los conocimientos y
experiencias de quienes les han precedido, así como aprovecharse del tesoro
moral de toda la humanidad. Pero también pueden rechazarlo, ya que éste no puede
tener la misma evidencia que los inventos materiales. El tesoro moral de la
humanidad no está disponible como lo están en cambio los instrumentos que se
usan; existe como invitación a la libertad y como posibilidad para ella. Pero
esto significa que:
a) El recto estado de
las cosas humanas, el bienestar moral del mundo, nunca puede garantizarse
solamente a través de estructuras, por muy válidas que éstas sean. Dichas
estructuras no sólo son importantes, sino necesarias; sin embargo, no pueden ni
deben dejar al margen la libertad del hombre. Incluso las mejores estructuras
funcionan únicamente cuando en una comunidad existen unas convicciones vivas
capaces de motivar a los hombres para una adhesión libre al ordenamiento
comunitario. La libertad necesita una convicción; una convicción no existe por
sí misma, sino que ha de ser conquistada comunitariamente siempre de
nuevo.
b) Puesto que el hombre
sigue siendo siempre libre y su libertad es también siempre frágil, nunca
existirá en este mundo el reino del bien definitivamente consolidado. Quien
promete el mundo mejor que duraría irrevocablemente para siempre, hace una falsa
promesa, pues ignora la libertad humana. La libertad debe ser conquistada para
el bien una y otra vez. La libre adhesión al bien nunca existe simplemente por
sí misma. Si hubiera estructuras que establecieran de manera definitiva una
determinada –buena– condición del mundo, se negaría la libertad del hombre, y
por eso, a fin de cuentas, en modo alguno serían estructuras
buenas.
25. Una consecuencia
de lo dicho es que la búsqueda, siempre nueva y fatigosa, de rectos
ordenamientos para las realidades humanas es una tarea de cada generación; nunca
es una tarea que se pueda dar simplemente por concluida. No obstante, cada
generación tiene que ofrecer también su propia aportación para establecer
ordenamientos convincentes de libertad y de bien, que ayuden a la generación
sucesiva, como orientación al recto uso de la libertad humana y den también así,
siempre dentro de los límites humanos, una cierta garantía también para el
futuro. Con otras palabras: las buenas estructuras ayudan, pero por sí solas no
bastan. El hombre nunca puede ser redimido solamente desde el exterior. Francis
Bacon y los seguidores de la corriente de pensamiento de la edad moderna
inspirada en él, se equivocaban al considerar que el hombre sería redimido por
medio de la ciencia. Con semejante expectativa se pide demasiado a la ciencia;
esta especie de esperanza es falaz. La ciencia puede contribuir mucho a la
humanización del mundo y de la humanidad. Pero también puede destruir al hombre
y al mundo si no está orientada por fuerzas externas a ella misma. Por otra
parte, debemos constatar también que el cristianismo moderno, ante los éxitos de
la ciencia en la progresiva estructuración del mundo, se ha concentrado en gran
parte sólo sobre el individuo y su salvación. Con esto ha reducido el horizonte
de su esperanza y no ha reconocido tampoco suficientemente la grandeza de su
cometido, si bien es importante lo que ha seguido haciendo para la formación del
hombre y la atención de los débiles y de los que sufren.
26. No es la ciencia
la que redime al hombre. El hombre es redimido por el amor. Eso es válido
incluso en el ámbito puramente intramundano. Cuando uno experimenta un gran amor
en su vida, se trata de un momento de « redención » que da un nuevo sentido a su
existencia. Pero muy pronto se da cuenta también de que el amor que se le ha
dado, por sí solo, no soluciona el problema de su vida. Es un amor frágil. Puede
ser destruido por la muerte. El ser humano necesita un amor incondicionado.
Necesita esa certeza que le hace decir: « Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni
principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni
criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús,
Señor nuestro » (Rm 8,38-39). Si existe este amor absoluto con su certeza
absoluta, entonces –sólo entonces– el hombre es « redimido », suceda lo que
suceda en su caso particular. Esto es lo que se ha de entender cuando decimos
que Jesucristo nos ha « redimido ». Por medio de Él estamos seguros de Dios, de
un Dios que no es una lejana « causa primera » del mundo, porque su Hijo
unigénito se ha hecho hombre y cada uno puede decir de Él: « Vivo de la fe en el
Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí » (Ga
2,20).
27. En este sentido,
es verdad que quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el
fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida
(cf. Ef 2,12). La verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a
pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y
que nos sigue amando « hasta el extremo », « hasta el total cumplimiento »
(cf. Jn 13,1; 19,30). Quien ha sido tocado por el amor empieza a intuir
lo que sería propiamente « vida ». Empieza a intuir qué quiere decir la palabra
esperanza que hemos encontrado en el rito del Bautismo: de la fe se espera la «
vida eterna », la vida verdadera que, totalmente y sin amenazas, es
sencillamente vida en toda su plenitud. Jesús que dijo de sí mismo que había
venido para que nosotros tengamos la vida y la tengamos en plenitud, en
abundancia (cf. Jn 10,10), nos explicó también qué significa « vida »: «
Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu
enviado, Jesucristo » (Jn 17,3). La vida en su verdadero sentido no la
tiene uno solamente para sí, ni tampoco sólo por sí mismo: es una relación. Y la
vida entera es relación con quien es la fuente de la vida. Si estamos en
relación con Aquel que no muere, que es la Vida misma y el Amor mismo, entonces
estamos en la vida. Entonces « vivimos ».
28. Pero ahora surge
la pregunta: de este modo, ¿no hemos recaído quizás en el individualismo de la
salvación? ¿En la esperanza sólo para mí que además, precisamente por eso, no es
una esperanza verdadera porque olvida y descuida a los demás? No. La relación
con Dios se establece a través de la comunión con Jesús, pues solos y únicamente
con nuestras fuerzas no la podemos alcanzar. En cambio, la relación con Jesús es
una relación con Aquel que se entregó a sí mismo en rescate por todos nosotros
(cf. 1 Tm 2,6). Estar en comunión con Jesucristo nos hace participar en
su ser « para todos », hace que éste sea nuestro modo de ser. Nos compromete en
favor de los demás, pero sólo estando en comunión con Él podemos realmente
llegar a ser para los demás, para todos. Quisiera citar en este contexto al gran
doctor griego de la
Iglesia, san Máximo el Confesor († 662), el cual exhorta
primero a no anteponer nada al conocimiento y al amor de Dios, pero pasa
enseguida a aplicaciones muy prácticas: « Quien ama a Dios no puede guardar para
sí el dinero, sino que lo reparte ‘‘según Dios'' [...], a imitación de Dios, sin
discriminación alguna ».19 Del amor a Dios se deriva la participación
en la justicia y en la bondad de Dios hacia los otros; amar a Dios requiere la
libertad interior respecto a todo lo que se posee y todas las cosas materiales:
el amor de Dios se manifiesta en la responsabilidad por el otro.20 En
la vida de san Agustín podemos observar de modo conmovedor la misma relación
entre amor de Dios y responsabilidad para con los hombres. Tras su conversión a
la fe cristiana quiso, junto con algunos amigos de ideas afines, llevar una vida
que estuviera dedicada totalmente a la palabra de Dios y a las cosas eternas.
Quiso realizar con valores cristianos el ideal de la vida contemplativa descrito
en la gran filosofía griega, eligiendo de este modo « la mejor parte »
(Lc 10,42). Pero las cosas fueron de otra manera. Mientras participaba en
la Misa
dominical, en la ciudad portuaria de Hipona, fue llamado aparte por el Obispo,
fuera de la muchedumbre, y obligado a dejarse ordenar para ejercer el ministerio
sacerdotal en aquella ciudad. Fijándose retrospectivamente en aquel momento,
escribe en sus Confesiones: « Aterrado por mis pecados y por el peso
enorme de mis miserias, había meditado en mi corazón y decidido huir a la
soledad. Mas tú me lo prohibiste y me tranquilizaste, diciendo: "Cristo murió
por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para él que murió
por ellos" (cf. 2 Co 5,15) ».21 Cristo murió por todos. Vivir
para Él significa dejarse moldear en su « ser-para ».
29. Esto supuso para
Agustín una vida totalmente nueva. Así describió una vez su vida cotidiana: «
Corregir a los indisciplinados, confortar a los pusilánimes, sostener a los
débiles, refutar a los adversarios, guardarse de los insidiosos, instruir a los
ignorantes, estimular a los indolentes, aplacar a los pendencieros, moderar a
los ambiciosos, animar a los desalentados, apaciguar a los contendientes, ayudar
a los pobres, liberar a los oprimidos, mostrar aprobación a los buenos, tolerar
a los malos y [¡pobre de mí!] amar a todos ».22 « Es el Evangelio lo
que me asusta »,23 ese temor saludable que nos impide vivir para
nosotros mismos y que nos impulsa a transmitir nuestra común esperanza. De
hecho, ésta era precisamente la intención de Agustín: en la difícil situación
del imperio romano, que amenazaba también al África romana y que, al final de la
vida de Agustín, llegó a destruirla, quiso transmitir esperanza, la esperanza
que le venía de la fe y que, en total contraste con su carácter introvertido, le
hizo capaz de participar decididamente y con todas sus fuerzas en la edificación
de la ciudad. En el mismo capítulo de las Confesiones, en el cual
acabamos de ver el motivo decisivo de su compromiso « para todos », dice
también: Cristo « intercede por nosotros; de otro modo desesperaría. Porque
muchas y grandes son mis dolencias; sí, son muchas y grandes, aunque más grande
es tu medicina. De no haberse tu Verbo hecho carne y habitado entre nosotros,
hubiéramos podido juzgarlo apartado de la naturaleza humana y desesperar de
nosotros ».24 Gracias a su esperanza, Agustín se dedicó a la gente
sencilla y a su ciudad; renunció a su nobleza espiritual y predicó y actuó de
manera sencilla para la gente sencilla.
30. Resumamos lo que
hasta ahora ha aflorado en el desarrollo de nuestras reflexiones. A lo largo de
su existencia, el hombre tiene muchas esperanzas, más grandes o más pequeñas,
diferentes según los períodos de su vida. A veces puede parecer que una de estas
esperanzas lo llena totalmente y que no necesita de ninguna otra. En la juventud
puede ser la esperanza del amor grande y satisfactorio; la esperanza de cierta
posición en la profesión, de uno u otro éxito determinante para el resto de su
vida. Sin embargo, cuando estas esperanzas se cumplen, se ve claramente que
esto, en realidad, no lo era todo. Está claro que el hombre necesita una
esperanza que vaya más allá. Es evidente que sólo puede contentarse con algo
infinito, algo que será siempre más de lo que nunca podrá alcanzar. En este
sentido, la época moderna ha desarrollado la esperanza de la instauración de un
mundo perfecto que parecía poder lograrse gracias a los conocimientos de la
ciencia y a una política fundada científicamente. Así, la esperanza bíblica del
reino de Dios ha sido reemplazada por la esperanza del reino del hombre, por la
esperanza de un mundo mejor que sería el verdadero « reino de Dios ». Esta
esperanza parecía ser finalmente la esperanza grande y realista, la que el
hombre necesita. Ésta sería capaz de movilizar –por algún tiempo– todas las
energías del hombre; este gran objetivo parecía merecer todo tipo de esfuerzos.
Pero a lo largo del tiempo se vio claramente que esta esperanza se va alejando
cada vez más. Ante todo se tomó conciencia de que ésta era quizás una esperanza
para los hombres del mañana, pero no una esperanza para mí. Y aunque el « para
todos » forme parte de la gran esperanza –no puedo ciertamente llegar a ser
feliz contra o sin los otros–, es verdad que una esperanza que no se refiera a
mí personalmente, ni siquiera es una verdadera esperanza. También resultó
evidente que ésta era una esperanza contra la libertad, porque la situación de
las realidades humanas depende en cada generación de la libre decisión de los
hombres que pertenecen a ella. Si, debido a las condiciones y a las estructuras,
se les privara de esta libertad, el mundo, a fin de cuentas, no sería bueno,
porque un mundo sin libertad no sería en absoluto un mundo bueno. Así, aunque
sea necesario un empeño constante para mejorar el mundo, el mundo mejor del
mañana no puede ser el contenido propio y suficiente de nuestra esperanza. A
este propósito se plantea siempre la pregunta: ¿Cuándo es « mejor » el mundo?
¿Qué es lo que lo hace bueno? ¿Según qué criterio se puede valorar si es bueno?
¿Y por qué vías se puede alcanzar esta « bondad »?
31. Más aún: nosotros
necesitamos tener esperanzas –más grandes o más pequeñas–, que día a día nos
mantengan en camino. Pero sin la gran esperanza, que ha de superar todo lo
demás, aquellas no bastan. Esta gran esperanza sólo puede ser Dios, que abraza
el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no
podemos alcanzar. De hecho, el ser agraciado por un don forma parte de la
esperanza. Dios es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino
el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada
uno en particular y a la humanidad en su conjunto. Su reino no es un más allá
imaginario, situado en un futuro que nunca llega; su reino está presente allí
donde Él es amado y donde su amor nos alcanza. Sólo su amor nos da la
posibilidad de perseverar día a día con toda sobriedad, sin perder el impulso de
la esperanza, en un mundo que por su naturaleza es imperfecto. Y, al mismo
tiempo, su amor es para nosotros la garantía de que existe aquello que sólo
llegamos a intuir vagamente y que, sin embargo, esperamos en lo más íntimo de
nuestro ser: la vida que es « realmente » vida. Trataremos de concretar más esta
idea en la última parte, fijando nuestra atención en algunos « lugares » de
aprendizaje y ejercicio práctico de la esperanza.
« Lugares » de
aprendizaje y del ejercicio de la esperanza
I. La oración como
escuela de la esperanza
32. Un lugar primero y
esencial de aprendizaje de la esperanza es la oración. Cuando ya nadie me
escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar con ninguno, ni
invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios. Si ya no hay nadie que pueda
ayudarme –cuando se trata de una necesidad o de una expectativa que supera la
capacidad humana de esperar–, Él puede ayudarme.25 Si me veo relegado
a la extrema soledad...; el que reza nunca está totalmente solo. De sus trece
años de prisión, nueve de los cuales en aislamiento, el inolvidable Cardenal
Nguyen Van Thuan nos ha dejado un precioso opúsculo: Oraciones de
esperanza. Durante trece años en la cárcel, en una situación de
desesperación aparentemente total, la escucha de Dios, el poder hablarle, fue
para él una fuerza creciente de esperanza, que después de su liberación le
permitió ser para los hombres de todo el mundo un testigo de la esperanza, esa
gran esperanza que no se apaga ni siquiera en las noches de la
soledad.
33. Agustín ilustró de
forma muy bella la relación íntima entre oración y esperanza en una homilía
sobre la Primera
Carta de San Juan. Él define la oración como un
ejercicio del deseo. El hombre ha sido creado para una gran realidad, para Dios
mismo, para ser colmado por Él. Pero su corazón es demasiado pequeño para la
gran realidad que se le entrega. Tiene que ser ensanchado. « Dios, retardando
[su don], ensancha el deseo; con el deseo, ensancha el alma y, ensanchándola, la
hace capaz [de su don] ». Agustín se refiere a san Pablo, el cual dice de sí
mismo que vive lanzado hacia lo que está por delante (cf. Flp 3,13).
Después usa una imagen muy bella para describir este proceso de ensanchamiento y
preparación del corazón humano. « Imagínate que Dios quiere llenarte de miel
[símbolo de la ternura y la bondad de Dios]; si estás lleno de vinagre, ¿dónde
pondrás la miel? » El vaso, es decir el corazón, tiene que ser antes ensanchado
y luego purificado: liberado del vinagre y de su sabor. Eso requiere esfuerzo,
es doloroso, pero sólo así se logra la capacitación para lo que estamos
destinados.26 Aunque Agustín habla directamente sólo de la
receptividad para con Dios, se ve claramente que con este esfuerzo por liberarse
del vinagre y de su sabor, el hombre no sólo se hace libre para Dios, sino que
se abre también a los demás. En efecto, sólo convirtiéndonos en hijos de Dios
podemos estar con nuestro Padre común. Rezar no significa salir de la historia y
retirarse en el rincón privado de la propia felicidad. El modo apropiado de orar
es un proceso de purificación interior que nos hace capaces para Dios y,
precisamente por eso, capaces también para los demás. En la oración, el hombre
ha de aprender qué es lo que verdaderamente puede pedirle a Dios, lo que es
digno de Dios. Ha de aprender que no puede rezar contra el otro. Ha de aprender
que no puede pedir cosas superficiales y banales que desea en ese momento, la
pequeña esperanza equivocada que lo aleja de Dios. Ha de purificar sus deseos y
sus esperanzas. Debe liberarse de las mentiras ocultas con que se engaña a sí
mismo: Dios las escruta, y la confrontación con Dios obliga al hombre a
reconocerlas también. « ¿Quién conoce sus faltas? Absuélveme de lo que se me
oculta », ruega el salmista (19[18],13). No reconocer la culpa, la ilusión de
inocencia, no me justifica ni me salva, porque la ofuscación de la conciencia,
la incapacidad de reconocer en mí el mal en cuanto tal, es culpa mía. Si Dios no
existe, entonces quizás tengo que refugiarme en estas mentiras, porque no hay
nadie que pueda perdonarme, nadie que sea el verdadero criterio. En cambio, el
encuentro con Dios despierta mi conciencia para que ésta ya no me ofrezca más
una autojustificación ni sea un simple reflejo de mí mismo y de los
contemporáneos que me condicionan, sino que se transforme en capacidad para
escuchar el Bien mismo.
34. Para que la
oración produzca esta fuerza purificadora debe ser, por una parte, muy personal,
una confrontación de mi yo con Dios, con el Dios vivo. Pero, por otra, ha de
estar guiada e iluminada una y otra vez por las grandes oraciones de
la Iglesia y
de los santos, por la oración litúrgica, en la cual el Señor nos enseña
constantemente a rezar correctamente. El Cardenal Nguyen Van Thuan cuenta en su
libro de Ejercicios espirituales cómo en su vida hubo largos períodos de
incapacidad de rezar y cómo él se aferró a las palabras de la oración de
la Iglesia: el
Padrenuestro, el Ave María y las oraciones de la Liturgia.27 En la
oración tiene que haber siempre esta interrelación entre oración pública y
oración personal. Así podemos hablar a Dios, y así Dios nos habla a nosotros. De
este modo se realizan en nosotros las purificaciones, a través de las cuales
llegamos a ser capaces de Dios e idóneos para servir a los hombres. Así nos
hacemos capaces de la gran esperanza y nos convertimos en ministros de la
esperanza para los demás: la esperanza en sentido cristiano es siempre esperanza
para los demás. Y es esperanza activa, con la cual luchamos para que las cosas
no acaben en un « final perverso ». Es también esperanza activa en el sentido de
que mantenemos el mundo abierto a Dios. Sólo así permanece también como
esperanza verdaderamente humana.
II. El actuar y el
sufrir como lugares de aprendizaje de la esperanza
35. Toda actuación
seria y recta del hombre es esperanza en acto. Lo es ante todo en el sentido de
que así tratamos de llevar adelante nuestras esperanzas, más grandes o más
pequeñas; solucionar éste o aquel otro cometido importante para el porvenir de
nuestra vida: colaborar con nuestro esfuerzo para que el mundo llegue a ser un
poco más luminoso y humano, y se abran así también las puertas hacia el futuro.
Pero el esfuerzo cotidiano por continuar nuestra vida y por el futuro de todos
nos cansa o se convierte en fanatismo, si no está iluminado por la luz de
aquella esperanza más grande que no puede ser destruida ni siquiera por
frustraciones en lo pequeño ni por el fracaso en los acontecimientos de
importancia histórica. Si no podemos esperar más de lo que es efectivamente
posible en cada momento y de lo que podemos esperar que las autoridades
políticas y económicas nos ofrezcan, nuestra vida se ve abocada muy pronto a
quedar sin esperanza. Es importante sin embargo saber que yo todavía puedo
esperar, aunque aparentemente ya no tenga nada más que esperar para mi vida o
para el momento histórico que estoy viviendo. Sólo la gran esperanza-certeza de
que, a pesar de todas las frustraciones, mi vida personal y la historia en su
conjunto están custodiadas por el poder indestructible del Amor y que, gracias
al cual, tienen para él sentido e importancia, sólo una esperanza así puede en
ese caso dar todavía ánimo para actuar y continuar. Ciertamente, no « podemos
construir » el reino de Dios con nuestras fuerzas, lo que construimos es siempre
reino del hombre con todos los límites propios de la naturaleza humana. El reino
de Dios es un don, y precisamente por eso es grande y hermoso, y constituye la
respuesta a la esperanza. Y no podemos –por usar la terminología clásica– «
merecer » el cielo con nuestras obras. Éste es siempre más de lo que merecemos,
del mismo modo que ser amados nunca es algo « merecido », sino siempre un don.
No obstante, aun siendo plenamente conscientes de la « plusvalía » del cielo,
sigue siendo siempre verdad que nuestro obrar no es indiferente ante Dios y, por
tanto, tampoco es indiferente para el desarrollo de la historia. Podemos
abrirnos nosotros mismos y abrir el mundo para que entre Dios: la verdad, el
amor y el bien. Es lo que han hecho los santos que, como « colaboradores de Dios
», han contribuido a la salvación del mundo (cf. 1 Co 3,9; 1 Ts
3,2). Podemos liberar nuestra vida y el mundo de las intoxicaciones y
contaminaciones que podrían destruir el presente y el futuro. Podemos descubrir
y tener limpias las fuentes de la creación y así, junto con la creación que nos
precede como don, hacer lo que es justo, teniendo en cuenta sus propias
exigencias y su finalidad. Eso sigue teniendo sentido aunque en apariencia no
tengamos éxito o nos veamos impotentes ante la superioridad de fuerzas hostiles.
Así, por un lado, de nuestro obrar brota esperanza para nosotros y para los
demás; pero al mismo tiempo, lo que nos da ánimos y orienta nuestra actividad,
tanto en los momentos buenos como en los malos, es la gran esperanza fundada en
las promesas de Dios.
36. Al igual que el
obrar, también el sufrimiento forma parte de la existencia humana. Éste se
deriva, por una parte, de nuestra finitud y, por otra, de la gran cantidad de
culpas acumuladas a lo largo de la historia, y que crece de modo incesante
también en el presente. Conviene ciertamente hacer todo lo posible para
disminuir el sufrimiento; impedir cuanto se pueda el sufrimiento de los
inocentes; aliviar los dolores y ayudar a superar las dolencias psíquicas. Todos
estos son deberes tanto de la justicia como del amor y forman parte de las
exigencias fundamentales de la existencia cristiana y de toda vida realmente
humana. En la lucha contra el dolor físico se han hecho grandes progresos,
aunque en las últimas décadas ha aumentado el sufrimiento de los inocentes y
también las dolencias psíquicas. Es cierto que debemos hacer todo lo posible
para superar el sufrimiento, pero extirparlo del mundo por completo no está en
nuestras manos, simplemente porque no podemos desprendernos de nuestra
limitación, y porque ninguno de nosotros es capaz de eliminar el poder del mal,
de la culpa, que –lo vemos– es una fuente continua de sufrimiento. Esto sólo
podría hacerlo Dios: y sólo un Dios que, haciéndose hombre, entrase
personalmente en la historia y sufriese en ella. Nosotros sabemos que este Dios
existe y que, por tanto, este poder que « quita el pecado del mundo » (Jn
1,29) está presente en el mundo. Con la fe en la existencia de este poder ha
surgido en la historia la esperanza de la salvación del mundo. Pero se trata
precisamente de esperanza y no aún de cumplimiento; esperanza que nos da el
valor para ponernos de la parte del bien aun cuando parece que ya no hay
esperanza, y conscientes además de que, viendo el desarrollo de la historia tal
como se manifiesta externamente, el poder de la culpa permanece como una
presencia terrible, incluso para el futuro.
37. Volvamos a nuestro
tema. Podemos tratar de limitar el sufrimiento, luchar contra él, pero no
podemos suprimirlo. Precisamente cuando los hombres, intentando evitar toda
dolencia, tratan de alejarse de todo lo que podría significar aflicción, cuando
quieren ahorrarse la fatiga y el dolor de la verdad, del amor y del bien, caen
en una vida vacía en la que quizás ya no existe el dolor, pero en la que la
oscura sensación de la falta de sentido y de la soledad es mucho mayor aún. Lo
que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la
capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un
sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito. En este
contexto, quisiera citar algunas frases de una carta del mártir vietnamita Pablo
Le-Bao-Thin († 1857) en las que resalta esta transformación del sufrimiento
mediante la fuerza de la esperanza que proviene de la fe. « Yo, Pablo,
encarcelado por el nombre de Cristo, os quiero explicar las tribulaciones en que
me veo sumergido cada día, para que, enfervorizados en el amor de Dios, alabéis
conmigo al Señor, porque es eterna su misericordia (cf. Sal 136 [135]).
Esta cárcel es un verdadero infierno: a los crueles suplicios de toda clase,
como son grillos, cadenas de hierro y ataduras, hay que añadir el odio, las
venganzas, las calumnias, palabras indecentes, peleas, actos perversos,
juramentos injustos, maldiciones y, finalmente, angustias y tristeza. Pero Dios,
que en otro tiempo libró a los tres jóvenes del horno de fuego, está siempre
conmigo y me libra de las tribulaciones y las convierte en dulzura, porque es
eterna su misericordia. En medio de estos tormentos, que aterrorizarían a
cualquiera, por la gracia de Dios estoy lleno de gozo y alegría, porque no estoy
solo, sino que Cristo está conmigo[...]. ¿Cómo resistir este espectáculo, viendo
cada día cómo los emperadores, los mandarines y sus cortesanos blasfeman tu
santo nombre, Señor, que te sientas sobre los querubines y serafines? (cf.
Sal 80 [79],2). ¡Mira, tu cruz es pisoteada por los paganos! ¿Dónde está
tu gloria? Al ver todo esto, prefiero, encendido en tu amor, morir
descuartizado, en testimonio de tu amor. Muestra, Señor, tu poder, sálvame y
dame tu apoyo, para que la fuerza se manifieste en mi debilidad y sea
glorificada ante los gentiles [...]. Queridos hermanos al escuchar todo esto,
llenos de alegría, tenéis que dar gracias incesantes a Dios, de quien procede
todo bien; bendecid conmigo al Señor, porque es eterna su misericordia [...]. Os
escribo todo esto para se unan vuestra fe y la mía. En medio de esta tempestad
echo el ancla hasta el trono de Dios, esperanza viva de mi corazón...
».28 Ésta es una carta « desde el infierno ». Se expresa todo el
horror de un campo de concentración en el cual, a los tormentos por parte de los
tiranos, se añade el desencadenarse del mal en las víctimas mismas que, de este
modo, se convierten incluso en nuevos instrumentos de la crueldad de los
torturadores. Es una carta desde el « infierno », pero en ella se hace realidad
la exclamación del Salmo: « Si escalo el cielo, allí estás tú; si me
acuesto en el abismo, allí te encuentro... Si digo: ‘‘Que al menos la tiniebla
me encubra ...'', ni la tiniebla es oscura para ti, la noche es clara como el
día » (Sal 139 [138] 8-12; cf. Sal 23[22], 4). Cristo ha
descendido al « infierno » y así está cerca de quien ha sido arrojado allí,
transformando por medio de Él las tinieblas en luz. El sufrimiento y los
tormentos son terribles y casi insoportables. Sin embargo, ha surgido la
estrella de la esperanza, el ancla del corazón llega hasta el trono de Dios. No
se desata el mal en el hombre, sino que vence la luz: el sufrimiento –sin dejar
de ser sufrimiento– se convierte a pesar de todo en canto de
alabanza.
38. La grandeza de la
humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y
con el que sufre. Esto es válido tanto para el individuo como para la sociedad.
Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir
mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también
interiormente, es una sociedad cruel e inhumana. A su vez, la sociedad no puede
aceptar a los que sufren y sostenerlos en su dolencia si los individuos mismos
no son capaces de hacerlo y, en fin, el individuo no puede aceptar el
sufrimiento del otro si no logra encontrar personalmente en el sufrimiento un
sentido, un camino de purificación y maduración, un camino de esperanza. En
efecto, aceptar al otro que sufre significa asumir de alguna manera su
sufrimiento, de modo que éste llegue a ser también mío. Pero precisamente porque
ahora se ha convertido en sufrimiento compartido, en el cual se da la presencia
de un otro, este sufrimiento queda traspasado por la luz del amor. La palabra
latina consolatio, consolación, lo expresa de manera muy bella,
sugiriendo un « ser-con » en la soledad, que entonces ya no es soledad. Pero
también la capacidad de aceptar el sufrimiento por amor del bien, de la verdad y
de la justicia, es constitutiva de la grandeza de la humanidad porque, en
definitiva, cuando mi bienestar, mi incolumidad, es más importante que la verdad
y la justicia, entonces prevalece el dominio del más fuerte; entonces reinan la
violencia y la mentira. La verdad y la justicia han de estar por encima de mi
comodidad e incolumidad física, de otro modo mi propia vida se convierte en
mentira. Y también el « sí » al amor es fuente de sufrimiento, porque el amor
exige siempre nuevas renuncias de mi yo, en las cuales me dejo modelar y herir.
En efecto, no puede existir el amor sin esta renuncia también dolorosa para mí,
de otro modo se convierte en puro egoísmo y, con ello, se anula a sí mismo como
amor.
39. Sufrir con el
otro, por los otros; sufrir por amor de la verdad y de la justicia; sufrir a
causa del amor y con el fin de convertirse en una persona que ama realmente, son
elementos fundamentales de humanidad, cuya pérdida destruiría al hombre mismo.
Pero una vez más surge la pregunta: ¿somos capaces de ello? ¿El otro es tan
importante como para que, por él, yo me convierta en una persona que sufre? ¿Es
tan importante para mí la verdad como para compensar el sufrimiento? ¿Es tan
grande la promesa del amor que justifique el don de mí mismo? En la historia de
la humanidad, la fe cristiana tiene precisamente el mérito de haber suscitado en
el hombre, de manera nueva y más profunda, la capacidad de estos modos de sufrir
que son decisivos para su humanidad. La fe cristiana nos ha enseñado que verdad,
justicia y amor no son simplemente ideales, sino realidades de enorme densidad.
En efecto, nos ha enseñado que Dios –la Verdad y el Amor en persona– ha
querido sufrir por nosotros y con nosotros. Bernardo de Claraval acuñó la
maravillosa expresión: Impassibilis est Deus, sed non
incompassibilis,29 Dios no puede padecer, pero puede compadecer.
El hombre tiene un valor tan grande para Dios que se hizo hombre para poder
com-padecer Él mismo con el hombre, de modo muy real, en carne y sangre, como
nos manifiesta el relato de la
Pasión de Jesús. Por eso, en cada pena humana ha entrado uno
que comparte el sufrir y el padecer; de ahí se difunde en cada sufrimiento la
con-solatio, el consuelo del amor participado de Dios y así aparece la
estrella de la esperanza. Ciertamente, en nuestras penas y pruebas menores
siempre necesitamos también nuestras grandes o pequeñas esperanzas: una visita
afable, la cura de las heridas internas y externas, la solución positiva de una
crisis, etc. También estos tipos de esperanza pueden ser suficientes en las
pruebas más o menos pequeñas. Pero en las pruebas verdaderamente graves, en las
cuales tengo que tomar mi decisión definitiva de anteponer la verdad al
bienestar, a la carrera, a la posesión, es necesaria la verdadera certeza, la
gran esperanza de la que hemos hablado. Por eso necesitamos también testigos,
mártires, que se han entregado totalmente, para que nos lo demuestren día tras
día. Los necesitamos en las pequeñas alternativas de la vida cotidiana, para
preferir el bien a la comodidad, sabiendo que precisamente así vivimos realmente
la vida. Digámoslo una vez más: la capacidad de sufrir por amor de la verdad es
un criterio de humanidad. No obstante, esta capacidad de sufrir depende del tipo
y de la grandeza de la esperanza que llevamos dentro y sobre la que nos basamos.
Los santos pudieron recorrer el gran camino del ser hombre del mismo modo en que
Cristo lo recorrió antes de nosotros, porque estaban repletos de la gran
esperanza.
40. Quisiera añadir
aún una pequeña observación sobre los acontecimientos de cada día que no es del
todo insignificante. La idea de poder «ofrecer» las pequeñas dificultades
cotidianas, que nos aquejan una y otra vez como punzadas más o menos molestas,
dándoles así un sentido, eran parte de una forma de devoción todavía muy
difundida hasta no hace mucho tiempo, aunque hoy tal vez menos practicada. En
esta devoción había sin duda cosas exageradas y quizás hasta malsanas, pero
conviene preguntarse si acaso no comportaba de algún modo algo esencial que
pudiera sernos de ayuda. ¿Qué quiere decir «ofrecer»? Estas personas estaban
convencidas de poder incluir sus pequeñas dificultades en el gran com-padecer de
Cristo, que así entraban a formar parte de algún modo del tesoro de compasión
que necesita el género humano. De esta manera, las pequeñas contrariedades
diarias podrían encontrar también un sentido y contribuir a fomentar el bien y
el amor entre los hombres. Quizás debamos preguntarnos realmente si esto no
podría volver a ser una perspectiva sensata también para
nosotros.
III. El Juicio como
lugar de aprendizaje y ejercicio de la esperanza
41. La parte central
del gran Credo de la
Iglesia, que trata del misterio de Cristo desde su nacimiento
eterno del Padre y el nacimiento temporal de la Virgen María, para seguir con la
cruz y la resurrección y llegar hasta su retorno, se concluye con las palabras:
« de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos ». Ya desde los
primeros tiempos, la perspectiva del Juicio ha influido en los cristianos,
también en su vida diaria, como criterio para ordenar la vida presente, como
llamada a su conciencia y, al mismo tiempo, como esperanza en la justicia de
Dios. La fe en Cristo nunca ha mirado sólo hacia atrás ni sólo hacia arriba,
sino siempre adelante, hacia la hora de la justicia que el Señor había
preanunciado repetidamente. Este mirar hacia adelante ha dado la importancia que
tiene el presente para el cristianismo. En la configuración de los edificios
sagrados cristianos, que quería hacer visible la amplitud histórica y cósmica de
la fe en Cristo, se hizo habitual representar en el lado oriental al Señor que
vuelve como rey –imagen de la esperanza–, mientras en el lado occidental estaba
el Juicio final como imagen de la responsabilidad respecto a nuestra vida, una
representación que miraba y acompañaba a los fieles justamente en su retorno a
lo cotidiano. En el desarrollo de la iconografía, sin embargo, se ha dado
después cada vez más relieve al aspecto amenazador y lúgubre del Juicio, que
obviamente fascinaba a los artistas más que el esplendor de la esperanza, el
cual quedaba con frecuencia excesivamente oculto bajo la
amenaza.
42. En la época
moderna, la idea del Juicio final se ha desvaído: la fe cristiana se entiende y
orienta sobre todo hacia la salvación personal del alma; la reflexión sobre la
historia universal, en cambio, está dominada en gran parte por la idea del
progreso. Pero el contenido fundamental de la espera del Juicio no es que haya
simplemente desaparecido, sino que ahora asume una forma totalmente diferente.
El ateísmo de los siglos XIX y XX, por sus raíces y finalidad, es un moralismo,
una protesta contra las injusticias del mundo y de la historia universal. Un
mundo en el que hay tanta injusticia, tanto sufrimiento de los inocentes y tanto
cinismo del poder, no puede ser obra de un Dios bueno. El Dios que tuviera la
responsabilidad de un mundo así no sería un Dios justo y menos aún un Dios
bueno. Hay que contestar este Dios precisamente en nombre de la moral. Y puesto
que no hay un Dios que crea justicia, parece que ahora es el hombre mismo quien
está llamado a establecer la justicia. Ahora bien, si ante el sufrimiento de
este mundo es comprensible la protesta contra Dios, la pretensión de que la
humanidad pueda y deba hacer lo que ningún Dios hace ni es capaz de hacer, es
presuntuosa e intrínsecamente falsa. Si de esta premisa se han derivado las más
grandes crueldades y violaciones de la justicia, no es fruto de la casualidad,
sino que se funda en la falsedad intrínseca de esta pretensión. Un mundo que
tiene que crear su justicia por sí mismo es un mundo sin esperanza. Nadie ni
nada responde del sufrimiento de los siglos. Nadie ni nada garantiza que el
cinismo del poder –bajo cualquier seductor revestimiento ideológico que se
presente– no siga mangoneando en el mundo. Así, los grandes pensadores de la
escuela de Francfort, Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, han criticado tanto el
ateísmo como el teísmo. Horkheimer ha excluido radicalmente que pueda
encontrarse algún sucedáneo inmanente de Dios, pero rechazando al mismo tiempo
también la imagen del Dios bueno y justo. En una radicalización extrema de la
prohibición veterotestamentaria de las imágenes, él habla de la « nostalgia del
totalmente Otro », que permanece inaccesible: un grito del deseo dirigido a la
historia universal. También Adorno se ha ceñido decididamente a esta renuncia a
toda imagen y, por tanto, excluye también la « imagen » del Dios que ama. No
obstante, siempre ha subrayado también esta dialéctica « negativa » y ha
afirmado que la justicia, una verdadera justicia, requeriría un mundo « en el
cual no sólo fuera suprimido el sufrimiento presente, sino también revocado lo
que es irrevocablemente pasado ».30 Pero esto significaría –expresado
en símbolos positivos y, por tanto, para él inapropiados– que no puede haber
justicia sin resurrección de los muertos. Pero una tal perspectiva comportaría «
la resurrección de la carne, algo que es totalmente ajeno al idealismo, al reino
del espíritu absoluto ».31
43. También el
cristianismo puede y debe aprender siempre de nuevo de la rigurosa renuncia a
toda imagen, que es parte del primer mandamiento de Dios (cf. Ex 20,4).
La verdad de la teología negativa fue resaltada por el IV Concilio de Letrán, el
cual declaró explícitamente que, por grande que sea la semejanza que aparece
entre el Creador y la criatura, siempre es más grande la desemejanza entre
ellos.32 Para el creyente, no obstante, la renuncia a toda imagen no
puede llegar hasta el extremo de tener que detenerse, como querrían Horkheimer y
Adorno, en el « no » a ambas tesis, el teísmo y el ateísmo. Dios mismo se ha
dado una « imagen »: en el Cristo que se ha hecho hombre. En Él, el Crucificado,
se lleva al extremo la negación de las falsas imágenes de Dios. Ahora Dios
revela su rostro precisamente en la figura del que sufre y comparte la condición
del hombre abandonado por Dios, tomándola consigo. Este inocente que sufre se ha
convertido en esperanza-certeza: Dios existe, y Dios sabe crear la justicia de
un modo que nosotros no somos capaces de concebir y que, sin embargo, podemos
intuir en la fe. Sí, existe la resurrección de la carne.33 Existe una
justicia.34 Existe la « revocación » del sufrimiento pasado, la
reparación que restablece el derecho. Por eso la fe en el Juicio final es ante
todo y sobre todo esperanza, esa esperanza cuya necesidad se ha hecho evidente
precisamente en las convulsiones de los últimos siglos. Estoy convencido de que
la cuestión de la justicia es el argumento esencial o, en todo caso, el
argumento más fuerte en favor de la fe en la vida eterna. La necesidad meramente
individual de una satisfacción plena que se nos niega en esta vida, de la
inmortalidad del amor que esperamos, es ciertamente un motivo importante para
creer que el hombre esté hecho para la eternidad; pero sólo en relación con el
reconocimiento de que la injusticia de la historia no puede ser la última
palabra en absoluto, llega a ser plenamente convincente la necesidad del retorno
de Cristo y de la vida nueva.
44. La protesta contra
Dios en nombre de la justicia no vale. Un mundo sin Dios es un mundo sin
esperanza (cf. Ef 2,12). Sólo Dios puede crear justicia. Y la fe nos da
esta certeza: Él lo hace. La imagen del Juicio final no es en primer lugar una
imagen terrorífica, sino una imagen de esperanza; quizás la imagen decisiva para
nosotros de la esperanza. ¿Pero no es quizás también una imagen que da pavor? Yo
diría: es una imagen que exige la responsabilidad. Una imagen, por lo tanto, de
ese pavor al que se refiere san Hilario cuando dice que todo nuestro miedo está
relacionado con el amor.35 Dios es justicia y crea justicia. Éste es
nuestro consuelo y nuestra esperanza. Pero en su justicia está también la
gracia. Esto lo descubrimos dirigiendo la mirada hacia el Cristo crucificado y
resucitado. Ambas –justicia y gracia– han de ser vistas en su justa relación
interior. La gracia no excluye la justicia. No convierte la injusticia en
derecho. No es un cepillo que borra todo, de modo que cuanto se ha hecho en la
tierra acabe por tener siempre igual valor. Contra este tipo de cielo y de
gracia ha protestado con razón, por ejemplo, Dostoëvskij en su novela Los
hermanos Karamazov. Al final los malvados, en el banquete eterno, no se
sentarán indistintamente a la mesa junto a las víctimas, como si no hubiera
pasado nada. A este respecto quisiera citar un texto de Platón que expresa un
presentimiento del juicio justo, que en gran parte es verdadero y provechoso
también para el cristiano. Aunque con imágenes mitológicas, pero que expresan de
modo inequívoco la verdad, dice que al final las almas estarán desnudas ante el
juez. Ahora ya no cuenta lo que fueron una vez en la historia, sino sólo lo que
son de verdad. « Ahora [el juez] tiene quizás ante sí el alma de un rey [...] o
algún otro rey o dominador, y no ve nada sano en ella. La encuentra flagelada y
llena de cicatrices causadas por el perjurio y la injusticia [...] y todo es
tortuoso, lleno de mentira y soberbia, y nada es recto, porque ha crecido sin
verdad. Y ve cómo el alma, a causa de la arbitrariedad, el desenfreno, la
arrogancia y la desconsideración en el actuar, está cargada de excesos e
infamia. Ante semejante espectáculo, la manda enseguida a la cárcel, donde
padecerá los castigos merecidos [...]. Pero a veces ve ante sí un alma
diferente, una que ha transcurrido una vida piadosa y sincera [...], se complace
y la manda a la isla de los bienaventurados ».36 En la parábola del
rico epulón y el pobre Lázaro (cf. Lc 16, 19-31), Jesús ha presentado
como advertencia la imagen de un alma similar, arruinada por la arrogancia y la
opulencia, que ha cavado ella misma un foso infranqueable entre sí y el pobre:
el foso de su cerrazón en los placeres materiales, el foso del olvido del otro y
de la incapacidad de amar, que se transforma ahora en una sed ardiente y ya
irremediable. Hemos de notar aquí que, en esta parábola, Jesús no habla del
destino definitivo después del Juicio universal, sino que se refiere a una de
las concepciones del judaísmo antiguo, es decir, la de una condición intermedia
entre muerte y resurrección, un estado en el que falta aún la sentencia
última.
45. Esta visión del
antiguo judaísmo de la condición intermedia incluye la idea de que las almas no
se encuentran simplemente en una especie de recinto provisional, sino que
padecen ya un castigo, como demuestra la parábola del rico epulón, o que por el
contrario gozan ya de formas provisionales de bienaventuranza. Y, en fin,
tampoco falta la idea de que en este estado se puedan dar también purificaciones
y curaciones, con las que el alma madura para la comunión con Dios.
La Iglesia
primitiva ha asumido estas concepciones, de las que después se ha desarrollado
paulatinamente en la
Iglesia occidental la doctrina del purgatorio. No necesitamos
examinar aquí el complicado proceso histórico de este desarrollo; nos
preguntamos solamente de qué se trata realmente. La opción de vida del hombre se
hace en definitiva con la muerte; esta vida suya está ante el Juez. Su opción,
que se ha fraguado en el transcurso de toda la vida, puede tener distintas
formas. Puede haber personas que han destruido totalmente en sí mismas el deseo
de la verdad y la disponibilidad para el amor. Personas en las que todo se ha
convertido en mentira; personas que han vivido para el odio y que han pisoteado
en ellas mismas el amor. Ésta es una perspectiva terrible, pero en algunos casos
de nuestra propia historia podemos distinguir con horror figuras de este tipo.
En semejantes individuos no habría ya nada remediable y la destrucción del bien
sería irrevocable: esto es lo que se indica con la palabra
infierno.37 Por otro lado, puede haber personas purísimas, que se
han dejado impregnar completamente de Dios y, por consiguiente, están totalmente
abiertas al prójimo; personas cuya comunión con Dios orienta ya desde ahora todo
su ser y cuyo caminar hacia Dios les lleva sólo a culminar lo que ya
son.38
46. No obstante, según
nuestra experiencia, ni lo uno ni lo otro son el caso normal de la existencia
humana. En gran parte de los hombres –eso podemos suponer– queda en lo más
profundo de su ser una última apertura interior a la verdad, al amor, a Dios.
Pero en las opciones concretas de la vida, esta apertura se ha empañado con
nuevos compromisos con el mal; hay mucha suciedad que recubre la pureza, de la
que, sin embargo, queda la sed y que, a pesar de todo, rebrota una vez más desde
el fondo de la inmundicia y está presente en el alma. ¿Qué sucede con estas
personas cuando comparecen ante el Juez? Toda la suciedad que ha acumulado en su
vida, ¿se hará de repente irrelevante? O, ¿qué otra cosa podría ocurrir? San
Pablo, en la Primera
Carta a los Corintios, nos da una idea del efecto
diverso del juicio de Dios sobre el hombre, según sus condiciones. Lo hace con
imágenes que quieren expresar de algún modo lo invisible, sin que podamos
traducir estas imágenes en conceptos, simplemente porque no podemos asomarnos a
lo que hay más allá de la muerte ni tenemos experiencia alguna de ello. Pablo
dice sobre la existencia cristiana, ante todo, que ésta está construida sobre un
fundamento común: Jesucristo. Éste es un fundamento que resiste. Si hemos
permanecido firmes sobre este fundamento y hemos construido sobre él nuestra
vida, sabemos que este fundamento no se nos puede quitar ni siquiera en la
muerte. Y continúa: « Encima de este cimiento edifican con oro, plata y piedras
preciosas, o con madera, heno o paja. Lo que ha hecho cada uno saldrá a la luz;
el día del juicio lo manifestará, porque ese día despuntará con fuego y el fuego
pondrá a prueba la calidad de cada construcción. Aquel, cuya obra, construida
sobre el cimiento, resista, recibirá la recompensa, mientras que aquel cuya obra
quede abrasada sufrirá el daño. No obstante, él quedará a salvo, pero como quien
pasa a través del fuego » (3,12-15). En todo caso, en este texto se muestra con
nitidez que la salvación de los hombres puede tener diversas formas; que algunas
de las cosas construidas pueden consumirse totalmente; que para salvarse es
necesario atravesar el « fuego » en primera persona para llegar a ser
definitivamente capaces de Dios y poder tomar parte en la mesa del banquete
nupcial eterno.
47. Algunos teólogos
recientes piensan que el fuego que arde, y que a la vez salva, es Cristo mismo,
el Juez y Salvador. El encuentro con Él es el acto decisivo del Juicio. Ante su
mirada, toda falsedad se deshace. Es el encuentro con Él lo que, quemándonos,
nos transforma y nos libera para llegar a ser verdaderamente nosotros mismos. En
ese momento, todo lo que se ha construido durante la vida puede manifestarse
como paja seca, vacua fanfarronería, y derrumbarse. Pero en el dolor de este
encuentro, en el cual lo impuro y malsano de nuestro ser se nos presenta con
toda claridad, está la salvación. Su mirada, el toque de su corazón, nos cura a
través de una transformación, ciertamente dolorosa, « como a través del fuego ».
Pero es un dolor bienaventurado, en el cual el poder santo de su amor nos
penetra como una llama, permitiéndonos ser por fin totalmente nosotros mismos y,
con ello, totalmente de Dios. Así se entiende también con toda claridad la
compenetración entre justicia y gracia: nuestro modo de vivir no es irrelevante,
pero nuestra inmundicia no nos ensucia eternamente, al menos si permanecemos
orientados hacia Cristo, hacia la verdad y el amor. A fin de cuentas, esta
suciedad ha sido ya quemada en la Pasión de Cristo. En el momento del
Juicio experimentamos y acogemos este predominio de su amor sobre todo el mal en
el mundo y en nosotros. El dolor del amor se convierte en nuestra salvación y
nuestra alegría. Está claro que no podemos calcular con las medidas
cronométricas de este mundo la « duración » de éste arder que transforma. El «
momento » transformador de este encuentro está fuera del alcance del
cronometraje terrenal. Es tiempo del corazón, tiempo del « paso » a la comunión
con Dios en el Cuerpo de Cristo.39 El Juicio de Dios es esperanza,
tanto porque es justicia, como porque es gracia. Si fuera solamente gracia que
convierte en irrelevante todo lo que es terrenal, Dios seguiría debiéndonos aún
la respuesta a la pregunta sobre la justicia, una pregunta decisiva para
nosotros ante la historia y ante Dios mismo. Si fuera pura justicia, podría ser
al final sólo un motivo de temor para todos nosotros. La encarnación de Dios en
Cristo ha unido uno con otra –juicio y gracia– de tal modo que la justicia se
establece con firmeza: todos nosotros esperamos nuestra salvación « con temor y
temblor » (Fil 2,12). No obstante, la gracia nos permite a todos esperar
y encaminarnos llenos de confianza al encuentro con el Juez, que conocemos como
nuestro « abogado », parakletos (cf. 1 Jn
2,1).
48. Sobre este punto
hay que mencionar aún un aspecto, porque es importante para la praxis de la
esperanza cristiana. El judaísmo antiguo piensa también que se puede ayudar a
los difuntos en su condición intermedia por medio de la oración (cf. por ejemplo
2 Mc 12,38-45: siglo I a. C.). La respectiva praxis ha sido adoptada por
los cristianos con mucha naturalidad y es común tanto en la Iglesia oriental como en la
occidental. El Oriente no conoce un sufrimiento purificador y expiatorio de las
almas en el « más allá », pero conoce ciertamente diversos grados de
bienaventuranza, como también de padecimiento en la condición intermedia. Sin
embargo, se puede dar a las almas de los difuntos « consuelo y alivio » por
medio de la
Eucaristía, la oración y la limosna. Que el amor pueda llegar
hasta el más allá, que sea posible un recíproco dar y recibir, en el que estamos
unidos unos con otros con vínculos de afecto más allá del confín de la muerte,
ha sido una convicción fundamental del cristianismo de todos los siglos y sigue
siendo también hoy una experiencia consoladora. ¿Quién no siente la necesidad de
hacer llegar a los propios seres queridos que ya se fueron un signo de bondad,
de gratitud o también de petición de perdón? Ahora nos podríamos hacer una
pregunta más: si el « purgatorio » es simplemente el ser purificado mediante el
fuego en el encuentro con el Señor, Juez y Salvador, ¿cómo puede intervenir una
tercera persona, por más que sea cercana a la otra? Cuando planteamos una
cuestión similar, deberíamos darnos cuenta que ningún ser humano es una mónada
cerrada en sí misma. Nuestras existencias están en profunda comunión entre sí,
entrelazadas unas con otras a través de múltiples interacciones. Nadie vive
solo. Ninguno peca solo. Nadie se salva solo. En mi vida entra continuamente la
de los otros: en lo que pienso, digo, me ocupo o hago. Y viceversa, mi vida
entra en la vida de los demás, tanto en el bien como en el mal. Así, mi
intercesión en modo alguno es algo ajeno para el otro, algo externo, ni siquiera
después de la muerte. En el entramado del ser, mi gratitud para con él, mi
oración por él, puede significar una pequeña etapa de su purificación. Y con
esto no es necesario convertir el tiempo terrenal en el tiempo de Dios: en la
comunión de las almas queda superado el simple tiempo terrenal. Nunca es
demasiado tarde para tocar el corazón del otro y nunca es inútil. Así se aclara
aún más un elemento importante del concepto cristiano de esperanza. Nuestra
esperanza es siempre y esencialmente también esperanza para los otros; sólo así
es realmente esperanza también para mí.40 Como cristianos, nunca
deberíamos preguntarnos solamente: ¿Cómo puedo salvarme yo mismo? Deberíamos
preguntarnos también: ¿Qué puedo hacer para que otros se salven y para que surja
también para ellos la estrella de la esperanza? Entonces habré hecho el máximo
también por mi salvación personal.
María, estrella de la
esperanza
49. Con un himno del
siglo VIII/IX, por tanto de hace más de mil años, la Iglesia saluda a María,
la Madre de
Dios, como « estrella del mar »: Ave maris stella. La vida humana es un
camino. ¿Hacia qué meta? ¿Cómo encontramos el rumbo? La vida es como un viaje
por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que
escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de
nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Ellas son luces
de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que
brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él
necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de
Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía. Y ¿quién mejor que
María podría ser para nosotros estrella de esperanza, Ella que con su « sí »
abrió la puerta de nuestro mundo a Dios mismo; Ella que se convirtió en el Arca
viviente de la
Alianza, en la que Dios se hizo carne, se hizo uno de nosotros,
plantó su tienda entre nosotros (cf. Jn 1,14)?
50. Así, pues, la
invocamos: Santa María, tú fuiste una de aquellas almas humildes y grandes en
Israel que, como Simeón, esperó « el consuelo de Israel » (Lc 2,25) y
esperaron, como Ana, « la redención de Jerusalén » (Lc 2,38). Tú viviste
en contacto íntimo con las Sagradas Escrituras de Israel, que hablaban de la
esperanza, de la promesa hecha a Abrahán y a su descendencia (cf. Lc
1,55). Así comprendemos el santo temor que te sobrevino cuando el ángel de Dios
entró en tu aposento y te dijo que darías a luz a Aquel que era la esperanza de
Israel y la esperanza del mundo. Por ti, por tu « sí », la esperanza de milenios
debía hacerse realidad, entrar en este mundo y su historia. Tú te has inclinado
ante la grandeza de esta misión y has dicho « sí »: « Aquí está la esclava del
Señor, hágase en mí según tu palabra » (Lc 1,38). Cuando llena de santa
alegría fuiste aprisa por los montes de Judea para visitar a tu pariente Isabel,
te convertiste en la imagen de la futura Iglesia que, en su seno, lleva la
esperanza del mundo por los montes de la historia. Pero junto con la alegría
que, en tu Magnificat, con las palabras y el canto, has difundido en los
siglos, conocías también las afirmaciones oscuras de los profetas sobre el
sufrimiento del siervo de Dios en este mundo. Sobre su nacimiento en el establo
de Belén brilló el resplandor de los ángeles que llevaron la buena nueva a los
pastores, pero al mismo tiempo se hizo de sobra palpable la pobreza de Dios en
este mundo. El anciano Simeón te habló de la espada que traspasaría tu corazón
(cf. Lc 2,35), del signo de contradicción que tu Hijo sería en este
mundo. Cuando comenzó después la actividad pública de Jesús, debiste quedarte a
un lado para que pudiera crecer la nueva familia que Él había venido a instituir
y que se desarrollaría con la aportación de los que hubieran escuchado y
cumplido su palabra (cf. Lc 11,27s). No obstante toda la grandeza y la
alegría de los primeros pasos de la actividad de Jesús, ya en la sinagoga de
Nazaret experimentaste la verdad de aquella palabra sobre el « signo de
contradicción » (cf. Lc 4,28ss). Así has visto el poder creciente de la
hostilidad y el rechazo que progresivamente fue creándose en torno a Jesús hasta
la hora de la cruz, en la que viste morir como un fracasado, expuesto al
escarnio, entre los delincuentes, al Salvador del mundo, el heredero de David,
el Hijo de Dios. Recibiste entonces la palabra: « Mujer, ahí tienes a tu hijo »
(Jn 19,26). Desde la cruz recibiste una nueva misión. A partir de la cruz
te convertiste en madre de una manera nueva: madre de todos los que quieren
creer en tu Hijo Jesús y seguirlo. La espada del dolor traspasó tu corazón.
¿Había muerto la esperanza? ¿Se había quedado el mundo definitivamente sin luz,
la vida sin meta? Probablemente habrás escuchado de nuevo en tu interior en
aquella hora la palabra del ángel, con la cual respondió a tu temor en el
momento de la anunciación: « No temas, María » (Lc 1,30). ¡Cuántas veces
el Señor, tu Hijo, dijo lo mismo a sus discípulos: no temáis! En la noche del
Gólgota, oíste una vez más estas palabras en tu corazón. A sus discípulos, antes
de la hora de la traición, Él les dijo: « Tened valor: Yo he vencido al mundo »
(Jn 16,33). « No tiemble vuestro corazón ni se acobarde » (Jn
14,27). « No temas, María ». En la hora de Nazaret el ángel también te dijo:
« Su reino no tendrá fin » (Lc 1,33). ¿Acaso había terminado antes de
empezar? No, junto a la cruz, según las palabras de Jesús mismo, te convertiste
en madre de los creyentes. Con esta fe, que en la oscuridad del Sábado Santo fue
también certeza de la esperanza, te has ido a encontrar con la mañana de Pascua.
La alegría de la resurrección ha conmovido tu corazón y te ha unido de modo
nuevo a los discípulos, destinados a convertirse en familia de Jesús mediante la
fe. Así, estuviste en la comunidad de los creyentes que en los días después de
la Ascensión
oraban unánimes en espera del don del Espíritu Santo (cf. Hch 1,14), que
recibieron el día de Pentecostés. El « reino » de Jesús era distinto de como lo
habían podido imaginar los hombres. Este « reino » comenzó en aquella hora y ya
nunca tendría fin. Por eso tú permaneces con los discípulos como madre suya,
como Madre de la esperanza. Santa María, Madre de Dios, Madre nuestra, enséñanos
a creer, esperar y amar contigo. Indícanos el camino hacia su reino. Estrella
del mar, brilla sobre nosotros y guíanos en nuestro
camino.
Dado en Roma, junto a
San Pedro, el 30 de noviembre, fiesta del Apóstol san Andrés, del año 2007,
tercero de mi pontificado.
Notas
1Cf. Corpus
Inscriptionum Latinarum, vol. VI, n. 26003.
2Cf. Poemas
dogmáticos, V, 55-64: PG 37, 428-429.
3Cf. Catecismo de la Iglesia
Católica, nn.
1817-1821.
4Summa Theologiae, II-II, q. 4, a. 1.
5 H. Köster: ThWNT VIII (1969),
585.
6De
excessu fratris sui Satyri, II, 47:
CSEL 73, 274.
7Ibíd.,
II, 46: CSEL 73, 273.
8Cf.
Ep. 130 Ad Probam 14, 25-15, 28: CSEL 44,
68-73.
9Cf.
Catecismo de la Iglesia
Católica, n.
1025.
10Jean Giono, Les
vraies richesses (1936), Préface, Paris 1992, pp. 18-20; cf. Henri de
Lubac, Catholicisme. Aspects sociaux du dogme, Paris 1983, p.
VII.
11Ep. 130 Ad Probam 13, 24: CSEL 44, 67.
12Sententiae, III, 118 : CCL 6/2,
215.
13Cf.
ibíd., III, 71: CCL 6/2,107-108.
14Novum Organum I, 117.
15Cf. ibíd., I, 129.
16Cf.
New Atlantis.
17En
Werke IV: W. Weischedel, ed. (1956), 777.
18I.
Kant, Das Ende aller Dinge: Werke IV, W. Weischedel, ed.
(1964),
190.
19Capítulos sobre la
caridad, Centuria 1, cap 1:
PG 90, 965.
20Cf.
ibíd.: PG 90, 962-966.
21Conf. X 43, 70: CSEL 33,
279.
22Sermo 340, 3: PL 38,
1484; cf. F. van der Meer, Agustín pastor de almas, Madrid (1965),
351.
23Sermo 339, 4: PL 38,
1481.
24Conf. X, 43, 69: CSEL
33, 279.
25Cf.
Catecismo de la Iglesia
Católica, n.
2657.
26Cf.
In 1 Joannis 4, 6: PL 35, 2008s.
27Cf. Testigos de
esperanza, Ciudad Nueva 2000, 135s.
28Breviario
Romano, Oficio de Lectura, 24
noviembre.
29Sermones in Cant. Serm. 26,5: PL 183,
906.
30Negative
Dialektik (1966), Tercera parte, III,
11: Gesammelte Schriften, vol. VI, Frankfurt/Main, 1973,
395.
31Ibíd., Segunda parte,
207.
32Cf. DS,
806.
33Cf. Catecismo de
la Iglesia
Católica, nn. 988-1004.
34Cf. ibíd., n.
1004.
35Cf. Tractatus super
Psalmos, Ps. 127, 1-3: CSEL 22, 628-630.
36Gorgias
525a-526c.
37Cf. Catecismo de
la Iglesia
Católica, nn. 1033-1037.
38Cf. ibíd., nn.
1023-1029.
39Cf. ibíd., nn.
1030-1032.
40Cf. ibíd., n. 1032.
© Copyright 2007 - Libreria Editrice
Vaticana